Fui directo al aula 301 en la tercera planta. Me alegré de haber visitado antes el colegio, porque sabía exactamente adónde tenía que ir y no tuve que levantar la vista ni una sola vez. Vi que unos chicos me estaban mirando fijamente, pero hice como que no me daba cuenta.
Cuando entré en clase, la profesora estaba escribiendo algo en la pizarra mientras los alumnos iban ocupando cada uno una mesa. Las mesas formaban un semicírculo frente a la pizarra, así que yo elegí la del medio, la que quedaba más atrás, porque pensé que así no me mirarían tanto. Seguía con la cabeza gacha y solo la levantaba lo justo para ver los pies de la gente por debajo del flequillo. A medida que iban llenándose las mesas, me di cuenta de que nadie se sentaba a mi lado. Hubo un par de veces en que alguien estuvo a punto de sentarse a mi lado, pero luego cambió de idea en el último momento y se sentó en otra parte.
—Hola, August —dijo Charlotte, saludándome con la mano mientras se sentaba en una mesa en la parte de delante de la clase. No entiendo por qué querría alguien sentarse en la primera fila de una clase.
—Hola —contesté, saludando con la cabeza.
Entonces me di cuenta de que Julian estaba sentado a unas cuantas mesas de ella, hablando con otros chicos. Sé que me vio, pero no me saludó.
De pronto, alguien se sentó a mi lado. Era Jack Will. Jack.
—¿Qué tal? —dijo, saludándome con la cabeza.
—Hola, Jack —contesté, saludándolo con la mano. Inmediatamente deseé no haberlo hecho, porque no quedó nada guay.
—¡Vamos, chicos! ¡Vamos! Calmaos —dijo la profesora, mirándonos. Había escrito su nombre, «Sra. Petosa», en la pizarra—. Sentaos todos, por favor. Pasad —les dijo a un par de chicos que acababan de entrar en el aula—. Ahí hay un sitio libre. Y ahí, otro. —Aún no me había visto—. Y ahora, lo primero que quiero que hagáis es dejar de hablar y… —Entonces me vio—. Dejad las mochilas y calmaos.
Solo dudó una milésima de segundo, pero supe en qué momento me había visto. Ya digo que estoy acostumbrado.
—Ahora voy a pasar lista y a apuntar dónde se sienta cada uno —prosiguió, sentada en el borde de la mesa. A su lado había tres filas de carpetas clasificadoras—. Cuando os llame, venid y os daré una carpeta con vuestro nombre. Dentro encontraréis vuestro horario de clases y un candado de combinación, que no deberíais intentar abrir hasta que yo os lo diga. El número de vuestra taquilla está escrito en el horario de clases. Os aviso de que algunas taquillas no están justo al salir de esta aula sino al final del pasillo, y antes de que alguien lo pregunte: no, no podéis cambiar de taquilla ni de candado. Si nos sobra tiempo al final de la clase, intentaremos conocernos todos un poco mejor, ¿vale? Bien.
Cogió la carpeta portapapeles de la mesa y empezó a leer los nombres en voz alta.
—Veamos… ¿Julian Albans? —dijo, levantando la vista del papel.
—Presente —contestó Julian levantando la mano al mismo tiempo.
—Hola, Julian —repuso ella, apuntando algo en la lista. Cogió la primera carpeta y se la ofreció—. Ven a recogerla —añadió en un tono serio. Julian se levantó y la cogió—. ¿Ximena Chin?
Nos iba dando una carpeta a cada uno a medida que leía los nombres. Mientras avanzaba por la lista, me di cuenta de que la mesa que había junto a la mía era la única que seguía vacía, aunque había dos chicos sentados un pupitre algo más separado. Cuando la señora Petosa dijo el nombre de uno de ellos, un chico alto llamado Henry Joplin que parecía un adolescente, añadió:
—Henry, ahí tienes una mesa vacía. ¿Por qué no te sientas ahí?
Le dio su carpeta y le señaló la mesa que había junto a la mía. Aunque no lo miré directamente, supe que Henry no quería sentarse a mi lado por cómo arrastraba la mochila, como si estuviese avanzando a cámara lenta. Luego dejó caer la mochila sobre el lado derecho de la mesa para que hiciese de barrera entre su mesa y la mía.
—¿Maya Markowitz? —preguntó la señora Petosa.
—Presente —contestó una chica a unas cuatro mesas de la mía.
—¿Miles Noury?
—Presente —dijo el chico que había estado sentado con Henry Joplin. Al volver a su mesa vi que miraba a Henry como diciendo: «Lo siento, tío».
—¿August Pullman? —preguntó la señora Petosa.
—Presente —contesté en voz baja, levantando un poco la mano.
—Hola, August —dijo, sonriéndome amablemente cuando fui a recoger la carpeta.
Durante esos pocos segundos que estuve de espaldas delante de toda la clase noté que todos me miraban fijamente, pero todos bajaron la vista tan pronto como volví a mi mesa. Cuando me senté, tuve que contenerme para no darle vueltas a la combinación, aunque todos lo estaban haciendo, porque la señora Petosa nos había dicho que no lo hiciéramos. A mí se me daba bastante bien abrir candados, porque los usaba en la bici. Henry seguía intentando abrir el suyo, pero no podía. Se estaba frustrando y soltaba tacos entre dientes.
La señora Petosa llamó a los siguientes de la lista. El último era Jack Will.
—Muy bien. Ahora escribid todos vuestras combinaciones en algún lugar seguro donde no vayáis a olvidarlas, ¿de acuerdo? —dijo después de entregarle su carpeta a Jack—. Pero si se os olvida, algo que sucede al menos 3,2 veces por semestre, la señora García tiene una lista de todas las combinaciones. Y ahora, sacad los candados de las carpetas y pasad un par de minutos intentando abrirlos, aunque ya veo que algunos os habéis adelantado. —Al decirlo, estaba mirando a Henry—. Mientras tanto, os hablaré de mí. Luego podéis contarme cosas de vosotros para que… eh… podamos conocernos un poco. ¿Os parece bien? Bien.
Nos sonrió a todos, aunque me pareció que sobre todo me sonreía a mí, pero no con una sonrisa de oreja a oreja, como la de la señora García, sino con una sonrisa normal y sincera. Parecía muy distinta a la imagen que me había hecho de los profesores. Pensaba que se parecería a la señora Fowl de Jimmy Neutrón: una señora mayor con un moño en lo alto de la cabeza. Pero en realidad era clavada a Mon Mothma en El retorno del Jedi: un corte de pelo a lo chico y una enorme camisa blanca parecida a una túnica.
Se dio media vuelta y se puso a escribir algo en la pizarra.
Henry seguía sin poder abrir el candado y se frustraba cada vez más cuando alguien abría el suyo. Le molestó mucho que yo consiguiese abrir el mío a la primera. Lo curioso es que, si no hubiese puesto la mochila entre él y yo, le habría ofrecido mi ayuda.