En casa de Christopher

Lo pasé muy mal cuando Christopher se mudó de casa hace tres años. Los dos teníamos unos siete años. Nos pasábamos las horas jugando con nuestros muñequitos de La guerra de las galaxias y peleando con nuestros sables de luz. Eso lo echo de menos.

La primavera pasada fuimos a casa de Christopher en Bridgeport. Christopher y yo estábamos buscando algo de comer en la cocina, y entonces oí a mamá contándole a Lisa, la madre de Christopher, que en otoño iría al colegio. Era la primera vez en toda mi vida que la oía hablar del colegio.

—¿De qué habláis? —pregunté.

Mamá parecía sorprendida, como si no hubiese querido que oyese lo que acababa de decir.

—Deberías decirle lo que has estado pensando, Isabel —dijo papá, que estaba en la otra punta del salón hablando con el padre de Christopher.

—Ya lo hablaremos luego —dijo mamá.

—No, quiero saber de qué estabais hablando —repuse.

—¿No crees que podrías ir al colegio, Auggie? —preguntó mamá.

—No —contesté.

—Yo tampoco —añadió papá.

—Pues no hay más que hablar —dije, encogiéndome de hombros, y me senté en el regazo de mi madre, como un bebé.

—Creo que necesitas aprender más de lo que yo puedo enseñarte —replicó mamá—. A ver, Auggie, ya sabes lo mal que se me dan las fracciones.

—¿Qué colegio? —pregunté, a punto de echarme a llorar.

—El colegio de secundaria Beecher. Nos pilla cerca de casa.

—Vaya, es un colegio estupendo, Auggie —dijo Lisa, dándome una palmadita en la rodilla.

—¿Y por qué no al colegio de Via? —repuse.

—Es demasiado grande —contestó mamá—. No creo que fuese una buena elección.

—No quiero ir —dije. Lo reconozco: hice que mi voz sonase un poco infantil.

—No tienes por qué hacer nada que no quieras hacer —respondió papá. Se acercó, me levantó del regazo de mamá y me sentó sobre sus rodillas en la otra punta del sofá—. No vamos a obligarte a hacer nada que no quieras hacer.

—Pero le vendría bien, Nate —dijo mamá.

—Si él no quiere, no —contestó papá, mirándome—. Si él no quiere, no.

Mamá miró a Lisa, que estiró el brazo y le apretó la mano.

—Seguro que al final encontráis una solución —le dijo a mamá—. Siempre la encontráis.

—Ya lo hablaremos luego —comentó mamá.

Se notaba que papá y ella iban a discutir. Yo quería que ganase papá, aunque en parte sabía que mamá tenía razón. Y la verdad era que las fracciones se le daban fatal.