Adiós a lo viejo

Miranda y Eva levantaron el vuelo. Se unieron a un grupo de gente que ha nacido para alcanzar la gloria en el instituto. Tras una semana de comidas desagradables en las que lo único que hacían era hablar de gente que no me interesaba, decidí cortar por lo sano. No me hicieron preguntas. No les conté ninguna mentira. Simplemente, ellas se fueron por su lado y yo por el mío.

Pasado un tiempo, dejó de importarme. Dejé de ir a comer durante una semana para que la transición fuese más fácil, para evitar comentarios falsos del tipo: «¡Vaya, no queda sitio en la mesa, Olivia!». Era más fácil irme a la biblioteca a leer.

Acabé Guerra y paz en octubre. Fue increíble. La gente piensa que es una lectura difícil, pero no es más que un culebrón con un montón de personajes, gente que se enamora, que lucha por amor, que muere por amor. Yo quiero enamorarme así algún día. Quiero que mi marido me quiera como el príncipe Andrei quería a Natasha.

Acabé juntándome con una chica que se llamaba Eleanor a la que había conocido en la Escuela Pública 22, aunque habíamos ido a colegios de secundaria diferentes. Eleanor siempre había sido una chica lista…, un poco llorica en aquellos tiempos, pero maja. Nunca me había dado cuenta de lo graciosa que era (no graciosa para partirse de risa, como papá, pero tenía algunas ocurrencias muy buenas), y ella no sabía lo desenfadada que yo podía llegar a ser. Supongo que a Eleanor siempre le había parecido que yo era muy seria. Y resulta que nunca le habían caído bien Miranda y Eva. Las veía como unas creídas.

Gracias a Eleanor empecé a comer en la mesa de los listos. Era un grupo más grande y variado del que yo estaba acostumbrada a frecuentar. Entre ellos estaban el novio de Eleanor, Kevin, que seguro que algún día acabaría siendo delegado de clase; unos cuantos flipados por la informática; chicas como Eleanor, que eran miembros de la comisión del anuario y del club de debate; y Justin, un chico muy callado que llevaba unas gafitas redondas y tocaba el violín, y del que me colé nada más verlo.

Cuando veía a Miranda y a Eva, que ahora se relacionaban con la gente más popular del instituto, nos decíamos: «Hola, ¿qué tal?» y seguíamos andando. De vez en cuando, Miranda me preguntaba cómo estaba August y me decía: «Dale un beso de mi parte». Yo no lo hacía nunca, pero no para fastidiar a Miranda, sino porque August vivía esos días en su propio mundo. En casa había veces que ni siquiera nos cruzábamos.