Tercera parte

La marquesa de Belfort solo había estado en la habitación de Adelaida en dos ocasiones. La primera, cuando su fiel criada estuvo a punto de morir una noche de tormenta, dando a luz un bebé hermoso. Hoy, décadas después, entraba en esa alcoba abuhardillada por segunda vez.

Los pájaros del huerto dormían. La luna entraba por el ventanuco. La criada se despertó tras escuchar un crujido en la silla y al ver la expresión solemne de su señora, recién sentada en un rincón de la alcoba, no dijo nada. Se levantó y parsimoniosa comenzó a arreglarse para un día de trabajo como si la marquesa no estuviera presente.

—No te enseñé a escribir para que me dejaras una nota como esa.

Adelaida no respondió. Parecía sopesar su vida entera antes de escoger las palabras. Se quitó el camisón, se aseó con agua y un chorro de vinagre, y comenzó a vestirse. Doña Marta la miraba tranquila, sin perder detalle, hablar o apurarla con suspiros y gestos de impaciencia. La melena suelta de Adelaida era digna de las historias que se contaban por la isla. Su pelo mediría dos varas de largo y no de las varas españolas que son más cortas, sino de las que los ingleses llaman yardas. A pesar de que era un pelo muy rizado, clásico de los habitantes del Call —el barrio de Palma donde los hijos de Leví tienen sus hogares desde la Edad Media—, el enorme peso de aquella eterna melena estiraba sus bucles, dándoles la apariencia de una ondulada y suave cascada que se desparramaba por la alcoba como el tocado y la cola de una extraña y oscura novia fantasmal. Se vistió de azul y Adelaida se quedó en pie frente a su ama. Ninguna de ellas hablaba y un observador imparcial habría necesitado de mucho esfuerzo para entender la escena. Tras otro eterno silencio, Adelaida le ofreció a doña Marta su báculo. La marquesa nunca lo había tenido tan cerca. Miraba desconcertada aquella herramienta hermosa, fijando su vista en la empuñadura de oro desgastada por incontables generaciones. Al fin, la criada xueta comenzó a hablar.

—Quiero que lo tenga entre sus manos mientras le cuento una historia.

La señora obedeció. No esperaba que fuese tan pesado. Estaba hecho de ébano y era negro, y era grueso y robusto aunque extrañamente elegante. Sin duda venía de Oriente, Asia, Persia o Senegal. La empuñadura de oro tenía grabados unos impenetrables caracteres sefarditas y, sin poder evitarlo, doña Marta recordó que las monjas decían que el demonio escribía en hebreo. Sabía, por supuesto, que esto era una idiotez que reflejaba además la incultura de las religiosas, pues el idioma original de la Biblia era el hebreo, pero aun sabiéndolo sintió miedo al ver aquellos caracteres prohibidos durante siglos. Su estimada Adelaida comenzó la historia.

—Este bastón ha pertenecido a mi familia, que se sepa con seguridad, durante once generaciones, pero estuvo setenta y cinco años desaparecido. Mi tatarabuela, mi bisabuela y mi abuela no lo conocieron, aunque sabían de su existencia.

Adelaida hizo una pausa, se sentó y comenzó a trenzar aquella cascada de sortijas negra, densa como los lentos arroyos de lava de Catania.

—Mi abuela fue nieta de Antolín Cortés, que murió en la hoguera en el año 1691, quemado por el Santo Oficio, acusado de haber recaído en el judaísmo. El sambenito de este tataratatarabuelo mío estuvo colgado, para escarnio de mi estirpe, en el claustro del convento de los dominicos, hasta que los chuetas mallorquines estallamos como había de ser hace quince años y destruimos con nuestras propias manos ese nefasto estandarte palmesano a las vejaciones, el miedo y el desprecio que era el claustro de esos seres infernales.

—Adelaida…

—Es lo que siento y lo que opino, y estamos solas. Con usted no voy a fingir. Ese monasterio era el símbolo de la injusticia, un corazón gótico que repartía alimentos de odio a los cristianos… Así que, no, no me frene.

—Disculpa. Sigue a tu aire.

—A la muerte en la hoguera de aquel tataratatara mío…

—Antolín Cortés.

—Ese, es usted buena alumna, el báculo, que estaba a su cuidado, desapareció sin que mi familia supiera cómo ni por qué. Antolín lo perdió todo pero el bastón ni se lo pudieron quemar ni se lo pudieron confiscar porque resulta que él lo había puesto a salvo. Mírelo bien. Como ve, señora, no es un bastón cualquiera. ¿Y sabe por qué? Porque los objetos son el refugio en el que buscamos a nuestros antepasados…

—Y cuantas más generaciones los han cuidado, más nos reconfortan.

—Estamos de acuerdo, pues. Cuenta la leyenda en mi familia, y yo me creo las leyendas… que cuando Israel fue invadido por los asirios allá por el setecientos antes de Cristo, diez de las trece tribus judías desaparecieron.

—¿No eran doce?

—Para unos son doce tribus y para otros son trece. Se trata de un asunto farragoso que ahora no viene al caso, pero si tiene curiosidad puede preguntarle a su hija Marcela, que de estas cosas sabe más que tres catedráticos. La cosa es que las tribus se disgregaron por el mundo. Una se cree que acabó en la India, otras en distintos puntos de África. Lustros después, el jefe de una de estas, imposible decir cuál, pero a mí me apetece que fuera de la de Manasés, se hizo con este bastón, y luego lo pasó a su hija, y de su hija al siguiente hijo de esta y de este al que vino más tarde, hasta que en el báculo se concentraron las almas de sus ascendientes, la riqueza de los espíritus, historias y leyendas de la tribu, su memoria.

—¿Me estás diciendo que tu bastón tiene dos mil años?

—No. Le estoy contando una leyenda. Siga atenta.

La marquesa asintió y Adelaida retomó la historia mientras trenzaba aquella melena, que bien podía haberle servido a Teseo de hilo de Ariadna en el laberinto, o de vestido a una Eva friolera para tapar sus vergüenzas tras el archiconocido incidente de la espada flamígera, o de hilo de bordar a la interesante Penélope, para hacer y deshacer su labor como primorosa alumna de un colegio de señoritas… o de lana para todos los cocheros de Palma y las labores de calceta a las que dedican las horas de espera entre clientes.

—Las tribus se disgregaron. Los judíos, siempre perseguidos, viajaron por el mundo. Se establecieron en lugares de comercio, cálidos, mediterráneos, como Mallorca… Pero en el siglo…

—Ahorrémonos la clase de historia. Sé lo que pasó con los Reyes Católicos.

—¿Y lo que pasó hace poco más de cien años? Cuando se quemaba en la hoguera a un cristiano converso acusado de judaizante, señora, no solo se le arrebataba todo lo suyo: la hacienda y la vida. En la condena, se castigaba también a sus hijos y a los hijos de sus hijos, inhabilitándolos para cualquier oficio público o cargo de honor. Tres generaciones, señora. Esos hijos e hijos de sus hijos no podían montar a caballo, utilizar seda en sus vestidos, tampoco les estaba permitido poseer ni lucir alhajas con perlas, piedras preciosas, coral o, mucho menos, oro. No se les permitía poseer tierras o hacienda. Pero eso no es lo más tremendo. Según dictaban estas mismas sentencias, los huesos de sus ancestros habían de ser desenterrados y quemados, borrada de Palma cualquier señal, en piedra o en sepulcro, en escudo o adorno, en libros bordados o retratos… de su estirpe. De su estirpe, señora. De su linaje y su pasado. Del manantial de su cultura y de su esperanza. La historia y el legado, quemados. Ese era el destino de Antolín Cortés y de su báculo. Ambos habían de ser borrados de la faz de esta isla, de este mundo, de su patria, quedando por toda memoria suya entre los vivos la de sus más íntimos allegados. Muertos estos, su eterna perpetuidad sería la del sambenito del día de su hoguera. La maldita casulla de su última hora, con su nombre, quedó expuesta para escarnio público en el monasterio de Santo Domingo durante ciento treinta años. ¿Se pierde usted, señora?

—Jesús, qué horror… No me pierdo, no, Adelaida. Aunque me gustaría perderme y realmente no sé adónde va esta historia… Pero yo he visto esos sambenitos. He leído los nombres xueta allí expuestos: los Cortés, los Piña, los Pomar, los Miró…

—Termino enseguida pues, ya albea el día.

—Tómate el tiempo que necesites.

—Antes de que se ejecutara la sentencia, mientras Antolín Cortés yacía en una mazmorra inmunda, rogando a su Dios que se lo llevara al otro mundo antes del auto de fe en el que sería montado en un burro con su capirote, su sambenito y su velón, paseado por Palma entre avemarías y abrasado vivo… un hombre bueno, un médico piadoso, lo quiso ayudar. Le preguntó qué podía hacer por él. Todo el afán del joven xueta era poner a salvo el objeto, el receptáculo de su estirpe, de su madre y su padre, de su abuelo y bisabuelo y de todos los judíos cristianos de su sangre hasta llegar a la tribu perdida y a la vieja religión y al mismísimo Moisés. Hombres inteligentes, plateros, botiguers, mercaderes, sastres, esparteros, hombres de bien, hombres de mal, hombres. No cosas, señora, no animales, señora, no gárgolas, señora… hombres y mujeres palmesanos.

—Y este era el objeto. Un bastón —dijo la marquesa emocionada mirando el báculo que pesaba en sus manos como el alma de todos los muertos sefarditas.

—No es un bastón, señora, ¿aún no me entiende? Es un testigo.

La marquesa tembló por dentro, comprendiendo la injusticia del universo.

—Siendo de ébano y de oro… y valioso, y representando lo que representa, se puede usted imaginar qué destino le aguardaba al objeto. También qué castigo le tocaría a aquel que interviniera en ayudar a un Leví. El buen médico le prometió que lo rescataría y que lo escondería hasta que pasaran las necesarias generaciones para poder retornarlo a sus justos dueños.

—Y lo hizo. Por lo que veo.

—Si señora. Casi un siglo después, el nieto de este buen médico se lo devolvió a mi madre con esta historia. Y ese es el porqué, señora marquesa, del crimen que cometí ayer contra usted y el porqué de que yo contara todos los secretos que conté cuando el intendente Sarriá me preguntó por el pasado de don Avelino de Nácar.

—Confieso que ahora sí que me he perdido.

—Don Jaime me pidió que le dijese todo lo que supiera sobre el pasado de Abel de Nácar, sus secretos, cómo hizo su fortuna, a quién amó, a quién hirió, pues está seguro de que en el pasado están las respuestas al crimen… y yo traicioné a mi ama y le expliqué al intendente lo que sé. Primero, porque yo nunca miento, que una mentira te puede llevar a alguna parte, pero jamás te trae de vuelta, y segundo porque fue el abuelo de don Jaime, médico también, de los generosos, quien le contó a mi madre esta leyenda increíble que le he referido y le entregó el báculo de su antepasado, el tal Antolín Cortés, quemado en la hoguera, en auto de fe, en el año 1691. Esto sucedió ayer y como mi traición a usted, señora marquesa, no tiene perdón, pues sus secretos son suyos y no son míos para contar… le escribí como pude esa nota de renuncia a mi puesto en su noble casa.

La marquesa viuda de Belfort miró a su criada con emoción. Por primera vez en los treinta años que habían estado juntas, observó una rara humedad en sus pupilas. La chueta iba a llorar. Fue doña Marta, en cambio, quien se desbordó primero y le dijo:

—¿Y te crees que yo puedo prescindir de la mujer más honesta, digna y verdadera que haya pisado esta tierra?

Adelaida se volvió de espaldas para que la marquesa no la viera emocionarse. Doña Marta la sentó frente al espejo, y agarrando aquella inextricable mata de pelo se puso a trenzar del otro lado. Quedaban aún muchos ríos de lava por recoger.

—Y eso solo por no hablar de lo bien que limpias la plata o lo útil que eres para asustarme a las visitas cuando se ponen pesadas…

La sefardita parpadeó y unas lágrimas hermosas como diamantes se desgajaron de sus ojos. Las trenzas iban tomando forma. Marquesa y criada parecían dos amigas al telar, intercambiando pensamientos sin hablar.

Desde la marcha de Tana a Valencia me sentía mejor de salud pero fatal de ánimo. Había días en que dudaba de mi papel en esta representación. Llevaba tanto fingimiento a las espaldas que empezaba a no saber dónde estaba el norte, pues creía que mi norte era Tana y, sin embargo, ella daba claras muestras de buscar otras latitudes. Para distraer las largas horas sin la cirujana, invité a Sarriá a billar, copa y puro en el Casino de Palma.

—Tengo información muy jugosa —me dijo en cuanto nos sentamos.

—¿Sobre la muerte de De Nácar?

—De joven, muy joven, hace cuarenta y cinco años, Abel estuvo en prisión.

—¿Qué me dices? ¿Cuál fue el crimen?

—Deshonrar a una muchacha. Se fugó con una joven de clase alta de esta isla. Llenaron un baúl de ropa, se hicieron a la mar y pasaron dos semanas de amor, hasta que él dio con sus huesos en la cárcel y ella volvió para casarse con su prometido.

—¿Y quién fue la joven?

—La marquesa de Belfort.

—¡Caray!

—Chsss… es secreto, hombre, no alces la voz… No quiero que la historia corra por Palma como la pólvora.

—¿Y qué más has averiguado?

—Que Abel hizo su fortuna para tratar de recuperarla. Era un hombre sin recursos y escasa hacienda, así que, emborricado por casarse con ella, se marchó a Filipinas, donde traficó con licor, mujeres y esclavos… de ahí viajó a las Américas, acabando en Nueva Granada, donde se hizo con una explotación de oro y traficó con armas…

—Y cuando tuvo suficiente, regresó en busca de su amada.

—Así es, pero doña Marta ya estaba casada y tenía un hijo.

—Sebastián solo tiene veinte años y dices que esto sucedió hace cuarenta…

—El niño de la marquesa de Belfort nació hace treinta y cinco años pero murió de viruela a los diez.

—Qué tragedia…

—A Sebastián lo tuvo después, para consolarse de su terrible dolor. Abel trató de seducirla de nuevo y se compró la hacienda vecina a la marquesa. Tras la muerte del marqués, retomaron una cierta relación, ahora de amistad.

—¿Y qué más?

—Hará algo más de veinte años… hubo un terrible crimen en Mallorca…

—El de la habitación verde. Me lo sé de pe a pa.

—Bien, lo que seguramente no sepas es que tras testificar contra su hermano Cayo, Abel de Nácar desapareció de esta isla.

—¿Volvió a Colombia?

—No. Se había enamorado realmente de Cecilia, la cuñada asesinada, y para olvidar su pena se embarcó a Francia, a Inglaterra y por fin a Italia. A Florencia, por ser precisos. Con el oro de sus minas, vivió a cuerpo de rey durante un tiempo.

—Salió viajero, el finado.

—Viajero, aventurero, mujeriego… son años de excesos y lujos hasta regresar a España y caer en el más negro abismo.

—¿Y dónde estaba la sima?

—En Valencia. Junto a una mujer más infumable que este puro.

—Es malo, ¿verdad?

—Horroroso.

—¿Y esa nueva hembra… quién era?

—Laura Delgado. Una tabernera que se enamoró de él… Los abogados llevaban sus negocios y Abel, aunque estaba podrido de oro, vivía como un muerto de hambre en brazos de esta señora, que no sabía de su fortuna ni de su infortunio. Por ese entonces se hacía llamar Avelino.

—Su verdadero nombre…

—Sí. Bien, pues Avelino, enamorado verdaderamente de la botella que compartían, tuvo dos hijos con esta Laura, sin casamiento, emborrachado y tiempo después…

—Se hartó de esa vida y se volvió a Palma.

—No tanto. Dejó la botella en el momento en que la mujer golpeó al primero de sus hijos, preparó el equipaje, cogió a los niños y regresó a P… Mallorca. Aquí ha vivido los dieciséis años siguientes sin interrupción, siendo un hombre de bien, pr… concernido por sus semejantes, educando a Ramiro y Sara con firmeza, amor y dedicación.

—El amor de madre está sobrevalorado.

—Justo lo que diría la cirujana. ¿Sabes algo de ella? —me preguntó el intendente.

—Está… ocupada con unos asuntos en Valencia, pero la espero de regreso cualquier día.

Ambos callamos. Cada uno pensaba en ella de distinta manera. Quise preguntarle si la quería. No me hizo falta. Su rostro había cambiado al mencionarla.

—Se echa de menos su olfato de lebrel —dijo disimulando—. ¿Tú estás bien? Te noto apagadillo.

—Es este puro. ¡Mira que sabe rancio! —dije apagando aquello. Me revolvía el estómago.

—No, no es el puro —dijo Jaime en un intento de sonsacar una verdad que yo no sabía que él ya sospechaba con puntería de tirador franco.

—Está bien, confieso, Jaime, la verdad es que no estoy bien. Pero me temo que no hay nada que tú puedas hacer.

Jaime me miró preocupado. Yo también me miré preocupado, reflejado en uno de los enormes espejos del salón de fumadores.

Si, preocupado. Lo que me ocurría, creo, además del famoso envenenamiento del que aún no sabíamos nada, era que la echaba de menos. Las noticias e incidentes se acumulaban en su ausencia y me moría de arsénico y de ganas por contárselo todo. Al mismo tiempo temía su vuelta porque sabía que no iba a poder contenerme. Lo tenía todo planeado, sería en la habitación verde, sobre unas pieles, junto a la chimenea, al anochecer, con calma, como se hacen estas cosas. Le hablaría de San Sebastián, de Córdoba de Tucumán, del bombardeo de Callao, de mi hermano entre la niebla, de Irache de Gante y de las locuras que se hacen por no perder a un ser querido. Tana se fundiría entre mis brazos, comprendiéndolo todo, entendiendo mis mentiras, y yo me dejaría tragar por sus ojos.

Sí, tenía mucho que contarle y ella mucho que contarme a mí, pero aún pasarían algunos días antes de que pudiera tenerla.

—¿Adónde fueron? —le pregunté asaltado por una idea.

—¿Quiénes?

—Los fugados. Doña Marta y Abel… Esas dos semanas de amor…

—A un pueblo cercano a Valencia llamado Oliva.

—Ah…

—¿Ah?

—No puede ser casualidad… Recuerda el sobre casi quemado que apareció en la habitación de la podenca…

—Lo mismo pensé.

—¿Qué ponía exactamente en ese sobre?

—Calle de la Iglesia, Oliva.

—¿Y sabemos qué hay en la calle de la Iglesia de Oliva?

—Algo totalmente inesperado.

—¿Qué?

—La iglesia.

Me reí. Se me atragantó el humo. Con nadie me he reído tanto como con Jaime Sarriá en este trozo del paraíso.

—Ah… ¿Y qué hay en las iglesias…?

—Hemos llegado a la misma conjetura. Que la pelirroja vino a chantajear a Abel de Nácar o a la marquesa o a los dos. Que en esa fuga de dos semanas se casaron y la huesuda lo descubrió y el sobre quemado que encontramos en la Fonda del Mar era del párroco o diácono o de alguno con acceso al libro de registros matrimoniales… y que quizá la marquesa le pagó en plata y fingió un robo… y que quemaron sobre y documento…

—Pero no.

—Pero no.

—¿Seguro?

—El cura no sabe quién puede ser la pelirroja y mis hombres han comprobado el libro de matrimonios. Sus nombres no constan ni tampoco hubo boda alguna en aquellas fechas.

—Oh.

—Oh.

Jaime quiso aspirar algo de humo pero lo pensó mejor. Él también se vio preocupado en el mismo espejo y supe en qué medida echaba de menos a la cirujana. Curiosamente, no sentí celos, aunque me sentí un poco como uno de dos catetos sin su hipotenusa.

Gabriel se moría por encontrar excusas para sentir de cerca el aliento de Celina, pues, como niño bien criado en buena casa, entendía el concepto de que las obras de arte se miran pero no se tocan, por muy puta que sea la gorda de Rubens. Así es que, cuando me invitó a visitar su terreno en Valldemossa y la Cartuja desamortizada y el renombrado valle fragante y risueño de la sierra de Tramontana, mi corazón dio un brinco de alegría. Como hombre de costa que soy, no sé vivir sin el mar. En Can Belfort lo tengo a la mano cada mañana desde mi ventana triste y solitaria, pero no es lo mismo verlo que vivirlo, así es que, aunque Valldemossa no está al borde del agua, me negué en redondo a que fuéramos a caballo, en burro o carreta. Sarriá tuvo a bien cederme su embarcación, pues había aprendido en nuestra correría alrededor de Mallorca que además de buen dibujante, de niño fui un excelente marinero y todos sabemos que navegar nunca se olvida. Me hice con dos muchachos que sirvieran de manos en cubierta y preparamos la excursión.

Celina se puso muy contenta de que quisiéramos llevarla. Dejó a un lado esa tristeza que siempre parecía caminar junto a ella desde la muerte del carbonero y organizó una repostería para el viaje de las de quitar el hipo. Panecillos caseros, ensaimadas, sobrasada mechada, arenques franceses, sardinas, pularda y sus hojaldres. Era temprano, las seis, cuando salíamos ciñendo hacia poniente desde Palma. Íbamos en busca de ilusión, amistad y una mujer. La hermana de mi general Mariño, que según Gabriel era tan hirsuta como su santa madre.

La señora nos recibió en su casa, una heredad llena de arcos de piedra, que es como debe ser cualquier casa mallorquina que se precie cuando el dueño es de altura. El general había sido generoso con la familia y con el dinero que envió, ella había hecho como en el cuento de doña Truhana pero con final feliz, es decir, sin que se le rompiera el cántaro lleno de miel. Había comprado un terreno y criado conejos y vendido lebreles y adquirido dos cerdos y crio cochinillos, escogió a los mamones, los convirtió en emperadores del campo y reyes de la cochiquera, los vendió para crianza y, con el dinero, compró una vaca y un panal y de la leche hizo el mejor queso de la isla y lo endulzó con miel. Tras la venta del queso, los conejos risueños y cerdos retozones, ocas noctámbulas y gallinas ponedoras, se agenció un toro, vendió los huevos sin romperlos, llegaron tres tristes terneros y dos yeguas en celo… para qué seguir. El hecho es que la señora era de campo, pero quería ser granjera y hacendada y lo había logrado a base de empeño, buenos cálculos y, por qué no decirlo, a base sobre todo de… bigotes.

Como Gabriel tosía mucho menos desde que estaba junto a Celina, los mandé a admirar las plantas venenosas que el tuberculoso cultivaba en el antiguo huerto de los monjes. O mejor será decir de «el monje», pues desde la desamortización aquí solo queda uno: el farmacéutico.

Doña Virtudes Mariño y yo entramos en la casa. Enseguida me llamó la atención la espada que lucía, algo herrumbrosa, sobre la chimenea. Ella siguió mi mirada.

—¿Le gusta?

—Es muy antigua…

—Mi hermano la encontró de chaval excavando en el claper dels gegants. De pequeño decía que era Excálibur.

—Ah —dije nostálgico—, cuando éramos niños, mi hermano jugaba a ser el Cid Campeador y yo me disfrazaba de rey Arturo.

Sonreí inmerso en mi infancia, hasta que ella añadió:

—… pero yo le decía a Lucas que aquí no hay más rey que don Jaime. Jaime I el Conquistador.

Se me quitó la sonrisa. Una criada puso viandas en la mesa y agua fresca y conversamos de esto y de aquello, de cerdos y gallinas, hasta que saqué de forma más directa el asunto del general.

—Sí, sé que mi hermano murió, pero no conozco muchos detalles —me dijo—. ¿Quién le ha dicho a usted que era carlista?

Mentí malamente:

—Yo… acudí de cirujano… tras una batalla… por humanidad… y allí lo conocí.

—No sé qué busca de él pero preferiría que nadie supiera estas cosas. Aquí la gente no lo ha visto desde hace veinte años y yo no le he contado a nadie nada. Ser carlista es una traición a la reina muy grande.

—Por eso esté tranquila. Nadie sabrá nada. Lo que yo necesito de usted es la verdad sobre algo que sucedió precisamente hace veinte años. Su hermano me contó que él acusó falsamente a un inocente a cambio de un saco de oro y una carta de recomendación para entrar en la Academia Militar…

—¿Le atendió usted en su lecho de muerte? ¿Estaba con él? Solo pudo contarle algo así si sabía que iba a morir.

Me abstuve de explicarle que creíamos que el que iba a morir era yo cuando Mariño «se confesó».

—Sí —dije sin sentir que me alejaba demasiado de la verdad—. El estallido de la santabárbara lo mató. Tuvo tiempo de confesarse y no sufrió.

—Gracias. Una se pregunta las cosas… Pero no se atreve a nombrarlas.

—Necesito saber la verdad sobre aquel crimen.

—Todo eso pasó ya en otra vida. ¿Qué bien puede hacer que yo le hable de algo tan antiguo?

—El general quería resarcir a un hombre inocente. Don Cayetano de Nácar. Él no mató a su mujer ni a su hija y creo que usted sabe quién lo hizo.

—He oído que Abel está muerto… Que lo envenenaron.

—Sí.

—Entonces… quizá ya es tiempo.

—Ya es tiempo, señora, para don Cayetano. Quiero poder ayudarle a recuperar su vida… y su isla si así él lo desea.

—¿Qué es él para usted?

—Me salvó de morir desangrado.

La mujer asintió. Una payesa muy joven, cargada de cruces de Malta, vestida como van ellas, con el rebosillo blanco purísimo y descalza, nos trajo una jarra de limonada fresca y se marchó enseguida. Todo allí era de pueblo, pero sano, pulcro, bonito y generoso.

—¿Usted cree que se puede hacer algo muy, muy malo y en cambio ser buena persona?

—Creo que a veces la bondad es matadora.

—Y la maldad… no es para tanto.

—¿Don Abel era buena persona?

—Lo era, luego dejó de serlo, más tarde lo volvió a ser… No sé si se puede ser un hombre tan inteligente, apasionado y poderoso, enamorado del arte y de la vida y del oro y del presente y ser buena persona… Era un hombre aparte que a veces hacía las cosas muy mal y otras… todo lo contrario.

—Parece que lo conocía usted de maravilla.

—Fue pretendiente mío, o yo lo pretendía a él… de muy chavales. Niños, casi.

¡Maldita sea! ¡No pude evitarlo! Recordando lo apuesto que era el hombre de los ojos de distinto color, traicioné mis pensamientos mirándole directo al bigote. Ella se dio cuenta y alzó una ceja, irritada, pero de buen humor.

—No era tan peluda cuando bailaba sa primera mateixa.

Me reí.

—¿Eso qué es? —pregunté sin hacer más referencia a su problema facial.

—En las fiestas de los pueblos se subasta el primer baile entre los mozos y la enamorada del muchacho que gana la subasta baila con un hermano o un cuñado mientras el mancebo le sostiene el pañuelo y la mira. Abel, Cayo y yo crecimos juntos. Entre los dos, subastaron a todas las mozas de Pollença.

—Debieron de ser muy guapos.

—Tanto como lo es usted, don Carlos.

Me sonrojé. Yo, piropeado por una vaquera arrugada y… En fin. Simplemente sonreí. Cambié de asunto.

—Dice usted que hizo algo muy malo y que luego se volvió bueno…

—Toda la vida fue mejor persona por tratar de enmendar lo que hizo. Ya sabe que a Jesucristo le gustaba acercarse a los pecadores porque estos, en su afán por redimirse, se vuelven mejores personas. Hay que practicar la maldad para ser realmente bueno.

—Muy cierto —dije mientras me preguntaba cuándo perdimos los hombres de ciudad este arrollador sentido común pueblerino.

—Abel hizo algo muy malo. Se enamoró de la mujer de su hermano y se la robó y le mandó a la cárcel por un crimen que no cometió.

Pensé en Francisco y en Irache y me di cuenta de que mi fascinación por la historia del cirujano no solo tenía que ver con que me hubiera salvado el brazo y la vida, sino con el hecho de que su sufrimiento fuera un reflejo de mi propio dolor. Una guerra entre hermanos.

—¿Mató él a las mujeres?

—¿Abel? No. Él no las mató —dijo sacudiendo la cabeza con fuerza. Clavaba en el suelo los ojos como si buscara en las baldosas de barro las frases que salían de sus labios.

—Si no fue él… ¿Quién lo hizo entonces?

—Nadie. Mi hermano los sacó a todos de Palma en su balandro. La sangre que encontró en el barco la policía fue cosa de Abel, que quiso convencer a toda Palma de que el buen Caín las había arrojado al mar. En lo que a mí respecta, Cecilia de Nácar y su hija siguen aún con vida en alguna parte.

—¿Recuerda cómo se llamaba la hija?

—Por supuesto… ¿Cómo no lo he de recordar? Se llamaba como su padre el cirujano: Cayetana de Nácar.

Solo una vez sentí un impacto parecido. El de la bala lanzada por el fusil de mi querido De la Piedra. Después, la granjera y yo seguimos hablando de los dos Nácar, de su infancia, de su relación como hermanos, de Caín y Abel, y entendí tantas cosas que no sería capaz de ponerlas todas por escrito. Por la tarde, Gabriel y Celina volvieron para buscarme. Al marcharnos, cargados de miel y requesón, hortalizas y un par de conejos, dije:

—Bona tarda, senyora.

Me volvía ya cuando dijo:

—Tenga.

Estaba tan distraído por mis pensamientos sobre Abel, Cayetano, Cecilia y Cayetana, que por un segundo olvidé las costumbres locales, pensé que Virtudes trataba de darme algo y me volví hacia ella esperando eso que me ofrecía, pero ella no se movía.

—¿Sí? —preguntó desconcertada.

—¿Qué quería darme?

—Nada.

—¿No ha dicho tenga?

Gabriel, Celina y Virtudes se miraron y al caer en la cuenta de mi equivocación, lanzaron una carcajada. Este malentendido lingüístico —que no me paro a resolver, pero que lo entenderá cualquiera que pase un tiempo en Mallorca— provocó una extraña situación. Virtudes, al ver mi rostro desilusionado ante sus manos vacías, me pidió que esperase un momento, salió de nuevo, y esta vez sí que dijo tenga mientras me ofrecía un objeto. Era la herrumbrosa espada celta de mi general Mariño.

—No, señora… No puedo aceptarla.

—Por favor… En nombre de lo que hizo por mi hermano. A él le gustaría que usted la tuviese.

Me dije que sí, que mi amigo el general Mariño aprobaría que yo le quitara la herrumbre a su Excálibur, y sintiéndome un poco como el rey Arturo, tomé de las manos de esta improbable Dama del Lago bigotuda, la vieja, viejísima espada del soldado milenario. La misma que probablemente había inspirado en el general las ansias de caballero por las que envió a la cárcel a un inocente.

Tana estrujaba en su mano la mugrosa nota del Zamarro. No le había costado trabajo encontrar el bufete del abogado italiano, pero sí conseguir cita para visitar a un hombre tan ocupado. Al fin se hallaba frente al letrado Mauro Santolini. No sabía muy bien por dónde empezar, pero él aguardaba sus palabras paciente, sin imponerse. Tana optó por la verdad, que era algo que no usaba a menudo.

—Días atrás, un asesino apodado el Zamarro fue ajusticiado en la Plaza del Mercado.

—Sí, lo sé —dijo Mauro Santolini.

—Hace veinte años, ese hombre estaba casado con una mujer llamada Eladia. Los huesos de esta persona, a la que también asesinó, fueron hallados ayer y enterrados en sagrado.

Tana tomó aire. El abogado la miraba frunciendo el ceño con interés.

—Esa mujer era mi tía.

Las cejas del abogado se alzaron por la sorpresa. Tana observó su reacción, expectante. La ilusión de que este hombre de leyes supiera quién era ella o algo de su pasado, empezó a latir en su interior, acelerándole el corazón. Apenas le salió la voz del cuerpo al abogado cuando susurró:

—¡María Valent…!

—Ese era el nombre que yo tenía cuando viví en Florencia y en Perú… —dijo ella en el mismo tono ahogado.

—… en la escuela para señoritas huérfanas de Vilcashuamán.

—Pero no es mi nombre real…

—No.

Tana sintió la necesidad de tirarse a los brazos de este señor, como si fuera su padre perdido. Era muy extraño que alguien supiese más que ella de ella misma, y daba miedo, pues temía hacer preguntas, no descubrir más allá, sumirse en la frustración. Él estaba muy excitado:

—No sabe usted lo que he rezado por que llegara este día. Llevo todos estos años tratando de encontrarla.

—¿A mí?

—A usted. Su tutor nunca la dio por muerta. Nos dijeron que todas las alumnas del colegio habían sido asesinadas, pero él jamás lo aceptó.

—Si tanto me estima este protector…

—No la estimaba, la quería. La quería mucho, señorita.

—Entonces… ¿Cómo es que en todos los años de colegio nunca supe quién era?

—Eso tendría que preguntárselo a él. Aunque me temo que ya no será posible.

—¿Por qué no?

—Ha fallecido.

—¿Cómo? ¿Cuándo?

—Hace poco tiempo. Asesinado…

Tana supo en ese instante de quién se trataba. Lo sospechaba, lo sentía, lo sabía, lo recordaba desde el día en que vio como en un sueño unas manitas recorriendo su cicatriz y columpiándose en una sonrisa. Un ojo de cielo y un ojo de mar. Un hombre alto, apuesto, que le regaló una muñeca de ojos verdes y rizos negros en aquel palacio que había de ser real.

—¿Abel de Nácar era mi tutor?

—Así es.

—Vivíamos en un palacio… ¿Qué palacio? En Italia. ¿Cómo se llamaba ese lugar?

—Lo desconozco.

—Y mi madre… y mi padre… ¿su apellido? Mi nombre real…

—Don Abel era un hombre muy rico, un magnate, pero realmente misterioso y celoso de su pasado. Nunca supe los detalles referidos a usted. Solo que debía enviar dinero a sus tíos cada día siete de cada mes para el cuidado y manutención de María Valent y también que ese era un nombre falso para ocultar un secreto. En una de sus visitas, don Abel descubrió que su tía había desaparecido y que vivía usted bajo la bota de ese espantoso Zamarro. Inmediatamente la mandó sacar de allí y la envió…

—… al lugar donde fui feliz. Donde todas éramos huérfanas y éramos queridas.

—De todas formas… si usted quiere puedo tratar de buscar más información sobre su madre.

—Se llamaba Cecilia. Me lo dijo el Zamarro. Vivíamos en algún lugar de Italia. Tengo que saber… No quiero vivir más tiempo sin saber.

—Yo puedo añadir algo, pero no nos va a ayudar demasiado. Sé que su madre falleció al dar a luz… no es mucho, sobre todo sin tener alguna referencia de la ciudad o conocer el nombre del palacio… Italia es muy grande.

—¿Murió al dar a luz? No… No puede ser… yo la recuerdo. Sus abrazos, sus carcajadas, los besos… retazos de conversaciones…

—Pues debió de ser al dar a luz a un hermano o hermana de usted…

—Un hermano… Esto es demasiado.

—¿Se siente mal?

—¿Mal, yo? No. O sí… un poco, no lo sé. Enseguida se me pasa. O quizá nunca se pase esta desazón. Por favor, necesito más. Llevo veinte años viviendo en la oscuridad. Le pagaré bien. Ya no soy aquella niña huérfana. Tengo otro nombre, una profesión, soy cirujana…

—¡Prodigioso…!

El abogado la miraba pasmado, tanto que Tana se ofendió:

—Llegará un día en que nadie se asombre de que una mujer maneje los bisturís mejor que un hombre.

—Estoy seguro de que es una virtuosa del escalpelo. Mi asombro no es ese. ¿Acaso se llama usted ahora doña Tana de Ayuso?

—La misma.

—¡Prodigioso!

—¿Le importaría decirme cuál es el prodigio?

—La ayudaré en lo que pueda, por supuesto, y su dinero no será necesario…

—¿No?

—No… Buscaré toda la información sobre su madre y si no le importa, mis honorarios saldrán de la herencia de don Avelino. A fin de cuentas, es usted una de las beneficiarias de su hacienda.

—¿Lo soy?

—¿Pero no lo sabe?

—¿Tengo yo cara de saber nada?

El abogado sonrió sin terminar de comprender que Tana era el Etna a punto de estallar.

—El día antes de morir, como si presintiera lo que se avecinaba, el señor De Nácar me envió un nuevo testamento escrito de su puño y letra. En él figura usted, Tana de Ayuso, cirujana forense de la ciudad de Palma, como una de sus principales herederas.

—Así que eso es lo que escribía esa noche… ¿Puedo ver una copia?

—No, lo siento. El testamento no será leído o ejecutado hasta que no llegue a España, en concreto a Mallorca, su principal beneficiario. Don Avelino fue muy estricto en ese punto. Quería que todos estuvieran reunidos para que pudiera leerles la muy extensa carta que acompaña sus últimas voluntades.

—¿Y esto lo sabe la policía?

—Sí. El intendente Sarriá está al tanto de que hay un testamento nuevo, y de la carta, pero no de su contenido. Lo único que pude decirle es que don Avelino no había desheredado a su hijo. ¿Le conoce?

—¿A Ramiro de Nácar?

—No. A don Jaime Sarriá.

—Creía que sí, pero empiezo a no estar segura…

—¿Cómo?

—Nada. No salimos de un misterio para entrar en otro… —murmuró Tana entre dientes.

—¿Qué?

—Pensaba en esa persona misteriosa, a la que esperamos.

—Vive en un lugar muy remoto, en la isla de Vanitú…

—Haala… —replicó ella no sin pitorreo.

—¿Perdón?

—Nada.

—Y como se puede usted imaginar, es imposible predecir cuándo llegará…

—Imposible de todo punto, natural… —dijo ella cargada de ironía.

—Entretanto, yo me sigo encargando de todos los negocios del finado como he venido haciendo desde hace veinte años y así he informado a los herederos. Le envié a usted una carta, pero deben de haberse cruzado.

—Así será, sin duda. Estos cruces son la historia de mi vida.

—¿Cómo dice?

—Señor Santolini… ¿Dónde demonios está Vanitú?

El veneno había destrozado mis riñones, inmovilizado las piernas, hinchadas y doloridas, aplacado la valentía y matado tantas esperanzas… Gabriel y Celina pasaban las horas preparando infusiones que yo llamaba sus bálsamos de Fierabrás. Con ellos, mantenían mis alientos. En ocasiones, me miraba a mí mismo desde la araña de la alcoba, viendo a un náufrago en mitad de un mar desierto. Se aferraba a la risa y las visitas de los amigos como única tabla de salvación. Alberto Echagüe me sangraba lo justo y yo tomaba estas drogas y otras, quién sabe cuáles, con anécdotas de don Pablo en la Academia o en el Casino que solían ser amenas. Sus polvos misteriosos me recomponían durante una o dos horas, para sumirme luego en largos sueños, no del todo auténticos o reparadores. Prihuelas se presentaba algunas tardes con su guitarra y tocaba las tonadas de mi gusto y me hablaba de sus hijos. El mayor quería ser militar y yo me mordía la lengua hasta hacerme sangre por no decirle que era y seré siempre un soldado. Por suerte, De la Piedra, enterado de mi estado, se prodigaba también y entablaron amistad y aconsejó a Prihuelas mejor de lo que yo podría haberlo hecho. Jaime, entretanto, llegaba con las cartas. Cayetana de Nácar me escribía desde su celda, todos, todos los días.

Me habían dicho que me iba a morir, lo aceptaba, lo sabía, aunque me resistía a creerlo. Este día, en cambio, tenía la certeza de que no se equivocaban. Cuando se termina la fuerza, se agotan también las ganas de tenerla. Llega un momento en que es más apetecible nadar hasta la otra orilla que tratar de alcanzar la que se ha dejado hace tanto tiempo.

—Los veo esperándome, Jaime. Están aquí mismo, a mi lado. Pasean por la habitación, un tanto impacientes.

El amigo se sentó a mi lado y me cogió la mano. Noté su amor y su agradable aroma de jazmines.

—¿Quiénes? —susurró.

—El corneta, Garamande, y mi hermano. Toca retreta… No hay corneta más dulce que la de mi amigo Garamande…

—Carlos…

—No me llamo Carlos ni soy forense… soy coronel de caballería. Tengo la cruz de San Fernando.

—Lo sé. Eras un coronel carlista…

Sacudí la cabeza negando. Me arregló las sábanas. Me tocó la sien en busca de fiebre, como haría con su hijo.

—Mi buen amigo… No sabes nada de nada —le repuse.

—Y tienes dos cruces de San Fernando, no una, no te quites méritos.

—Ese era mi hermano Francisco. Él era más héroe que yo y carlista por matrimonio. Siempre me ganó en lo más importante: en la guerra y en el amor.

Jaime pensó que deliraba. Me dolía verlo morir… a mi hermano, digo. No le cerré los ojos. Quedaron abiertos. No he aceptado su marcha en todos estos meses. Cerré frustrado los míos, en cambio, agotado por una pena que había llevado encima demasiado tiempo. ¿Era posible explicarle a Jaime algo tan imposible de entender?

Como si leyera mis pensamientos, fue Sarriá quien habló.

—No te preocupes ahora de carlismos o «isabelismos». Para mí eres el doctor Ayuso, y para toda la isla. Tus secretos se encuentran a buen recaudo.

—Te quiero, Jaime Sarriá.

—Yo te quiero aún más. Si fuera mujer, te haría mío en este instante. —Me reí. Él me acarició la cabeza como hacía mi propio padre. Lloré. Siempre me hace reír y llorar en el peor momento, el muy puñetero.

Jaime notaba que me rendía. Era verdad, estaba cansado. Vi de nuevo a Francisco junto a Garamande, sentado a mi lado. Los muertos se acercaban… O yo me acercaba a ellos.

—Prométeme una cosa.

—¿Qué?

—Que te traerás al niño a Palma. A tu hijo Esteban. Tenlo siempre a tu lado, Jaime, el amor no es una teoría, es una práctica. Dale ya, hoy, la única herencia que merece la pena en esta vida, la del ejemplo y los recuerdos de un padre inteligente, inteligente y constante como las mareas.

—Deja de hacer esto.

—¿El qué?

—De morirte entre mis brazos.

Reí de nuevo. Nunca me he reído tanto como en Mallorca. Jaime iluminó la estancia con sus hoyitos de seductor por accidente. Se levantó para aguantarse la emoción pues pensaba en Fani y en los crisantemos blancos del día de Todos los Santos. Se recompuso y sacó de su chaqueta la carta de Tana.

—Tú prométemelo —le insistí.

—Te lo prometo. Me traeré a Esteban. Ahora deja de engatusarme. Voy a leerte la carta.

—El momento más dulce del día…

Jaime sonrió, desplegó tres páginas que ya me sabían a poco, se aclaró la garganta y me leyó esto:

Un día me dijiste que acabaríamos entre rejas y mira, tuviste razón. Cuando se ha vivido tanto, la intuición se llama memoria. Hoy somos como la estalagmita y la estalactita de la cueva del dragón. Tú encerrado en Can Belfort y yo aquí, no demasiado lejos de una ventana que no puedes alcanzar, en un calabozo, esperando mi juicio y mi hoguera. Sí, es una caza de brujas pero estos mentecatos no cuentan con que efectivamente soy hechicera y puedo deshacer maleficios. El doctor Sartorius y don Braulio se han aliado en el auto de fe contra nosotros, pero yo llevo toda la vida sorteando médicos y ya no les tengo miedo. Resolveré el acertijo del arsénico, recuperaré mi plaza de forense y me casaré contigo en secreto, aprenderé a jugar al mus, tendremos tres hijos, compraremos un balandro y haremos regatas contra Jaime y Echagüe que siempre ganaremos. Descubriré al culpable, cariño, y me enseñarás a navegar por la vida y por el mar, bebiendo café.

Cuando se ha vivido tanto no es intuición, es memoria. Yo te digo que no puede acabar mal una historia tan bonita. Me crees, ¿verdad? Es memoria. Ahora entiendo por qué el destino quiso que estudiara medicina. Para que pudiera llegar hasta ti. Tú tenías razón. Jaime tiene razón. El centro del alma es el corazón y, si lo encerramos, nos convertimos en suicidas del espíritu. ¿Quién me quiere tanto que te puso en mi camino? Ah, si… cachas de nácar… Te salvó de morir para que pudieras protegerme.

En Valencia descubrí que Abel de Nácar fue aquel tutor perdido. Ese día solo podía imaginar mil maneras de arrojarme entre tus brazos. Mientras cruzaba el estrecho hasta esta Mallorca que ya para siempre será nuestra isla, trataba de buscar un sentido a mi larga peripecia. ¿Cómo había pasado del calor de Italia, al frío en Valencia, al dolor en Vilcashuamán, al tedio en París, a la resignación en Barcelona, hasta acabar aquí? Tú fuiste mi sombra desde el día en que enterramos a las muertas. Estabas conmigo, oculto, como una semilla arraigada en las profundidades de mi conciencia. Ante el abogado Mauro Santolini, confusa y desordenada, pensaba en demasiadas cosas a un tiempo: en mi madre muerta de parto, en un hermano o hermana desaparecido, en un padre… ¿difunto? ¿Fugado? Al descubrir que Abel me dejaba su herencia sospeché que él era mi padre y sin embargo… ah, sí… cachas de nácar. ¿Comprendes algo de todo este barullo que te escribo?

En la travesía se ponen en orden los pensamientos. Jaime tiene toda la razón. El que quiera respuestas, que se haga a la mar. Querido Jaime, gran amigo y mejor policía, ¡qué haríamos sin ti! Estás leyéndole esta carta, ¿verdad? Haz el favor de no tartamudear, que me ha costado mucho encontrar las palabras justas y no quiero sinónimos.

Durante ese tiempo yo no sabía nada pero lo intuía todo. ¿Por qué invertí una cantidad absurda de dinero en mis herramientas de nácar? Las cachas de madera no tienen nada de malo y cuestan la décima parte… ¿Por qué nos aferramos a los objetos, nos enamoramos de ellos y no los cambiaríamos ni por todo el oro del mundo? En tantos años de forjarme a mí misma, he pasado por hosterías de todo pelaje, habitaciones alquiladas, lugares siempre de paso. Solo una condición buscaba. Que hubiera una ventana. Al colocar títeres, salía de mi maleta, el primero, un objeto: el catalejo de campaña de un comandante español. Abría esa ventana si el cristal estaba sucio y miraba con el catalejo buscando en lontananza. ¿El qué? Oteaba el mundo por aquel agujero sin saber que en realidad te buscaba, no en la lejanía, no en el horizonte sino entre las lentes del instrumento. Todas las habitaciones fueron siempre de paso, hasta arribar a Palma, donde mi verdadero puerto fueron tus brazos. Donde llamado por su dueño, el catalejo te encontró.

Jaime se detuvo. Las lágrimas inundaban el papel. Mi amigo se rompía.

—No puedo seguir…

—No me falles, Jaime…

La felicidad sí que existe y es muy sencilla: en la soledad de la celda, cuando está oscuro y hace frío, me envuelvo en una manta, pienso que estamos abrazados y me duermo en la calidez de tu cuerpo… pero a veces me despierto en medio de la noche gritando: Por el amor de Dios, pero ¡quién! ¡¿Quién me odia tanto que te ha apartado de mi lado?! No pienses que desespero. Al contrario, soy feliz, inmensamente feliz de haber encontrado al fin el… a… el a… el a…

Jaime me miró apabullado y casi en un susurro, me dijo:

—¡Carajo! No puedo decirlo…

—Tranquilo, lo entiendo —le dije a mi amigo—, por más que lo pienso, yo tampoco encuentro alternativa para el amor.

Jaime se echó a llorar en silencio, mirando hacia la muralla batida por el mar. Francisco Javier de Mayor y Sans cerró los ojos y ya no los volvió a abrir. Al fin, el soldado carlista… había muerto.

Celina era una excelente cocinera y una mejor comedora. Siempre preparaba más de la cuenta porque atracarse a sobras era el mayor placer de su modesta pero corpulenta vida. Pronto se hizo a Can Belfort y organizó a criadas y mozos con una dulzura y una mano izquierda envidiables, por cualquier ama de llaves. Tenía, lo que se dice, gravitas. Aunque seguía sufriendo ataques de pena que achacábamos a la súbita muerte del carbonero, los curaba mucho mejor ahora que no le faltaba jamón en la despensa. Fue precisamente metida en la fresquera de la fruta donde escuchó a los amantes por primera vez.

En esa alacena de cuerpo entero había una rejilla que daba a un hueco muy grande o patio minúsculo en el que confluían cuatro paredes de las tres casas que estaban pegadas. El ala oeste de Can Belfort, el ala este, residencia de los marqueses y Can Nácar. Fue tarde, por la noche, en la recena de la una cuando escuchó como un lamento:

—Tisbe… Tisbe…

A la dulce gorda se le cayó una manzana de la mano y gimió para sí:

—La nena de l’habitació verda

Paralizada, dejó de masticar y prestó atención. Enseguida reconoció la voz de Marcela Bocacci.

—Por el amor de Dios, Ramiro… no me persigas más o mandaré tapiar la rejilla.

—Eres mi Tisbe… y siempre lo serás.

—No, no, no.

—Sé que me quieres. No entiendo esta locura…

—Sebastián y yo nos casamos en dos semanas.

—Si no le dan por loco…

—No le darán. Ha hecho promesas, tiene muchos amigos, los médicos…

—Ha comprado a Sartorius y a todos los demás… pero está enfermo, doña Marta tiene razón, no es el que era. Es peligroso.

Celina aguzó el oído. El asunto le interesaba, y mucho. Las voces de los jóvenes llegaban con gran nitidez, como si estuvieran metidos en la despensa de la fruta con ella. Se dio cuenta de que en cada pared había una rejilla como la suya y que los muchachos se hablaban sin verse y sin salir de sus respectivas casas.

—No está tan loco si no aceptó tu guante. Retarle fue una estupidez. Lo nuestro es imposible y tú lo sabes.

—No lo hice porque quiera que seas mía, es que no quiero que seas suya. Lo nuestro…

—Nunca hubo nada «nuestro»… en realidad todo fue una ilusión infantil. Me hizo gracia que fuéramos como los amantes de la leyenda, hablándonos a través de una rendija con aroma de frutas, pero ni tú eres Píramo ni yo soy Tisbe, además, el amor los llevó a la muerte más sangrienta y no tenían ni la mitad del problema que nosotros tenemos…

—Yo moriría por ti, me dejaría azotar por ti, iría a la cárcel por ti… no puedo vivir sin tus rizos negros y tu piel transparente. Esas venas laten por mí… Olvidemos lo que sabemos… Soy el heredero de una gran fortuna, no necesitas que te compre un marqués, podemos fugarnos juntos, cumplir nuestro plan…

—¿Lo ves? No puedes contenerte y lo peor es que no sé si yo puedo resistirme. Debo poner un marido entre nosotros y Sebastián necesita su herencia. Dime una cosa, y quiero la verdad…

—Lo que sea.

—¿Mataste tú a tu padre?

—¿Por qué había de hacerlo?

—Por… por sus mentiras…

—No. Llegué a pensarlo, pero no lo hice.

—¿Es cierto que estaba encerrado solo? ¿Qué nadie pudo darle el cianuro?

—Eso parece… Fuguémonos…

—¿Es verdad que escribía una carta?

—Lo es.

Marcela gimió, y de golpe un llanto desesperado invadió la aromática despensa. Fue como el aleteo de una paloma alzando el vuelo. Un largo silencio le indicó a Celina que Marcela se había marchado.

—Tisbeee… no me dejes, mi Tisbeee, querida…

El dolor de ese muchacho verdaderamente partía el corazón.

A su vuelta de Valencia, lo primero que hizo Tana fue ir a buscarme a la habitación verde para arrojarse en mis brazos de una de esas mil maneras que meses después mencionaría en su dulce carta… pero no me encontró por ninguna parte. Lo que halló en cambio fue una casa perfectamente organizada, a dos criadas nuevas muy discretas y eficaces y a una Celina a su servicio y a sus pies. Tana estuvo encantada de encontrarla en su casa, aunque se sintió apenada de que hubiera sufrido una vejación tan terrible.

—Ya estoy bien, señora. Su marido me curó de maravilla. Es un cirujano excelente.

—Sí, lo mismo vale para un roto que para un descosido. Me gustaría que me dijeras quién fue el sádico que te cortó esas cruces en el cuerpo…

—No, señora. No me acuerdo. Estaba borracha.

—No me lo creo.

—Podemos discutirlo media hora, pero la respuesta será la misma. ¿Le parece que nos ahorremos la media hora? ¿La damos por discutida?

—Me dejas sin argumentos, tú ganas… ¿Dónde está don Carlos?

—Salió a la ópera, aunque no se encontraba bien. Entre usted y yo, señora, para ser un hombre tan guapo y tan fuerte, está muy enfermo…

—¿En qué lo ves?

—A veces se sujeta a las paredes, ha perdido el apetito, se va a la cama temprano y se despierta temprano para luego caer rendido en cualquier rincón. Ayer mismo pasó la noche echando las asaduras… Por eso hoy ha salido con la fresca a retomar fuerzas, o eso me ha dicho, pero estoy preocupada. Gabriel le prepara infusiones, le da reconstituyentes, y no le hacen nada.

—No te preocupes, me encargaré de examinarle hoy mismo. Gracias, Celina.

—¿Usted está bien? ¿Liquidó sus asuntos en Valencia?

—Liquidados quedaron —dijo Tana pensando en el cadáver del Zamarro.

Tana no podía estar consigo misma. Necesitaba contarle a alguien sus hallazgos, explicar lo que había averiguado, desahogarse, y sin embargo debió esperar más de tres horas a que yo reapareciera. Cuando llegué era de noche. Al entrar en el zaguán me la encontré en el patio, suspirando. Los corazones se desbocaron en un mar de palpitaciones. Un fuerte viento mistral enturbiaba los pensamientos, se colaba por las grietas y hacía batir las contraventanas, enroscando las olas. Tana estaba despeinada, su moño deshecho. El aire jugaba con ella. Los mechones eran hilos de titiritero. Nos miramos quietos entre las columnas de aquel desproporcionado patio de jaspe. Las arquerías me recordaron el claustro de San Pedro y mi boda con Irache. Vino hacia mí. Llevaba días sin dormir. Le flaquearon las piernas del agotamiento y al reposar su mirada en la mía se dejó vencer. La tomé en mis brazos. Se aferró a mi cuello. Las fuerzas me volvieron como si nunca hubiera estado enfermo. Cargando con ella, subí tres tramos de escaleras hasta su alcoba. Entramos en la habitación verde. Le quité las sedas con delicadeza, paseándome por sus hombros. Expuso el cuello a mis labios. Hicimos el amor.

Celina dormía justamente encima de nuestra alcoba, aunque esa noche no pegaba ojo. Leía fascinada el diario de un soldado:

Mi madre no podía tener hijos, así que tras peregrinar a Navarra, la tierra de sus ancestros, le hizo la promesa a san Francisco Javier, patrón de su tierra natal, en la mismísima iglesia del mismísimo Castillo de Javier, que si le concedía su deseo abriría un hospicio para niños pobres en San Sebastián y le pondría de nombre a su hijo Javier en homenaje a su bondad. El santo le concedió la petición. Se produjo el milagro. La condesa de Siresa quedó embarazada y se financió el hospicio. Un lugar alegre, limpio y pequeño. El bebé se llamaría Javier. Alegría, humildad, generosidad, perfección. El inconveniente, nada grave, llegó cuando mi madre dio a luz, pues no tuvo uno, sino dos varones, dos niños gemelos. Así pues, al primero en nacer lo llamaron Francisco Javier, en honor al santo, y al segundo, Javier Fernando, en honor al santo y a su abuelo, don Fernando, conde de Siresa. Puestos los dos juntos, los niños honraban al patrón de Navarra por partida doble, pues uno se llamaba Francisco de primer nombre y el otro Javier. Una idea brillante a ojos de mis progenitores. Sin embargo, hay ideas geniales que de simples que son, y de tanta simpleza a la que aspiran, se convierten en un lío de narices. La confusión comenzó en el mismo instante en que entramos en la escuela.

No solo éramos gemelos. Mi hermano y yo éramos clavados. Nuestra ama de leche fue siempre la única capaz de distinguirnos, y para hacerlo tenía que pincharnos y hacernos llorar. Mi madre nos vestía igual, nuestras iniciales eran las mismas al revés y nos divertía engañar a todo el mundo pues éramos pillos, listos, cómplices y liantes. Como compartíamos el mismo nombre y la gente encuentra siempre un atajo a esos pequeños inconvenientes que entorpecen las relaciones, no había alma en el condado que no nos llamase «los Javieres». El individualismo no nos llegó hasta bien tarde, a los catorce años, entrada la guerra, y para ese entonces yo era Javier, pero mi hermano también y de cualquier manera, fuera como fuese, siempre éramos «uno de los Javieres». De tanto dejarnos llamar igual, intercambiarnos en exámenes, citas amorosas o peleas de muchachos, hasta nosotros dudábamos a veces de quién era cual o si en realidad no éramos los dos a la vez o quizá no éramos más que uno solo. Un Francisco y un Javier reflejado en el espejo.

Con la guerra contra el francés y nuestra entrada en el ejército, la cosa no cambió demasiado. Ya no escogíamos las mismas ropas para ser gemelos, pues el uniforme de húsares de caballería bien se encargaba de ello. No teníamos marca en la cara, lunar, golpe o señal que nos diferenciase y realmente nos divertía y nos era útil este don de la bilocación. Perteneciendo al mismo regimiento, mantuvimos la picardía de toda una vida y cuando uno obtenía un permiso, se lo permutaba al otro, o lo compartíamos, haciéndonos pasar por el hermano en nuestra compañía. Con este lío, no es de extrañar que Irache se enamorase de uno pero se fuera a casar con el otro… o se enamorase de los dos, o ni ella misma supiera de cuál se había enamorado.

Los gritos desesperados de Tana interrumpieron a Celina en su apasionante lectura del diario misterioso. Rosa lo había encontrado entre las sábanas de los señores, al hacer la cama, y la chica lo había dejado sobre una repisa. Celina lo movió al posar un candelabro de plata limpio y, como le había llamado la atención y no había podido evitar abrirlo, tras leer la primera página, aunque sabiendo que estaba fatal lo que hacía, no había sido capaz de contenerse a leer el resto, pues el estilo, aventuras y pensamientos que aquel soldado contaba estaban escritos con una soltura y una gracia que atrapaban, literalmente, desde la primera página, y dos pasiones tenía Celina: la comida y la lectura. Igual que no podía evitar comerse las sobras de todo el mundo, tampoco podía evitar abrir la tapa de cualquier libro, legajo o panfleto que cayera en sus manos. Nadie le había enseñado a leer, al menos eso le había contado siempre su madre. Simplemente, un día, recitó las letras. El día menos pensado, las letras se hicieron palabras, algunas incomprensibles pero fascinadoras. Meses más tarde, ya navegaban sus ojos con destreza por el Quijote, o El conde Lucanor o el Amadís de Gaula o don Lope de Vega… Los gritos se repitieron, y un llanto:

—¡Celina, ayuda, por favor, alguien!

La preciosa gorda, dentro de la agilidad que le permitía su enorme peso, bajó las escaleras del ático de dos en dos hasta llegar junto a su señora. Al entrar se sorprendió de ver que en la alcoba no había nadie, pero sí una puerta. Cruzó el umbral.

—Santa Catalina incorrupta nos asista… L’habitació verda

El apuesto don Carlos, es decir, yo mismo, estaba inconsciente, en la cama deshecha, junto a la gran chimenea de mármol verde. Ardía en fiebre. Celina sintió un dardo en el pecho al ver el sufrimiento de la cirujana, que trataba de despertarme a besos.

—¡Se muere, Celina… Avisa a don Gabriel, al doctor Echagüe…!

—Hay que sacarlo de aquí —dijo la criada—. ¡Es la habitación maldita!

Entre las dos me sacaron a la alcoba aneja. Tana mandó traer agua helada del aljibe, llenar un baño. Gabriel llegó deprisa y se fue volando en busca de sales y hierbas. Tana me abrazaba, hablándome amorosa, mojando mi rostro dormido con las lágrimas. Entre los tres me metieron en el agua. Notaba que la vida se me escapaba entre sus manos. Pronto empecé a temblar de frío. Castañeteaban los dientes. Me sacaron del agua, me envolvieron en sábanas.

Media Mallorca se despertó esa noche. En casa de la marquesa se hizo vigilia, don Alberto, que vivía por suerte a dos calles, hizo lo que pudo, que fue muchísimo. Fueron horas de angustia y desesperación. Al fin, abrí los ojos, tan solo para vomitar las hierbas valldemossinas del hijo de boticario y los fármacos de don Alberto… seguido de todo lo que había comido en mis cuarenta y tres años hasta llegar al primer pecho de mi áspera ama de cría.

—Hay que aislarlo. No podemos poner en peligro a toda la isla.

—No es cólera —decía Tana, cabezota.

—Es lo que parece.

—Pero no lo es.

El divertido doctor Bretón, experto en miasmas y epidemias, vino también a comprobar el estado del enfermo. Cada uno que llegaba se fascinaba a la vista de la habitación contigua. La voz de la maldición corrió por la isla. La niña de la habitación verde me estaba matando. Solo yo sabía que no existía tal maldición y por qué, pero también era el único que no estaba en condiciones de explicar que Cayetano de Nácar jamás había asesinado a nadie. Que la nena ya era mujer y que la teníamos delante. Los médicos de Palma, al menos los buenos, hicieron piña a mi lado. Respetaban a Tana.

—Querida, estoy con Alberto… —decía el bueno de Bretón—. Si no fuera por la fiebre podríamos pensar que es un alimento en mal estado… pero no debemos arriesgarnos.

—Al lazareto, no, Bretón, te lo suplico. Allí morirá de otras cien cosas… y no es cólera. Creo que no lo es, al menos… pero ya no estoy segura de nada.

—Tana, escucha, aquí hay trasiego de criados, las viviendas están muy próximas. Una epidemia podría matar a miles de personas… Tú lo sabes.

Gabriel tosió, no por enfermedad, sino para interrumpir. Tana, Bretón, Echagüe y Celina le miraron. En ese instante llegaban Jaime y don Pablo, el comandante De la Piedra y Prihuelas… que, para no molestar, se sentaron a la mesa redonda del comedor.

—¿Qué os parece si lo llevo a mi celda, en Valldemossa? —dijo el amable tísico—. Allí vive el monje «desamortizado» que podrá encargarse de él. El lugar está muy retirado y el aire de mar y de campo… por no hablar de mis cuidados…

—¡Qué gran idea! —dijo Tana risueña.

Todos se sintieron aliviados. Era lo mejor para el enfermo y para Palma.

—Preparemos un coche, con un buen colchón, mantas y limonada. Que no deje de beber sorbos de limonada en todo el viaje.

—Gracias, Alberto. Gracias a todos —por primera vez entre tanto médico, Tana se sintió hallada, querida, emocionada, en su hogar.

Con pañuelos sobre la boca, embozados y encapotados, me sacaron al alba, de contrabando. Fugazmente vi los ojos de Jaime, de Tana, de Echagüe, que tuvo que sujetarla con dulzura para impedir que me besara los párpados. En la guerra me han herido seis veces, dos graves: los sablazos y el disparo de De la Piedra. Nunca me había sentido tan cerca del otro lado y sin embargo, al cruzar mi mirada con aquella Tana embozada… pensé que podríamos vencer todos los males.

—Te curaremos, te lo prometo —me dijo.

Luego gritó algo más, pero el ruido de los cascos sobre los adoquines me impidió estar seguro. Aun así, juraría haber escuchado un «te quiero».

Tana mandó hervir todas las sábanas, limpiar suelos y mármoles con jabón y vinagre. Salieron los líquidos antimiféticos de los armarios del laboratorio. Los criados que habían estado en contacto con el enfermo o con las habitaciones de los señores, se lavaron con jabón de fregar. Tana se encerró en el laboratorio. Celina, Celina, Celina… No podía sacarse de la mente el nombre de esta muchacha. Desde el primer momento, nada más conocerla, tuvo esa sensación, como una campana conocida, lejana, que repicaba en su memoria cuando la preciosa gorda sonreía. Tana abrió sus gacetas médicas, leyó sobre el cólera y los últimos remedios conocidos… Pero con el cólera no había más remedio que en la Edad Media: el de rogar. Si el enfermo no era lo suficientemente fuerte como para soportar la enfermedad, moriría. Aún podía sentir el calor de mi cuerpo, la humedad de esa boca deseada durante tantos años, los labios sobre las serpientes de mi brazo… No tuvo ocasión de contarme nada de lo descubierto en Valencia. De sus miedos y locuras o su infancia desgraciada. Quería ir a Valldemossa, cogerme la mano, pero Palma no podía quedarse sin forense.

Celina llamó a la puerta por si quería un té o una infusión, y de pronto, al dejar de pensar en ello, que es como suceden siempre estas cosas, llegó el nombre buscado como una llave que abría una puerta en la conciencia: Linace. ¡Palacio de Linace! Celina es un anagrama de Linace.

—¿Cómo dice, señora?

—Ce-li-na… Li-na-ce…

Tana comenzó a reír y llorar mientras manoseaba su cruz de plata, recordando paisajes de colores pastel pintados sobre las paredes, y Celina solo supo que debía abrazarla. Dos horas después, cuando la cirujana había soltado la pena de varias generaciones, Celina le habló preocupada:

—Señora… dígame qué puedo hacer por usted. Lo que sea.

—Abrázame de nuevo, Celina… Abrázame.

La catedral comenzaba a engalanarse para una boda. El joven marqués de Belfort y Marcela Bocacci iban a casarse muy pronto. De nada habían servido las demandas de la marquesa, ni el testimonio de un especialista francés. El juez no había encontrado pruebas suficientes de enajenación y había autorizado el enlace y dispuesto que a la mañana siguiente al registro en el libro, tras la consumación del sacramento, se diera curso a la ejecución de la herencia. El muchacho lo celebró con una correría y durante tres días estuvo desaparecido en Artá.

—¿Por qué te preocupa tanto? —le dijo Tana a su fiel Celina—. De todas las personas que podían tomarse mal la noticia de esta boda, tú eres la última de la que esperaba esta reacción tan oscura…

—Me dan mucha pena, mucha pena, Ramiro, Marcela y qué quiere que le diga, hasta el pobre Sebastián, que está loco de atar pero que siempre fue un muchacho cariñoso y generoso. De verdad que lo fue, señora.

—Hablas como si lo conocieras de primera mano.

—Si hay alguien en la isla que conoce a todos los hombres de primera mano, señora… esa soy yo.

—Se me olvidaba el oficio…

—¿Usted sabe quiénes son Píramo y Tisbe?

—Tendrás que preguntárselo a Marcela. Ella es la experta en clásicos y leyendas.

—No, si yo sí lo sé. Se lo pregunto a usted.

Tana se sorprendió y, algo a contrapié, comenzó a buscar por la librería hasta encontrar un libro sobre mitología. Celina negó con la cabeza.

—No, ahí no viene. ¿No tiene a Ovidio?

Tana la miró estupefacta. Celina alzó mucho las cejas como si pensara: «¡¿Pero es posible que no tenga cebollas en esta cocina?! ¿Y a esto le llama usted una despensa del saber?».

—Caray, con la puta… A ver Celina, sí, sí… Paciencia… ¿Te vale un libro sobre Las Metamorfosis?

—Naturalmente.

—Naturalmente… —rezongó Tana entre dientes mientras buscaba el pasaje requerido en el índice.

—Veamos, aquí está… Píramo, Píramo… Píramo y Tisbe. ¿Para qué aprender las cosas si están en los libros, eh? Bien… Píramo y Tisbe eran dos vecinos que se enamoraron. Como sus familias les prohibían verse, se hablaban cada noche a través de una rendija de la pared sin poder verse ni tocarse… ¡Qué bonito!

—¿A que sí?

—No pudiendo más de amor, Píramo la convenció para escaparse y establecieron un encuentro en el bosque, junto a una fuente, donde crecía un moral. Mientras Tisbe esperaba, apareció una leona a beber a la fuente… Caray, Celina, en Mallorca no estaban, desde luego. ¿Qué país es este en el que hay leonas sueltas por los bosques?

—Siga leyendo, señora…

—A ver… Sí, aquí. La muchacha se escondió pero se le cayó el pañuelo. Cuando llegó Píramo, vio a la leona jugando con el pañuelo desgarrado, lo reconoció, creyó que Tisbe estaba muerta y desesperado se clavó su daga… ¡Vaya por Dios! —dijo Tana alzando la vista hacia Celina.

—… y tenemos servido el drama. Romeo y Julieta acaba exactamente igual de mal.

—Es cierto.

—Además de comer, tengo la manía de leer. Cuando Sebastián tenía comercio conmigo, me traía lecturas, sobre todo libros de los que le gustan a Marcela. A cambio yo le horneaba los hojaldres que me enseñó a hacer mi madre, que era la mejor cocinera de Pollença y de Mallorca. Decía Sebastián que no podía vivir sin mis dulces.

—Celina… Que yo me entere bien: ¿acaso tú has leído a Shakespeare? —dijo Tana apabullada.

Celina sacó esa voz de mezzosoprano para hacer uno de sus musicales discursos.

—Huy, señooora… ¿Con lo que me gusta la cocina y la lectura? Pues naturalmente. No hay novela romántica de hoy día, ni de ayer día, la verdad… que se le pueda comparar. ¡Lo he leído de cabo a raaaabo, de la cabeza a los pies! El ritmo de su verso, las comparaciones, las metáforas, los aforiiiismos, las genialidades que sueltan por esa boca todos los personajes, frases certeras como pizcas de sal y regadas de la inteligencia de ese autor que ha vivido muchas vidas en un mundo y que, sin salir de su cabeza y sus lecturas, coge un poco de aquí, de unos y de otros, otra miasca de allá, tomando piezas del pasado perfecto y el pluscuamperfecto: autores españoles, calabreses, ingleses, franceses o venecianos, y los utiliza como condimentos de boticario en fórmulas magistrales. Shakespeare es tan sencillo, y sin embargo parece tan rico, tan complicado como un estofat de bou… Un poco de amor, un tanto de venganza, muchos secretos, que siempre son agradables de encontrar entre níscalos y salsa de estragón, una cierta tensión a causa de los malentendidos que causa tanto secreto, o una mucha tensión, y belleza y ese amor, amor y más amor y sobre todo… Humor y risa que son las esencias de la felicidad. Shakespeare no es escritor, señora… es un gran cocinero y sus obras alimentan porque en su marmita habita la inmortalidad de los clásicos y el gusto por la vida y las buenas palabras sacadas de la despensa del saber.

Tana miró a la cantarina Celina pasmada. Tras la más brillante descripción de Shakespeare que nadie había hecho jamás en su presencia, la prostituta gorda, metida a ama de llaves con vocación de cocinera, engulló las sobras de la mesa y recogió los platos.

—Pero me he desviado del asunto, señora… Lo que yo quería decirle es lo que escuché en la fresquera de la fruta, porque pienso que puede tener que ver con la muerte de don Abel y porque me apeno por dos muchachos enamorados.

Tana la miró aún más sorprendida, dispuesta a escuchar.

Tras enredarse en las serpientes de mi brazo, Tana había descubierto el amor y sus virtudes. Pero no el amor de enamorados. El amor en la amistad, en los brazos de Celina, que muchas tardes la recogían para calmar su ansiedad, el amor por los pacientes, el amor del día a día. Salía a pasear a la Rambla o hasta la plaza del Cort y se quedaba quieta mirando a las madres con sus hijos, llenas de amor, y a los abuelos estrictos derrochando cariño disimuladamente. El amor no es algo evidente pues se da a menudo por hecho. Hay que observarlo. Probarlo. «El amor no espera ser correspondido», como le dijo Jaime en las cuevas del Drach.

Pero además estaba el amor por su profesión. Una dedicación y una pasión que ya todos entendían como propia y no prestada de su marido. Tanto que el gobernador la nombró, por decreto, forense legal de la ciudad durante el tiempo en que su esposo se encontrase enfermo. Mientras esperaba las escasas noticias que le llegaban de Valldemossa, Tana revisaba patentes de barcos, dirigía a sus empleados, burócratas, jóvenes forenses y un secretario y paseaba con Alberto. Nunca había sido tan feliz ni había sufrido tanto, pero al menos sabía que yo llevaba días sin fiebre. No parecía cólera. Probablemente no lo era. Quizá fuese un brote de paludismo. Las tercianas son comunes en la isla. Bretón no lo creía. Era extraño.

Echagüe le traía noticias a través del monje, que era el único al que se le permitía un contacto directo. Ese día, paseaba con ella. Alberto y Tana llegaron caminando hasta la fachada de la Seu cuando se encontraron con Sarriá y la joven Sara. Una pequeña daga se clavaba siempre en su pecho al verlo con otra e inmediatamente disimulaba su disgusto pues sabía que no tenía derecho a estar celosa. Primero, porque a quien amaba con toda su alma era a su falso marido, y segundo, porque Jaime se merecía ser feliz y no debía percibir nunca esperanzas en su rostro contraído por los celos. Ella sabía que el policía la buscaba siempre con el corazón y con la mirada. Aun así, le costó mucho trabajo sonreír alegre cuando les anunció que Sara y él habían hecho público el compromiso. La muchacha, feliz, les enseñó un bonito anillo que había pertenecido a la madre del intendente, y la ya conocida daga mallorquina se retorció muy cerca del corazón. Al examinar mano y diamante, Tana hizo un descubrimiento y ya no se pudo contener:

—Querida Sara, qué alegría, otra boda más… Jaime, enhorabuena. Me encanta que mis amigos sean felices y tener así excusas para encargarle a la modista vestidos de baile. Perdona que te pregunte, Sara… Tú tienes una capa roja, ¿no es así?

Jaime Sarriá la fulminó con la mirada, enfadado, pero Sara de Nácar no se inmutó. Inocente y perfecta replicó:

—No. Tenía una pero la dejé olvidada en algún salón o un teatro y nunca la recuperé… ¿Por qué?

—Sí… ¿Por qué? —dijo Jaime con creciente molestia.

—No, es que me pareció verte el otro día en la plataforma del Rosario, pero debió de ser otra persona.

Tana sonrió con tal dulzura de Gioconda que Sara no percibió segundas intenciones. Echagüe en cambio, que sabía que la cirujana no daba puntada sin hilo, esperó a que se marcharan para preguntar.

—Es verdaderamente extraño este compromiso… ¿Tú qué opinas?

La misteriosa respuesta de Tana fue:

—Espero que sean muy felices. Jaime se lo merece. Lo ha pasado mal estos años sin Fani.

—La cambiada por respuesta… Eres única. Pero sí, tienes razón. Tú no la conociste, a Fani, digo, pero era una mujer magnífica. Estefanía Company tenía lo que los griegos llaman… Areté. Temo que Jaime cometa un error casándose con esta muchacha.

—Es un hombre inteligente… Parece que la quiere mucho.

—Se culpa, ¿sabes?

—¿De qué?

—Él convenció a Fani de que tuvieran un hijo aun sabiendo que el parto la mataría.

—No lo creo…

—Se castiga alejándose del niño, como si pensase que no tiene derecho a disfrutar de él. Me preocupa que no sepa perdonarse. Tú también te preocupas por él, ¿verdad?

—Sí. Llegué a esta isla sin una sola preocupación en la maleta y en cambio, si tuviera que marcharme hoy, no podría levantar del suelo mi equipaje. En fin, mejor no pensarlo. Oye… Una curiosidad… Al ver sus manos de cerca me he dado cuenta de que tiene una señal de cirugía, y no es pequeña. ¿Tú sabes qué le pasó a Sara?

—Lo sé muy bien. Fui yo mismo quien la operó.

—No… no me lo digas… ¿polidactilia?

—¿Seguro que eres forense y no adivina?

—Tengo intuición.

—Un profesor mío decía que la intuición es la memoria y que solo con larga experiencia se puede recordar.

—Qué gran verdad. A partir de ahora te robo la frase. «La intuición solo es memoria». Me encanta.

—No me la robas. Yo te la regalo. Era un gran catedrático en la Universidad de Barcelona y era mi padre —dijo Echagüe—, volviendo a Sara de Nácar… Don Abel me la trajo para que le extirpara el sexto dedo hará diez años. Era una niña… tendría siete años, si mal no recuerdo.

—Sí, diecisiete tiene ahora. ¿Sabes algo de su madre? Dicen que era una hostelera…

—Posadera. Un espanto de mujer. Pegaba a los niños, era pendenciera, siempre metida en problemas a causa de la bebida… Al menos eso es lo que se contaba en voz baja.

Ambos se detuvieron frente al zaguán de Can Belfort.

—Bien… hemos llegado… gracias por el paseo y gracias otra vez por traerme noticias de Carlos.

—No hay por qué darlas. Si necesitas ayuda contra esos dos ineptos… menudos tipejos.

—¿Sartorius y el sobrino de don Braulio? No, tranquilo… Es lógico que hayan impugnado mi nombramiento. A fin de cuentas, soy mujer.

—Una mujer que vale más que diez de ellos. Prepara bien ese examen, saca la plaza por méritos propios y déjalos a la altura del betún. Pero por Dios… no te metas a estudiar en la habitación verde.

Tana y Echagüe rieron y ella subió a su despacho para encerrarse entre libros de leyes, legajos y gacetas de dos continentes… no sin antes escribir una nota para invitar a don Jaime Sarriá a cenar con ella esa noche. Tenía que hablar con él de algo sumamente importante.

Celina estuvo encantada de que su señora la despidiera temprano, pues tras mucho buscar había encontrado la mochila llena de diarios y se estaba pegando dos panzadas. Una a comer peras en vino dulce y otra a leer todos los pensamientos de aquel magnífico soldado cuya vida parecía digna de un drama de Shakespeare.

Ocurrió en nuestros prados infantiles, a dos leguas de tu antiguo hogar, nuestra casa de siempre. Las partidas de facciosos hacían incursiones a los pueblos fronterizos de vanguardia, matando, robando, buscando llenar el estómago de vino y la cabeza de los gritos de las mujeres violadas o los de los niños abofeteados frente a sus abuelos. Robaban oro, placer. Vivir la vida, lo llaman los soldados de fortuna. Los asesinados eran campesinos de mis tierras, amigos, vecinos, y aunque yo llevaba un mes retirado del ejército, me acerqué hasta mi antiguo destacamento y pedí permiso al general para que me dejase organizar una batida con algunos de sus hombres y otros muchachos de la comarca. El general, buen amigo, se vino a bien darme gusto. Todos los de Sanse, cuatro soldados y dos capitanes, se unieron a mi cacería. Serían las cuatro o las cinco cuando dos grupos de soldados se encontraron en la niebla. Ellos, carlistas, nosotros, cristinos. ¡Quién va! ¡Enemigos! Disparos, gritos, un espeso y frío vapor entumecía las entrañas. Yo perseguía asesinos, tú también. Carreras, ramas partidas, un caballo al galope. Seguí bultos en la niebla por instinto, cruzándome el rostro con las ramas de una muy vieja y muy conocida encina. No estábamos lejos de casa. Al subir un repecho aclaró la niebla, se ocultó la luna, atisbé una grupa, el uniforme oscuro de un oficial. Disparé. El caballo perdió pie. Un relincho, un resoplido, un resuello. Desde lo alto de la loma vi el cuerpo del oficial rodar por la colina como tantas veces rodamos nosotros de niños, cuesta abajo, entre carcajadas y griterío, a tumba abierta sobre la hierba húmeda hasta llegar a la orilla del arrollo donde nos bañábamos desnudos. Silencio. Me acerqué hasta el animal esperando ver un guerrillero. Era Filibustero, tu caballo. Otro amigo. Mi corazón empezó a latir con miedo. A la vera del arrollo, un hombre jadeaba junto al laurel de nuestra niñez. Se arrastraba con dos tiros en el cuerpo buscando el tronco de aquel árbol, mi árbol, su árbol. Era el coronel carlista con el que tantas veces había temido encontrarme en el frente. La luna salió de entre las ramas y vi mi propio rostro cubierto de sangre. Eras tú, hermano.

—¡Francisco!

Me miraste herido de muerte y valiente.

—Reconocería esa cara en cualquier parte —dijiste sonriendo.

—Con buen humor hasta en el infierno.

—Ya sabes el dicho —tosiste—. Cuanto más dramática la situación, más gracioso el soldado.

Me miraste con cariño. Te agarré de la mano. Éramos iguales en todo: en el humor, en el amor, en los ojos verdes y risueños y tú eras el único en el mundo capaz de ver siempre la más mínima diferencia.

Nos envolvía la niebla y jadeabas con ese estertor de los muertos que tan bien conocemos los dos. Han sido más de veinte años de guerras. Sabemos de esto. Recuerdo bien cada pliegue de tu piel, los mechones sucios, lisos, cayendo sobre tus ojos rebeldes, enmarcando esa sonrisa. Te morías, hermano, me mirabas y sonreías. Apreté fuerte esa mano.

—¿Son mis balazos? —te dije.

—¿Eras tú quien nos perseguía?

—Somos varios, todos de Sanse.

—No llevas uniforme.

—Dejé el ejército.

—Es verdad lo que dicen. Cuando te estás muriendo, no duele.

—No te vas a morir. Vamos a casa…

—Prefiero hablar aquí a morirme en tu grupa. Si dejaste el ejército, es que estaba de Dios que esto pasara… al fin.

—Nada está escrito.

—Aun así uno es tuyo, creo. El otro disparo es de una partida de bandidos, supuestamente de los nuestros. Unos polacos que saquearon San Juan… Mataron a tres mujeres.

—Nosotros perseguíamos a los mismos.

—Siempre hemos perseguido lo mismo, Javier. Hasta en bandos opuestos. ¿Estamos bajo nuestro laurel?

—Sí.

—Qué bien huele.

Cuando éramos muy niños mi hermano me retó a escalar aquel laurel. El primero en llegar a lo más alto, lo reclamaría como propio y tendría derecho a grabar sus iniciales en él. Mi hermano me ganó y yo me eché a llorar porque quería que el árbol llevara las letras de mi nombre. Francisco, para pacificarme me dijo:

—No llores, Javier. Yo grabaré la F y tú grabas la J. Si las ponemos una encima de la otra, da igual cuál va primero…

Te morías en mis brazos. Miré aquellas letras que habían ido creciendo con el tronco y con nosotros, como las cicatrices de las batallas. La Efe y la Jota superpuestas, tanto monta, monta tanto Francisco Javier como Javier Fernando… siempre entrelazadas en nuestras mochilas de guerra o en los uniformes, en los libros de la escuela, en un catalejo, una sobre la otra, inseparables.

—Ahora es tuyo el árbol. Cuídalo bien —me dijo mi propio rostro.

Mi hermano me agarró de la pechera. Se moría por mis balas.

—Irache… dile que la quiero. Dile que al final de la vida… se acaba el odio, el resentimiento, la idiotez… Dile que lo único que nunca termina es el amor. Dile que el amor está siempre. Y tú… perdóname.

—Lo que te hice nos ha llevado a esto.

—Yo te quité a Irache. No… no fuiste tú quien me empujó al bando contrario. Me apunté con los perdedores para que, por una vez en tu vida, pudieras ganarme en algo.

Yo me reí. El se rio.

—Prométeme una cosa —me dijo Francisco.

—Lo que sea.

—Que no me cerrarás los ojos.

—¿Ahora tienes miedo a la oscuridad?

Rio de nuevo.

—No. Es que quiero ver hasta el final.

Me aguanté las lágrimas, Dios sabrá cómo, y se lo prometí.

—Cerramos siempre los ojos de los soldados para no ver sus muertes… Pero… ¿Y si los muertos desean seguir mirando hacia la vida? Ya llega… No está mal… Irache… Javier…

Su alma entró en mi cuerpo. Le abracé bajo nuestro laurel… Me abracé fuerte a mi hermano muerto y lloré.

La heredad familiar estaba a muy poco de allí. Lo llevé, por fin, a su hogar en mi caballo. Mis criados dormían. Hoy creo que sé por qué hice lo que hice. Entonces no pensaba, solo hacía. Mi hermano me enseñó a actuar así. Siempre decía: «Los que pensaron en la guerra ya están muertos».

El tiro salió de mi pistola, y al matarlo me convertí en él. Le quité el uniforme ensangrentado, me lo puse, le vestí con mis ropas… Le expliqué a Antonio, el viejo mayordomo… que había matado a Javier. Subí a su caballo, llené su mochila con mis cosas… me uní a su regimiento, y yo comencé a ser Francisco y a luchar contra mí.

El destino no nos enfrentó, hermano. Nos enfrentamos nosotros. Tú me robaste a la novia y me tomé la revancha. Pero el amor no se roba y mi revancha no tuvo ni la nobleza de las grandes venganzas novelescas. Seduje a Irache haciéndome pasar por ti, te lo conté entre carcajadas de odio, me tiraste al suelo de un puñetazo y te uniste a mi enemigo con la promesa de encontrarme un día en tu punto de mira. Yo, arrepentido, me escapé de todos los frentes en los que sabía que te hallabas porque no quería matarte… Pero no pude escapar de esta última escapada y hoy, de madrugada, hermano, junto al arrollo de nuestra infancia, bajo el laurel, al fin llegué al destino que te puso en el camino de mis balas.

Mientras Celina leía entre lágrimas emocionadas, Tana y Sarriá le daban al jerez en el despacho de la cirujana. El intendente no estaba nada contento con lo que él llamaba «su acoso a la preciosa Sara».

—Mi querido Jaime… Tengo que explorar todas las callejuelas de este intrincado mapa criminal. Una de ellas es la capa roja de la joven que fue vista junto a don Abel de Nácar el día que cayó a la escollera.

—Sara estaba conmigo esa noche. Ya te lo dije.

—¿Qué hora era?

—Las diez y media, acababa de repicar la campana d’en Figuera. La capa se la dejó en mi casa. Es roja, de terciopelo.

Tana sintió esa daga de nuevo. Jaime sostuvo su mirada.

—Ah.

—No te daré más detalles.

—Comprendo. No te los pediré. Pero no te he llamado para hablar de la capa sino de la madre de la dueña de la capa. Sé quién es la pelirroja.

—¿Narcisa Negrín?

—La seis dedos, la cirrótica podenca. Nuestra asesinada es, mejor dicho, era, una tabernera de Valencia bebedora y pendenciera con polidactilia. Se trata de una condición hereditaria que consiste en tener más dedos de la cuenta.

—Esto empieza a preocuparme…

—Preocúpate, porque vas a tener que darle tú la mala noticia a Sara.

—¿Narcisa Negrín y la madre de mi prometida son la misma persona?

—Tu prometida… Qué raro me suena.

—¿Qué tienes contra mi boda?

—No estoy en contra, querido, es solo que no estoy, en absoluto, a favor.

—¿Cómo has podido averiguar que la muerta y la madre de Sara son la misma?

—Tu joven nacarina tuvo seis dedos hasta los siete años, momento en el que su padre se cansó de mandarle hacer los guantes a medida y escogió amputación. Echagüe la operó. También me contó que la madre era una pendenciera bebedora de Valencia. Recuerda lo pachucho que tenía el hígado nuestra pelirroja.

—Cirrosis, ya. ¿Estás nerviosa? Das vueltas en círculos.

—Mismamente.

—Es la primera vez y no me gusta.

—¿El qué, querido amigo?

—Que veo en tus ojos desaprobadores miradas de mujer.

Jaime le dio la espalda a Tana y su vista se posó por accidente en un libro de medicina, uno de tantos, abierto sobre la mesa del despacho. Las flores secas de nomeolvides asomaban bajo la página abierta. Era el ramillete que Jaime le dio a Tana el día en que se conocieron. Pero el mayor golpe no fue ver que ella había guardado sus nomeolvides. El título del capítulo que señalaban estas flores fue lo que más le impresionó: «Preparado de Crisantemos para los dolores de corazón».

—Oh, Fani, no. No, no, no… ¡Déjame tranquilo!

Sarriá se paseó un rato, gesticulando con la muerta. Tana se dijo que se habían pasado con el jerez. De repente, el policía se dejó caer en el sillón, hizo rodar los ojos en sus cuencas, resignado, y con un gesto animó a la cirujana a que siguiera hablando. Tana retomó el hilo.

—Narcisa Negrín, es decir, Laura Delgado, madre de tu prometida, vino a chantajear a la marquesa de Belfort. ¿Estás bien?

Jaime la miró cansado y negó. Le señaló la botella y ella alcanzó el jerez, pero Tana lo pensó mejor.

—Sé exactamente lo que necesitas.

Jaime pensó que ambos lo sabían, pero no dijo nada. La cirujana abrió un armario, y de un rincón sacó un coñac Remy de 1813. Él lo miró impresionado y la fecha le llevó a sus últimas escaramuzas en la guerra de la independencia, cuando perseguía franceses a través de los Pirineos. Tana sirvió dos copas y un aroma intenso a canela, roble, alcohol y frutas dulces de otoño les hizo detenerse en reverencia. Jaime tomó la copa con ambas manos, calentando un líquido tan oscuro como la caoba. La nube perfumada invadió sus conciencias y la habitación.

—La podenca pelirroja era la madre de los hijos de Abel —dijo ella—. Vivieron amancebados hace mil años. Me he informado con un espía que tengo en Valencia y que mañana por la mañana irá a Oliva a comprobar en la iglesia si…

—No hubo matrimonio.

—¿Cómo?

—Entre Abel y doña Marta Belfort.

—¿Crees que llegará el día en que nos los digamos todo sin hablar?

—Ya ha llegado. Sé adónde vas a parar y…

—Solo necesitamos un poco más de práctica y ya no tendremos más que mirarnos a los ojos para resolver los más complejos crímenes y misterios… ¡pero será terriblemente aburrido comunicarse con las señas del mus! No me gusta el mus.

—¿Cómo no va a gustarte un juego en el que la mejor mano se avisa con un beso?

Tana tuvo que sonreír. La indirecta o la estocada era perfecta y bebió, huyendo de sus ojos. El aroma afrutado enturbió sus sentidos.

—¿Ya lo comprobaste? ¿Seguro que no hubo matrimonio?

—¿Por qué sospechabas que la podenca le hacía chantaje a la marquesa y no a cualquier otra persona?

—No es una sospecha, es una certeza. La marquesa es quien más tiene que perder de haberse casado con otro, pues eso anularía la boda con el marqués y convertiría a Sebastián en ilegítimo. Esa esquela que metió el mozo de la fonda por debajo de la puerta iba dirigida a ella y además… he averiguado que la supuesta nota de suicidio que dejó la podenca era la segunda página de esa carta de chantaje. Cuando decía «siento recurrir a esto pero no tengo elección» se refería al chantaje que detallaba en la primera página de la misma nota. ¿Sigues el razonamiento?

—¡Por eso no tenía firma! Porque era un anónimo…

—Haz el favor de venir un momento.

Tana se situó junto a su microscopio y le hizo un gesto al policía para que se acercase junto a ella a ver algo. Sarriá, cargado de alcohol, aromas y sentimientos, la miró con resquemor.

—No sé si quiero.

—No estás tan borracho. Ven, necesito que veas la nota al microscopio y, sobre todo, quiero enseñarte lo lista que soy.

Jaime se levantó y se colocó frente al instrumento. Puso el ojo contra la lente. Tana se situó tras él.

—Lo de siempre, cirujana. Lo veo todo negro.

Tana rio y ajustó el aumento, rozándole con sus manos. Jaime se estremeció. Ella, que ni buscaba el contacto ni entendía que estaba también bastante cargada de oporto, jerez y coñac, sintió un leve derrumbe interior, aunque no se alejó de él. Le reconfortaba su cercanía. Su delicado aroma a jazmín.

—Es una letra… —dijo él, que aún miraba por la lente.

—Son muchas letras. La presión de la pluma marcó el folio de debajo. En esta segunda página está grabado el mensaje completo de la primera hoja.

—Eres genial.

Jaime se incorporó rápido, alegre, ella asintió excitada. Se miraron con una mirada de ida y vuelta. Tana miró a Jaime, Jaime miró a Tana. Sus rostros se acercaron por una fuerza extraña o sumamente conocida. Jaime besó a Tana y Tana besó a Jaime.

Fue un beso íntimo y largo, muy largo. Sus labios no querían separarse porque sabían que en ese único roce se concentraba todo su amor, pasado y futuro, principio y final. Ellos dos eran el beso. Un beso dulce por lo inesperado, tranquilizador por lo deseado, doloroso por la despedida que anunciaba y cariñoso y cálido por todo lo demás. Eran dos corazones encerrados en un beso. Sería imposible decir cuál de los dos se separó del otro primero. Tana le miró a los ojos. Habían adquirido el mismo color del coñac. Nunca lo había tenido tan cerca y temía que jamás volviesen a estar así. Eran de licor y almendra y del verde de la sierra. Casi siempre, los ojos de su amigo parecían de un verde con caramelo que cambiaba con la luz o las emociones, como las hojas de los árboles con las estaciones. Pero cuando la miraban a ella se convertían en ojos de hoja perenne, como los pinos de Mallorca. Ojos seguros, sabios y penetrantes, capaces de aguantar cualquier tormenta. Los ojos de Jaime Sarriá eran la llave de un corazón cerrado.

—Ahora sí que me gustaría hablarlo todo sin hablar.

—Carlos tiene razón, él te encontró en el lugar en el que yo te perdí. No me importa que le quieras. Es mejor hombre que yo y tú te mereces al mejor de los dos.

—Carlos es mi vida. Lo es todo para mí… pero no deseo que acabe este momento entre nosotros. Jaime, yo te…

—Chsss… No digas nada más. Este instante es nuestro. Dale un sorbo a tu coñac. Aspira el aroma. Haremos el beso inmortal.

Tana obedeció, los dulces perfumes la arroparon tras el beso. Se sintió profundamente desgraciada e inmensamente feliz.

—¿Crees que se puede amar a dos personas a la vez? —le dijo en un susurro.

—Esta dulzura la guardaremos de nuevo en la botella de coñac, como a un geniecillo atrapado, y en las horas oscuras tomaremos un sorbo, aspiraremos su fragancia y reviviremos un beso. Te prometo que este instante será así: eterno.

—No me has contestado.

—Se puede.

—Cuando estoy con Carlos solo quiero estar con él. Amarle, hundirme en sus brazos. No existe nada más. Pero cuando tú y yo… ¡No entiendo nada! ¡Es muy injusto! Siento que te conozco desde siempre… ¿Qué es lo que me ocurre?

Jaime hubiera querido abrazarla. Hubiera querido recitarle los versos de Shakespeare que llegaron a su mente como traídos por el viento: «Si no quedara la estival esencia, en los muros de cristal cautivo líquido, la belleza y su fruto morirían sin dejar ni el recuerdo de su forma. Mas la flor destilada, hasta en invierno, su ornato pierde y en perfume vive».

No lo hizo porque eso habría sido traición. A sí mismo y a su honor, a la amistad, al cariño que sentía por mí, al mismo aroma que respiraba junto a ella. Tapó la botella, enterró en su pecho el soneto y guardó en el armario de la cirujana las esencias de su amor.

—Yo ahora soy él. Lo único que te pasa es que le echas de menos. Tienes miedo de perderle. Necesitas sus brazos y su aliento y lo has buscado aquí.

—Sabes mucho de amor —dijo ella sabiendo que Jaime mentía por darle una salida honorable.

—Lo sé todo sobre el amor. Fani es la mujer de mi vida y siempre lo será… por eso yo también la busco en otras miradas, y en ti, milagrosamente, la he encontrado. Lo único que no logro entender es qué trata de decirme con este maldito asunto de los crisantemos.

—¿Qué crisantemos?

—Oh, da lo mismo. Volvamos al microscopio.

—Olvídate del microscopio. He dejado mi mejor truco para el final. Mira.

Tana calentó la página con un mechero de alcohol. Esa mañana la había rociado con jugo de limón y puesto a secar. Al calor, las palabras del chantaje se hicieron visibles como por arte de magia.

—Nunca dejarás de admirarme.

Jaime leyó la nota:

Querida marquesa, usted no sabe quién soy pero tenemos un buen amigo común: Avelino de Nácar. Por él conozco un suceso que pasó hará cuarenta años y que de hacerse público los arruinaría tanto a usted como a su hijo Sebastián, dejándola en la más indigna posición ante la sociedad palmesana. Si no desea que este delicado incidente vea la luz, deberá reunir ochocientos reales de vellón y venir a mi encuentro en la muralla, esta tarde, en la plataforma que llaman «del Rosario» diez minutos antes del toque de «la queda». Traiga esta esquela con usted.

Siento mucho tener que recurrir a esto, pero estoy desesperada, por ello, pido perdón.

—Precioso —dijo el policía mirando a Tana a los ojos.

En la tarde anterior a la boda entre Marcela y Sebastián, una paloma blanca surcó el cielo de Palma y llegó al palomar del destacamento. El encargado de los mensajes le llevó despacho urgente al comandante De la Piedra, y este, raudo, se presentó ante Jaime Sarriá, que manoseaba irritado su invitación para la ceremonia del día siguiente.

—Comandante De la Piedra… Pase, hombre… ¿Busca noticias de don Carlos?

—Si las tiene…

—Solo sé que está mejor, descansando en Valldemossa. Parece que ha desaparecido la fiebre y, aunque sigue muy enfermo, hay esperanza de que se trate de algo pasajero… pero usted no viene por eso, ¿no es así?

—No exactamente. Antes de que tuvieran que llevarlo a Valldemossa, la tarde antes para ser precisos, le pregunté a don Carlos si quería ir conmigo a la ópera, pues tenía dos entradas regaladas por un subalterno. Le pareció una feliz idea y asistimos al teatro, donde se representaba la famosa obra de…

—Se han hecho muy amigos y muy rápido.

—¿Perdón?

—Don Carlos y usted…

—Sí… nos caímos simpáticos aquel día que hablamos de lo que vi en la escollera y hemos trabado amistad.

—¿Era buen oficial?

—¡El mejor! —De la Piedra, con la pierna metida hasta el fondo, calló de golpe y miró a Jaime con el rostro del hombre que desea que se lo trague la tierra. El policía sonrió amable y no entró a matar, pues era un caballero.

—Solo quería que todos sepamos en todo momento con quién estamos hablando. Don Carlos es mi amigo y yo también le soy leal. ¿Qué me trae ahí?

De la Piedra, aliviado, siguió con su historia.

—Estábamos con lo de la ópera.

—Ah, sí. La ópera.

—Se representaba esa ópera buffa tan famosa de Domenico Cimarosa…

—¡El matrimonio secreto! ¡Seré imbécil! ¡Por supuesto!

—¿Sigo? ¿Le busco un flagelo?

—Siga, siga —rio Sarriá.

—Don Carlos me dijo que ustedes, es decir, la policía, habían buscado un matrimonio en las actas de la iglesia de Oliva pero que ahí no constaba. Esa tarde él andaba muy molesto pues pensaba que tenía que haber un error. De pronto, al ver el título de la ópera, recordó que la ley establece que los matrimonios pueden llevarse a cabo en secreto por razones de fuerza mayor, o seguridad o simple deseo explícito de los contrayentes… en cuyo caso, estos matrimonios…

—¡Se registran en un libro especial, privado, al que nadie tiene acceso! ¡El libro de matrimonios secretos! Sin duda yo soy un imbécil.

—No lo es usted, ni mucho menos.

—No… es cierto. Pero estaba ciego.

—Eso sí.

—Siga.

—Mandé mensaje a un teniente de Valencia, compañero de afición, que ha podido averiguar que el libro especial del registro fue robado de la iglesia de Oliva hará cosa de cinco años. Se lo llevaron entre una barahúnda de objetos, con varios incunables y algunas joyas de la iglesia y un par de cuadros…

—Un expolio.

—Exacto. Durante años, nadie se acordó más del tal libro robado hasta que hará cosa de un año el párroco de Oliva recibió de una mujer —pecadora, seguro— mensaje de que había hallado en una almoneda un libro de matrimonios de su iglesia y si quería que fuera devuelto debía describírselo de pe a pa, para estar segura de que era suyo y no enviarlo por error a otro lugar. El párroco, que tenía interés en recuperarlo, efectivamente, le escribió a la señora una carta confirmándole la desaparición de un libro de registro. En concreto, el libro de matrimonios secretos. Un importante documento por el que, dada la delicadeza de la información contenida, sería recompensada con una peseta caso de enviarlo a su destino a toda prisa.

—¡Qué lista! Consiguió que el cura, sin saberlo, le confirmara en una carta qué tipo de documento tenía entre manos… Su chantaje no serviría de nada si arrancaba la página que le interesaba o si el libro no era depositado de nuevo en la iglesia para poder ser consultado llegado el caso…

—Como puede imaginar, en el libro de registro consta perfectamente dicho matrimonio secreto. Marta Martorell y Avelino de Nácar se casaron en el año 1798. Ese matrimonio nunca fue disuelto. Así que…

—Siga, siga…

—No, si ya no hay más. Eran unos puntos suspensivos… retóricos.

—¿Cómo diantres se ha enterado usted de tanto en tan poco tiempo? La representación de la ópera fue hace cuatro días…

—Colombofilia. La afición que comparto con ese teniente amigo es la colombofilia. Las palomas mensajeras no son cosa del pasado, señor Sarriá.

No estaba muy claro por qué Sarriá había querido hacer llamar a Tana para que el propio De la Piedra volviera a explicar sus averiguaciones. Yo diría que Jaime no quería traicionarse ni traicionarme, pues no solo somos amigos y me quiere, también seguía deseando casarse con la joven y cariñosa, dulce y calmada Sara de Nácar a pesar de los importantes sentimientos que albergaba por la cirujana. Tras la narración del comandante, Tana debió reprimirse para no dar saltos de alegría.

—¡La marquesa de Belfort es la asesina! Tuvo que ser como suponíamos. La podenca la chantajeó con hundirla, la marquesa le llevó la plata, la seis dedos dijo que no era bastante, discutieron, doña Marta se hartó, se enfadó y le pegó un candelabrazo. Ató la plata al cuerpo de la huesuda y lo tiró al mar. Crimen resuelto. ¡Venga, Jaime, tienes todas las pruebas! ¿Qué esperas para detenerla?

—Mañana temprano se casa su hija. Su hijo. Sus hijos, y estamos invitados… ¡Vaya boda rara en la que dos hermanos se casan!

—Hasta yo voy a ir —dijo De la Piedra—. Soy el jefe del destacamento. Me han invitado por compromiso. No creo que nadie en Mallorca se la pierda.

—Solo Carlos…

—Doña Tana, en su ausencia, será un placer para mí ser su escolta en el convite.

—Qué delicadeza de hombre, muchas gracias.

Una costumbre palmesana que irritaba profundamente a la cirujana era que en las iglesias, las normas de la caballerosidad estaban al revés. Los bancos de madera se destinaban a los hombres y las mujeres que no quisieran sentarse en el duro suelo, habían de traerse de casa su propia silla. Esta costumbre, que algunos decían que venía de la herencia árabe de separar los géneros, se practicaba también en la catedral. Como en esta ocasión se celebraba una boda, la marquesa lo había organizado todo a su gusto, y por una vez, hombres se mezclaban con mujeres por afinidades y familias y no por pertenencia a un sexo o el contrario. La Seu, templo de naves amplias y gráciles y altísimas columnas octogonales, es una metáfora de Dios, pues no hay nada en apariencia más simple y más complejo, en verdad, que una catedral. Los rayos del amanecer entraban por el rosetón más grande del mundo y a medida que avanzaba la misa el juego de luces corría por la pared de piedra como un reloj de sol policromado. Marcela era una novia triste y bonita y Sebastián le echaba breves miradas tiernas de apoyo que le hacían recordar a la marquesa el niño cariñoso y feliz que había sido hasta hacía bien poco. Ramiro sufría, como siempre, sentado junto a su hermana, y don Jaime, muy cerca de Sara, tomaba su mano.

No caeré en los tópicos del tipo «en la Seu se concentraba la flor y nata local…» porque esto no sería en absoluto descriptivo del densísimo ambiente que se respiraba bajo las nervaduras del templo. Se casaba un marqués con fama de loco, con su hermana adoptiva, con fama de cuerda, y los trapos sucios de la familia se habían aireado en un juicio. Así pues, diré que en esta boda se hallaba la flor y nata y la ralea y el putiferio y la payesería y la crema, la soldadesca y las damas y los caballeros dueños de perros y los oficiales y los funcionarios honrados y, sobre todo, los médicos corruptos como Sartorius, artífice de la cordura legal del novio. En esta Seu preciosa pero agrietada, que cualquier día podía desplomarse, se hallaba toda Palma, y los que no estaban era porque vivían en el cementerio o andaban a punto de trasladarse allí… como yo.

Todo lo que describo es importante porque el drama que se desarrolló más tarde, en el convite, ante cientos de testigos, sería fundamental a la hora de que un fiscal se propusiera condenar al garrote a mi querida Tana.

Tana llevaba varios días muy alterada. Durante las noches no pegaba ojo y si lo hacía tenía pesadillas que Celina debía calmar. Durante los días, se aferraba a sus cruces y a mi catalejo, buscando consuelo en los objetos de muertas y ausentes. Era lógico. Al fin había encontrado a su comandante y el destino se lo había arrebatado para enviarlo a Valldemossa. Buscó amistad y el destino le había hecho probar un beso inolvidable con aroma al más raro coñac. Había encontrado a su protector, para perderlo envenenado con cianuro en una habitación cerrada por dentro y descubrió el nombre de su madre y del palacio donde fueron felices unos años, en esta ocasión para lograr averiguar que Cecilia había muerto un mes después de dar a luz una niña de la que no se encontraba ni el menor rastro. Una hermana perdida. Un nuevo misterio se abría. A todo esto se añadió algo más: Celina.

—Señora… usted no puede seguir así.

—No pego ojo en toda la noche.

—¿Quiere que le pida a Gabriel un bebedizo de adormidera? A Sara de Nácar se lo recetó hace unos meses y le ha funcionado a las mil maravillas.

—No, gracias.

—Se va a morir de preocupación y de pena.

—No sé qué hacer, Celina… Tienes razón, creo que yo también empiezo a estar enferma.

—Quizá… la verdad le cure esta intranquilidad.

—¿La verdad?

—Señora: la oscuridad reina a los pies del faro.

—¿Qué faro?

—Usted es el faro… pero no se ve los pies.

—Madre mía.

—Es capaz de ver todita la verdad de los demás, a un golpe de vista, pero cuando se trata de usted misma, perdóneme que se lo diga, pero está más ciega que los ciegos de la conocida parábola de los ciegos.

—Ah, entiendo. Eso nos pasa a la mayoría.

—Yo sé cuál es mi verdad. Usted la vio mirando una huella en el barro y aun así, me protegió, me acogió en esta casa y me ofrece su cariño cada día cuando cualquier otra persona me habría mandado tras una reja.

—No fue culpa tuya.

—Yo quería a Ramón. Le quería mucho. Era un hombre divertido y bueno y lo maté.

—Trata de olvidarlo.

—No, señora. Eso no se olvida. Esa noche cenamos, fornicamos, nos emborrachamos y nos quedamos dormidos, y cuando despertamos… solo desperté yo porque lo había sofocado con mi cuerpo.

Tana miraba a la triste Celina con mucha pena. No había nada que pudiera hacer para que se sintiese mejor. Al fin, solo pudo decir esto, que a mi juicio, es genial:

—Celina, eso es cierto, pero recuerda siempre una cosa: Ramón sabía de sobra el riesgo que corría acostándose con un elefante.

Celina la miró muy sorprendida y, de pronto, el llanto se transformó en carcajada y Tana se rio también, y durante largos minutos no pudieron parar, desahogando sus penas con lágrimas de risa. Cuando se calmaron, fue Tana quien la abrazó.

—Te prometí que nadie más sabría lo ocurrido con tu carbonero y siempre será así.

—Nadie más excepto el intendente Sarriá.

—Yo no se lo he contado.

—Ah, pero… ¿No sabe usted que él lo sabe? Don Jaime fue el primero en averiguarlo todo.

—¿Cómo?

—El intendente fue a verme al día siguiente de la muerte de Ramón. Después del entierro. Me dijo que lo sabía todo pero que no me preocupara que a los ojos de las autoridades lo había atropellado el carro. Me advirtió, eso sí, que no volviera a dormir arrejuntada. Viene de buena casta, don Jaime. Los Sarriá son gente de una madera especial. Como los De Nácar, señora, si me permite decirlo…

Tana quedaba siempre muy desconcertada cuando comprendía cosas que no había percibido. ¿Qué más secretos guardaba Jaime? ¿En cuántas cosas más se había hecho el despistado por proteger a alguien? Empezaba a dudar hasta de que fuera tartamudo.

—Por cierto, señora, aunque no es un «por cierto», pues viene a propósito de nada… Hay una cosa que debe usted ver.

Celina abrió un armario y sacó la mochila con los diarios de un militar.

—¿Cómo tienes tú eso?

—No me regañe. Se los traigo porque los debe usted leer.

—¿Por qué? No, no… eso son cosas privadas de un soldado…

—Del soldado que se está haciendo pasar por su marido y que la quiere y que se va a morir por haber vivido en la habitación verde, que está maldita pero no de fantasmas ni de maldición. Yo lo he leído entero y se lo juro, doña Tana, no tiene desperdicio.

Tana tomó los diarios, mirándolos con prevención. Después se volvió hacia Celina, que ya se iba.

—Celina… una vez más disculpa mi ignorancia, pero… ¿Cuál es la fábula de los ciegos?

—Fábula no, parábola.

Tana estaba encarcelada, yo me moría y Francisco Javier Mayor y Sans había cerrado al fin sus ojos en presencia de Jaime Sarriá. Yo le había cerrado los ojos para siempre. Eran momentos de verdades. Para enterrar definitivamente a mi hermano, le pedí al amigo policía que se sentase, pues deseaba explicarle una historia.

—Querido Jaime… si voy a morir, que es bien probable, necesito que sepas toda la verdad.

—Ya te he dicho que conozco la verdad.

—Y yo que el coronel carlista era mi hermano gemelo Francisco Javier. Mi nombre es Javier Fernando Mayor y Sans, y durante seis meses me hice pasar por él. Éramos idénticos.

Jaime se levantó, cerró la puerta con llave y se sentó junto a mi cama.

—No soy un desertor. Al menos, no exactamente. Yo maté a mi propio hermano.

—¿Qué pasó?

—No tengo fuerzas para empezar desde el principio pero todo está escrito en mis diarios. ¿Los has leído?

—No. Leí algunos fragmentos, lo suficiente como para creer que eras el desertor carlista… y se los mandé a Tana.

—Bien, léelos, están por alguna parte, en esta casa.

—¿No me puedes dar un avance?

—Mi hermano y yo nos enamoramos de la misma mujer, él me la robó en el mismísimo altar y yo me vengué de los dos cuando se me presentó la ocasión. Después, aunque somos de familia de liberales, se unió al carlismo por revancha, para matarme. En cuanto tuve ocasión, me salí del ejército para no matarlo a él… pero un día organicé una partida para perseguir forajidos, soldados de fortuna que saqueaban y mataban en la noche, como asesinos. En la niebla, creí ver un uniforme carlista, disparé…

—Y era Francisco.

—Era mi hermano, sí. Esto ocurrió hace seis meses. Después de matarlo… me cambié por él. Fue mi forma de recuperarlo, revivirlo, de no aceptar su muerte. Me puse su uniforme y me uní a su destacamento. Enloquecí, supongo.

—Así que no eres carlista, ni desertor, ni forense… ¡Pero eso es magnífico!

—No sé si es magnífico… pero es lo que es.

—¿Lo sabe Tana?

—No.

—Ha de saberlo.

—Tú se lo dirás cuando salga de la cárcel.

—Lo harás tú.

—Ya, bueno. Ya te he contado la verdad y ahora quiero que hagas tú lo mismo. ¿Estás enamorado de ella?

Jaime me miró con un dolor que conocía bien. Lo había visto en el rostro de mi hermano cuando le pregunté la noche antes de mi boda si estaba enamorado de Irache. Me dije que Sarriá era el mejor amigo que nunca había tenido. También me pregunté si no trataba yo de sustituir a Francisco. Creo que él se preguntaba lo mismo sobre Fani y Tana y barajaba en su mente conceptos que son la esencia del hombre: el honor, la lealtad, el cariño, la generosidad… unos sentimientos que no sabía desenredar. Mientras trataba de hacerlo, tomó Excálibur en la mano, como buscando en el filo herrumbroso de aquella espada celta las palabras.

—Puedo darte una respuesta muy larga y una muy corta.

—La quieres… —dije suspirando.

—Sí.

—¿Y me la vas a quitar?

—Jamás.

—¿Ella te quiere a ti?

—No. Me voy a casar con Sara de Nácar. La haré f… dichosa.

—Confórmate con hacerla feliz.

Me regaló sus hoyitos y dejó de nuevo la espada en su sitio. Si yo fuera mujer, también me enamoraría de este perfecto tartamudo. Soy hombre y le quiero como a nadie. Me preocupó que fuese a casarse sin amor, pero como no es idiota, imaginé que sus razones tendría. Tras una larga pausa le pregunté:

—¿Cuándo supiste que yo no era realmente don Carlos?

—Tenía mis sospechas, por eso organicé nuestra aventura alrededor de la isla. Las cicatrices de tu cuerpo no se correspondían con las de un forense estudioso. Un disparo en la espalda, cortes de bayoneta en los costados, tres sablazos en el brazo, marcas de metralla en el hombro… Pedí informes a Barcelona sobre don Carlos Ayuso. No luchó en la guerra… Eras mi principal sospechoso.

—Tú siempre a la chita callando —repuse.

—Sí. Después, en Sóller, hablaste de Vilcashuamán y ya amarré todos los cabos. Había leído en alguna parte de tus diarios unos párrafos sobre la guerra en Perú…

—¿Por qué no me detuviste entonces o me interrogaste?

—Porque, por primera vez en dos años, me sentía feliz entre felices compañeros de viaje.

Me emocioné. En ninguna parte he sido tan feliz como con Sarriá en su balandro, ambos cuidando de Tana, que realmente se manejaba en ese barco lleno de amor como pez fuera del agua. Cerré los ojos. Recordé a un antiguo amigo. Le hablé de él a Sarriá.

—Garamande cayó en una refriega, antes de Vilcashuamán. Tenía una bala en el estómago. Es una muerte lenta, pero segura. Yo le quería como a un hermano, o como a un hijo, pues era mucho más joven que yo. Mientras moría, empezó a entonar una nana en mallorquín, una nana que le cantaba su madre de niño.

—¿Murió cantando?

—Sí. Entonando las notas más bellas que jamás he escuchado. Tenía una voz preciosa, el corneta Garamande. Se me quedó grabada en la cabeza para siempre aquella melodía. Necesito que busques a su familia y les digas que siempre fue un hombre jovial, valiente, entregado, y que su alma nunca abandonó Mallorca. Lo he encontrado aquí, en cada cala, un poco en ti y un poco en la arena de las playas.

—¿De dónde era?

—Pollença. Su hermana se llamaba Catalina y era una niña pequeña.

—La buscaré mientras tú te recuperas. Cuando pase todo esto.

Jaime me cogió fuerte de las manos, como solo sabe hacerlo otro que ha visto morir. Imaginé su dolor al perder a Estefanía. ¿Cómo no nos íbamos a comprender? Su Estefanía era mi Francisco.

—Llévale Excálibur a Esteban. No es valiosa pero le hará mucha ilusión jugar con ella.

—Sí, hale, ahora deja de repartir la herencia. Quedémonos así. Cazando el viento con la vela. Tranquilos. Navegando.

—Sí…

—Hay resaca. La marea se retira…

—Llévame a puerto, Jaime. Llévame a una de tus calas de Mallorca. Tana necesita unos años conmigo, unos años, al menos.

Jaime asintió muy serio, pensativo, y supe que este hombre tenía que tener buena sangre en las venas.

—Unos años conmigo y luego… quién sabe —le dije convencido de ello—. Si os seguís queriendo…

Jaime aguantó mi mirada, luchando por no ser el primero en llorar, y como siempre le ocurría en estas situaciones del amor, vino a su mente uno de los sonetos del inglés inmortal: «Pero esta es mi alegría: que al ser yo y mi amigo uno solo, dulce lisonja, es a mí solo a quien ella ama».

Cuando acabó la aburridísima ceremonia en latín, trescientos invitados se acomodaron en Can Belfort. La verdadera Can Belfort, el palacio de los marqueses, y no la humilde residencia de mi querida cirujana. Tras atravesar el patio, el huésped es recibido en un vestíbulo de mármol rojo con doble escalinata, una a derecha y otra a izquierda. Por la de la izquierda se llega a un pasillo cargado de Grecos y Van-dykes del que se desgajan los muchos aposentos de la marquesa. Si uno sube, en cambio, por la derecha, pronto se da de bruces con los imponentes salones. El de baile tiene una anchísima entrada sin puertas. Su arco de medio punto bendice al invitado, que siente que debe inclinar la cabeza en señal de respeto al pasar por debajo. El vano está enmarcado por bellas columnas de mármol y arquitrabes. En el techo hay un cielo con ángeles y paraísos. Uno siempre quiere tocar estas columnas, pues en el rarísimo jaspe extranjero nadan atrapados los fósiles de aquel primigenio mundo del quinto día, en el que no existían más que las aves, la luz de Dios y los monstruos marinos. Se servía allí el primer refrigerio de una jornada de comilona, discursos y diversión. Las paredes de espejo doblaban el número de invitados, y de velas, y de criados con bandejas, y por supuesto… de cirujanas.

Tana se miraba sin verse, reflejada también, tratando de entender un asesinato imposible, toda su infancia y su juventud, el significado de un beso, un testamento, la verdad en el amor y la ciencia. Le ocurría algo útil en estas ocasiones multitudinarias. Tana se desdoblaba. La mujer del espejo era capaz de seguir una larguísima conversación sin el menor interés sobre las arañas de cristal de Murano o el encaje francés de la novia, mientras que la verdadera Tana, la de carne y hueso, analizaba cada trazo del bodegón humano que evolucionaba ante ella. Lo llamaba: resolver sumas y ecuaciones. Sabía que iba a llegar a la respuesta y anticipándose a ese heureká arquimediano, saboreaba la paz del momento. La marquesa le pidió ayuda para el festejo, por lo que había tomado prestados a los criados de la otra Can Belfort. Celina pasaba entre invitados con la gracilidad de una sílfide mientras recogía copas vacías y entregaba copas llenas. No paraba ni un momento, la gorda, y se enroscaba entre grupos de conversadores, arbustos humanos cargados de diamantes, cual colibrí criselefantino… pero en un lugar, en el rincón donde Sebastián charlaba con varios prohombres entre los que estaba el despreciable Sartorius, no se aventuró una sola vez. Esto irritó al novio, que se moría por intercambiar el cristal hueco de su copa por otro más opaco, y constantemente la perseguía con los ojos esperando que le mirase. Celina, al fin, llegó junto a él, atemorizada, y Tana encajó una pieza de su cálculo mental: primera suma planteada. Luego dirigió la vista a la joven Sara, acompañada de su prometido, en busca de más ecuaciones… qué guapo estaba Sarriá de verde ahora que se había quitado el luto, se dijo Tana, y qué poco le gustaba este compromiso y qué «nada» lo entendía en un hombre tan inteligente. Era absurdo, se dijo, buscar el motivo del noviazgo con Sara en un intento de separarse de Tana. Sarriá no necesitaba barreras morales pues tenía la fuerza de la tierra, la sal de la isla y la conciencia… conciencia… era una cuestión de conciencia, de honor. Pensó en la capa roja. Sara se la dejó en su casa. Jaime estaba siendo imbécil, ¡por honor! La cirujana se quitó el resquemor, el prejuicio, como si los dejase sobre una de las bandejas que volaban ante ella, y entonces vio a Gabriel, el boticario experto en filtros y pócimas, capaz de dormir a un rinoceronte con sus plantas valdemossinas y una segunda suma comenzó a resolverse… Cristóbal, el mayordomo de Abel de Nácar, también andaba entre bandejas, cortando jamón sin parar, echando miradas aquí y allá. Una de ellas coincidió con Sara, otra de Sara se posó en él y Tana pescó una seña de mus. «Tres reyes y un as». La jugada le hizo entender el desmayo de Sara frente a la tienda del anticuario, un trozo de un crimen y el anillo de Sarriá en su mano. ¿Pero se había vuelto loco este hombre? ¿Era el más generoso o el más tonto? Era un caballero inteligente, obnubilado ante la desesperación de otra mujer y a causa de los filtros de adormidera de un inocente tuberculoso. Un antiguo engaño de alcoba. Otra ecuación resuelta.

Así siguió Tana, sumando miradas, pasando notas, calculando idas y venidas de criadas y señores, muchachas y mayordomos, maridos y mujeres. La marquesa bailaba con el pesado de Sartorius, que sin duda la pretendía, sin saber que al final de la noche sería detenida por asesinar a la podenca. Marta Belfort era una mujer de cierta edad, pero tan delgada, atractiva y elegante como un junco oriental. Sus miradas de amor hacia Marcela no dejaban duda: era su madre aunque la hubiese recogido en un orfanato italiano. ¡Y qué miradas de cariño y complicidad hacia Adelaida! Estaba claro que no podía pasarse sin ella y la admiraba. La xueta tenía un báculo y Adelaida era el báculo de la marquesa y las dos eran igual de nobles. Marcela evitaba los ojos de Ramiro y Ramiro miraba a los pies de los señores o los zapatos de seda bordada de las muchachas, enamorado con una pasión juvenil desmesurada y bella. Cientos de velas centelleaban en los espejos, en el mármol, en las pupilas de los poderosos y de algunos pobres, los sirvientes de Palma. Todos pasaron al comedor, pero Tana se negaba a moverse pues sabía que ya llegaba la solución, un par de sumas más, quizás alguna resta y caería en la cuenta, en todas las cuentas. ¿Hacia dónde debía mirar para cazar este último guarismo? Entró un lacayo vestido de otra época. Sostenía un repujado, pesado, apagavelas de bronce. Empezó a «matar las arañas». Ahogaba llamitas con suma paciencia, allá arriba, con su copita invertida. Arriba, abajo y una voluta, arriba, abajo y una voluta. Ascendía el humo blanco y denso. El aire se hacía irrespirable. La cirujana estaba hechizada, ¿por qué? Porque era precioso. Un minué. Una repetición. Arriba, abajo y una voluta… Y así, sin esfuerzo, acabó de resolver el problema. Tana se dijo: Heureká.

Antes de sentarse a cenar, excitada por sus deducciones, se acercó al oído del policía.

—No detengas a la marquesa esta noche. No fue ella.

—¿Cómo?

—Sé quién mató a la podenca y cómo murió Abel.

—¿Quién?

—Ah… y el niño no es tuyo.

—¿Qué?

—Me encanta el mus. Jugaremos grandes partidas Carlos, Echagüe, tú y yo.

Tana se sentó a cenar al otro lado de la mesa, sonriéndole al amigo Alberto Echagüe y al amor, a la amistad, a la esperanza. Pensaba en mí, Javier de Mayor y Sans, conde de Siresa, y en lo orgulloso que habría estado de ella.

—Señora… Cuéntenos un chiste de esos de médicos por los que es usted tan famosa.

Tana creía que no le gustaba ese humor, pero la verdad es que entre estos queridos doctores empezaba a disfrutarlo absolutamente todo, así que dijo:

—Doctor, tengo algo en la cabeza. ¿Ah, sí? Pues demuéstremelo y dígame ya qué le pasa.

Hubo risas, se sirvió más vino. Jaime Sarriá, a pesar de sus pesares, no pudo evitar mirarla con ternura, con afecto.

—Otro, Tana… ¡Otro! —dijo don Pablo.

—No sé…

—Vamos, solo uno más y la dejamos tranquila —animó Bretón.

Una bandeja con huevos de perdiz se posó frente a ellos. Tana recordó un antiguo ingenio que se le había ocurrido en la Universidad y con el que había terminado de ganarse a los últimos enemigos.

—Está bien, pero se lo cuento bajito. Un hombre acude al médico y le dice:

»Doctor, anoche cené huevos y me dieron una tremenda patada al hígado… Pues ha tenido usted suerte. ¿Suerte?, no lo entiendo… ¡Imagínese la patada de haber cenado hígado!

Los hombres tronaron en una risotada. Tana se convirtió en el centro de atención. Sartorius, de lejos, la odió aún más. Sarriá la miró cómplice, aliviado, feliz. Sara se dio cuenta de que Tana le hacía a su novio una seña de mus. Supo que le había perdido y no precisamente a las cartas.

Tras la cena, hubo baile y vino y licor y la música daba alas al más pesado. Tana percibió un nuevo gesto entre Celina y Sebastián, la caída de ojos, una fuerte agarrada de mano. Supo que debía interrogar a su hermosa criada, así que se la llevó a la cocina, donde se acumulaban bandejas llenas de sobras. Celina en un principio se negó a confirmar lo que Tana ya sabía, pero tras un breve atracón, al fin lo admitió todo y Tana resolvió la última ecuación de una noche de matemática exacta. Estaba resuelta a hacer algo pero no sabía cómo ni cuándo. Debía evitarle la muerte a la joven Marcela… No había terminado la fiesta cuando el novio, muy pagado de sí mismo, mandó parar la orquesta.

Cesó la música, los grupos miraron hacia el novio y Bretón le susurró a Echagüe y a don Pablo:

—Atención que este va a hacer alguna locura.

A lo que don Pablo replicó:

—Ah… ¿Y quién no está loco el día de su boda?

—Quizá casarse estando uno loco te vuelve cuerdo… —añadió Echagüe. Los tres rieron. Tana los reconvino con una mirada y los tres callaron sin dejar de sonreír.

La marquesa, que sentía los mismos temores, miró a su hijo con precaución. Marcela, con cierto miedo. Celina agachó la cabeza y el joven comenzó a hablar.

—Queridos amigos, conciudadanos… Gracias por un día inolvidable. Me habéis hecho muy feliz. Ahora, es mi turno de hacer que la noche sea inolvidable para mi mujer. ¡Vamos, Marcela, a la alcoba, no voy a esperar ni un minuto más para consumar este matrimonio!

Todos se quedaron de piedra. Sebastián clavó su mirada en Celina, que bajó la vista al suelo. Sin duda buscaba dañarla. Él miraba, ella rehuía. ¿Por qué? Porque confundimos amor con posesión y humillación con resarcimiento y porque Sebastián se casaba para heredar pero también por despecho pues… amaba a una prostituta a la que, sin embargo, martirizaba. La marquesa clavó la vista en su hijo, desfallecida por lo grotesco y populachero de su pregón. Marcela, medio muerta por lo que a todas luces no era parte de su pacto con Sebastián, clavó la vista en Ramiro, que a su vez estaba a punto de lanzarse contra él o por la ventana… y Tana, que jamás pensaba primero en sí misma o en el efecto que causaba en los demás, inmersa en este oleaje de emociones, ya no pudo aguantarse más. Era volcánica y tenía estos fallos. Delante de —esta vez sí— la flor y nata de Palma, la cirujana gritó:

—Lo siento, Sebastián, como forense de la ciudad, debo impedirlo.

—¿Qué dice, señora? —rugió el joven marqués.

Se oyó el galopar de las moscas. Las olas apedreaban la muralla. El crepitar de las velas era un bramido.

—Acaban de llegarme pruebas que me indican que padece usted una enfermedad contagiosa y debo impedir que consume su matrimonio.

—¿Qué pruebas? ¿Qué enfermedad? ¡Hable claro!

—Usted tiene arranques de locura y de violencia porque padece sífilis. Sífilis en estado muy avanzado.

Jaime supo en ese momento que los poderes fácticos de Palma crucificarían a Tana, pero admiró su valentía.