La verdad es que no recuerdo nada de mi vida antes de que August entrase en ella. Miro fotos de cuando era bebé y veo a mamá y papá sonriendo felices, conmigo en brazos. No me puedo creer lo jóvenes que parecían: papá era un moderno y mamá era una guapa diseñadora brasileña. Hay una foto mía en mi tercer cumpleaños: papá está detrás de mí mientras mamá sostiene la tarta con tres velas encendidas, y detrás de nosotros están la abuelita y el abuelito, mi otra abuela, el tío Ben, la tía Kate y el tío Po. Todos me están mirando y yo estoy mirando la tarta. En esa foto se ve claramente que fui la primera hija, la primera nieta, la primera sobrina. No recuerdo cómo me sentí, pero en las fotos se ve claro como el agua.
No recuerdo el día que trajeron a August del hospital. No recuerdo lo que dije, ni lo que hice, ni cómo me sentí al verlo por primera vez, aunque todo el mundo tiene su versión de la historia. Al parecer, me quedé mirándolo un buen rato sin decir nada, hasta que por fin dije: «¡No se parece a Lilly!». Lilly era el nombre de una muñeca que los abuelos me habían regalado mientras mamá estaba embarazada para que pudiese «practicar» como hermana mayor. Era una de esas muñecas que parecen de verdad, y la había llevado a todas partes durante meses, le había cambiado el pañal y le había dado de comer. Dicen que hasta me hice una bandolera para llevarla. Según cuentan, después de mi primera reacción al ver a August, solo tardé unos minutos (según los abuelos) o unos días (según mamá) en intentar acapararlo para darle besos, abrazarlo y hablarle como se les habla a los bebés. Después de aquello no volví a tocar ni a mencionar a Lilly.