Yo no veía a August tal como lo veía el resto de la gente. Sabía que no era exactamente normal, pero no entendía por qué los desconocidos se impresionan tanto al verlo. Horrorizados. Asqueados. Asustados. Podría usar muchas palabras para describir la reacción en las caras de la gente. Durante mucho tiempo no lo entendía y me enfadaba. Me enfadaba cuando lo miraban fijamente y me enfadaba cuando apartaban la mirada. «¿Se puede saber qué estáis mirando?», les decía. También a los adultos.
Entonces, cuando tenía unos once años, me quedé con mi abuela durante cuatro semanas en Montauk mientras operaban a August de la mandíbula. Nunca había pasado tanto tiempo lejos de casa, y tengo que decir que fue increíble sentirme liberada de repente de todas esas cosas que me hacían enfadar tanto. Nadie se nos quedaba mirando a la abuela y a mí cuando íbamos al pueblo a hacer las compras. Nadie nos señalaba. Nadie se fijaba en nosotras.
La abuela era una de esas abuelas que hacen de todo con sus nietos. Se metía corriendo en el mar si yo se lo pedía. Me dejaba jugar con su maquillaje y no le importaba que usase su cara para practicar. Me llevaba a tomar helado aunque aún no hubiésemos comido. Me dibujaba caballos de tiza en la acera delante de su casa. Una noche, mientras volvíamos a casa paseando, le dije que ojalá pudiese quedarme a vivir con ella para siempre. Qué feliz me sentía allí. Creo que posiblemente haya sido la vez que mejor me lo he pasado en toda mi vida.
Al volver a casa después de cuatro semanas fuera, todo se me hizo muy raro. Recuerdo perfectamente que entré por la puerta y vi a August corriendo hacia mí para darme la bienvenida. Durante una milésima de segundo, lo vi no como siempre lo había visto, sino como lo veían los demás. Solo fue un momento, un segundo mientras me estaba abrazando, contento al verme de vuelta en casa, pero me sorprendió porque nunca hasta entonces lo había mirado así. Tampoco había sentido nunca lo que sentí en ese momento: una sensación que me hizo pensar que era odiosa por haberla tenido. Mientras me besaba de todo corazón, lo único que yo alcanzaba a ver era la baba que le caía por la barbilla. Allí estaba yo, de repente, igualita que todos los demás que lo miraban fijamente o que apartaban la mirada.
Horrorizada. Asqueada. Asustada.
Afortunadamente, la sensación solo duró un segundo. En cuanto oí la risa áspera de August, se me pasó. Todo volvió a ser igual que antes. Pero se había abierto una puerta. Una pequeña mirilla. Y al otro lado de la mirilla había dos August: el que yo veía ciegamente y el que veían los demás.
Creo que la única persona a quien se lo podría haber contado era a la abuela, pero no se lo conté. Era muy difícil de explicar por teléfono. Pensé que quizá cuando nos visitase para Acción de Gracias le contaría lo que había sentido. Pero mi preciosa abuela murió dos meses después de haberme quedado con ella en Montauk. Fue algo totalmente inesperado. Al parecer, había ingresado en el hospital después de sentir náuseas. Mamá y yo fuimos a verla, pero desde donde vivimos se tarda tres horas en coche y, para cuando llegamos al hospital, la abuela había muerto. Un infarto, nos dijeron. Así, sin más.
Qué curioso. Un día puedes estar en este mundo y, al siguiente, ya no estar. ¿Adónde se fue? ¿Volveré a verla alguna vez, o eso no es más que un cuento chino?
Vemos películas y series de la tele en las que la gente recibe noticias horribles en los hospitales. Para nosotros, con todos los viajes que hemos hecho con August al hospital, los finales siempre habían sido felices. Lo que más recuerdo del día que murió la abuela es la imagen de mamá dejándose caer hasta el suelo, sollozando lenta y pesadamente, y sujetándose el estómago como si alguien acabase de darle un puñetazo. Nunca jamás había visto a mamá así. Nunca había oído unos sonidos así saliendo de ella. En todas las operaciones de August mamá siempre había puesto buena cara.
El último día que estuve en Montauk, la abuela y yo habíamos visto la puesta de sol desde la playa. Habíamos cogido una manta para sentarnos encima, pero había refrescado, así que nos tapamos con ella, nos acurrucamos la una contra la otra y hablamos hasta que no quedó ni una rodaja de sol sobre el mar. Entonces la abuela me dijo que tenía que contarme un secreto: me quería más que a nada en el mundo.
—¿Más que a August? —le pregunté.
Sonrió y me acarició el pelo, como si estuviese pensándose lo que iba a decir.
—A Auggie lo quiero muchísimo —dijo en voz baja. Aún recuerdo su acento portugués y cómo arrastraba la erre—. Pero él ya tiene muchos ángeles que velan por él, Via. Quiero que sepas que tú me tienes a mí velando por ti, ¿vale, menina querida? Quiero que sepas que para mí eres lo primero. Para mí… —Miró al mar y extendió las manos, como si intentase alisar las olas—. Para mí lo eres todo. ¿Me entiendes, Via? Tu és meu tudo.
La entendía. Y sabía por qué decía que era un secreto. Se supone que las abuelas no deberían tener un nieto favorito, eso lo sabe todo el mundo. Cuando murió, me aferré a ese secreto y dejé que me cubriese como una manta.