Para mí, Halloween es la mejor fiesta del mundo. Mejor incluso que Navidad. Puedo disfrazarme. Puedo llevar máscara. Puedo pasearme por ahí igual que cualquier otro niño con máscara sin que nadie piense que tengo una pinta rara. Nadie me mira dos veces. Nadie se fija en mí. Nadie me conoce.
Ojalá pudiese ser Halloween todos los días. Todos podríamos llevar máscara siempre. Podríamos pasearnos por ahí y conocernos antes de ver qué aspecto tenemos debajo de las máscaras.
Cuando era pequeño, llevaba un casco de astronauta a todas partes. Al parque. Al supermercado. A recoger a Via del colegio. Incluso en pleno verano, aunque hacía tanto calor que me sudaba la cara. Creo que lo llevé durante un par de años, pero tuve que dejar de ponérmelo cuando me operaron del ojo. Creo que tenía unos siete años. Y luego ya no pudimos encontrar el casco. Mamá lo buscó por todas partes. Pensó que habría acabado en el desván de los abuelos, y siempre decía que lo buscaría, pero para entonces yo ya me había acostumbrado a no llevarlo.
Tengo fotos con todos mis disfraces de Halloween. En mi primer Halloween iba disfrazado de calabaza. En el segundo, de Tigger. En el tercero, de Peter Pan (mi padre iba disfrazado del Capitán Garfio). En el cuarto, de Capitán Garfio (mi padre iba disfrazado de Peter Pan). En el quinto, de astronauta. En el sexto, de Obi-Wan Kenobi. En el séptimo, de soldado clon. En el octavo, de Darth Vader. En el noveno iba disfrazado del malo de Scream, con la máscara de fantasma de la que sale sangre de mentira.
Este año voy a disfrazarme de Boba Fett, pero no el Boba Fett niño de El ataque de los clones, sino el Boba Fett adulto de El Imperio contraataca. Mamá buscó el disfraz por todas partes, pero como no pudo encontrar ninguno de mi tamaño, me compró un disfraz de Jango Fett —Jango era el padre de Boba y llevaba la misma armadura— y pintó la armadura de verde. También hizo otras cosas para que pareciese gastada. El caso es que parece de verdad. A mamá se le dan muy bien los disfraces.
En clase de tutoría hablamos de cuál iba a ser nuestro disfraz para Halloween. Charlotte iba a disfrazarse de Hermione, la de Harry Potter. Jack iba a disfrazarse de hombre lobo. Me enteré de que Julian iba a disfrazarse de Jango Fett y me pareció una casualidad increíble. Pensé que no le gustaría enterarse de que yo iba a disfrazarme de Boba Fett.
La mañana del día de Halloween a Via le dio la llorera por no sé qué. Via siempre es muy tranquila, pero este año le han dado un par de arrebatos de esos. Papá llegaba tarde al trabajo y no paraba de decir: «¡Vamos, Via! ¡Vamos!». Normalmente, papá es superpaciente, menos en lo de llegar tarde al trabajo, y sus gritos estresaron a Via aún más, así que se puso a llorar aún más fuerte y por eso mamá le dijo a papá que me llevase al colegio y que ella se ocuparía de Via. Mamá se despidió de mí con un beso rápido, antes de ponerme el disfraz, y se metió en la habitación de Via.
—¡Vámonos ya, Auggie! —dijo papá—. ¡Tengo una reunión a la que no puedo llegar tarde!
—¡Aún no me he puesto el disfraz!
—Pues póntelo. Tienes cinco minutos. Te espero fuera.
Corrí a mi habitación y empecé a ponerme el disfraz de Boba Fett, pero de repente dejó de apetecerme llevarlo. No sé muy bien por qué. A lo mejor fue porque tenía un montón de correas que había que apretar y necesitaba ayuda para ponérmelo. O a lo mejor fue porque aún olía un poco a pintura. Lo único que tenía claro era que iba a costarme mucho trabajo ponerme el disfraz y que papá estaba esperándome y que se pondría histérico si le hacía llegar tarde. Así que en el último minuto me puse el disfraz del malo de Scream del año anterior. Era un disfraz muy fácil de poner: solo era una larga túnica negra y una enorme máscara blanca. Grité «adiós» desde la puerta antes de salir, pero mamá no me oyó.
—Pensaba que ibas a disfrazarte de Jango Fett —dijo papá cuando salí.
—¡Boba Fett!
—Qué más da —dijo papá—. De todos modos, este disfraz es mejor.
—Sí, es guay —contesté.