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SANGRE

El 28 de julio de 2010, el general de división Campbell, uno de los comandantes de las fuerzas armadas norteamericanas en Afganistán, dijo que «cualquier clase de filtración de material clasificado que pueda producirse en cualquier momento puede en potencia causar daños a los militares que trabajan aquí cotidianamente». El general Campbell también reconoció que no había leído ninguno de los documentos que habíamos filtrado. Al día siguiente, en una rueda de prensa celebrada en el Pentágono, el secretario de Defensa Robert M. Gates y el almirante Mike Mullen lanzaron el siguiente infundio con la idea de conseguir que la gente se tragara este bulo: «Diga lo que diga Mr. Assange acerca del bien superior que él y su fuente pueden estar persiguiendo —afirmó Mullen—, la verdad es que a estas horas sus manos podrían estar ya manchadas de la sangre de algún joven soldado o de la de una familia afgana».

Uno de los periodistas presentes hizo la siguiente pregunta:

PERIODISTA: Almirante Mullen, ha dicho usted que el fundador de WikiLeaks podría tener ya las manos manchadas de sangre. ¿Tiene usted información sobre las personas que podrían haber muerto debido a la publicación de estas informaciones?

MULLEN: Todavía… Lo que me preocupa más de todo este asunto es que pienso que hay ciertos individuos no directamente implicados en esta clase de combates, y que revelan estas informaciones, que no deberían… desde mi punto de vista… que no están capacitados para valorar por qué razón esta clase de informaciones son introducidas rutinariamente en los canales clasificados que utilizamos de manera específica… Y si no se entiende esto y si no se sabe esto, resulta muy difícil comprender el impacto, y específicamente el potencial que todo… que tiene todo esto a la hora de arriesgar las vidas de nuestra infantería y de nuestros marines, y de nuestras fuerzas aéreas, las de los militares pertenecientes a la coalición, así como… así como las de los ciudadanos afganos. Y no me cabe la menor duda al respecto.

SECRETARIO DE DEFENSA GATES: Me gustaría añadir… Quiero añadir una cosa más. Lo que no debemos olvidar es que se trata de una enorme cantidad de datos no elaborados… No hay responsabilidad. No hay ningún sentido de la responsabilidad. Por así decirlo, lanzan todo eso por ahí, y al diablo con las consecuencias.

PERIODISTA: Con el debido respeto, no han respondido ustedes a mi pregunta.

Apenas unas horas después de estas declaraciones, la frase «Julian Assange tiene las manos manchadas de sangre» había entrado a formar parte del vocabulario global. Si alguien googlea las palabras «Assange» y «sangre», comprobará, por el número de resultados obtenidos, que estas dos palabras juntas llevan a pensar que, al menos en términos mediáticos, se me relaciona con la idea de «manos manchadas de sangre» mucho más que a Richard Nixon, a Suharto y a Poncio Pilatos juntos. Así funciona el mundo de la comunicación moderna. Sin aportar ninguna clase de pruebas, sin absolutamente ni una sola prueba que demuestre que ha habido muertes relacionadas con nuestro intento de mostrar las cosas que de verdad ocurren en esa guerra, se ha dicho de mí que soy una persona que tiene «las manos manchadas de sangre». Se trata de una de esas frases que gustan mucho a la gente sin miramientos, y que se propagan velozmente, pese a no estar basadas en hechos. Lo más siniestro de todo es que con frecuencia la repiten muchos comentaristas no sólo como si fuese, en efecto, un hecho, sino como si se tratara de la reproducción fiel de lo que se dijo en realidad. Y no es ni una cosa ni la otra. Veamos de nuevo lo que dijo el almirante Mullen: «Sus manos podrían estar ya manchadas de sangre…». El plural, que se refiere a mí y a otros; y el condicional «podrían», son rápidamente cortados por los medios en general, y de repente ocurre que «Julian Assange tiene las manos manchadas de sangre». De esta manera, algo que ya no era cierto cuando se dijo se convierte en el origen de falsedades incluso mayores hasta que, al final, te ves encarnando no sólo una ficción, sino la ficcionalización de una ficción previa, y contra eso no puedes recurrir ante ninguna instancia.

Nos hemos ido acostumbrando de tal manera a que las cosas sucedan así que estamos empezando a pensar que son completamente normales. Pero en realidad lo que son es odiosas. A día de hoy podría dedicar todo mi tiempo, si me diese por ahí, a tratar de refutar las ficciones de enemigos y amigos, todos los cuales, por cierto, son igualmente poco inmunes a la fuerza contaminadora de la mentira. Naturalmente, no es un problema que me afecte sólo a mí, y siento compasión por todas las personas que hayan tenido un momento de estupidez o vanidad que les haya inducido a pensar que sería bueno vivir la vida de quienes están sometidos día y noche al escrutinio de la mirada pública. Es una batalla que nadie puede ganar. Te ves forzado a convertirte en una especie de cifra en la obra de Charles Dickens, y vivir inmerso en un interminable litigio legal como el de Jarndyce y Jarndyce en Casa desolada, en donde las pruebas sólo pueden acumularse, ensortijarse y generar más pruebas, sin que jamás llegue a existir siquiera la posibilidad de que se produzca, y sea respetado universalmente, un veredicto claro y justo. En eso se ha convertido mi vida actual, y lo expongo aquí sin llantinas ni fingiendo que me da igual. La única alternativa es decir las cosas como son cuando tienes la oportunidad de hacerlo, y olvidarte de ti mismo en nombre de causas mucho más trascendentes.

Una gran parte de mi trabajo, cuando no me dedico a hostigar a los bancos, ha consistido en revelar con la máxima precisión en qué lugar y circunstancias han derramado sangre las guerras modernas y las invasiones lanzadas por los Estados modernos. Se trata de una labor gigantesca, y sólo el público en general puede completarla. No nos dedicamos a andar esparciendo noticias sin ton ni son. Difundimos informaciones, y luego les corresponde a los individuos, los investigadores, los periodistas y la gente de leyes la tarea —una tarea de años— de estudiar los datos y arrancarles su significado. Al trabajar con los periódicos pretendíamos encontrar un estímulo, ya que de esa manera los voluminosos materiales podían ser ofrecidos a los lectores de todo el mundo. Afirmar que somos nosotros, o la gente que se pregunta qué está pasando, los que tenemos las manos manchadas de sangre, en lugar de que esa acusación recaiga en los generales y gobernantes que declaran y libran esas guerras, me parece una abstracción propia de videntes o algo así. Me limitaré a afirmar que los diarios de guerra de Afganistán e Irak no pueden ser propiedad exclusiva ni de los ejércitos lanzados a la conquista de esos territorios, ni de los dictadores que los gobiernan. No son ellos sus propietarios; forman parte del tejido mismo de la realidad. Es posible que a Gates y a otros no les guste dejar de ser los propietarios exclusivos de esa realidad, pero el hecho es que no son sus únicos dueños, a no ser que tanto ellos como sus homólogos deseen merecer que les califiquemos como de Gran Hermano. Forzado a decir la verdad, en una carta dirigida al Senado dos semanas después, el 16 de agosto de 2010, el secretario de Defensa, Gates, informó a los miembros de esa cámara que «los análisis realizados hasta la fecha no han demostrado que, debido a estas revelaciones, hayan corrido riesgo alguno ni las fuentes de inteligencia ni los métodos empleados por ellas». La autoridad máxima en la materia, por lo tanto, ha declarado que es falso que haya ningún vínculo entre mi persona y quienquiera que tenga «las manos manchadas de sangre».

Dejando al margen las difamaciones y las pistas falsas, los diarios han contribuido de forma crucial a nuestra comprensión de esas guerras. Revelan de qué forma se produjeron los diversos incidentes sobre el terreno, y además sirven para poner al mundo en alerta respecto al modo en que las informaciones oficiales sobre los mismos tendían a quitarles hierro, tanto cuando esas informaciones procedían de las fuerzas armadas como cuando eran reproducidas por los medios de comunicación. Una y otra vez se minimiza o falsea el número de víctimas civiles. El deber moral, y es un deber que atañe a todo el mundo, nos obliga a analizar el informe escrito sobre el terreno y a compararlo con la información oficial que se difundió más tarde. Con demasiada frecuencia como para poder permanecer tranquilos al respecto, nos encontramos con que a menudo hubo víctimas civiles y no se admitió que fuera así. Por ejemplo, si las fuerzas armadas sospechaban que cierto edificio era el escondrijo de unos líderes talibanes, y era elegido como blanco y bombardeado, y después resultaba que se trataba de una escuela en la que como consecuencia del ataque murió cierto número de niños, en los diarios de la guerra se encuentran indicios de qué fue lo que pasó en realidad. Y hasta el día en que me lleven a la tumba mantendré que estos datos son informaciones que deben ser divulgadas en interés de todo el mundo.

Permítame el lector que le ponga un ejemplo de Irak. En noviembre de 2005 los marines norteamericanos lanzaron la Operación Telón de Acero en la ciudad de Husaybah y sus alrededores, cerca de la frontera con Siria. Después de diecisiete días de combates, el Pentágono facilitó una nota de prensa titulada «Ha concluido la Operación Telón de Acero que se desarrolló en la frontera entre Irak y Siria». Todavía está colgada en la web de las fuerzas norteamericanas, sugiero al lector que vaya a echarle una ojeada. Tras un breve resumen de los objetivos de esa misión militar, el informe declara que «los oficiales informaron de la muerte de 10 marines durante Telón de Acero. En la operación cayeron muertos 139 terroristas en total, y 256 fueron arrestados». La nota oficial no mencionaba víctimas civiles. Está fechada el 22 de noviembre de 2005. Veamos ahora qué dice esta entrada de los diarios de Irak que logramos filtrar, y que lleva la fecha del 11 de noviembre de 2005: «[La patrulla] de apoyo de Telón de Acero informó haber encontrado cadáveres civiles enterrados en tres sitios diferentes de Husaybah. En [el primer sitio] fueron recuperados los cuerpos de 3 mujeres, 3 hombres y 1 niño. En [el segundo] se recuperaron 7 mujeres y 10 niños. En [el tercero] 1 niño no pudo ser recuperado… Todos los cadáveres fueron identificados sin lugar a dudas por los vecinos, y el padre del niño que no pudo ser recuperado lo identificó como hijo suyo. Todas las víctimas fueron recuperadas en zonas atacadas por los aviones de combate aliados el 7 de noviembre de 2005».

Era importante no introducir ninguna clase de prejuicios al presentar los datos: se trataba de dejar que hablaran ellos por sí solos. Eso era algo cada vez más complicado de hacer para los periodistas, y fue uno de los motivos por los cuales la forma de redactar las noticias acabó convirtiéndose en el origen de tensos debates. Debe recordar el lector que WikiLeaks estaba aprendiendo todavía a llevar a cabo su trabajo, y estoy seguro de que de entonces para acá hemos ido mejorando, sobre todo a la hora de enfocar mejor el modo de redactar las historias. Los datos eran tan increíblemente voluminosos que al principio no fuimos capaces de escribir de forma brillante. Pero eso no quita que la supuesta preocupación por la seguridad que dijo sentir el gobierno de Estados Unidos, y referida a unos riesgos que siguen siendo meramente hipotéticos y no han sido demostrados, sea en realidad un intento deshonesto de distraer la atención del mundo para evitar que se fije en la auténtica verdad acerca de la guerra que esos diarios revelaban.

En ese momento se lanzó otra información errónea según la cual yo había dicho que nosotros no éramos responsables de la vida de los informadores que nos habían filtrado los documentos y que además esas personas «merecen morir». Es completamente absurdo que se me acusara de semejante barbaridad. Lo que dije es que había personas que eran de esa opinión, pero que lo que íbamos a seguir haciendo nosotros era editar los documentos de forma que conservaran su contenido esencial, sin causar el menor daño a nadie, si estaba en nuestras manos evitarlo.

Durante la publicación de los diarios, tuve cuidado de que la cuestión de cómo se redactaban las historias no se convirtiese en excusa para ningún tipo de censura. Tal como hemos visto en el caso del secretario Gates, y de las partes interesadas en la cuestión (con lo cual me refiero a los gobiernos occidentales), a menudo se utiliza el tema de la redacción de las historias —o la fraudulenta acusación de «las manos manchadas de sangre»— como medio para justificar que los documentos permanezcan en secreto. Contra la tendencia normal en nuestros tiempos, en esencia lo que hacen es pedir que estos documentos sean censurados por motivos políticos. Y mi negativa a participar en esa guerra de propaganda les permitió decir que yo estaba en contra de los periodistas que redactaron las historias. De hecho, estuvimos con los ojos abiertos hasta altas horas de la madrugada debatiendo sobre el tema de la forma de redactar las historias desde un buen principio. Naturalmente, no fuimos nunca tan remilgados como los gobiernos ni, si vamos a eso, como The Guardian o The New York Times, pero creo que nos mostramos siempre juiciosos, y hasta la fecha nadie ha sufrido daño alguno como consecuencia de lo que hemos publicado.

Aunque mi forma de ver todo esto no haya cambiado, antes de la divulgación de los diarios de Irak pude entender que la actitud implacable de WikiLeaks amenazaba con producir daños a nuestra organización y a nuestro futuro trabajo. Si pretendes hacer algo mínimamente significativo, en ocasiones no tienes que olvidarte de tus intereses, y fue así como decidí que la redacción de los diarios de Irak se hiciera mucho más a fondo que ninguna de nuestras anteriores filtraciones. Como no disponíamos de recursos para hacerlo de forma manual —sobre todo debido a que nuestros asociados de la prensa se negaban a echarnos una mano, pues tenían miedo de asumir esa responsabilidad—, escribimos un programa capaz de suprimir automáticamente de los documentos todos los nombres y todo el resto de los datos que pudieran ser empleados para identificar a personas. Sé que puede haber algún descerebrado que me condene por decir esto, pero de hecho creo que nuestra versión publicada de los diarios de Irak fue demasiado exhaustiva. Después de que los diarios revelasen la colusión de las tropas norteamericanas con las torturas infligidas a cientos de presos iraquíes por parte de las fuerzas locales, el Ministerio de Defensa danés puso en marcha una investigación para analizar el comportamiento de las tropas de su país en Irak. Al principio los investigadores pidieron al Pentágono que les facilitara la versión no editada de las partes de los diarios relativas a la actuación de las tropas danesas. El Pentágono se negó en redondo, de manera que los daneses nos pidieron esos materiales a nosotros, y se los facilitamos. Puede que haya quien se niegue a aceptarlo, pero la transparencia gubernamental sólo se hace merecedora de ese nombre si se trata de un valor real y reconocido, y no es una mera etiqueta, y este hecho es algo que tengo muy en cuenta al analizar el trabajo de redacción a partir de los documentos.

Tras las consecuencias que tuvo la anterior filtración de los diarios de Afganistán, trabajamos en la preparación de los de Irak en un ambiente de nerviosismo histérico. Los periódicos asociados a nosotros trabajaban con un nivel de energía bastante bajo, tal como he contado antes, y se habían visto sometidos a fuertes sacudidas por la magnitud de las reacciones provocadas por la filtración del material afgano. No es la primera vez que encuentro esta actitud en los medios convencionales: quieren grandes titulares, pero son incapaces de digerir el alboroto que provoca su publicación. La mayoría de estos periodistas son gente de clase media que sólo desean llegar a casa y charlar con su esposa del colegio de los niños, pero de repente se encuentran sometidos a vigilancia, saben que se está procediendo a la presentación de querellas ante los tribunales, y en buena parte carecen del temple necesario para soportar estas tensiones. Ahora bien, los materiales de Irak tenían una importancia extraordinaria, y tuve que mantener serias discusiones, sobre todo después de que en Suecia lanzaran contra mí las acusaciones sobre mi vida sexual, para conseguir que los periódicos asociados fueran fieles a sus compromisos y a su honor. Empecé a percibir señales muy claras. WikiLeaks se dispuso a montar una rueda de prensa para anunciar las nuevas filtraciones. La Oficina de Periodismo de Investigación de Gran Bretaña, a la que también le había entrado el canguelo, tenía que participar en ella, junto con una organización llamada Iraq Body Count [Recuento de Víctimas de Irak], y otras, junto con nosotros y los periódicos asociados a WikiLeaks en la publicación de los diarios. Entonces sonó la campana de alarma en algún rincón de mi cabeza —porque la traición no es con frecuencia algo que te pilla por sorpresa, sino una cosa que reconoces porque siempre estaba ahí—; fue el día que el principal periodista de The Guardian vinculado a nuestro trabajo le dijo a Sarah Harrison, mi ayudante, que su diario no quería aparecer mencionado como medio asociado a nosotros. Dijo además que no quería que el logotipo con la cabecera de The Guardian apareciera en el cartel al lado del nuestro, y que su intervención en la rueda de prensa no sería en la mesa desde la que se anunciaría la noticia de las filtraciones, sino como uno de los periodistas invitados.

Ahí viene el tipo, tapándose las orejas y diciendo que sólo había subido a lo alto del campanario de la catedral para ver con más claridad a un señor que pasaba por la calle. Este periodista nos dijo que The New York Times y Der Spiegel eran de la misma opinión: nada de logotipos de sus cabeceras. Alquilamos una sala del Riverbank Hotel, cerca del Vauxhall Bridge de Londres, y hubo cientos de periodistas presentes en la rueda de prensa. Pedí a Daniel Ellsberg que viniera de Estados Unidos, y aparecimos juntos en el estrado, desde donde dimos a conocer los datos; después concedimos montones de entrevistas. A pesar de que más tarde habría muchísimas reacciones irritadas parecidas a las que tuvieron los periódicos asociados con nosotros y otros medios decididos a explotar la noticia, nos habíamos preparado para comenzar la divulgación de los documentos de Irak con toda la precisión de la que WikiLeaks era capaz. Era importante tener a nuestro lado a una ONG, y desde el punto de vista ético teníamos ante nuestras mismas narices a Iraq Body Count, que estaba registrando de manera extraordinariamente precisa el número de víctimas civiles que se habían producido desde el comienzo de esa guerra. Ellos nos ayudaron a crear un sistema automático de redacción para los 400.000 documentos. También tenía sentido incorporar al diario Le Monde, y así lo hicimos. No en vano los franceses se habían opuesto a la guerra en 2003, y habían sufrido las consecuencias. El diario español El País[5] subió también a bordo. Trabajamos junto con la Oficina de Periodismo de Investigación, con sede en Londres, en la producción de documentales sobre los diarios de guerra para Channel Four y Al Jazeera. Tanto nosotros como los periódicos que se nos habían unido intuíamos que la publicación de los datos aumentaría (y añadiría detalles) a la idea de que la guerra de Irak era un fracaso y una amenaza contra la transparencia. Las tropas norteamericanas habían iniciado ya su retirada de Irak, y otros muchos países occidentales habían sacado sus tropas de allí hacía un año o más, y todo esto dejó abiertas muchas posibilidades para que algunas ONG como Reporteros sin Fronteras, Amnistía Internacional y Human Rights Watch analizaran los documentos y sacaran conclusiones.

Los documentos estaban constituidos por los informes que los soldados norteamericanos habían escrito dando cuenta de los incidentes que les habían parecido dignos de mención. En esos textos se podían leer todos los detalles: el lugar exacto, la hora y el día, las unidades militares implicadas, la cifra de muertos, heridos y arrestados, el estatus de las víctimas, si se trataba de norteamericanos, aliados, tropas iraquíes, insurgentes o civiles. Jamás en la historia se ha producido un registro comparable en sus detalles e información no ya de la guerra de Irak, sino de ninguna otra guerra.

Ahí figuraban todos los problemas propios de los conflictos bélicos, tanto en el nivel de los combates sobre el terreno anotados minuto a minuto, como el análisis de la globalidad de estas acciones desde una perspectiva más amplia. Al leer estos diarios junto con la gente de Iraq Body Count encontramos 15.000 víctimas civiles de las que hasta ese momento no se tenía noticia. Por mucho que el Pentágono se empeñe en convencernos de ello, la guerra moderna no se limita al fuego archipreciso que, como si de magia se tratara, permite la tecnología moderna. La guerra de hoy trae consigo los mismos desastres de sangre, tragedia e injusticia que desde siempre han supuesto las guerras. Un avión no tripulado puede localizar una vivienda determinada con la máxima precisión, pero no es capaz de saber quién está dentro, o si un niño acaba de volver a casa después del colegio.

Los documentos de Irak (y hay muchos que siguen esperando a ser analizados) revelan el legado de abusos de los derechos humanos cometidos por los norteamericanos, y también cuál era la triste realidad de ese país durante la dictadura de Saddam. Algún día, los historiadores serán capaces de recomponer del todo el puzle del día a día de las hostilidades que forman el detalle de esa guerra, y estos diarios serán para ellos una fuente primordial que permitirá reconstruir la verdadera historia. Me sentía muy orgulloso del trabajo que habíamos llevado a cabo, así que llamé a mi madre, que seguía en Australia. Aunque hablábamos con cierta regularidad, me gustó restablecer en ese preciso instante la conexión con el lugar y las circunstancias personales donde se encontraban los orígenes de todo aquello.

Larry King quiso entrevistarnos a Daniel Ellsberg y a mí. Yo debía hablar sobre los diarios, y Dan iba a dar su perspectiva histórica. Teníamos que encontrarnos en los estudios de la CNN en Londres a las dos de la madrugada, para entrar en directo en el programa de Larry King que, naturalmente, saldría en directo desde Estados Unidos. Mientras esperábamos nuestra entrada en antena, estuvimos viendo su programa. Uno de los invitados era una ex novia del magistrado del Tribunal Supremo Clarence Thomas, y aquella mujer recordaba algunas cosas que no dejaban muy bien la reputación del juez. Lo que a ella le había parecido siempre más difícil de entender era la importancia extrema que para el juez Thomas tuvo siempre su ambición personal, su deseo de llegar a la cumbre de su carrera; según esa mujer le contó a King, el magistrado fue capaz de organizar en cierta ocasión una rueda de prensa a las dos de la madrugada. Dan y yo nos miramos el uno al otro, miramos luego el reloj y nos reímos.

Pero yo tenía una idea obsesiva en ese momento. Un hecho que ocupaba también los pensamientos de todos aquellos con los que habíamos estado trabajando. Y que en esos días se había convertido en mi principal preocupación. Aunque nosotros continuábamos desarrollando la misión que se ha impuesto WikiLeaks y aunque seguíamos y seguimos publicando muchas cosas, sin abandonar nuestra tarea ni un solo día, el asunto que había surgido en Suecia comenzaba a ser el aspecto que más interesaba a los medios en relación con nuestra actividad; aquello provocó un verdadero frenesí de especulaciones e inquietud respecto a mi persona, y terminaría llevándome a prisión. Hasta este mismo instante me he reservado mi opinión acerca de todo ese asunto. No es fácil contener la ira al contar lo ocurrido, debido a la enorme cantidad de malicia intencionada y oportunismo que han disparado las acusaciones vertidas contra mí, pero trataré de exponer aquí mis argumentos sobre todo este embrollo de la forma más ecuánime posible. Mis enemigos, cuyo número se ha multiplicado de repente, no han demostrado ecuanimidad precisamente, pero por mucho que no pueda derrotarlos, me reservo el derecho de no sumarme a esa actitud.

En agosto de 2010 visité Suecia. Las palabras pronunciadas en el Pentágono todavía resonaban en mis oídos. Geoff Morell, secretario de prensa, había dejado entender en una sesión informativa que tanto WikiLeaks como yo teníamos motivos más que suficientes para empezar a estar preocupados. «Si a ellos no les parece que tener un buen comportamiento —dijo— es una motivación suficiente, seremos nosotros los que tendremos que pensar de qué alternativas disponemos para forzarles a comportarse bien. Y permítanme que no añada nada más». Cuando se le preguntó, en esa misma comparecencia de prensa, si The New York Times, como socio nuestro, sería forzado también a comportarse, el secretario de prensa manifestó: «Me parece que The New York Times no se considera a sí mismo como socio de ellos… Me parece que ni The New York Times ni el resto de las publicaciones están en posesión de estos documentos». Esto significaba que el Pentágono y Bill Keller pensaban en términos semejantes: dejemos que WikiLeaks cargue con toda la culpa y que vaya a la hoguera, y que los periódicos que publicaron esos mismos materiales permanezcan en cierto sentido inmunes a estas leyes draconianas. A los partidarios acérrimos de la Primera Enmienda no les iba a gustar mucho, pero esas palabras de Morell demostraban que lo que se considera libertad de prensa para unos no lo es para otros. A diferencia de nuestros asociados, WikiLeaks no iba a ser tratado como un editor, sino como un espía, y esta distinción absurda se estaba planteando seriamente en forma de amenaza contra nuestra actividad.

Al mismo tiempo se dio a conocer que había un grupo especial de trabajo en el Pentágono, formado por noventa personas, y que más adelante aumentó hasta las ciento veinte, dedicado a WikiLeaks, veinticuatro horas diarias, siete días a la semana. El FBI y la Agencia de Inteligencia del Departamento de Defensa participaban en este grupo. El vaso de la paciencia de la administración norteamericana se había derramado, y algún político de ese país ya pedía que yo fuese asesinado. Sarah Palin dijo que había que perseguirme como a un perro, y un periódico norteamericano llegó a publicar una imagen mía con el dibujo de una diana pintado sobre mi rostro.

Entretanto, yo no había abandonado la idea de encontrar un refugio desde el que poder realizar en paz nuestro trabajo. Suecia parecía un lugar adecuado. Para todo el mundo, Suecia es un país independiente, tolerante, con una ley de Libertad de Información que se remonta al decenio de 1780, y provisto de una Constitución en la cual, de forma específica y detallada, se consagra la necesidad de proteger la libertad de prensa. Las fuentes están mejor protegidas en Suecia que en la mayor parte de los países del mundo. Existe allí el derecho al anonimato y hay penas en contra de los periodistas que, habiendo prometido protección a sus fuentes, no cumplan su palabra tras recibir información de fuentes privadas. Para poder obtener protección frente a cualquier intento gubernamental de impedir la publicación de una noticia en Suecia es necesario contar con una certificación como editor, y además demostrar que trabajas para un editor que sea considerado responsable y que aparezca en las listas oficiales de editores. Me desplacé a Suecia pensando en todos estos aspectos de la cuestión, y con la idea de obtener el certificado y formar parte de la lista de editores de manera oficial. Para todo esto es necesario demostrar que tienes ingresos como periodista en la prensa local, y por eso acepté escribir columnas de opinión para el Expressen, el principal diario sueco.

Mi intención era crear en Estocolmo una oficina periodística de WikiLeaks, y comencé a dar los pasos necesarios para conseguirlo. De manera que en ese momento Suecia representaba para mí dos cosas importantes: un país donde trabajar en el futuro y un refugio seguro. Eso hace que resulte todavía más amargo lo que ocurrió después. Antes de viajar conseguí, como de costumbre, que me invitasen a pronunciar una conferencia. Esta vez el organizador era Hermandad, un partido político integrado en la socialdemocracia-cristiana sueca. Llegué el 11 de agosto. Y, justo a mi llegada, uno de nuestros contactos en una agencia occidental de espionaje me informó de que se había confirmado algo que anteriormente sólo había sido insinuado entre líneas por la oficina de prensa del Pentágono. A saber, que el gobierno norteamericano reconocía en privado que no iba a ser posible llevarme a los tribunales, pero, por decirlo con las palabras que usó mi fuente, que había empezado a hablar de «usar contigo métodos ilegales». La misma fuente concretó algo más estas palabras añadiendo que tratarían de obtener información precisa sobre qué documentos estaban en nuestro poder; buscarían de la manera que fuese el modo de establecer una conexión entre el soldado Manning y WikiLeaks; y, si fallaba todo lo demás, pondrían en marcha cualquier otra clase de «medios no legales», desde la colocación de pruebas falsas sobre tenencia de drogas, «descubrimiento» de pornografía infantil en mis ordenadores o intentos de comprometerme en acusaciones de conducta inmoral.

El mensaje añadía que no sería objeto de amenazas físicas. Le conté todo esto a Frank Rieger, un colaborador nuestro de Berlín que es el director tecnológico de Cryptophone, una empresa que fabrica teléfonos que permiten una comunicación encriptada que la hace segura, y me dijo que iba a preparar una nota de prensa para dar a conocer públicamente esta información. Así lo hizo, me la envió, y la tuve en mi PC mientras esperaba encontrar el momento adecuado para editarla. Tenía la intención de difundirla lo antes posible, pues hacer públicas estas cosas cuando el daño ya está hecho, o cuando ya te han colocado materiales incriminatorios, carece de utilidad. Todavía ahora lamento no haber difundido de manera inmediata esa comunicación. Aquel mismo día mi tarjeta del banco australiano donde tenía mi cuenta dejó repentinamente de funcionar. Siempre iba con muchísimo cuidado al usar teléfonos móviles, los conectaba sólo para recibir mensajes, de modo que la situación era francamente caótica. Pero me olvidé de la difusión de esa nota de prensa y concentré mis esfuerzos en adelantar las tareas que debía llevar a cabo en Suecia a fin de poder establecerme oficialmente como periodista en ese país.

Una noche salí a cenar con un grupo de amigos y personas afines. Entre ellos se encontraban Donald Böstrom, periodista sueco de unos cincuenta años, amigo y hombre de gran experiencia en su oficio, y le acompañaban otro periodista sueco y uno norteamericano de investigación que iba con una amiga. Las conexiones del norteamericano puede que fueran bastante turbias, pero la chica era encantadora, y estuve hablando con ella, pero Donald, que estaba sentado delante de mí, parecía estar arrugando el ceño de forma ostensible. Más tarde Donald me dijo que debía andarme con cuidado: había altas probabilidades de que me estuvieran tendiendo una trampa en forma de mujer. Recuerdo que se refirió con mucho detalle a la técnica utilizada por el Mossad para capturar a Vanunu. Supongo que yo sentía esos días mucha necesidad de cariño, por decirlo finamente, así que no hice el menor caso a las advertencias de Donald. Le di a entender que sabía muy bien cómo cuidar de mí mismo y además mi mentalidad era tan ultraconsciente de los aspectos de seguridad que me parecía que el tipo de trampa al que se refería Donald sólo servía con personas muy ingenuas y carentes de tanta experiencia como yo. No hubo de transcurrir mucho tiempo para comprobar qué equivocación fenomenal iba a cometer por culpa de mi arrogancia.

El encargo parlamentario que me había permitido obtener un salvoconducto para llegar a Estocolmo suponía que iba a estar al cuidado de un grupo de socialdemócratas, muchos de los cuales tenían funciones que les relacionaban con gente de otros grupos políticos. Me dijeron que podía alojarme en el piso de un colaborador de esos grupos, una mujer llamada A., que en ese momento no estaba en el apartamento. Me dirigí a ese domicilio, y al cabo de unos días esa mujer regresó antes de lo previsto. La señorita A. era portavoz del partido político y había colaborado en la organización de la conferencia gracias a la cual pude ir a Estocolmo. No tenía motivos para desconfiar de ella, y ningún motivo para dudar de que, cuando ella me indicó que sólo había una cama y que por su parte no había problema para que la compartiéramos, solo lo dijo como prueba de amistad y absolutamente nada más. Fuera como fuese, le dije que muy bien, y esa noche compartimos la cama.

Esta clase de encargos políticos, como el de pronunciar una conferencia, trae consigo ciertos compromisos de los que no puedes librarte, y todo eso genera tensión, y, cuando se produjo la amable y sonriente invitación por parte de A., mi única reacción fue alegrarme. Resulta embarazoso, e incluso puede parecer una falta de caballerosidad, ponerse a contar o mencionar siquiera lo que pasó en la intimidad entre un hombre y una mujer, incluso cuando el hombre en cuestión, como ocurre en mi caso, no tiene pareja. O contar lo que pasó entre ese hombre y no una sino dos mujeres. Pero la situación no me pareció rara en absoluto, y sólo pensé que era agradable y que contrastaba mucho con los tiempos más bien oscuros que estaba viviendo. El Pentágono estaba pidiendo mi cabeza y muchos de mis amigos, y posiblemente algunas fuentes, hasta donde yo sé, estaban pasando mucho miedo, o siendo sometidos a vigilancia. Yo quería por encima de todo protegerles a todos ellos, y confiaba en que Estocolmo acabara resultando ser ese refugio para nuestro trabajo que hacía tanto tiempo queríamos conseguir. Por decirlo con toda honestidad, debo decir que la señorita A. era algo neurótica. Pero la noche que pasamos juntos transcurrió sin incidentes. Tuvimos relaciones sexuales varias veces y al día siguiente daba la sensación de que entre nosotros todo era normal.

Al cabo de uno o dos días, A. estaba a cargo del micrófono en una conferencia de prensa, y luego había un almuerzo, y también participó en todas las actividades, junto con un grupo de periodistas y de otra mujer llamada W., que al parecer había asistido a la conferencia de prensa y que recuerdo que llevaba un suéter rosa muy bonito. En relación con estas dos mujeres, es evidente que no van a darme ningún premio como vidente del año ni tampoco como el hombre más caballeroso del siglo, pero todo parecía transcurrir de la forma más relajada, y yo no tenía conciencia de estar siendo víctima de ningún comportamiento amenazador ni de estar haciendo nada malo. W. dijo que trabajaba en el Museo de Historia Natural y se ofreció a mostrarme alguna de las salas accesibles sólo para invitados especiales. Acepté la invitación, y al terminar el almuerzo y después de haber ido a comprar algunas piezas de hardware que yo necesitaba, nos fuimos ella y yo al museo. Algunos de los miembros del personal de esa institución parecían conocerla. Dimos algunas vueltas por allí y vimos un documental sobre vida submarina, y después nos fuimos cada uno por su lado.

Esa misma noche A. había organizado una cena con cangrejos de río, que es tradicional por esas fechas en Suecia, y fui a reunirme con ella. Esto ocurrió al día siguiente de la noche en la que, según ella, yo la habría violado. A. estuvo participando como si tal cosa en la cena, parecía completamente feliz, rió y charló conmigo y con mis amigos y los suyos, y permaneció en la fiesta hasta muy tarde. Estábamos sentados fuera, y ella escribió en su Twitter que estaba «con la gente más fantástica del mundo». Era evidente que había contado a sus amigos que ella y yo nos habíamos acostado, y más tarde supe que me había sacado una foto mientras yo dormía en su cama y que la colgó en el muro de su página de Facebook. Se suponía que a partir de entonces yo tenía que irme a vivir a casa de otras personas, unos tipos pertenecientes al Partido Pirata, un partido sueco que hace campaña a favor de la reforma de las leyes de copyright, entre otros asuntos, pero A. insistió en que regresara a su apartamento y siguiera compartiéndolo con ella. El acuerdo inicial con los organizadores de mi visita era que yo ocuparía el apartamento de A. hasta que ella regresara de su viaje, momento en el cual me iría a vivir a casa de esos otros anfitriones, pero ella insistió en que le parecía la mar de bien compartir su piso conmigo, así que continué con ella. Y así siguieron las cosas durante las cinco noches siguientes.

Pasé luego algunas otras noches con W. Pero A. seguía trabajando conmigo cuando yo tenía que participar en encuentros de tipo político; por ejemplo, cuando fuimos a cenar con Rick Falkvinge, el líder del Partido Pirata. Rick nos estaba ofreciendo alojar un servidor para uso de WikiLeaks, lo cual era interesantísimo ya que suponía tener para el servidor la protección política que significaba el hecho de trabajar bajo la custodia del Partido Pirata. Otra noche, tras una fiesta en la que se otorgaban unos premios, me encontré con W. y me fui con ella a su casa, que está en la población de Enkopping, a unos setenta kilómetros de Estocolmo. Mi comportamiento puede parecer frívolo, y lo era, sin duda, y un error por mi parte, pero no lo veo constitutivo de ningún delito. Ya había estado demasiados días en casa de A., y me daba cuenta de que sería una mala idea continuar allí más tiempo. Le pido al lector que recuerde que yo me sentía bastante paranoide, que no me gustaba permanecer demasiados días en un mismo sitio, que mi relación con A. estaba convirtiéndose en un hecho público, y que parecía que ella deseaba que fuera así.

La relación con W. no iba tampoco a ninguna parte. Su actitud era algo ambigua, pero la noche que estuvimos juntos en Enkopping fue divertida y a mí me pareció que nos lo habíamos pasado perfectamente bien, aunque mi sensación era que aquello no iba a repetirse. A la mañana siguiente, cuando desayunamos y me llevó en su bicicleta a la estación de tren, ella no parecía especialmente preocupada. Tuvo la amabilidad de comprarme el billete —mi tarjeta bancaria seguía sin funcionar, aunque debo admitir que suelo estar siempre sin un céntimo—, y me dio un beso de despedida y me pidió que la telefoneara desde el tren. Esto último no lo hice, y ha resultado haberse convertido en la más cara de todas las llamadas que no he hecho en mi vida. Fui a una reunión del Sindicato de Periodistas para ver si era aceptada mi candidatura a formar parte del sindicato. Recuérdese que, a pesar de todas mis travesuras, yo estaba en Estocolmo porque pretendía obtener allí el mayor número de posibilidades de conseguir protección desde un punto de vista legal para que WikiLeaks pudiese desarrollar desde allí sus actividades y para lograr, además, quedarme a vivir en esa ciudad sin temor a ser extraditado a Estados Unidos.

Como ya he mencionado antes, no usaba nunca mis teléfonos móviles (aunque siempre llevo varios encima). En cierto momento tuve una breve conversación con W., porque ella me llamó, pero el móvil tenía poca batería y se quedó a cero sin que terminase la conversación. Yo vivía absorto por la situación internacional, y aunque había pasado algún tiempo con cada una de estas dos mujeres, no estaba prestándoles demasiada atención a ellas, ni devolviéndoles sus llamadas, ni podía tampoco alejarme de aquella situación de riesgo que se produjo desde que habían empezado a sonar amenazas y declaraciones contra mí en Estados Unidos. Uno de mis errores fue creer que ellas entendían las circunstancias por las que yo atravesaba. Las dos estaban al tanto, habíamos hablado del problema durante aquellos días, sabían que se había mencionado la existencia de un grupo de ciento veinte personas del Pentágono que iban a por WikiLeaks. Yo no era un novio fiable, ni tampoco era un compañero de cama que pudiera mostrarse muy cortés. Y esto empezó a tener su importancia. A no ser, naturalmente, que todo lo que había estado ocurriendo hubiera sido un montaje desde el primer momento.

Una de las noches que pasé en casa de A. ella no vino a dormir, y luego me dijo que había dormido con un periodista que estaba escribiendo un artículo sobre mí. Me pareció que esto era bastante extraño. ¿Quién podía ser ese tipo? Por otro lado, yo no había sido precisamente un dechado de fidelidad, y toda nuestra relación era puramente circunstancial, aunque es verdad que el viernes por la mañana, cuando salí del apartamento, la noté un poco rara. Ese mismo día, más tarde, recibí una llamada de Donald Böstrom. Me dijo que acababa de hablar con A., la cual a su vez acababa de hablar con W., que le había dicho que se encontraba en un hospital. Debo reconocer que me quedé totalmente pasmado. ¿Cómo era que esas dos mujeres hablaban entre ellas, y a qué se debía que una de ellas estuviera en un hospital? Mis teléfonos no funcionaban, pero recibí en uno de ellos una llamada de Donald que volvía a citar palabras de A., la cual decía no sé qué sobre W. y sobre la policía y unas pruebas de ADN. ¿Qué demonios está ocurriendo?, me pregunté. De modo que llamé a W. y ella negó tajantemente que nada de eso fuera verdad, y añadió que si había mencionado a la policía tal vez fuera porque había pedido información acerca de las enfermedades de transmisión sexual.

W. dijo que quería que me reuniese con ella enseguida y que me hiciera una prueba de enfermedades de transmisión sexual. Le dije que ese mismo día no podría ser, que estaba metido en asuntos bastante complejos, pero que iría al día siguiente, y ella me dijo que le parecía bien. A continuación W. me preguntó si la había llamado por decisión propia o si era debido a que yo había estado hablando con A. En ese preciso instante la cosa me pareció soberanamente absurda. Donald me llamaba repetidas veces para decirme que A. trataba de ponerme sobreaviso en relación con la situación con W., y yo le respondí que no había ningún problema, que había hablado con W. y que había quedado en verme con ella al día siguiente. Todo el asunto se estaba convirtiendo en algo disparatado, como mínimo, y más sospechoso conforme avanzaban las horas y circulaban los rumores. Hablé con A. y le pregunté directamente que qué pasaba con todas esas tonterías acerca de la policía. Y ella me respondió que yo no tenía ni idea de cómo funcionaban estos asuntos con la policía sueca. Que era la mar de normal que te pusieras en contacto con ellos para pedir información sobre enfermedades de transmisión sexual y cosas así. Que carecía de toda importancia y que no se trataba de presentar ninguna denuncia en serio. Seguramente, llegados a este punto, tendría que haber comenzado a albergar serias sospechas, y sin embargo, como no había hecho nada malo, por supuesto, no se me ocurría qué era lo que podía pasar a partir de entonces con la policía.

Quise asegurarme de que W. estaba tranquila y conecté uno de mis móviles y la llamé esa misma tarde varias veces, sin obtener nunca respuesta. Necesitaba tiempo y espacio para mí mismo, de manera que reservé una habitación de hotel para una noche, y allí empecé a escribir la que tenía que ser la primera de mis columnas en la prensa sueca. Acababa de escribir una frase donde decía que la verdad es la primera de las víctimas que causan las guerras cuando, alrededor de las seis y media, miré mi cuenta de Twitter y vi que estaba en busca y captura por una doble violación. Al principio pensé que debía tratarse de la típica basura que publica la prensa amarilla. Un invento. ¿Hasta qué grado de bajeza pueden llegar esos periódicos?, pensé. ¿Hasta qué extremos pueden llegar cuando pretenden difamar a una persona? Luego, en la página web de un diario más serio comprobé que el rumor acerca de la orden de detención que pesaba contra mí era correcto, y entonces todo mi sistema de creencias se colapsó de repente.

Al recuperarme, me acordé de que me había registrado en ese hotel con una tarjeta de crédito, y que me habían visto entrar varias personas. Tenía que largarme a la carrera, analizar adecuadamente la situación, comprender qué estaba sucediendo. No hay que olvidar lo paranoide que estaba yo llegados a ese punto, qué fuerte era la tentación de ver conspiraciones por todas partes. No era capaz de creer que A. y W. hubieran presentado denuncias ni se me ocurría, por mucho que me estrujara los sesos, cómo demonios estaba pasando aquello. De manera que me largué por piernas del hotel y me fui en tren a casa de un amigo que vivía en el norte de Suecia. Ir a la policía era una imprudencia, pues no estaba seguro de que no se hubiese puesto en marcha un plan para capturarme. Era absurdo en grado máximo, e inesperado. Y en ese momento todavía no era posible asegurar si todo lo que ocurría había sido un montaje muy bien organizado, o si las mujeres reaccionaban así por celos, pues, francamente, después de pararme a pensarlo y tras comentarlo con amigos, me parecía que ambas cosas eran posibles, aunque sí comprendí que tenía que ser cierta sólo una de las dos hipótesis.

No violé a ninguna de esas dos mujeres, y no se me ocurre pensar en nada que ocurriese entre ellas y yo que pudiera interpretarse como violación en ninguno de los dos casos, excepto que se tratara de una reacción maliciosa posterior a los hechos, un plan conjunto que tenía la intención de hacerme caer en una trampa, o un caso flagrante de falta de entendimiento entre ellas dos que mi presencia hubiese avivado. Puede que yo sea un machista en mayor o menor grado, pero no soy un violador, y sólo una visión distorsionada de la política sexual podría tratar de convertirme en alguien capaz de cometer ese delito. Ambas tuvieron relaciones sexuales conmigo de manera voluntaria, y estuvieron encantadas de seguir viéndome después de irse a la cama conmigo. Y eso es todo.

Pero, en la Suecia contemporánea, eso no es todo. En cierto sentido puede afirmarse con justicia que Suecia es un país que permanece aislado del resto de Europa. Ha mantenido históricamente una tendencia a la neutralidad. Y ha sido en cierto modo un mundo cerrado, con una población inferior a los diez millones de personas que viven dominadas por un puñado de instituciones muy poderosas con sede en Estocolmo. Suecia tiene fama de ser un país con estabilidad política y facilidad para el consenso, debido en parte a que el partido socialdemócrata ha dominado la política nacional durante la mayor parte del siglo XX. Pero las cosas han ido cambiando, y no para mejor, o no muy claramente para mejor. En 2001, Suecia envió tropas a Afganistán con el poder en manos de un gobierno que pertenecía a la socialdemocracia, y eso fue un acontecimiento ya que era la primera vez en casi doscientos años que se producía un hecho así. Esto muestra que hay un giro político que desvía a este país de su anterior tradición de neutralidad en asuntos exteriores, y subraya que se está dando una tendencia al alineamiento con Estados Unidos. En el Cable 09-141, que posteriormente difundimos dentro de la filtración Cablegate, el embajador norteamericano en Estocolmo pone en negro sobre blanco la importancia de las presiones ejercidas por Estados Unidos, y la aceptación de esas presiones por parte de Suecia, en relación con los temas relativos a los ficheros compartidos por los ordenadores y el control gubernamental del tráfico por internet. Y lo que es peor, un informe de Human Rights Watch publicado en 2006 da detalles acerca de la complicidad de Suecia en la entrega incondicional a la CIA de dos personas que solicitaron asilo político en ese país. Probablemente no debería sorprenderme que, al día siguiente a mi detención en Londres en diciembre de 2010, el diario británico The Independent publicara que el gobierno sueco ya había participado en conversaciones informales con los norteamericanos acerca de la manera de extraditarme de Suecia a Estados Unidos.

Claes Borgström, el abogado de las dos mujeres, es portavoz del SDP en asuntos relativos a igualdad de género, y hay que señalar, incluso con la mejor intención del mundo, que Suecia es uno de los pocos países del mundo en los que el feminismo radical ha entrado en el establishment. En efecto, la decisión de participar militarmente en Afganistán se basó sobre todo en los principios feministas: a pesar de que las mujeres han estado tradicionalmente en contra de las guerras, deploraron, cosa fácil de comprender, el trato dado a las mujeres por los talibanes; y sancionaron, cosa mucho más difícil de comprender, los bombardeos como una forma adecuada de luchar contra ese trato. Es frecuente escuchar a la generación más veterana de feministas suecas hablar del «feminismo de Estado», y recientemente, en febrero de 2011, la prensa de ese país ha empezado a analizar mi caso de una manera nueva, y este enfoque resulta revelador de cuál es el estado de las cosas en su sistema y cuáles las luchas sociales al respecto.

A. es una figura con aspiraciones políticas en su país, y lleva siéndolo desde hace algunos años, y eso hace que su caso provoque muchos titulares en la prensa. Se trata de alguien que posee buenas conexiones en el movimiento feminista, y también con la socialdemocracia, dentro de la cual ha sido una persona de cierta importancia en el seno de Broderskapsrorelsen, la organización que fue la anfitriona de mi viaje de agosto. Fuera cual fuese el fuego que fue atizado por todos estos acontecimientos, lo ocurrido después ha sido siniestro. Me han informado de que A. ha borrado tweets referidos a mi persona. En el último que hizo público, el 12 de diciembre de 2010, escribió:

Estoy muy harta de todo lo que está pasando, ¿cuándo terminará? De todos modos quiero enviar un mensaje a los teóricos [de la conspiración] para decirles que la «otra» [W.] fue tan insistente [como A.].

El 10 de marzo de 2011 Expressen reveló que la agente de policía que entrevistó a W. la primera vez que ella fue a la comisaría era amiga de A. De hecho, el día después de que las dos mujeres acudieran a la policía, A. concedió una entrevista a ese mismo diario en la que afirmaba que no era cierto que ni ella ni W. hubiesen sentido miedo en mi presencia. En esa entrevista A. dijo que yo no había actuado de forma violenta y que, en ambos casos, hubo consentimiento mutuo para mantener relaciones sexuales. En un dossier de la policía se precisa que ninguna de las dos mujeres tuvo intención de presentar denuncia alguna, y que se limitaron a pedir información sobre enfermedades de transmisión sexual. Declararon ambas que, en el curso de conversaciones telefónicas conmigo, me habían amenazado con ir a la policía en caso de que no me dejara hacer la prueba de enfermedades de transmisión sexual. El abogado de las dos mujeres, Claes Borgström, dijo en un artículo publicado por el tabloide Aftonbladet que las mujeres no acudieron a la policía para denunciarme; sólo querían que me hiciera las pruebas.

Pero hay otros asuntos de por medio. En el año 2006, en una entrada de blog titulada «¿Violación?», A. presenta un guión de los hechos y termina formulando una pregunta: ¿existe algún caso en el que un hombre haya sido condenado por violación incluso cuando la mujer comenzó la relación sexual con él de manera voluntaria? En contra de lo que recomienda el protocolo oficial de actuación, ninguna de las dos conversaciones de estas mujeres con la policía fueron grabadas. Incluso la fiscal Marianne Ny cree que deberían hacerse estas grabaciones, y así lo aseguró en sus comentarios ante las autoridades judiciales acerca de la ley de nuevos delitos sexuales. Según lo que dijo la policía a las amigas de W., ésta solo pretendía averiguar si yo podía ser obligado a hacerme una prueba del VIH. Según una de las testigos, la cual había estado todo el tiempo en contacto con W. mientras se preparaba la denuncia, W. tuvo siempre la sensación de que había otras personas que la empujaban a seguir adelante, y que actuaban de acuerdo con sus propios intereses. Esto entra en conflicto con la historia contada por A. en una crónica publicada el 21 de agosto de 2010 por Expressen en donde se citan palabras de A. según las cuales fue W. quien se puso en contacto con ella, porque W. deseaba interponer una denuncia por violación contra mí, y que A. le dio su apoyo porque ella había sufrido una experiencia similar. En un informe filtrado, y que no cuenta con la aprobación de W., la oficial de policía que la entrevistaba dice que tuvo que interrumpir la conversación porque W. no era ya capaz de concentrarse cuando supo que se había dictado una orden de detención contra mí, muy poco después de que comenzara esa entrevista. Según M.T., amiga de W., que también fue entrevistada por la policía en relación con este mismo caso, W. se sintió «atropellada» por la policía y por otras personas a su alrededor.

Podría continuar, pero no lo voy a hacer. No es éste el lugar en donde realizar un ensayo general de los argumentos de la defensa. Baste añadir que, desde mi punto de vista, las acusaciones eran tan ridículas como siniestras. He preparado un informe de 46 páginas sobre el caso, analizando declaraciones e incoherencias. Se trata de un ejercicio de periodismo científico en el que examino el modo en que toda una serie de no-verdades se van colando por un embudo de comunicación hasta fabricar una total falsedad que se convierte en una amenaza para un individuo.

Tal como he dicho antes, no pretendo que me otorguen ningún premio a la buena conducta durante la semana que pasé en Estocolmo, pero las acusaciones de violación representan una mancha que ya ha arruinado un año entero de mi vida, y le ha hecho un daño infinito a mi imagen pública. Dado que la tarea a la que me he dedicado y hacia la que me he encaminado a lo largo de toda mi vida tiene su fundamento en la honestidad y el activismo ético, esta campaña dirigida contra mí ha sido realmente muy provechosa para mis enemigos. En el momento de escribir este libro, vivo en casa de uno de los garantes de mi fianza, en un lugar de la campiña inglesa, sometido a toque de queda y con una pulsera electrónica en la pierna. La utilización de esta clase de controles electrónicos por parte del sistema legal se remonta a 1983, cuando un juez de Nuevo México llamado Jack Love leyó un cómic en el que un malvado le coloca a Spiderman un artilugio electrónico que permite seguir su rastro. Como la de Old Bluey, mi vida es más extraña que la ficción. No he sido acusado de ningún delito, pero como si fuese un eco de los efectos que tuvo la frase «tiene las manos manchadas de sangre», si el lector pone las palabras «Julian Assange violación» en un motor de búsqueda, encontrará casi cuatro millones de entradas. Hubo una primera alegación de violación, luego fue retirada, y después fue interpuesta de nuevo, y debido a estas idas y venidas he sido convertido en un delincuente por el solo hecho horrendo de haber mantenido relaciones sexuales mutuamente consentidas con dos mujeres, en Estocolmo, en agosto de 2010.

Querían hacerme daño, y lo han conseguido. No voy a hurgar más en la herida ni dar aquí más detalles: el lector ya ha podido hacerse una idea. En términos autobiográficos, resulta extraño haber dedicado tanto tiempo a contar una historia tan rara. Todo esto ocurrió, y hay que hablar de ello aquí, pero esta historia no trata de mí. Podría haber sido un descarrilamiento de tren, una repentina conversión a la secta de los mormones, o cualquier otra cosa improbabilísima y gratuita que hubiese venido a secuestrar toda mi atención en mitad del mejor año de trabajo de toda mi vida; pero no fue eso, sino una doble acusación por violación, y he descrito los hechos lo mejor que he podido.

En otro terreno, las actividades normales de mi vida continuaron a pesar de todo. Permanecí en Suecia durante más de un mes después de que fuesen interpuestas las denuncias por vez primera, pero no pasaba nada, el fiscal no parecía tener necesidad alguna de hablar conmigo, de manera que tomé un vuelo rumbo a Inglaterra y me puse a trabajar de nuevo. Muy pronto se emitió una orden judicial europea de detención contra mí, pero había llegado el momento de preparar, junto con nuestro esquivo grupo de periódicos asociados, la operación Cablegate: la mayor filtración no autorizada de documentos secretos de toda la historia.