Esa noche me corté la pequeña trenza que llevaba en la parte de atrás de la cabeza. Papá fue el primero en darse cuenta.
—Bien —dijo—. Nunca me gustó.
Via no podía creerse que me la hubiese cortado.
—¡Ha tardado años en crecerte! —dijo, casi enfadada—. ¿Por qué te la has cortado?
—No sé —contesté.
—¿Alguien se ha burlado de ti?
—No.
—¿Le has dicho a Christopher que ibas a cortártela?
—¡Ya ni siquiera somos amigos!
—Eso no es verdad —dijo—. No me puedo creer que te la hayas cortado así, sin más —añadió, arrogante, y salió de mi habitación dando un portazo.
Estaba acurrucado con Daisy en la cama cuando llegó papá para darme las buenas noches. Empujó suavemente a Daisy y se tumbó a mi lado sobre la manta.
—Dime, Canito —dijo—. ¿De verdad te ha ido bien el día? —Eso de «Canito» lo había sacado de unos dibujos animados de un perro salchicha que se llamaba Canito. Me había comprado el DVD en eBay cuando yo tenía unos cuatro años y lo habíamos visto un montón de veces, sobre todo en el hospital. Él me llamaba Canito y yo lo llamaba «mi viejo y cansado padre», igual que el cachorro llamaba a su padre en la serie.
—Sí, ha ido muy bien —contesté, confirmándolo con un gesto.
—Esta noche has estado muy callado.
—Será que estoy cansado.
—Ha sido un día muy largo, ¿eh?
Asentí.
—Pero ¿de verdad te ha ido bien?
Volví a asentir, pero él no contestó.
—En realidad, me ha ido mejor que bien —dije unos segundos después.
—Me alegra oírlo, Auggie —dijo en voz baja, y me dio un beso en la frente—. Parece que mamá tenía razón cuando dijo que debías ir al colegio.
—Sí. Pero puedo dejar de ir si quiero, ¿no?
—Ese fue el trato, sí —contestó—. Aunque supongo que también dependería de por qué quisieras dejar de ir. Tendrías que contárnoslo. Tendrías que hablar con nosotros y decirnos cómo te sientes y si te está pasando algo malo, ¿vale? ¿Me prometes que nos lo contarías?
—Sí.
—¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Estás enfadado con mamá? Has estado toda la noche enfurruñado con ella. ¿Sabes, Auggie?, yo tengo tanta culpa como ella de haberte apuntado al colegio.
—No, ella tiene más. La idea fue suya.
En ese momento mamá llamó a la puerta y asomó la cabeza.
—Solo quería darte las buenas noches —dijo. Y durante un segundo me pareció detectar algo de timidez en su tono de voz.
—Hola, mamá —contestó papá, cogiéndome la mano y saludándola con ella.
—He oído que te has cortado la trenza —me dijo mamá, sentándose en el borde de la cama junto a Daisy.
—No es para tanto —contesté rápidamente.
—No he dicho que lo sea —repuso mamá.
—¿Por qué no arropas tú a Auggie esta noche? —le dijo papá levantándose—. Yo tengo cosas que hacer. Buenas noches, hijo mío. —Esa era otra frase de las de Canito y Canuto, pero yo no tenía ganas de decirle: «Buenas noches, mi viejo y cansado padre»—. Estoy muy orgulloso de ti —añadió papá, y se levantó de la cama.
Mamá y papá siempre se habían turnado para arroparme en la cama. Ya sé que ya soy demasiado mayor para estas cosas, pero así funcionamos en casa.
—¿Puedes ir a ver cómo está Via? —le dijo mamá mientras se tumbaba a mi lado.
Papá se quedó parado junto a la puerta y se dio media vuelta.
—¿Le pasa algo a Via?
—No, nada —contestó mamá, encogiéndose de hombros—. Bueno, a mí no me ha contado nada, pero… como ha sido su primer día de instituto…
—Ya —dijo papá. Me señaló con un dedo y guiñó un ojo—. A los hijos siempre os pasa algo, ¿eh?
—No hay tiempo de aburrirse —contestó mamá.
—No hay tiempo de aburrirse —repitió papá—. Buenas noches.
En cuanto cerró la puerta, mamá sacó el libro que había estado leyéndome durante las últimas semanas. Fue un alivio, porque me temía que quisiera «tener una conversación», y a mí no me apetecía. Pero parece que a mamá tampoco le apetecía hablar. Pasó las páginas hasta llegar al punto donde nos habíamos quedado. Íbamos por la mitad de El hobbit. Mamá se puso a leer en voz alta:
—«“¡Alto! ¡Alto!”, gritó Thorin, pero ya era demasiado tarde; los excitados enanos habían malgastado sus últimas flechas y ahora los arcos que les había dado Beorn eran inútiles.
»Esa noche el pesimismo hizo mella en el grupo, y ese pesimismo arraigó aún con más fuerza en los días siguientes. Habían cruzado el arroyo encantado, pero al otro lado el sendero parecía serpentear igual que antes, y en el bosque no vieron ningún cambio.»
No sé por qué, pero de repente me eché a llorar.
Mamá dejó el libro y me abrazó. No parecía sorprendida al verme llorar.
—Tranquilo —me susurró al oído—. No pasa nada, tranquilo.
—Lo siento —dije, sorbiéndome la nariz.
—Chist —dijo, secándome las lágrimas con el dorso de la mano—. No hay nada que sentir…
—¿Por qué tengo que ser tan feo, mamá? —susurré.
—No, cielo, no eres…
—Sé que sí.
Me besó por toda la cara. Besó mis ojos caídos. Me besó en las mejillas, que parecía que alguien las hubiese hundido de un puñetazo. Besó mi boca de tortuga.
Me susurró palabras que sé que tenían intención de ayudarme, pero las palabras no pueden hacer que me cambie la cara.