Me gustó el discurso del señor Traseronian, pero tengo que reconocer que desconecté un poco durante los discursos que prosiguieron.
Volví a conectar cuando la señora Rubin comenzó a leer los nombres de los alumnos que habíamos sacado matrículas de honor, porque teníamos que ponernos en pie cuando dijese nuestros nombres. Esperé a que dijese el mío mientras avanzaba por la lista en orden alfabético. Reid Kingsley. Maya Markowitz. August Pullman. Me puse en pie. Cuando acabó de leer los nombres, nos pidió que mirásemos al público e hiciésemos una reverencia, y todo el mundo aplaudió.
Entre tanta gente no tenía ni idea de dónde estarían sentados mis padres. Lo único que alcanzaba a ver eran los flashes de la gente que estaba haciendo fotos y los padres que saludaban a sus hijos. Me imaginé a mamá saludándome desde algún sitio, aunque no podía verla.
Luego, el señor Traseronian volvió al podio para presentar las medallas a la excelencia académica, y Jack tenía razón: Ximena Chin ganó la medalla de oro a la «excelencia académica general en quinto grado». Charlotte ganó la de plata. Charlotte también ganó una medalla de oro en música. Amos ganó la medalla por la excelencia en deportes, lo cual me puso muy contento porque, desde las colonias, consideraba a Amos uno de mis mejores amigos en el colegio. Pero lo que sí me encantó fue cuando el señor Traseronian pronunció el nombre de Summer para entregarle la medalla de oro en escritura creativa. Vi que Summer se ponía la mano sobre la boca cuando dijeron su nombre, y cuando fue andando al escenario, grité: «¡Viva, Summer!» lo más alto que pude, aunque creo que no me oyó.
Cuando dijeron el último nombre, todos los alumnos que habían ganado algún premio se pusieron juntos en el escenario y el señor Traseronian le dijo al público:
—Señoras y señores, para mí es un honor presentarles a los alumnos que este curso han obtenido los mejores resultados académicos en Beecher. ¡Enhorabuena a todos!
Aplaudí mientras los alumnos hacían una reverencia sobre el escenario. Me alegré un montón por Summer.
—Y el último premio de la mañana —dijo el señor Traseronian cuando los alumnos volvieron a sus asientos— es la medalla Henry Ward Beecher para honrar a los alumnos que han sido notables o ejemplares en ciertas áreas durante el curso. Esta medalla siempre ha sido nuestra manera de reconocer el voluntariado o el servicio al colegio.
Enseguida me imaginé que se la darían a Charlotte, porque este curso había organizado la recogida de abrigos con fines benéficos, así que volví a desconectar un poco. Me miré el reloj: las 10.56. Ya me estaba entrando hambre.
—… Henry Ward Beecher era, claro está, el abolicionista del siglo XIX y apasionado defensor de los derechos humanos que dio nombre a este colegio —dijo el señor Traseronian cuando volví a prestar atención.
»Mientras leía cosas sobre su vida para preparar este premio, di con un pasaje que escribió y que me parecía especialmente coherente con los temas que he tocado antes, temas a los que he estado dándoles vueltas durante todo el curso. No solo la naturaleza de la amabilidad, sino la naturaleza de la amabilidad de uno mismo. El poder de la amistad de uno mismo. La prueba del carácter de uno mismo. La fuerza del valor de uno mismo…
Entonces pasó algo muy raro: al señor Traseronian se le quebró un poco la voz, como si se hubiera atragantado con algo. Carraspeó y bebió un buen trago de agua. Ahora sí que le estaba escuchando atentamente.
—La fuerza del valor de uno mismo —repitió en voz baja, asintiendo y sonriendo. Levantó la mano derecha como si estuviese contando—. Valor. Amabilidad. Amistad. Carácter. Estas son las cualidades que nos definen como seres humanos y nos llevan, a veces, a la grandeza. Y esto es lo que hace la medalla Henry Ward Beecher: reconoce la grandeza.
»Pero ¿cómo lo hacemos? ¿Cómo medimos algo como la grandeza? De nuevo, no hay regla para medir una cosa así. ¿Cómo la definimos? Pues bien, Beecher tenía una respuesta para eso.
Volvió a ponerse las gafas, hojeó un libro y se puso a leer:
—«La grandeza», escribió Beecher, «no está en ser fuerte, sino en el buen uso de la fuerza. El más grande es aquel cuya fuerza conquista más corazones…».
De nuevo se le quebró la voz. Se puso los dos índices sobre la boca durante un segundo antes de proseguir.
—«El más grande es aquel cuya fuerza conquista más corazones con la atracción del suyo propio». Y ahora, sin más dilación, este curso es para mí un gran honor concederle la medalla Henry Ward Beecher al alumno cuya fuerza silenciosa ha conquistado más corazones. August Pullman, ¿quieres hacer el favor de subir para recibir este premio?