Mamá y yo no hablamos mucho en el camino de vuelta a casa. Cuando llegamos al porche, miré automáticamente a la ventana de la fachada porque por un momento se me había olvidado que Daisy no estaría allí como siempre, subida al sofá y con las patas delanteras en el alféizar, esperando que volviésemos a casa. Eso me puso un poco triste. Nada más entrar, mamá soltó mi bolsa de viaje, me abrazó y me besó en la cabeza y en la cara como si quisiese aspirarme.
—Tranquila, mamá, estoy bien —dije sonriente.
Hizo un gesto de aprobación y me cogió la cara con las manos. Le brillaban los ojos.
—Ya lo sé —contestó—. Te he echado mucho de menos, Auggie.
—Y yo a ti.
Se notaba que quería decir muchas cosas pero se estaba controlando.
—¿Tienes hambre? —preguntó.
—Estoy muerto de hambre. ¿Me haces un sándwich de queso?
—Claro —contestó, e inmediatamente se puso a hacerme el sándwich mientras yo me quitaba la chaqueta y me sentaba a la mesa de la cocina.
—¿Dónde está Via? —pregunté.
—Hoy la recoge papá. Hay que ver lo que te ha echado de menos, Auggie —dijo mamá.
—Ah, ¿sí? Le habría gustado la reserva natural. ¿Sabes qué película pusieron? Sonrisas y lágrimas.
—Eso tienes que contárselo.
—¿Qué quieres escuchar primero, la parte buena o la parte mala? —pregunté pasados unos minutos, apoyando la cabeza en la mano.
—La que más te apetezca contar —contestó.
—Bueno, quitando lo de anoche, me lo he pasado de miedo —dije—. Pero de miedo de verdad. Por eso estoy tan asqueado. Es como si me hubiesen estropeado todo el viaje.
—No, cielo, no permitas que hagan eso. Has estado allí más de cuarenta y ocho horas, y la parte mala duró una hora. No dejes que te quiten eso, ¿vale?
—Lo sé —le contesté—. ¿Te ha contado el señor Traseronian lo de los audífonos?
—Sí, nos ha llamado esta mañana.
—¿Papá se ha enfadado por lo caros que son?
—Claro que no, Auggie. Lo único que quería saber era si estabas bien. Eso es lo único que nos importa. Y que no dejes que esos… matones… te estropeen el viaje.
Me reí por cómo había dicho aquella palabra: «matones».
—¿Qué? —preguntó.
—«Matones» —dije, burlándome de ella—. Es una palabra pasada de moda.
—Vale, pues imbéciles, idiotas, estúpidos —contestó, dándole la vuelta al sándwich en la sartén—. Cretinos, que habría dicho mi madre. Llámalos como quieras. Si me los encontrase por la calle, iba a… —Negó con la cabeza.
—Eran muy grandes, mamá —repuse sonriendo—. Eran de séptimo, creo.
Mamá volvió a negar con la cabeza.
—¿De séptimo? El señor Traseronian no nos lo dijo. ¡Cielo santo!
—¿Te contó que Jack me defendió? —pregunté—. Y Amos, ¡zas!, embistió al jefe del grupo. Los dos se cayeron al suelo, como en las peleas de verdad. Fue increíble. A Amos le sangraba el labio y todo.
—Nos dijo que hubo una pelea, pero… —dijo, mirándome con las cejas arqueadas—. No sabía… ¡uf!… Menos mal que Amos, Jack y tú estáis bien. Solo de pensar lo que podría haber pasado… —Su voz se fue apagando y le dio la vuelta de nuevo al sándwich.
—Mi sudadera de Montauk está completamente desgarrada.
—Bueno, eso puede sustituirse —contestó. Puso el sándwich en un plato y me lo colocó delante, sobre la mesa—. ¿Leche o zumo de uva?
—Un batido de chocolate, por favor. —Empecé a devorar el sándwich—. Esto…, ¿puedes hacerlo así, como lo haces tú, con espuma?
—¿Cómo acabasteis Jack y tú en el bosque? —preguntó, echando la leche en un vaso alto.
—Jack tenía que ir al baño —contesté con la boca llena. Mientras hablaba, ella echó el chocolate en polvo y lo batió muy rápido—. Pero había una cola enorme y él no quería esperar. Por eso fuimos hacia los árboles para mear. —Me miró mientras lo batía. Sé que estaba pensando que no deberíamos haberlo hecho. El batido de chocolate tenía ya una capa de espuma de cinco centímetros—. Así está bien, mamá. Gracias.
—¿Y qué paso después? —preguntó, poniéndome el vaso delante.
Le di un buen trago al batido de chocolate.
—¿Te parece bien que dejemos el tema para luego?
—Ah. Vale.
—Te prometo que te lo contaré luego, cuando papá y Via vuelvan a casa. Te contaré hasta el último detalle, pero es que no quiero tener que contar la historia una y otra vez, ¿sabes?
—Claro.
Me acabé el sándwich en dos bocados y me bebí el batido de un trago.
—Vaya, te lo has comido en un santiamén. ¿Quieres otro? —preguntó.
Negué con la cabeza y me limpié la boca con el dorso de la mano.
—¿Mamá? ¿Siempre voy a tener que preocuparme por unos idiotas como esos? —pregunté—. Cuando sea mayor, ¿siempre va a ser así?
No contestó inmediatamente. Se llevó el plato y el vaso, los dejó en el fregadero y los enjuagó con agua.
—Siempre habrá idiotas en el mundo, Auggie —dijo mirándome—. Pero creo, y papá también lo cree, que en este mundo hay más gente buena que mala, y la gente buena se preocupa por los demás y cuida de los demás. Igual que Jack cuidó de ti. Y Amos. Y esos otros chicos.
—Sí, Miles y Henry —contesté—. También se portaron fenomenal. Es curioso, porque Miles y Henry no se han portado bien conmigo durante todo el curso.
—A veces la gente nos sorprende —dijo, frotándome la cabeza con la mano.
—Supongo.
—¿Quieres otro batido de chocolate?
—No. Gracias, mamá. La verdad es que estoy un poco cansado. Esta noche no he dormido demasiado bien.
—Deberías dormir un rato. Por cierto, gracias por dejarme a Baboo.
—¿Leíste mi nota?
Sonrió.
—He dormido con él las dos noches. —Estaba a punto de decir algo más cuando le sonó el móvil y contestó. Mientras escuchaba se le fue dibujando una sonrisa de oreja a oreja—. Madre mía, ¿de verdad? ¿Cómo es? —preguntó emocionada—. Sí, está aquí. Iba a dormir un rato. ¿Queréis saludarlo? Vale, nos vemos dentro de dos minutos —añadió, y cortó.
—Era papá —dijo emocionada—. Via y él están a una manzana de aquí.
—¿Hoy no trabaja?
—Ha salido antes porque estaba deseando verte —contestó—, así que tu siesta tendrá que esperar un poco.
Cinco segundos después papá y Via entraban por la puerta. Corrí a abrazar a papá, que me levantó, me dio una vuelta y me besó. Tardó un minuto en soltarme.
—Papá, ya vale —le dije.
Y entonces le llegó el turno a Via, que me besó por todas partes como hacía cuando era pequeño.
Cuando paró me fije en una enorme caja de cartón blanca que habían traído.
—¿Qué es? —pregunté.
—Ábrela —contestó papá, sonriendo, y mamá y él se miraron como si solo ellos conociesen el secreto.
—¡Vamos, Auggie! —dijo Via.
Abrí la caja. Dentro estaba el perrito más mono que he visto en mi vida. Era negro y peludo y tenía el hocico puntiagudo, los ojos negros y las orejitas caídas.