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TODOS LOS HOMBRES DEL DIRECTOR

La vanidad en un periodista es como el perfume en una prostituta: sirve para encubrir el hecho de que son seres que apestan. Lo digo como un editor que está enamorado del trabajo de los buenos periodistas. Pero estaría faltando a la verdad de lo que estoy contando en este libro si no diese testimonio, por doloroso que sea a veces, del amor por WikiLeaks que mostró al principio la prensa occidental en lengua inglesa, pero que luego se convirtió de forma casi inmediata en una andanada incesante de ataques contra nuestro trabajo, a lo que siguieron montones de artículos y libros justificando ese cambio tan radical de actitud, y que sólo deberían servir para que esos mismos periodistas se sintieran bastante ridículos. No les guardo rencor, sino que lamento mucho que se haya producido este cambio, y lloro, como deberían hacer ellos, por el hecho de que la llama de sus principios se apagase en su postrer intento por brillar.

A todos los que defienden las causas justas les gusta The Guardian, y lo mismo me ocurre a mí, y siempre me ha parecido que este diario británico, sobre todo desde que incrementó su presencia global con su edición online, se comporta muchas veces como un faro. Tras los acontecimientos del 11 de septiembre, The Guardian fue el único periódico anglosajón fiel a la verdad que podía leerse en Estados Unidos, y siempre he sentido admiración por su esfuerzo por dirigir su mirada hacia el mundo, en lugar de tratar de ver su propio papel en él, cosa que no siempre debemos dar por sentada en la prensa. The Guardian persiguió a los políticos corruptos, e informó acerca de los horrores de la guerra, y lo hizo con una coherencia que no ha disminuido a pesar de la venalidad infame con la que me ha tratado a mí. The Guardian me recuerda a los doce hombres sin piedad de la película, y funciona siempre bien y de acuerdo con principios morales, excepto cuando, de repente, actúa de manera egoísta y espantosa. Esto no es ningún misterio, y siempre he admirado lo que este diario es capaz de hacer en sus mejores momentos. Parecía ser un aliado natural de nuestro trabajo pero, parafraseando a Shakespeare, podríamos decir que no hay en la naturaleza enemistad comparable a la que pueden sentir por ti quienes son en apariencia tus aliados.

Hubo un gran jaleo cuando nos asociamos con The Guardian en 2010 para difundir los diarios de la guerra de Afganistán, pero en realidad ya habíamos trabajado juntos en 2007, cuando proporcioné a este periódico una filtración sobre la corrupción de Daniel Arap Moi en Kenia. Aquel año The Guardian publicó esa información dándole categoría de titulares de primera página a finales de agosto y comienzos de septiembre, lo cual produjo un enorme efecto en Nairobi, pues este ejemplo permitió allí que la prensa local se sintiera con libertad para informar de lo que estaba ocurriendo delante de sus narices.

Tras la detención del soldado Manning resultó evidente que, incluso sin tener pruebas de que hubiese alguna clase de relación entre ese soldado y WikiLeaks, las autoridades norteamericanas actuaban como si hubiesen podido probarla, y fui puesto bajo vigilancia por parte de Washington. Con esta nueva situación, comprendí que no debía permanecer en Australia, que es a donde me había dirigido en ese momento. Mi prioridad, debo admitirlo, no era mi propia seguridad personal, ya que siempre habría determinadas fuerzas que seguirían persiguiéndome, y ya entonces supe que tarde o temprano acabarían tendiéndome una trampa. Lo que más me preocupaba, por tanto, era que WikiLeaks pudiera seguir dedicándose a la misma tarea que habíamos llevado a cabo hasta ese momento. De hecho, estábamos preparando entonces unas cuantas filtraciones importantes, y temía que nos estuviéramos encaminando a una situación en la que no habría más alternativa que «publicar o morir». En WikiLeaks siempre hemos tenido preparado un mecanismo que nos garantiza que, en caso de no poder continuar con nuestro trabajo, todos los materiales que tuviésemos serían publicados de golpe. Pero esto es algo que yo quería evitar: el conjunto de documentos que obran en nuestro poder es enorme, y todos ellos merecen ser analizados uno por uno y ser publicados con la debida seriedad y atención, de manera que lo que yo pretendía era ir publicándolos todos pero poco a poco y con la atención que cada caso requería.

Era obvio que debía regresar a Europa, de forma que organicé las cosas para que me invitasen a dar una conferencia sobre censura ante el Parlamento Europeo, y preparé el viaje vía Hong Kong, evitando así pasar por Singapur o Tailandia, países mucho más dispuestos a aceptar cualquier solicitud norteamericana de que me detuvieran y entregaran. (Con el tiempo he llegado a descubrir que lo mejor es viajar consiguiendo de antemano una invitación de carácter político, ya que eso garantiza que se produciría un escándalo en caso de que no llegues a tu destino). En el Parlamento Europeo iban a intervenir también algunos diputados y unos cuantos amigos islandeses para hablar de la Iniciativa Islandesa sobre Medios Modernos, que es el nombre del movimiento que organizaba nuestro intento de lograr que Islandia se convierta en un refugio para la transparencia. Hablé ante los diputados europeos del fenómeno consistente en que los periódicos retirasen cada vez con mayor frecuencia toda clase de materiales de sus archivos online, que aceptaran las presiones de quienes trataban de amordazarles, y asuntos similares. Tropecé allí con el corresponsal en Bruselas de The Guardian, un tipo muy receptivo y que coincidía con mis opiniones. Le dije que estábamos preparando un número amplio de nuevas filtraciones que podían resultar de interés para su periódico. Tras despedirse de mí este corresponsal, se puso muy pronto en contacto conmigo un miembro del equipo de investigación del diario, y quien me dijo que querían que me desplazase a Londres para celebrar un encuentro con ellos en donde hablaríamos de nuestras nuevas propuestas.

Nosotros siempre habíamos pensado que los materiales sobre Afganistán e Irak debían ser difundidos a través de varias publicaciones reconocidas. Nos parecía la manera adecuada de hacerlo. En este caso no se trataba de un solo documento y una sola historia, sino de un montón de historias y de cientos de miles de documentos. Habíamos llegado a la conclusión de que esos materiales sólo iban a tener el impacto necesario si eran publicados de manera ambiciosa, y que esta difusión debían hacerla medios de comunicación convencionales que dispusieran de sus propios equipos de investigación y de sus propios redactores, de manera que todos esos materiales adquiriesen un sentido y fueran clarificados. Jamás pretendimos ser capaces de comprender, y ni siquiera nos creímos con capacidad para llegar a leer, todos y cada uno de los documentos contenidos en esos enormes alijos, y es por esta razón por lo que necesitábamos a los periódicos establecidos. Nosotros solos nos veríamos excedidos por el volumen de todos esos materiales, ya que estábamos hablando de unos 90.000 diarios de guerra de Afganistán, y de 400.000 documentos de Irak. Hasta entonces siempre habíamos analizado nosotros mismos los documentos que filtrábamos, y al publicarlos los acompañábamos de nuestros propios comentarios. Luego, le pasábamos a un único periodista de prensa escrita o televisión ese material analizado y comentado por nosotros mismos. Pero en esta ocasión las cosas eras muy diferentes. Hablé con el miembro del equipo de investigación de The Guardian de la necesidad de hacer un trabajo que estuviese a la altura de la importancia de esos materiales, y de garantizar la seguridad de la fuente, de cómo creíamos que había que empaquetarlo todo de la manera adecuada y difundirlo de forma global, tal como nos habíamos comprometido a hacerlo como uno de nuestros principios al aceptar el envío de filtraciones. En ese momento yo había hablado ya con un redactor de The New York Times y estaba además en contacto con periodistas de Der Spiegel.

Hablé con el periodista de The Guardian durante unas seis horas. Parecía un tipo muy profesional, bastante osado, aunque lo vi algo cansado. Yo también me sentía cansado, desde luego, pero al menos me dio la sensación de que estábamos de acuerdo en la importancia de los documentos, y en la idea de que sería bueno que se sumaran otros medios periodísticos internacionales de prestigio. En ningún momento pretendí sobrevalorar nuestro papel, aunque en todo momento me mostré firme a la hora de, tal vez, sobreproteger nuestros materiales, y además le hice notar que ya tenía mucha experiencia tanto en la relación con aquella clase de fuentes como con el tipo de vigilancia al que estábamos siendo sometidos. Así que cuando más tarde fui tratado como si yo no fuese más que otra fuente, me pareció absurdo. Al fin y al cabo, yo era el artífice del plan, y lo era por un buen motivo: de todos los participantes yo era el único que sabía de qué forma estaba almacenado el material y cómo podía ser difundido. También fui yo quien planificó de principio a fin cómo debía filtrarse todo aquello, tanto para protegerlo como para darle la máxima repercusión, y aunque eso podía tal vez ser entendido como una ofensa para la vanidad de los medios con los que iba a colaborar, ellos tenían la libertad de tomarlo o dejarlo. Ni les estaba pidiendo dinero ni tampoco quería quedarme con toda la gloria: exigía que se concediera a WikiLeaks el mérito debido, a fin de permitir que siguiéramos realizando la tarea que era nuestro objetivo, y pedía el compromiso pleno de todos los medios con nuestro plan, para garantizar que funcionara, y con el propósito de que los lectores pudiesen comprobar en el material en bruto que las historias eran ciertas. Lo que ocurrió, por supuesto, fue que cada uno de los medios actuó como si lo que pedíamos fuese una obviedad. Sólo más tarde, cuando cada uno de ellos obtuvo lo que quería, desmontaron nuestra relación con ellos y la mostraron de forma que su propio papel adquiriese una importancia grandiosa, y la nuestra quedara reducida a mínimos, utilizando un viejo truco muy corriente por parte de los gobiernos, y que yo hubiese debido ser capaz de prever.

El miembro del equipo de investigación de The Guardian me dijo que hablaría con el director, Alan Rusbridger, quien a su vez hablaría con Bill Keller, el director de The New York Times. Acordado esto, escribí en una servilleta de papel un código y se lo entregué al periodista. Todo esto había ocurrido en un bar. La idea consistía en que ellos utilizarían esa clave para tener acceso a una versión encriptada del material, que remitiríamos a través de un canal público. A partir de ese momento, él ya disponía de la contraseña y debía iniciar una falsa correspondencia conmigo, donde debía decir algo así como «Celebro haberle conocido, y siento mucho que al final no pudiésemos hacer un trato». Con eso, podíamos despistar cualquier tipo de vigilancia que hubiese sobre nuestras actividades, ya que íbamos a fingir que no iba a producirse a continuación ninguna clase de transferencia del material sobre Afganistán. Al periodista que habló conmigo no le importaba que no se tratara de una exclusiva mundial, pero por motivos lógicos sabía que sus jefes sí iban a desear obtenerla. Acordamos controlar la fecha del acceso al material y que nos aseguraríamos, tanto por motivos legales como comerciales, de que los documentos aparecerían de forma simultánea en los diversos medios. También acordamos que cada uno de esos medios tendría el control editorial sobre los materiales que difundiera. Cabía la posibilidad de que una televisión participara en el último momento, pero no antes, ya que por su propia naturaleza técnica las televisiones no iban a permitir que se mantuviera el secreto de las inminentes filtraciones durante mucho tiempo. Sobre ninguno de estos puntos hubo discusión alguna: mi plan era el que le había explicado, y él fue diciendo que sí, emocionadísimo, conforme yo se lo exponía todo. Hay que decir que la actitud de este periodista tiene mucho mérito por el modo en que reaccionó en este momento: la suya fue la actitud normal en un auténtico activista, alguien que sigue estando cerca de sus raíces y que está dispuesto a encontrar la mejor estrategia para que este material llegue a las plataformas que mejor pueden difundirlo.

Mi primera intención fue que el equipo de producción de WikiLeaks que iba a realizar esta operación se estableciera en Estocolmo. A esas alturas resultó que no iba a ser nada sencillo hacerlo así, pues, tras la filtración del vídeo «Colateral Murder», el grado de atención que se centraba en mi persona como principal rostro de WikiLeaks se iba intensificando cada vez más, y algunos colaboradores prefirieron evitar los riesgos. Sin embargo, el periodista del equipo de investigación de The Guardian y yo nos reunimos de nuevo, esta vez en Estocolmo, y continuamos hablando del plan. Entonces apareció en escena otro periodista del mismo diario. Ya nos habíamos conocido previamente en Oslo, me parece; fue allí donde este nuevo redactor había visto el vídeo de Bagdad en forma poco refinada todavía, aunque eso le bastó para tratar de adquirirlo para su periódico. Al final no hubo transacción porque nos estaban controlando de cerca, pero seguramente fue este hecho lo que hizo que yo empezara a ver a The Guardian como un colaborador natural de WikiLeaks para cuando llegara el momento adecuado. De repente, este mismo periodista, que era un redactor del periódico y no pertenecía al equipo de investigación, asumió la representación de su medio, le transferimos a él los materiales de Afganistán, y él procedió a compartirlos con The New York Times, tal como su compañero y yo habíamos acordado.

Le pido al lector que haga un esfuerzo por imaginar cómo eran estos materiales en bruto. Había cerca de 90.000 entradas distintas en los diarios de campaña afganos (al final, filtramos unas 75.000), y se trataba de cosas escritas sobre la marcha, tras una escaramuza, una batalla, la explosión de diversos tipos de explosivos improvisados (IED). Estaban repletos de acrónimos y jerga militar. Una entrada, que elijo puramente al azar, dice literalmente: «(M) KAF PRT informa haber localizado emplazamiento PRT de lanzamiento de cohetes IVO KAF». The New York Times, impulsado por su impaciencia y su tendencia a la literalidad, no entendió la verdadera historia que narraban estos documentos. Tardó un tiempo en comprender cabalmente las fuerzas contenidas en estos materiales, la brutal magnitud estadística y humana que representaban, y al principio se mostró decepcionado porque sus redactores no eran capaces de ver las «historias». Fue en este punto cuando el periodista de la sección informativa de The Guardian, un profesional veterano que tenía un cargo importante en la jerarquía del diario, mostró por vez primera su tendencia a la manipulación. Dijo que, a fin de seguir en la operación, The New York Times necesitaba algo que «endulzara» aquella píldora amarga; y que lo mismo le ocurría a The Guardian. Dijo que le parecía «comprensible» que ninguno de los dos periódicos encontrara verdaderamente interesantes esos materiales, y que era natural que ambos desearan algo que lo «endulzara» un poco. Dicho con otras palabras, lo que pretendía era que a los dos diarios se les facilitara, además, todo el alijo de documentos de Irak. Yo hubiese tenido que echarme atrás en ese momento, y darme cuenta de lo que empezaba a ser evidente: que no eran unos caballeros, y que no sabían dar el valor adecuado a los importantes documentos que se les facilitaban, ni entendían la complejidad humana de esos textos. Debería haber captado el brillo de egoísmo profesional que centelleaba en los ojos de este periodista; captarlo y, acto seguido, largarme. El mundo estaba repleto de organizaciones mediáticas capaces de mover montañas para unir sus fuerzas con nosotros y colaborar en nuestra tarea. Pero estos dos diarios, incluso en un momento tan temprano como aquél, habían emprendido una misión cuyo objetivo era buscarle tres pies al gato, y sólo pretendían explotar a WikiLeaks lo más posible. Estaba claro que este periodista de The Guardian no trabajaba impulsado por sus principios, sino por la posibilidad que le brindaba este trabajo de ganarse el aplauso de sus jefes, por la idea de conseguir un último scoop antes de retirarse.

Pese a todo, seguimos adelante. Seguía gustándome The Guardian y estaba dispuesto a creer que todo acabaría bien. Yo sí estaba seguro de la importancia de las filtraciones y no veía que fuese un problema lo de endulzar un poco la píldora, aunque no me había gustado la manera en que me lo habían pedido. Fuera como fuese, les proporcioné a ellos y a The New York Times todos los papeles de Irak. Yo les decía a mis colaboradores que todo era por el buen fin de la empresa, que no nos habíamos metido en todo ese jaleo para lograr que esa gente se mostrara agradecida. Si estos dos periódicos ponían todos sus recursos a trabajar con ambos grupos de documentos, habríamos prestado un buen servicio a la causa de la transparencia y a la de la libertad de prensa. Mi única tarea era ahora seguir trabajando con ellos a fin de que sacaran el mejor partido posible de todos esos materiales. Bien, no era la única tarea que me quedaba por realizar: también debía vigilar que su tratamiento de los materiales fuese honesto, y pronto resultó que esto último era un trabajo a jornada completa. La historia no es agradable, y hubiese preferido no tener que contarla, pero lo cierto es que ellos esgrimieron toda suerte de argumentos de tipo muy personal, y las cosas salieron como salieron y nosotros debíamos seguir a lo nuestro. Puedo decir a mis lectores que en esos días me vi sometido a presión en un grado mayor que en todo el resto de mi vida. Me vigilaban; vivía con lo que cabía en mi mochila; si encontraba tiempo para dormir, y pocas veces ocurría, tenía que hacerlo tendido en un sofá; empezaron a detener a gente sin que mis posibilidades de control de la situación pudieran impedirlo; y tenía que debatirme constantemente por mantener bajo control aquel enorme acorazado de guerra, tratando de evitar que perdiese el rumbo. Me sentía agotado. No siempre supe mostrarme complaciente. No siempre fui convencional. Ni amable. Pero yo creía que estaba tratando con hombres de acción, y con gente de bien, en lugar de estar liado con unos timoratos medio chiflados. No me resultó fácil darme cuenta de lo que escondía todo aquel danzar de puntillas a mi alrededor, todas aquellas actitudes ofendidas, como si no estuviese prestándoles suficiente atención o no estuviera echando de verdad el resto.

Lo eché, sobre todo procurando que el trabajo se hiciera bien. En realidad, gracias a nosotros y a que les ofrecimos asociarse a WikiLeaks en esta tarea descomunal, estábamos brindándoles los mejores scoops sobre dos guerras, la de Afganistán y la de Irak. Y debíamos dar por supuesto que hubo gente que había arriesgado su vida para lograr que estas noticias fueran conocidas en todo el mundo. En Londres me pasé horas y horas en la redacción de The Guardian, en King’s Cross. En cierto momento todo funcionaba bien: trabajábamos en una especie de búnker y parecía reinar entre todos nosotros el necesario espíritu de cooperación, aunque yo lo veía como bastante estéril si lo comparaba con el ambiente de trabajo de la época en que editamos el vídeo de Bagdad. Probablemente algunos periodistas de The Guardian y The New York Times pensaban que mis métodos eran algo extraños, pero nos pusimos a la tarea y les enseñé a entender esos materiales y a limpiar los textos, y trabajé codo con codo con la gente de los dos diarios, que estaban allí todos los días, y con algunos redactores de Der Spiegel que venían a veces a vernos. Algunos días viví en las casas particulares de los dos periodistas de The Guardian. Yo estaba muy tenso y no podía estarme quieto. Pero íbamos avanzando, me preocupaba muy poco por las relaciones personales (la única relación importante era la que tenía con esos materiales), y durante un tiempo predominó por encima de todo la idea de compartir y explorar.

Desde el principio pensé que lo lógico sería que cada uno de los periódicos compartiera con el otro el trabajo de investigación y edición, y así fue. Por ejemplo, una de las primeras historias importantes que localicé fue la de la Task Force 373, una unidad de las fuerzas especiales de Estados Unidos que trabajaba a partir de una lista de dos mil personas a las que tenía órdenes de asesinar. Para gente que ha visto la serie Generation Kill puede parecer incluso sensato que alguien idee un plan de esta naturaleza, pero eso de hacer una lista de personas a las que hay que ir y matar en cuanto llegues al país invadido resulta una auténtica pesadilla y una barbaridad de carácter totalmente extrajudicial. En nuestros materiales se podía ver de qué manera se añadían personas a esa lista, sin ningún tipo de control judicial, sin nada. Si no le caías bien a un gobernador de Afganistán, te nominaba para formar parte del listado, y al cabo de un minuto esa persona oía el zumbido del motor de un helicóptero y su casa era bombardeada. A base de mucha paciencia y trabajando con mucho cuidado, en los diarios se podían seguir las repercusiones de las actividades de la Task Force 373. El 2 de mayo de 2007 había una entrada que se refería a un encuentro con el vicegobernador, que debía celebrarse al día siguiente. El primer punto de la agenda para esa reunión hablaba de «comentar las repercusiones de las operaciones recientes de la TF 373 y resolver las quejas de los aldeanos», mientras que el segundo punto consistía en «proporcionar ayuda al distrito y a la escuela que fue bombardeada». La Task Force 373 era una unidad anónima hasta que nosotros la identificamos, y la historia de sus actividades fue portada en Der Spiegel. Resulta interesante señalar que la información sobre la TF 373 que fue publicada por The Guardian había sido parcialmente redactada por Eric Schmitt, periodista de The New York Times. Al parecer el diario estadounidense no tuvo arrestos suficientes para publicarla.

Al igual que los demás, yo deseaba que la publicación de las noticias fuese simultánea, pero no me importaba, sino todo lo contrario, que The New York Times se adelantara a veces. Creíamos que esto serviría para proteger a nuestras fuentes: era menos probable que el gobierno norteamericano atacara a The New York Times, y este diario podía utilizar su prestigio de forma eficaz al servicio de nuestros objetivos periodísticos, y que lo hiciera en defensa de todos sus colegas. Pero, como era de temer, de nuevo apareció un brillo especial en la pupila de nuestros colaboradores. Resultó que The New York Times anunció que prefería que nosotros fuésemos por delante con la publicación de las historias. Esto no era más que una muestra de cobardía estratégica por parte del diario norteamericano, una mera herramienta táctica profundamente arraigada en la tendencia a la autoprotección por parte de ese medio, tan arraigada que ni siquiera ellos mismos son capaces de entender que es así. Lo disfrazaron de cautela y espíritu de responsabilidad: querían las historias, llevaban semanas trabajando en su elaboración, pero les faltaban agallas para publicarlas antes que nadie. Querían que WikiLeaks fuese la primera fuente en difundirlas, y ahora sabemos que esto formaba parte de su estrategia. La idea era esconderse detrás de nuestra organización de «disidentes», para que pareciese que ellos se limitaban a «reproducirlas». Bill Keller, el director, podía estar hinchado de tan convencido como estaba de su propia importancia, pero de hecho no tuvo el valor necesario para actuar de acuerdo con sus convicciones periodísticas, temía la reacción del Pentágono, y se comportó de una manera que hubiese avergonzado incluso a una criatura timorata de seis años que se esconde detrás del niño malo del curso para devorar a sus espaldas el botín de caramelos que acaban de robar en la tienda de chuches. Resultó muy doloroso ver su comportamiento, una vez publicados los materiales, saliendo por piernas, cualquier cosa menos plantarse y declarar abiertamente qué papel habían desempeñado ellos al asociarse y trabajar con nosotros. El gallo cantó tres veces, y Bill Keller tuvo la desvergüenza de negarnos otras tantas, y de paso aprovechó la circunstancia para cubrirnos de escarnio a fin de salir él libre de toda culpa.

Repugnante. Cualquier tío un poco más experto que yo en tratar con los medios convencionales lo hubiese visto venir desde muy lejos. En periodismo, ser el primero lo es todo. Y sin embargo, ahí teníamos al periódico más importante del mundo que nos pedía a bocajarro que le dejáramos ser el segundo. La cobardía de Keller será su principal legado: porque estos cables revelan que en Afganistán ocurrieron cosas terribles, y un hombre más entero, alguien que hubiese sido mejor periodista que él, se habría lanzado sobre estas revelaciones para sellar con la garantía de su diario la verdad que revelaban. En lugar de eso, prefirió jugar sobre seguro y que nosotros fuésemos los que sufriésemos las consecuencias más graves del atrevimiento que supuso la publicación de estas historias, dando la cara por todos y recibiendo los tortazos de lleno, cosa que por lo demás siempre hemos estado dispuestos a soportar. Pero a esas alturas yo me había convertido para ellos en una de esas ancianas sin techo que rondan las calles cargadas con una bolsa que contiene todas sus pertenencias y, según él, en un chiflado que olía mal, mientras que él era Bill Keller, el director más cobarde de toda la historia de The New York Times, un hombre preocupado sobre todo por protegerse a sí mismo. La infamia se presenta oculta tras toda clase de disfraces y a veces incluso lo hace con chaqueta de sport y corbata de universidad de lujo, y pidiendo perdón por comportarse así, afirmando que sólo lo hace en nombre de los buenos modales. Si lo comparamos con Ben Bradlee, que dio la cara por sus dos redactores durante el caso Watergate, o con Robert West y Gobin Stair, los editores de Beacon Press, que fueron llamados a declarar ante los tribunales y que hubiesen preferido ir a la cárcel antes que vender a Daniel Ellsberg cuando publicó los papeles del Pentágono, Bill Keller tiene la estatura moral de un pigmeo y su tendencia a encontrar justificaciones exteriores para las cosas que hace es tan enorme como la falla de San Andrés. WikiLeaks, una web start-up, pequeña y sin ánimo de lucro, no tuvo más remedio que ser la última en permanecer en pie sin abandonar su puesto ni achicarse cuando llegó el momento de tocar a retirada.

Fuese o no coincidencia, todos los patos que estuvimos adiestrando a lo largo de varios meses comenzaron a graznar de forma interesada en cuanto llegó la hora. Treinta y seis horas antes de la fecha acordada para iniciar la publicación, acepté que el informativo Channel Four News enviase a un equipo para entrevistar a redactores de The Guardian, con la idea de que saliera en directo en su web a las nueve y media de la noche anunciando la noticia. En televisión, la daría el mismo canal en su último informativo, a las diez y media de esa noche. Sin embargo, a estas alturas también The Guardian había empezado a entonar su canción, que no consistía en pensar que la difusión a través de este canal de televisión iba a contribuir a dar importancia a la noticia, sino que se quejó de que ellos tenían la exclusiva en el Reino Unido, y que aquello les restaba mérito. Los de la televisión no eran unos reporteros cualquiera precisamente. Stephen Grey, un periodista con enorme experiencia en este campo, autor de un libro sobre Afganistán que tuvo buenísimas críticas, y que el propio The Guardian trató de conseguir que escribiera en sus páginas, dirigía el equipo del Channel Four. Grey estuvo desde el principio en la periferia de nuestros planes, aunque después The Guardian llegó a acusarnos de haber recurrido a él para hacerles la competencia. Una auténtica tontería, pero por algún motivo eso enfureció a The Guardian. Al final lo que más les preocupaba era el mérito que se les iba a atribuir, el tamaño del pedazo del pastel que iba a corresponderles, lo cual no sólo estaba fuera de lugar sino que resultaba preocupante dado que toda mi relación con el redactor al que ese periódico encargó de realizar el trabajo de investigación estaba basada en la idea de que también él trabajaba sobre todo al servicio de la causa, porque se trataba de un auténtico activista. Pero en ese momento The Guardian comenzó a quejarse de que yo era una persona difícil, que les ponía trabas, aunque eso no fue más que una manifestación del carácter refunfuñante y quejica que también forma parte del importantísimo periódico liberal británico que todos conocemos y adoramos.

A pesar de todo, los resultados fueron impresionantes. Diecisiete páginas en Der Spiegel, unas trece en The Guardian, y ocho en The New York Times. La reacción fue instantánea y masiva. Por vez primera en mucho tiempo, esos tres periódicos se vieron situados en primera línea del debate generado en torno a la verdadera naturaleza de la guerra moderna. Yo me vi arrojado al torbellino de la notoriedad y atendí lo mejor que pude a los medios interesados, de acuerdo con nuestro plan inicial, citando los materiales filtrados, y subrayando en todo momento que había un asunto de mayor calado, el de la libertad de prensa. Pero cuando trabajas con gente para la cual hay algo más importante que la defensa de ciertos principios, siempre hay problemas. Los redactores de The Guardian no fueron capaces de mantener la boca cerrada y alardeaban sin medida en las fiestas y cenas con sus colegas, y sobre todo el periodista veterano fue incapaz de ser discreto y se pasaba el día contando a voz en grito «cómo lo hicimos», atribuyéndose más méritos de la cuenta. Creo que no llegó nunca a comprender cabalmente las implicaciones de seguridad que estaban en juego, y siempre trataba de demostrar su grandiosa estatura delante de sus colegas, lo cual fue seguramente la causa de que se pusiera a largar ante periodistas de The New York Times que nosotros nos habíamos guardado algunos de los cables. Parte de su exhibicionismo consistió en alardear de que yo me había alojado en su casa y en la del otro redactor de The Guardian, a pesar de que revelar este hecho era francamente peligroso.

En cuanto esos medios vieron que ya tenían lo que querían, la luz del sol dejó de iluminar nuestro pedacito de tierra. En un primer momento se contuvieron bastante, pero cuando comprendieron que les interesaba tener todos los cables, largaron más de la cuenta. Orwell hubiese comprendido perfectamente lo que pasó, pues estas cosas se manifiestan en la clase de vocabulario utilizado por unos y otros. Tanto The Guardian como The New York Times deseaban proyectar cada vez con mayor insistencia una imagen de mí como un hacker, como un tipo inestable, pero con esta actitud no hacían más que poner al descubierto la ansiedad que toda esa situación les provocaba. Normalmente suele ser mejor no cuestionar las motivaciones de los otros, porque lo que suele pasar es que desvelas cuáles son las tuyas. Y esta forma de apartarnos a mí y a WikiLeaks de la publicación de esos documentos no fue más que el modo que usaron ambas organizaciones mediáticas para perseguir dos objetivos: apropiarse de todo el mérito y protegerse contra las acciones judiciales. Incluso los niños tienen más encanto cuando se ven sometidos a situaciones de tensión, y si bien es probable que, en mi obsesión por proteger las fuentes y mantenerme al timón de todo el proceso, me mostrara a menudo prepotente, seguramente parte del trabajo de esos periodistas consistía en comprender que ocurriera. En lugar de mostrarse comprensivos, lo que hicieron fue entablar una batalla contra mí, y olvidaron por completo quién era el verdadero enemigo.

Hubo también elementos muy personales. El periodista del equipo de investigación y yo nos llevamos bien mientras todo se redujo a nosotros dos. En Bruselas y Estocolmo, e inicialmente en Londres, nos hicimos amigos, y me dio la impresión de que él me veía como una versión más joven de lo que él mismo había sido en el mundo del periodismo. Le sedujo en cierto modo mi idealismo, si se me permite decirlo así, y antes de que me diera cuenta este periodista comenzó a comportarse de manera errática y mostrando una gran dependencia, como si se hubiese enamorado a la manera bobalicona de un adolescente, y atribuyéndose al propio tiempo todo el mérito, como si todo aquello se le hubiera ocurrido a él. Por emplear esa combinación de metáforas que caracteriza el estilo de los periodistas de The Guardian, podría decir que aquel hombre quiso convertirse en la gran estrella que había sido capaz de llevar el pez más gordo a su casa. Era como si para él fuese una cuestión de honor que debía exhibir ante sus colegas. A mí tampoco me importaba mucho quién se colgase la medalla, pero los doce hombres sin piedad no iban a fijarse en las pruebas. Se fijaban sólo en sí mismos, en las posiciones que ocupaban, en su trayectoria profesional, y aunque todo esto sea muy humano, acabó por interponerse en nuestra tarea.

La auténtica prueba de fuego para el temple periodístico sólo llega cuando comienza el contraataque. Desde el primer momento sabes que va a producirse. La noche de la gran filtración la gente sólo quería brindar con champán, pero entretanto yo pensaba: «No corramos a descorchar botellas. La Casa Blanca y el Pentágono van a venir a por nosotros, y esto se va a poner bastante feo». Lo primero que hicieron nuestros críticos fue decir que los materiales no eran importantes. «No hay apenas novedades para quienes han seguido de cerca los acontecimientos», dijo una primera «fuente-de-pago», cuyo nombre no se mencionaba, y que hizo esta declaración a The Washington Post a toda prisa. Todo un clásico. La siguiente andanada, liderada por el diario rival de The Guardian en Gran Bretaña, The Times, propiedad de Rupert Murdock, insinuó que los materiales que habíamos filtrado ya habían provocado la muerte de un desertor talibán. Resultó que esa persona cuyo nombre publicaron había sido asesinada dos años atrás. Pero en cuanto surgieron las primeras críticas, los periodistas de The Guardian fueron presas del pánico.

Volviendo la vista atrás, debo decir que los periodistas de este diario hicieron un magnífico trabajo a la hora de preparar los documentos, y en eso no hay nada que reprocharles. Realizaron un trabajo excelente, en la mejor tradición de ese diario, y tuve la sensación de que algunos de ellos —el subdirector, Ian Katz; y el editor de sistemas, Harold Frayman— aportaron a lo largo de todo el proceso cierto grado de normalidad y una capacidad de trabajo impresionante. El redactor veterano, por supuesto, estropeó parte de ese ambiente laboral tranquilo diciéndome en un aparte que algunos de los redactores implicados habían pedido que se les pagara un «plus de peligrosidad» porque habían notado que les seguían por la calle. A lo largo de tantos años, he trabajado con periodistas de muchas partes del mundo, pero jamás me he encontrado en ningún lado con un grado de miedo frente a las posibles amenazas como el que vi en Londres, una escasez tan marcada de confianza en la forma de trabajar en equipo con personas que no eran exactamente iguales que ellos, ni tampoco unas carencias tan notables y una falta tan grande de experiencia a la hora de adoptar las precauciones de seguridad adecuadas a un trabajo de estas características. Cuando Alan Rusbridger llamó a Bill Keller para preguntarle si sabía cómo montar una línea telefónica segura, el neoyorquino respondió que no tenía ni la menor idea. Y a pesar de que parte de ambas redacciones hizo todo lo posible por disfrutar de aquel momento y conseguir que la colaboración funcionase bien costara lo que costase, hubo otros, los doce hombres sin piedad, que montaban toda clase de embrollos a cuenta de su futuro profesional, y todo eso, como es natural, acabó cayendo sobre mis hombros, por el hecho de ser la cabeza visible de toda la operación.

Mi estrategia estaba bien definida desde buen principio, y yo quería empezar por los diarios de Afganistán y seguir luego con los de Irak. El material de Afganistán era menos voluminoso, y quería comprobar si todos nosotros —WikiLeaks en colaboración con los periódicos asociados—, trabajando en equipo, éramos capaces de establecer sistemas informáticos y periodísticos que nos permitieran leer y publicar los datos; si podíamos adiestrar a los redactores, y a los equipos de infografía de las redacciones, a realizar estas tareas, antes de que todos tuviésemos que enfrentarnos a un asunto mucho más complicado como era el de los cientos de miles de documentos procedentes de Irak. Como he contado antes, los dos principales diarios habían pedido que les facilitara el material de Irak como algo que sirviera para «endulzar la píldora amarga». Habían tratado de conseguirlo demostrando en la tarea un exceso de celo casi siniestro, cosa que me indujo a pensar que, cuando tuvieran el botín, iban a hacer un despliegue espectacular. Acepto que tiendo a ser una persona de ideas fijas, y que sólo apunto hacia un único objetivo. En consecuencia, en ese momento yo estaba seguro de que el gran empujón tendría lugar en las tres semanas siguientes. Lo que había sido incapaz de prever era que iba a producirse un alto grado de tedio periodístico: Irak no resultaba tan «sexy» como Afganistán, una guerra que aún se estaba librando y que tenía por tanto más actualidad. Yo había pensado siempre que las dos redacciones harían un trabajo mejor con el material de Irak, tras haber realizado la labor de aprendizaje del método con el otro material, pero cuando comenzaron a trabajar con el de Irak estaban todos quemados, y muchos de los periodistas se fueron inmediatamente de vacaciones. No se le puede echar la culpa a la gente por el hecho de que se sientan agotados, pero yo veía que se presentaba a continuación un trabajo todavía más importante, y en cambio la tensión necesaria para ello se había esfumado. El trabajo que estaban llevando a cabo con los nuevos materiales no era del todo bueno, y al mismo tiempo se negaban a pasárselo a otros periodistas dispuestos a continuar con más ganas. Estaban atascados.

Con el paso de los días nuestros desacuerdos comenzaron a teñirse de tonalidades más sombrías, sobre todo con The New York Times. Bill Keller estaba empeñado en decir que yo era una «fuente», lo cual, por cierto, no es demasiado buena señal para quienes en el futuro deseen convertirse en fuentes de los redactores de ese periódico. Antiguamente era considerado un honor, tanto en sentido periodístico como en sentido legal, que la prensa hiciera todo lo necesario no sólo por proteger a sus fuentes, sino también por cuidar de ellas: en este mismo momento, hay periodistas en todos los países del mundo que están dispuestos a ir a la cárcel con tal de proteger a sus fuentes. En cambio, la manera en que Bill Keller trató a esta «fuente» que les habla aquí careció de toda dignidad y fue tan agresiva que resulta tan vergonzoso para él como indigno de sus antecesores en el cargo. En este contexto podríamos preguntarnos si es correcto trabajar estrechamente con una «fuente», y permitir que esa misma «fuente» organice la colaboración internacional (de la que tu medio de comunicación forma parte) para la publicación de las noticias más importantes del año, y después ponerte a criticar gravemente a esa misma persona tan pronto como has publicado las noticias, y lanzar por escrito contra ella toda suerte de insultos personales: «Olía como si llevara días sin darse un baño». Correcto, no había pasado apenas tiempo ante el espejo esa semana, dado que estuve al final tres noches seguidas en vela, preparando el material que su periódico publicaría muy pronto de forma espectacular, y bajo el lema histórico de ese medio: «Todas las noticias que es apropiado publicar». Menos agradable incluso, por no decir completamente psicótica, fue la decisión que adoptó Keller de hablar de mí como si yo fuese un personaje salido de las páginas del thriller de Stieg Larsson, un tipo que es mitad hacker, mitad víctima de alguna teoría de la conspiración, «para el que la sexualidad es violación y pasatiempo a la vez».

Damas y caballeros, esta última afirmación podría ser objeto de una querella. Se trata de una calumnia maliciosa que además pretende, por extraño que pueda parecer, infligir el mayor daño posible a una persona que en el momento en que fue escrita estaba siendo víctima de acusaciones sobre supuestos delitos sexuales. Cuando escribió y publicó esa frase, Keller sabía sin la menor duda que constituía el más odioso ataque contra mí, contra mi situación legal y contra mi reputación. Y sin embargo, la publicó. Jamás entenderé por qué lo hizo, y me niego a especular sobre sus motivos. Pero sí he querido poner este ejemplo al descubierto para que mis lectores sepan cómo actúan estos individuos, cómo funciona el sistema que hace que los mismos que proclamaban amar una cosa, al minuto siguiente estén deseando destruirla. La sórdida declaración de Keller contra mí es un texto muy extenso, de ocho mil palabras, y contiene muchas falacias. Que el siguiente párrafo sirva como respuesta para todas ellas: no pienso malgastar mi tiempo ni el de mis lectores, ni tampoco, si llegara el caso, el de los tribunales, tratando de responder una por una a todas ellas. No las escribió una persona sobria o responsable. Conocemos a tipejos así en las novelas: escrupulosos en la superficie, paralizados en las zonas medias, sociópatas en lo más profundo, son capaces de llegar a cualquier extremo a la hora de autoglorificarse ante un público que no recela de su palabra. ¿Qué clase de persona es capaz de un comportamiento así, podría preguntarse el lector? Alguien que es víctima de la desesperación, podríamos responder, alguien de muy escasa talla moral, o, por decirlo con palabras de Oscar Wilde, un arcediano que se ha pasado la noche por las calles «durmiendo al lado de las panteras», para llegar por la mañana a su despacho y lanzar contra esas mismas panteras la más brutal de las sentencias. Probablemente los redactores más jóvenes de su diario se habrán sonrojado viendo sus métodos, contemplando la rapidez con la que Mr. Keller fue capaz de pasar de ser un colaborador hambriento de las noticias que le proporcionaban a convertirse, en el tiempo que tardas en marcar el número de la Casa Blanca con la tecla de marcado rápido, en un ser ingrato y sediento de venganza.

Pero ya sabemos cómo son estas cosas: hay una parte de ti que detesta enfrentarse al hecho de que acabas de fastidiar una relación laboral prometedora. La has fastidiado; y, sin embargo, y aunque fuese de manera muy inexperta, en aquel momento yo trataba todavía de mantener unidos a todos los que habían participado en la colaboración periodística a fin de ponernos a trabajar juntos en otros documentos pendientes de publicación. De nuevo, yo sólo me centraba en el trabajo que nos quedaba por hacer. Me parecía imperativo sacar a la luz el resto de los materiales, ponerlos a disposición de los periodistas de investigación y de los lectores. Si había empezado a jugar este juego no era con la idea de amontonar papeles. Lo que yo quería era difundirlos, aunque fuese gradualmente, para que produjeran el impacto que por su naturaleza iban a producir. Al final seguimos adelante a pesar de los pesares, y pude al menos colaborar con algún canal de televisión y preparar con esa nueva gente un par de documentales que iban a captar nuevo interés por parte de la opinión pública.

Las relaciones con los periódicos iban a hacerse más explosivas incluso en las siguientes semanas, pero eso lo contaré más adelante. Pero no perdamos de vista los materiales filtrados en medio de todo este embrollo. Si los sumamos, los diarios de las guerras de Afganistán y de Irak constituyen un importantísimo registro histórico, y ninguna pelea tribal borrará esto. En cierto sentido, fueron la culminación de años de preparación tanto por mi parte como por la de mis colegas, el lento aprendizaje del modo adecuado de poner al descubierto los mundos secretos que definen nuestras vidas y la política global. Para algunas personas puede que sólo fueran historias pasajeras. Pero permanecerán vivas mientras los seres humanos sigan estando interesados en las vicisitudes que traen consigo los conflictos armados. Entremos, pues, a leerlos y veamos qué nos cuentan, y más adelante regresaremos al folletín de los medios de comunicación de masas.