La amable señora García

Seguimos al señor Traseronian por unos cuantos pasillos. No había mucha gente, y la poca que había no se fijó en mí, aunque a lo mejor fue porque no me vieron. Mientras caminábamos, iba escondido detrás de mamá. Ya sé que puede parecer infantil, pero en esos momentos no me sentía demasiado valiente.

Llegamos a una pequeña habitación. En la puerta había escrito DESPACHO DEL DIRECTOR DE SECUNDARIA. Dentro había una mesa y, sentada detrás, una señora que parecía simpática.

—Le presento a la señora García —dijo el señor Traseronian. La señora le sonrió a mamá, se quitó las gafas y se levantó de la silla.

—Isabel Pullman. Encantada de conocerla —repuso mi madre, dándole la mano.

—Y este es August —dijo el señor Traseronian.

Mamá se hizo a un lado para dejarme pasar. Entonces pasó lo que ya me había pasado un millón de veces antes. Cuando la miré a la cara, la señora García bajó la vista durante un segundo. Fue algo tan rápido que nadie aparte de mí se habría dado cuenta, ya que el resto de su cara se quedó exactamente igual que estaba. Tenía una sonrisa de oreja a oreja.

—Encantada de conocerte, August —dijo, ofreciéndome la mano para que se la estrechase.

—Hola —contesté en voz baja, dándole la mano, pero, como no quería mirarla a la cara, me concentré en sus gafas, que le colgaban de una cadena al cuello.

—¡Vaya, menudo apretón! —dijo la señora García. Tenía la mano caliente.

—El chico da unos apretones de manos tremendos —concluyó el señor Traseronian, y todos se echaron a reír.

—Puedes llamarme señora G —dijo la señora García. Creo que se dirigía a mí, pero yo estaba mirando todas las cosas que tenía sobre la mesa—. Así me llaman todos. «Señora G, se me ha olvidado la combinación de la taquilla». «Señora G, necesito un justificante». «Señora G, quiero cambiar de optativa».

—La señora G es la que dirige de verdad el colegio —dijo el señor Traseronian, y todos los adultos volvieron a reírse.

—Llego todas las mañanas a las siete y media —prosiguió la señora García, que seguía mirándome mientras yo observaba fijamente sus sandalias marrones con florecitas moradas en las hebillas—. Si alguna vez necesitas algo, August, pídemelo a mí. Y puedes pedirme lo que sea.

—Vale —farfullé.

—Ay, qué bebé tan precioso —dijo mamá, señalando una de las fotografías que había en el tablón de anuncios de la señora García—. ¿Es suyo?

—¡No, válgame Dios! —exclamó la señora García, con una gran sonrisa que era totalmente diferente de su sonrisa de oreja a oreja—. Acaba de alegrarme el día. Es mi nieto.

—¡Qué preciosidad! —dijo mamá, sacudiendo la cabeza—. ¿Cuánto tiempo tiene?

—En esa foto tenía cinco meses, creo. Pero ahora ya es mayor. ¡Tiene casi ocho años!

—¡Vaya! —exclamó mamá, sin dejar de sonreír—. Pues es una monada.

—Gracias —contestó la señora García, con un gesto afirmativo como si estuviera a punto de decir algo más sobre su nieto. Pero de repente dejó de sonreír tanto—. Aquí todos vamos a cuidar muy bien de August —le dijo a mamá, y vi que le daba un ligero apretón en la mano. Miré a mamá a la cara, y entonces me di cuenta de que estaba tan nerviosa como yo. Supongo que la señora García me cayó bien… cuando no sonreía de oreja a oreja.