El penúltimo día de clase, el señor Traseronian me llamó a su despacho para decirme que habían averiguado los nombres de los alumnos de séptimo de las colonias. Me leyó un montón de nombres que no me sonaron de nada hasta que pronunció el último:
—Edward Johnson.
Asentí con la cabeza.
—¿Reconoces ese nombre? —preguntó.
—Lo llamaban Eddie.
—Ya. Mira lo que han encontrado en la taquilla de Edward. —Me entregó lo que quedaba de mis audífonos. Faltaba la parte derecha y la izquierda estaba destrozada. La pieza que conectaba las dos, la que parecía de Lobot, estaba doblada por la mitad.
—Su colegio quiere saber si vas a presentar cargos —dijo el señor Traseronian.
Miré mis audífonos.
—No, creo que no. —Me encogí de hombros—. Van a hacerme unos nuevos.
—Hummm. ¿Por qué no lo comentas con tus padres esta noche? Mañana yo llamaré a tu madre para hablarlo con ella también.
—¿Irían a la cárcel? —pregunté.
—No, a la cárcel no. Pero seguramente los juzgaría un tribunal de menores. Y quizá así aprendiesen la lección.
—Fíese de mí: ese tal Eddie no va a aprender ninguna lección —contesté bromeando.
El director se sentó en su silla.
—Auggie, ¿por qué no te sientas un momento?
Me senté. Las cosas que tenía sobre la mesa eran las mismas que cuando había entrado por primera vez en su despacho el verano anterior: el mismo cubo de espejos, el mismo globo terráqueo que flotaba en el aire. Parecía que había pasado una eternidad.
—Cuesta creer que casi haya acabado el curso, ¿eh? —dijo, como si me hubiese leído el pensamiento.
—Sí.
—¿Ha sido un buen curso para ti, Auggie? ¿Ha estado bien?
—Sí, ha sido bueno —contesté asintiendo.
—Ya sé que académicamente te ha ido muy bien. Eres uno de nuestros mejores alumnos. Enhorabuena por la lista de matrículas de honor.
—Gracias. Sí, mola.
—Pero sé que el curso ha tenido sus altibajos —dijo arqueando las cejas—. Desde luego, esa noche en la reserva natural fue uno de los peores momentos.
—Sí. Pero también tuvo su parte buena.
—¿En qué sentido?
—Ya sabe. Hubo gente que me defendió y todo eso.
—Eso fue maravilloso —contestó sonriendo.
—Sí.
—Sé que en el colegio las cosas se pusieron feas con Julian en algún momento.
Tengo que reconocer que con aquello me pilló por sorpresa.
—¿Sabe todas esas cosas? —pregunté.
—A los directores de secundaria se nos da muy bien saber muchas cosas.
—¿Es que tienen cámaras de seguridad escondidas por los pasillos? —bromeé.
—Y micrófonos por todas partes —contestó entre risas.
—¿En serio?
Volvió a reírse.
—No, no es en serio.
—¡Ah!
—Pero los profesores sabemos más de lo que los alumnos pensáis, Auggie. Ojalá Jack y tú me hubieseis contado las notas crueles que dejaron en vuestras taquillas.
—¿Y eso cómo lo sabe? —pregunté.
—Te lo voy a confesar: los directores de secundaria lo sabemos todo.
—No fue para tanto —contesté—. Y nosotros también escribimos algunas notas.
Sonrió.
—No sé si la gente ya lo sabe —dijo—, aunque muy pronto se sabrá: Julian Albans no va a matricularse el curso que viene en Beecher.
—¿Cómo? —No pude ocultar mi sorpresa.
—Sus padres piensan que Beecher no es un buen colegio para él —prosiguió el señor Traseronian, encogiéndose de hombros.
—Vaya noticia —dije.
—Sí. Pensé que deberías saberlo.
De repente me di cuenta de que el retrato de calabaza que había detrás de su mesa había desaparecido y era un dibujo mío, mi Autorretrato como un animal que había dibujado para la exposición de Año Nuevo, el que estaba enmarcado y colgado detrás de su mesa.
—¡Eh, ese es mío! —señalé.
El señor Traseronian se volvió, como si no supiese de qué le estaba hablando.
—¡Ah, es verdad! —dijo, dándose unos golpecitos en la frente con la mano—. Hacía meses que quería enseñártelo.
—Mi autorretrato como un pato —contesté, asintiendo.
—Me encanta, Auggie —dijo—. Cuando tu profesora de dibujo me lo enseñó, le pregunté si podía quedármelo para mi pared. Espero que no te importe.
—¡Qué va! Claro que no. ¿Qué ha sido del retrato de la calabaza?
—Lo tienes detrás.
—Ah, sí. Guay.
—Te lo quería preguntar desde que lo colgué —dijo, mirándolo—. ¿Por qué elegiste representarte como un pato?
—¿Qué quiere decir? —contesté—. De eso se trataba.
—Sí, pero ¿por qué un pato? —dijo—. ¿Puedo suponer que era por la historia del… eh… patito que se convierte en cisne?
—No —contesté, riéndome y negando con la cabeza—. Es porque parezco un pato.
—¡Oh! —dijo el señor Traseronian, con los ojos como platos. Él también se echó a reír—. ¿En serio? Eh… Yo estaba buscando algún simbolismo, alguna metáfora y… eh… ¡a veces, un pato no es más que un pato!
—Sí, supongo —dije, sin saber por qué le había parecido gracioso.
Estuvo riéndose para sus adentros durante unos treinta segundos.
—Bueno, Auggie, gracias por hablar conmigo. Quiero que sepas que es un placer tenerte aquí en Beecher, y estoy deseando que llegue el próximo curso. —Estiró el brazo sobre la mesa y nos dimos la mano—. Nos vemos mañana en la ceremonia de graduación.
—Nos vemos mañana, señor Traseronian.