La gente empezó a aplaudir antes de que pudiese asimilar las palabras del señor Traseronian. Maya, que estaba sentada a mi lado, dio un gritito de alegría al oír mi nombre, y Miles, que estaba al otro lado, me dio una palmadita en la espalda. «¡Arriba, levanta!», decían mis compañeros a mi alrededor, y noté que un montón de manos me empujaban para levantarme del asiento, me guiaban hasta el pasillo, me daban palmaditas en la espalda y entrechocaban sus palmas con las mías. «¡Así se hace, Auggie!», «¡Buen trabajo, Auggie!». Si hasta empezaron a corear mi nombre: «¡Aug-gie! ¡Aug-gie! ¡Aug-gie!». Miré hacia atrás y vi a Jack dirigiendo a la gente, con el puño en alto, sonriendo y haciendo una señal para que no me parase, y a Amos gritando: «¡Viva, pequeñín!».
Entonces me fijé en que Summer estaba sonriendo al pasar por delante de su fila, y cuando vio que la miraba, levantó los pulgares en señal de aprobación y dijo: «Guay» en voz muy baja, solo para que le leyese los labios. Me reí y negué con la cabeza, como si no me lo pudiese creer. Realmente, no podía creérmelo.
Creo que yo iba sonriendo. A lo mejor hasta tenía una sonrisa de oreja a oreja, no sé. Mientras avanzaba por el pasillo hacia el escenario, lo único que veía era un borrón de caras alegres que me miraban y de manos que me aplaudían. Y oí que me gritaban cosas como: «¡Te lo mereces, Auggie!», «¡Enhorabuena, Auggie!». Vi a todos mis profesores en los asientos del pasillo: al señor Browne, a la señora Petosa, al señor Roche, a la señora Atanabi, a la enfermera Molly y a todos los demás: todos estaban aclamándome, vitoreándome y silbando.
Me sentía como si flotara. Era muy raro. Como si el sol estuviese brillando con fuerza sobre mi cara y soplase el viento. Al acercarme más al escenario, vi que la señora Rubin me saludaba con la mano desde la primera fila, y a su lado estaba la señora G, que lloraba como loca, pero de contenta, y no paraba de sonreír y de aplaudir. Mientras subía los escalones hasta el escenario, sucedió una cosa increíble: todos empezaron a ponerse en pie. No solo las primeras filas, todo el público se puso en pie de repente, gritando, chillando y aplaudiendo como locos. Se habían puesto en pie para ovacionarme. A mí.
Fui hasta donde estaba el señor Traseronian, que me estrechó la mano con sus dos manos y me susurró al oído: «Enhorabuena, Auggie». Luego me puso la medalla al cuello, igual que hacen en los Juegos Olímpicos, y me hizo que me girase para mirar al público. Era como si me estuviera viendo a mí mismo en una película, como si fuera otra persona. Era como en la última escena de La guerra de las galaxias. Episodio IV: Una nueva esperanza, cuando todo el mundo aplaude a Luke Skywalker, Han Solo y Chewbacca por haber destruido la Estrella de la Muerte. Mientras estaba allí de pie en el escenario casi podía oír la música de La guerra de las galaxias en mi cabeza.
Ni siquiera estaba seguro de por qué me daban aquella medalla.
No, eso no es verdad. Claro que lo sabía.
Es como cuando ves a otra gente y no eres capaz de imaginarte cómo sería ser esa persona, ya sea alguien en una silla de ruedas o alguien que no puede hablar. Solo que yo sé que para otra gente —puede que para todos los presentes en el auditorio— esa persona soy yo.
Pero para mí yo soy yo, nada más. Un chico normal.
Pero oye, si quieren darme una medalla por ser yo, no me importa. La acepto. No he destruido una Estrella de la Muerte ni nada por el estilo, pero sí he sobrevivido a quinto curso. Y eso no es fácil, ni para mí ni para nadie.