La feria

El día siguiente fue tan increíble como el primero. Por la mañana salimos a montar a caballo y por la tarde rapelamos por unos árboles gigantes con la ayuda de los guías. Cuando regresamos a las cabañas para cenar, todos volvíamos a estar cansados. Después de cenar nos dijeron que teníamos una hora para descansar y que después iríamos en autobús hasta la feria para ver una película al aire libre.

Aún no había podido escribirles una carta a mamá, papá y Via, así que les escribí una contándoles todo lo que habíamos hecho durante ese día y el anterior. Me imaginé leyéndosela en voz alta cuando volviese, porque era imposible que la carta llegase a casa antes que yo.

Cuando llegamos a la feria, el sol ya se estaba poniendo. Eran las siete y media. Las sombras se alargaban sobre la hierba y las nubes eran de color rosa y naranja. Era como si alguien hubiese cogido tiza de la de pintar en las aceras y hubiese difuminado los colores por todo el cielo con los dedos. No es que no haya visto atardeceres bonitos en la ciudad, porque sí que los he visto —rodajas de atardecer entre edificios—, pero no estaba acostumbrado a ver tanto cielo en todas direcciones. Allí, en la feria, entendí por qué antiguamente la gente pensaba que el mundo era plano y el cielo una bóveda que se cerraba en lo más alto. Eso era lo que parecía desde la feria, en mitad de aquel campo enorme.

Como éramos el primer colegio en llegar, pudimos correr por el campo todo lo que quisimos hasta que los profesores nos dijeron que pusiéramos los sacos de dormir en el suelo y eligiésemos un buen sitio para ver la película. Abrimos los sacos y los pusimos sobre la hierba, como si fuesen mantas de picnic, delante de la gigantesca pantalla de cine que había en mitad del campo. Luego fuimos a la hilera de caravanas de comida que había aparcadas a un lado del campo para comprar refrescos y algo de comer. También había puestos, como en el mercado, donde vendían cacahuetes tostados y algodón de azúcar. Y un poco más allá había una hilera corta de puestos de feria, de esos donde puedes ganar un animal de peluche si cuelas una pelota en una cesta. Jack y yo intentamos ganar algo, aunque no lo conseguimos, pero nos enteramos de que Amos había ganado un hipopótamo amarillo y se lo había regalado a Ximena. Era el cotilleo de moda: el deportista y la empollona.

Desde los puestos de comida se veían los tallos del maíz que había plantado detrás de la pantalla de cine. Ocupaban una tercera parte del terreno. El resto estaba totalmente rodeado de árboles. A medida que el sol se iba poniendo, los altos árboles de la entrada parecían tener un color azul cada vez más oscuro.

Cuando llegaron al aparcamiento los otros autobuses escolares, volvimos a nuestros sitios sobre los sacos de dormir, justo delante de la pantalla. Nosotros teníamos los mejores sitios. Todo el mundo compartía cosas de comer y se lo pasaba en grande. Jack, Summer, Reid, Maya y yo jugamos al Pictionary. Oíamos el ruido de los otros colegios al llegar, las risas y las conversaciones de gente que llegaba al campo por nuestra derecha y nuestra izquierda, pero no los veíamos. Aunque aún quedaba algo de luz en el cielo, el sol se había puesto del todo y en el suelo todo se había vuelto de un color morado. Las nubes ya no eran más que sombras. Nos costaba ver las cartas del Pictionary incluso poniéndolas delante de nuestras propias narices.

Y entonces, sin previo aviso, se encendieron los focos que había en las cuatro esquinas del terreno. Se parecían a los enormes focos de los estadios. Me recordó a aquella escena de Encuentros en la tercera fase cuando aterriza la nave extraterrestre y suena esa música: «duh-dah-du-da-dunnn». Todo el mundo se puso a aplaudir y a gritar como si acabara de suceder algo increíble.