Desayuno

—¿Hoy puedes recogerme en el instituto? —pregunté la mañana siguiente mientras untaba el bollo con crema de queso.

Mamá estaba preparándole la comida a August (lonchas de queso en pan integral, lo bastante blando para que Auggie pudiese comérselo) mientras él estaba sentado a la mesa comiendo copos de avena. Papá estaba arreglándose para ir a trabajar. Ahora que yo iba al instituto, la nueva planificación implicaba que papá y yo cogeríamos el metro juntos por la mañana, con lo cual él tenía que salir quince minutos antes de lo habitual, luego yo me bajaría en mi parada y él seguiría hasta el trabajo. Mamá me recogería en coche después de clase.

—Iba a llamar a la madre de Miranda para ver si podía volver a traerte —contestó mamá.

—¡No, mamá! —dije rápidamente—. Recógeme tú. Si no, vengo en metro.

—Ya sabes que no quiero que cojas el metro tú sola todavía —contestó.

—¡Mamá, que tengo quince años! ¡Todas las chicas de mi edad cogen el metro!

—Puede volver a casa en metro —dijo papá desde el pasillo, y entró en la cocina arreglándose la corbata.

—¿Por qué no puede volver a recogerla la madre de Miranda? —replicó mamá.

—Ya es mayor, puede coger el metro ella sola —insistió papá.

Mamá nos miró a los dos.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó, sin dirigir la pregunta a ninguno de los dos en concreto.

—Lo sabrías si hubieses vuelto a mi habitación —dije despechada—. Me dijiste que volverías.

—Ay, Dios. Via… —dijo mamá, recordando que me había dejado tirada la noche anterior. Dejó el cuchillo con el que estaba partiendo en dos las uvas de Auggie (aún corría el riesgo de ahogarse con ellas debido al tamaño de su paladar)—. Lo siento mucho. Me dormí en la habitación de Auggie. Cuando me desperté…

—Lo sé, lo sé —asentí con indiferencia.

Mamá se me acercó, me puso las manos en las mejillas y me levantó la cara para que la mirase.

—Lo siento mucho —susurró. Se notaba que lo sentía de verdad.

—¡No pasa nada! —contesté.

—Via…

—Mamá, de verdad que no pasa nada. —Esta vez lo decía en serio. Parecía tan arrepentida que yo solo quería dejarla en paz.

Me dio un beso y un abrazo y volvió a partir uvas.

—¿Qué es lo que pasa con Miranda? —preguntó.

—Que se comporta como una imbécil —dije.

—¡Miranda no es imbécil! —replicó Auggie rápidamente.

—¡Puede llegar a serlo! —grité—. Créeme.

—Vale, pasaré a recogerte —dijo mamá con decisión, arrastrando las uvas partidas hasta una bolsa con el cuchillo—. De todos modos, ese era el plan desde el principio. Recogeré a Auggie en el colegio y luego pasaremos a por ti. Llegaremos a eso de las cuatro menos cuarto…

—¡No! —repliqué con firmeza antes de que tuviese tiempo de acabar.

—¡Isabel, puede coger el metro! —dijo papá, impaciente—. Ya es mayor. ¡Por el amor de Dios, que está leyendo Guerra y paz!

—¿Y qué tiene que ver Guerra y paz con todo esto? —preguntó mamá, claramente molesta.

—Quiere decir que no tienes que ir a buscarla en coche como si fuese una niña pequeña —afirmó—. Via, ¿estás lista? Coge la mochila y vámonos.

—Estoy lista —dije, cogiendo la mochila—. ¡Adiós, mamá! ¡Adiós, Auggie!

Los besé a los dos rápidamente y eché a andar hacia la puerta.

—Pero ¿tienes abono de metro? —me preguntó mamá.

—¡Pues claro que tiene abono de metro! —contestó papá, exasperado—. ¡Caray, mamá! ¡Deja de preocuparte tanto! Adiós —dijo, y le dio un beso en la mejilla—. Adiós, grandullón —le dijo a August, y le dio un beso en lo alto de la cabeza—. Estoy orgulloso de ti. Que pases un buen día.

—¡Adiós, papá! Tú también.

Papá y yo bajamos los escalones de la entrada y echamos a andar manzana abajo.

—¡Llámame al salir de clase, antes de coger el metro! —me gritó mamá desde la ventana.

Ni siquiera me giré, pero le hice una señal con la mano para que supiese que la había oído. Papá sí se giró y dio unos cuantos pasos andando hacia atrás.

—¡Guerra y paz, Isabel! —gritó, y sonrió mientras me señalaba con el dedo—. ¡Guerra y paz!