No sé en qué momento de la noche se cortó Auggie la trenza de Padawan, ni por qué me enfadé tanto por eso. Siempre me había parecido que su obsesión con La guerra de las galaxias era enfermiza, y que la trenza que llevaba en la parte de atrás de la cabeza, con sus cuentas, era horrible. Pero él siempre había estado muy orgulloso de ella, del tiempo que había tardado en crecerle, de cómo había elegido él mismo las cuentas en una tienda de artesanía en el SoHo. Cada vez que se juntaba con Christopher, su mejor amigo, jugaban con sables de luz y otras cosas de La guerra de las galaxias, y los dos habían empezado a dejarse crecer la trenza al mismo tiempo. Cuando August se cortó la trenza aquella noche, sin dar ninguna explicación, sin contármelo a mí antes (lo cual me sorprendió) y sin llamar a Christopher, me enfadé tanto que ni siquiera sabría explicar por qué.
He visto a Auggie cepillándose el pelo ante el espejo del cuarto de baño. Intenta peinarse cada pelo minuciosamente. Ladea la cabeza para mirarse desde ángulos diferentes, como si dentro del espejo hubiese alguna perspectiva mágica que pudiese cambiar las dimensiones de su cara.
Mamá llamó a la puerta de mi habitación después de cenar. Parecía agotada y comprendí que, entre Auggie y yo, aquel también había sido un día difícil para ella.
—¿Quieres contarme lo que te pasa? —me preguntó amablemente, en voz baja.
—Ahora no, ¿vale? —contesté.
Estaba leyendo y estaba cansada. Quizá más tarde me apeteciese contarle lo de Miranda, pero no en ese momento.
—Me pasaré a verte antes de que te duermas —dijo, y se acercó para darme un beso en lo alto de la cabeza.
—¿Daisy puede dormir conmigo esta noche?
—Claro, luego te la traigo.
—No te olvides de pasar de nuevo —le dije cuando ya se estaba yendo.
—Te lo prometo.
Pero esa noche no volvió. Fue papá quien vino. Me contó que Auggie lo había pasado mal y que mamá lo estaba consolando. Me preguntó cómo me había ido a mí y le contesté que bien. Dijo que no me creía, así que le conté que Miranda y Eva se habían comportado como dos imbéciles. (No le expliqué que había vuelto a casa en metro yo sola). Me dijo que no hay nada que ponga a prueba la amistad tanto como el instituto, y luego se puso a burlarse de que estuviera leyendo Guerra y paz. No se burlaba de verdad, claro está, ya que lo había oído alardear delante de otras personas de que tenía una «hija de quince años que está leyendo a Tolstoi». Pero le gustaba bromear preguntándome por qué parte del libro iba, si por una parte de guerra o por una de paz, y si hablaba de los tiempos en los que Napoleón se dedicaba a bailar hip-hop. No eran más que tonterías, pero papá siempre conseguía hacer reír a todo el mundo. A veces, eso es lo único que necesitas para sentirte mejor.
—No te enfades con mamá —me pidió al agacharse sobre mí para darme un beso de buenas noches—. Ya sabes lo preocupada que está por Auggie.
—Lo sé —contesté.
—¿Quieres que te deje la luz encendida o apagada? Ya es tarde —dijo, y se quedó parado junto al interruptor de la luz, al lado de la puerta.
—¿Puedes traer a Daisy antes?
Dos segundos después volvió con Daisy colgándole de los brazos y la dejó a mi lado sobre la cama.
—Buenas noches, cariño —dijo, y me dio un beso en la frente. A Daisy también le dio un beso en la frente—. Buenas noches, chica. Que duermas bien.