Una vez me levanté de madrugada porque tenía sed y vi a mamá de pie ante la puerta de la habitación de Auggie. Tenía la mano en el pomo y la frente apoyada en la puerta, que estaba entreabierta. No estaba entrando ni saliendo: simplemente estaba plantada en la parte de fuera de la habitación, como si estuviese escuchando el sonido de la respiración de Auggie mientras dormía. Las luces del pasillo estaban apagadas. Lo único que la iluminaba era la luz azul de la lamparita de noche de la habitación de Auggie. Allí de pie, mamá parecía un fantasma. O a lo mejor debería decir que parecía un ángel. Intenté volver a mi habitación sin que se diese cuenta, pero me oyó y se me acercó.
—¿Auggie está bien? —pregunté.
Sabía que a veces se despertaba ahogándose con su propia saliva si se daba media vuelta y se tumbaba sobre la espalda sin darse cuenta.
—Está bien —dijo, y me abrazó.
Me acompañó a mi habitación, me arropó y me dio un beso de buenas noches. No me explicó qué hacía plantada ante la puerta, y yo no se lo pregunté.
Me pregunto cuántas noches se habrá quedado de pie ante su puerta. También me pregunto si alguna vez se habrá quedado de pie ante la mía.