La heladería

Recuerdo haberlo visto por primera vez delante de la heladería que hay en la avenida Amesfort cuando tenía unos cinco o seis años. Verónica, mi canguro, y yo, estábamos sentados en el banco que hay fuera de la tienda con Jamie, mi hermano pequeño, que estaba sentado en su carrito de cara a nosotros. Supongo que debía de estar muy concentrado comiéndome mi cucurucho de helado, porque ni siquiera me di cuenta de que se habían sentado unas personas a nuestro lado.

Hubo un momento en que giré la cabeza para chupar el helado que se salía por el fondo del cucurucho y fue entonces cuando vi a August. Estaba sentado a mi lado. Ya sé que no estuvo bien, pero al verlo dije algo así como: «¡Uhhh!» porque me asusté de verdad. Pensé que llevaba una máscara de zombi o algo así. Fue la clase de «uhhh» que sueltas cuando estás viendo una peli de miedo y el malo sale de un salto de detrás de los arbustos. Sé que no estuvo bien y, aunque el niño no me oyó, su hermana sí.

—¡Jack! ¡Tenemos que irnos! —dijo Verónica. Se había levantado y estaba dándole la vuelta al carrito porque Jamie, que también acababa de ver al niño, estaba a punto de decir algo que habría resultado embarazoso.

Me levanté de un salto, como si se me hubiese puesto encima una abeja, y seguí a Verónica mientras se alejaba.

—Vamos, chicos, ya es hora de irnos —oí que decía la madre del niño en voz baja a nuestras espaldas, y me giré para mirarlo una vez más.

El niño raro estaba chupando su cucurucho de helado, la madre estaba cogiendo su patinete y su hermana me estaba mirando como si quisiera matarme. Aparté la mirada rápidamente.

—Verónica, ¿qué le pasa a ese niño? —susurré.

—¡Calla! —dijo, enfadada. Verónica me caía muy bien, pero, cuando se enfadaba, se enfadaba de verdad. Jamie estaba a punto de caerse del carrito al intentar mirarlo de nuevo mientras Verónica lo empujaba en la dirección contraria.

—Pero, Vonica… —dijo Jamie.

—¡Habéis sido muy malos! ¡Muy malos! —exclamó Verónica en cuanto estuvimos un poco más lejos—. ¡A quién se le ocurre quedarse mirándolo así!

—¡Ha sido sin querer! —contesté.

Vonica —dijo Jamie.

—Y habernos ido así —añadió Verónica tartamudeando—. Ay, señor, esa pobre mujer. Os lo digo en serio, chicos. Cada día deberíamos dar gracias al Señor por lo que tenemos, ¿me habéis oído?

—¡Vonic a!

—¿Qué pasa, Jamie?

—¿Es Halloween?

—No, Jamie.

—¿Y por qué llevaba una máscara ese niño?

Verónica no contestó. A veces, cuando estaba enfadada por algo, hacía eso.

—No llevaba una máscara —le expliqué a Jamie.

—¡Calla, Jack! —dijo Verónica.

—¿Por qué estás tan enfadada, Verónica? —le pregunté sin poder evitarlo.

Pensaba que aquello haría que se enfadase aún más, pero se puso a negar con la cabeza.

—Está muy mal lo que hemos hecho —dijo—. Levantarnos así, como si acabásemos de ver al demonio. Me daba miedo lo que pudiese decir Jamie, ¿sabes? No quería que soltase algo que pudiese ofender a ese niño. Pero habernos levantado así ha estado muy mal. Su madre se ha dado cuenta de lo que ha pasado.

—Pero no lo hemos hecho queriendo —contesté.

—Jack, a veces no hace falta que uno quiera hacerle daño a alguien para hacerle daño, ¿entiendes?

Esa fue la primera vez que vi a August en el barrio, al menos que yo recuerde. Pero he vuelto a encontrármelo desde entonces: un par de veces en los columpios y unas cuantas más en el parque. Hubo un tiempo en que solía llevar un casco de astronauta, pero yo sabía que era él quien se escondía debajo del casco. Todos los niños del barrio sabían que era él. Todo el mundo ha visto a August en algún momento. Todos sabemos cómo se llama, aunque él no sepa cómo nos llamamos nosotros.

Y siempre que lo veo intento acordarme de lo que dijo Verónica, pero me cuesta. Me cuesta mucho no mirarlo una segunda vez. Cuesta mucho hacer como si nada cuando lo ves.