Segunda parte

Un grave tañido marcó nuestra entrada a la habitación. La campana de la torre d’en Figuera anunciaba la primera hora tras el ocaso. Tana me cedió el honor y crucé el umbral de aquella misteriosa puerta secreta. Doce velas iluminaron la estancia. Era una hermosa alcoba amueblada, polvorienta. Aunque estaba abandonada, el lujo no resultaba decadente. Todo había quedado perfectamente conservado. Me pareció la estancia más bonita de la casa. Igual que la alcoba principal, tenía vistas al mar. Había en ella una zona de lectura, otra de descanso y un piano. En la pared del fondo norte se alzaba la chimenea francesa, de mármol verde esmeralda. Dos bellas ninfas, talladas en mármol blanco de Carrara formaban las columnas que sostenían el manto de la chimenea. Este también era de mármol verde igual que la campana, un elegante embudo invertido con decoraciones napoleónicas, en el que se reflejaba la luz temblorosa de nuestras velas. Parecía un monumento al camafeo. El hogar de hierro de principios del XIX era de carbón e imaginé lenguas de fuego crepitando y un mastín acostado junto a los rescoldos. Al otro extremo había una cama con baldaquino de columnas salomónicas. En un rincón, una graciosa casa de muñecas, tan grande que debieron de construirla dentro de la habitación pues era imposible que cupiera por una puerta. Me enamoré de cada objeto.

—No tiene acceso al pasillo… Han tapiado la puerta —dijo Tana.

—Alguien se ha tomado muchas molestias en eliminar esta habitación de la casa.

—¿Y te sorprende?

—Me parece un crimen.

—Siendo las paredes de color verde esmeralda… sin duda hablamos de un crimen.

—No es verde esmeralda, es verde perfección —dije yo.

Tana miraba la casa de muñecas fascinada. Me acerqué a la ventana. Como la del dormitorio principal, las jambas estaban encerradas en un arco gótico de piedra de delgados nervios estilizados.

—He aquí la culpable de nuestras misteriosas corrientes. La ventana está mal cerrada.

La abrí para echar la falleba correctamente y la luna iluminó un balandro de pesca en la bahía. Navegaba el barquito a menos de cien metros de nosotros. Del mar llegaron dos gritos aterradores que me hicieron soltar el candelabro con un susto de mil demonios.

Sebastián, el joven marqués, había sido un buen estudiante, un hijo cariñoso, amante de los animales y de las mujeres, delicado con sus mayores y respetuoso de sus vecinos. De un tiempo a esta parte, sin embargo, eran constantes los incidentes que contradecían ese carácter. Había cambiado y doña Marta estaba convencida de que era a causa de alguna enfermedad. Mientras esperaban a que llegase un experto de París, dos de los más importantes médicos de Palma, Juan Joan y el doctor Sartorius, le visitaban todas las tardes, desde hacía una semana, con el fin de elaborar un informe que presentarle al juez. El domingo, no obstante, la necesidad de ese informe pareció una redundancia. Sebastián había tenido uno de sus extraños episodios. Esta vez en público. Ante mil personas.

La plaza de toros, si es que este podía ser su nombre, se hallaba a las afueras de la ciudad, más allá de la antigua muralla. Ese día luchaban toros contra perros. Al espectáculo generalmente iban los trabajadores de clase baja, pero Sebastián era propietario de tres canes de presa que cuidaba con orgullo y, aunque sus animales no pelearían hasta el intermedio, el joven marqués tenía asientos reservados en primera fila para él y sus jóvenes amigos de la nobleza. El primer bravo se enfrentaba con dos perros. Junto a la plaza, la algarabía de ladridos enloquecidos daba una escasa idea de lo que verdaderamente aguardaba. Sebastián, como otras veces, disfrutaba del espectáculo en el que los perros eran primero pisoteados, lanzados, volteados y corneados por la fuerza de la res, pero poco a poco, como pequeños Davides, con fiereza, tenacidad y cabezonería, lograban agotar a Goliat hasta ser capaces de engancharse al rostro del toro dominándolo, metiéndole el miedo de la muerte entre los cuernos, quitándole la confianza y haciendo de él una víctima improbable, como harían los lobos cazando en campo abierto. Quizá fueron las voces mezcladas con ladridos, la sangre de uno de los perros, puede que simplemente el buen Sebastián tenga un resorte que, cuando se toca, lo convierte en un anormal. Nadie conocía aún el camino a su locura. La cuestión es que, en mitad de un lance, el joven marqués se abrió paso entre las tablas que cierran el primer piso y saltó a la arena dando gritos. Como un loco, se convirtió también en perro, lanzándose contra el toro, agarrándolo del rabo y mordiéndoselo, gruñendo y ladrando, mientras los canes auténticos se tiraban a dentelladas contra el hocico del animal. La muchedumbre se alegró de aquello, aplaudiendo y riendo, hasta que quedó claro que Sebastián se creía un perro más y la emoción dio paso a la risa y la risa al miedo y este a la estupefacción y al fin a una terrible sensación colectiva de tragedia humana. Ese pavor que se le tiene a los locos y que espanta. Uno se ríe de un tonto. Nadie se ríe de un loco. Dos de sus mejores amigos se tiraron a la plaza. El mayoral y los mancebos dieron caza al toro y acabó el extraño espectáculo. Sebastián fue llevado a su casa, donde los médicos encargados de vigilar su salud mental le curaron las heridas y rasguños, le administraron un bálsamo y cataplasmas, y lo acostaron.

La marquesa mandó llamar a Marcela. La joven fue a ver a su madre, solícita, pero con esa nueva mirada que doña Marta venía notando de un tiempo a esta parte y que no lograba clasificar.

—No te puedes casar con él.

—Este asunto ya está hablado, madre.

La marquesa no imaginaba ese tono. Una de las cosas que venía percibiendo desde hacía varias semanas era el nuevo sonido de la voz de su hija adoptiva. Cuando Marcela pronunciaba la palabra «madre», lo hacía de manera que parecía casi un insulto.

—Tengo miedo de lo que mi hijo pueda hacerte, Marcela. Está completamente descontrolado.

—Yo lo meteré en vereda.

—¡Se tiró a la plaza a morder a un toro!

—La gente exagera.

—¡Ladraba como un perro! ¡Aullaba como un lobo!

—Sé lo que hago.

—No es la primera vez que ocurre algo así. Querida… Entiendo por qué te casas con él. Crees que Sebastián será mi ruina y quieres ayudarme, piensas que una vez que tenga su herencia dejará de robarme, se calmará, que conseguirás administrar sus bienes y tratarlo como al niño cariñoso y dócil que era hasta hace poco…

—Sebastián siempre me ha tenido más respeto que a ti… incluso más que a Adelaida, con todo el miedo que da Adelaida.

—Así era antes, pero ha cambiado. Ahora te equivocas.

—¿No será que no te gusta la idea de que una plebeya se case con tu noble hijo?

—Desde hace un tiempo, dices cosas muy extrañas. ¿En qué te he ofendido, criatura?

—En nada… discúlpame, madre.

—Otra vez lo has dicho así…

—¿El qué?

—Madre.

—¿Cómo?

—Nada.

La marquesa se rindió mirando hacia otro lado. Marcela también se rindió, pero de otra manera.

—Me voy a casar con él y no quiero discutir más contigo.

Marcela bajó la cabeza honestamente afectada por los acontecimientos, las regañinas y el pasado. La marquesa asintió sabiendo que no le quedaba más remedio que seguir adelante con su demanda de incapacidad mental y enterró el sufrimiento en alguna parte. Tenía miedo de haber perdido a su hijo y sospechaba que estaba perdiendo en la misma riada a su hija del alma.

Jaime Sarriá se reunió con nosotros. Ya le había conocido el día de mi toma de posesión y me había caído muy simpático. Ambos compartíamos con Tana ese humor que da la cercanía a la desgracia. El de los soldados, los policías y los cirujanos. Al mismo tiempo, noté junto a él una corriente de camaradería sin palabras que solo siento entre los compañeros de armas. Supe nada más verle que había luchado en la guerra y se ganó mi respeto sin abrir la boca. Él me miró con el corazón, como si sospechara que yo no era un forense al uso, quizá porque percibía lo mismo que yo, que éramos hermanos de otras luchas. Lo que sí que he de reconocer es que, aun gustándome desde el primer golpe de vista, había algo en Jaime que me irritaba: que hablaba con «mi esposa» con demasiada confianza y que los ojos de Tana siempre se reían cuando Sarriá la miraba. Aparte de esos celos nada infundados, el policía me parecía un hombre estupendo. Ahora sé que no me equivoqué al juzgarle.

Tana y yo —es decir, Tana— le habíamos hecho la autopsia a la mujer hallada en la bahía.

—¿Y bien? —dijo Jaime.

—Llevaba unas dos semanas, quizás algo más, en el agua. El estado de descomposición es notable.

—¿Sabemos de qué ha muerto? —preguntó el policía.

—Sus pulmones estaban llenos de agua, así es que ahogada.

—Era de esperar…

—Pero le dieron o se dio un fuerte golpe que no llegó a fracturar el cráneo. Justo entre la frente y el pelo.

—¿Pudo ser accidental? No sé… ¿darse contra las rocas de la escollera?

—Pudo. Es difícil caerse a la bahía y no darse en la cabeza con alguna peña. A no ser que cayese de un barco.

—Disculpa, Tana… señor Sarriá. Perdonad la interrupción —dije lanzándome a mi papel de forense—. No creo que una mujer de su clase viajase en barco con su mejor vestido.

—¿De su… clase?

—Clase popular.

—El vestido es de seda salvaje. No es muy típico de las clases populares —dijo Tana.

—Ya, querida, el vestido es de seda, los zapatos elegantes pero no finísimos y la ropa interior, en cambio… de pueblerina completa. Un algodón basto, sin encaje… Más aún —dije lanzado—. El tipo de camisola interior de una pieza que llevaba la muerta es muy típico de Valencia. Me atrevería a decir que esta señora es de por allí.

Sarriá miró a Tana, buscando su aprobación. Ella asentía, guardándose la sorpresa, mientras me miraba a mí algo irritada. Para mis adentros recé porque ninguno de los dos me pidiera detalles de por qué conocía yo tantos datos sobre la ropa interior de las pueblerinas valencianas.

—Señor Sarriá, como ve, mi marido es el mejor detective de España.

—Su ciencia no tiene parangón, don Carlos.

—Ahí lo tiene —dijo Tana—. Una pueblerina valenciana vestida con su mejor traje. Yo de usted, preguntaría en fondas y pensiones, a ver si en alguna han echado de menos a una pelirroja huesuda con manchas de podenca en la cara.

—Ahora mismo mando a Prihuelas —rio Sarriá—. ¿Algo más a destacar en la autopsia?

—Dos cosas que, aunque puede que no sean relevantes, son sin duda muy peculiares. La muerta tenía seis dedos en el pie derecho y el hígado muy graso.

—¿Cómo se pueden tener seis dedos en un pie?

—Es hereditario —dije yo—. Más común de lo que se piensa.

Tana volvió a mirarme alzando una ceja. Yo le guiñé un ojo. Empezaba a disfrutar del papel.

—¿Y lo del hígado graso… qué es, que estaba enferma?

—Cirrosis, sí. Andaba bastante maltrecha —replicó «mi mujer»—. Un hígado así se encuentra sobre todo en…

—… En los gansos franceses antes de que los granjeros hagan foie gras con ellos —interrumpí.

Sarriá se rio. Tana empezaba a estar realmente molesta.

—Iba a decir que un hígado así se encuentra sobre todo en los borrachos, pero en los gansos, querido, supongo que también.

Prihuelas, con su diligencia habitual, pronto descubrió que la fallecida se había alojado en la Fonda del Mar.

A todos nos pareció premonitorio el nombre de la hostería y reímos de buena gana. Según los testigos, hacía tres semanas que estaba desaparecida y el fondista pensaba que la pelirroja se había marchado a hacer una excursión por la isla, pues todas sus cosas seguían en la habitación. Sarriá nos explicó sus averiguaciones ante un excelente pez de San Pedro al ajoarriero, regalo de Teodoro y Dorín, los dos pescadores que habían encontrado el cuerpo flotando en la bahía.

—Fue un suicidio.

—¿Está seguro?

—No, pero encontramos esta nota en la habitación del hotel. Hemos comparado la letra con la de otra esquela que envió a una tienda de telas con un encargo. Es la suya, y escrita con la misma pluma.

—¿Y qué pone? —dije yo, mientras Sarriá se la mostraba a Tana.

—«Siento mucho tener que recurrir a esto, pero estoy desesperada. Por ello, pido perdón».

—Esta nota no está firmada —dijo Tana.

—No, cirujana, pero está escrita por su mano. Se llamaba Narcisa Negrín y había llegado hace algo más de tres semanas. Al parecer, estaba visitando a unos familiares, aunque nadie en la fonda sabe quiénes son.

—¿Y no mandó recado a ninguna casa? Es lo que se suele hacer cuando uno llega a una ciudad a ver a algún conocido.

—Sí, sí, pero no se adelante, que tengo más datos misteriosos.

—Debió ser usted dramaturgo, qué interés le pone a la intriga —le dije sonriente.

Tana me dio un puntapié.

—En su habitación había un sobre casi completamente quemado del que hemos logrado salvar un fragmento. En ese fragmento se lee «… calle de la Iglesia, Oliva».

—Oliva es un pueblo cercano a Valencia —añadió Tana.

Sarriá sonrió, asintió, y atacó uno de los flancos del pez.

—Pero aún le queda algo más que contar… ¿No es así? —dije yo.

—Como sugirió su esposa, al poco de llegar a Palma, la muerta mandó a un mozo con una nota a una casa importante de la ciudad. De eso hará unas tres semanas.

—¿Y adónde envió la nota?

—A Can Belfort.

—¿A mi casa? Digo… nuestra… casa.

—No. A la mitad este de Can Belfort. A casa de la marquesa. El mozo del hotel no sabe a quién iba dirigida, porque es analfabeto, y como tenía prisa por hacer otros recados, la metió por debajo de la puerta.

—Esto se pone interesantísimo.

—¿Y ya ha hablado con la marquesa al respecto?

—Todavía no. Lo haré esta noche, en el baile de ca… de máscaras de la Lonja.

Esclavas árabes bailaban con magos y hechiceros, generales turcos con princesas eslavas, y yo, un bravo cosaco ruso, con la preciosa Marcela Bocacci, que vestía, cómo no, un etéreo traje de Helena de Troya. Era el baile de máscaras de la Lonja. Hay quien dice que es una pena que esta joya de edificio no se utilice más que una vez al año en las fiestas de carnaval a favor del hospicio. Yo digo que los lugares adquieren la finalidad que se merecen y un salón no puede ser mágico si está abierto todo el día y a cada hora es profanado por visitantes o comerciantes, pisoteado, desgastado y expoliado por esa sutil pero constante falta de respeto que produce la costumbre. Mirando estas imposibles columnas enroscadas que parecen altas palmeras de piedra, unas palmeras que sostienen el cielo de la cueva de Ali Babá, opino que la Lonja de Palma no es un edificio, sino un oasis que un árabe soñó, un palacio inventado en el desierto, un lugar que no existe durante trescientos sesenta y cuatro días y que de pronto, una noche, abre sus puertas al encanto de lo popular y el oropel de la abundancia. Este mágico edificio tiene casi cuatrocientos años. Desde sus ventanales góticos al mar espero avistar en cualquier momento el barco del capitán Otelo y me creo que me han transportado a Venecia, a Malta, a Chipre, a un lugar inventado por un autor teatral. Piso el suelo de mármol negro al son de mazurcas y minués y bailo con una belleza italiana. Bailo una mazurca hoy, porque hoy, solo hoy es el día, y este día, por un día, como el paso de un cometa, la floración de la orquídea africana, el eclipse de luna o la ola gigante del río Kitang, hoy estamos más vivos que ayer y menos que mañana y nos enmascaramos celebrando el presente.

—Le va muy bien el traje de cosaco, don Carlos —me dijo Marcela, con la que bailaba, ya digo, una mazurca.

—¿Usted no me va a preguntar por la muerta de la bahía?

—No.

—Qué alivio. He bailado con cuatro damas y las cuatro querían, a cada cual, más detalles escabrosos del caso.

—Debe de estar muy aburrido, entonces.

—Casi tanto como ese joven que la mira desde un rincón. Lleva pendiente de usted toda la noche y no se ha unido a la danza, ni ha bebido, ni ha probado bocado. Me pregunto si no será de piedra, como la columna en la que se apoya.

—Es Ramiro, y no es de piedra, es de… Nácar, y no quiero hablar de él.

—Pues hábleme de lo que más le guste.

—Me gusta su disfraz. ¿Sabía que cosaco viene de la palabra del Turquestán kazak?

—Esas cosas tan lindas solo las puede saber usted, señorita Bocacci.

—Note que es palíndromo. ¿Adivina por qué?

—Ah, quiere jugar a ver cómo soy de listo… o de cultivado… o de leído… Me temo que le espera una decepción.

—Use la lógica detectivesca por la que es tan conocido, adelante, no me decepcione antes de empezar a jugar.

—De acuerdo. Kazak. Ka-z-ak. Hummm… Sí… se lee igual por delante que por detrás… Intuyo que este palíndromo no deriva de un rito, o de una superstición ancestral. Conociéndola a usted, sospecho que es una cuestión filológica, pues tras la Grecia clásica, la lingüística es su gran pasión. ¿Voy bien?

—Va usted tan rápido que me mareo.

—Es el compás de la mazurca…

Marcela soltó una carcajada. Yo me alegré. Tana, que bailaba a pocos metros con un atractivo bandolero, don Jaime Sarriá, nos miró de reojo. De eso también me alegré.

—Bien, señorita Bocacci, seguiré con mis deducciones… Sabiendo que los cosacos provienen de una zona cercana al mar Negro… ¡Ah! ¡Lo tengo!

—¿Lo tiene? ¿Ya? Nadie nunca lo ha tenido hasta ahora.

—¿No me diga que esta adivinanza de los cosacos la usa con todos los forasteros?

—No puede usted haberlo deducido. No le creo.

—La palabra kazak es palíndromo, es decir, se lee igual de izquierda a derecha y de derecha a izquierda precisamente porque los cosacos provienen de una zona fronteriza entre dos lenguas. El eslavo y el turco. ¿Voy bien?

—Divinamente…

—El turco usa la grafía árabe y por tanto se lee de derecha a izquierda. En cambio, los idiomas eslavos, se leen igual que los latinos o anglosajones, de izquierda a derecha, aunque empleen la grafía del alfabeto cirílico en su escritura. ¿Es así?

—Así es. Le aplaudiría si no estuviéramos bailando. ¿Dónde hay más hombres como usted, don Carlos?

—Allí hay uno. Apoyado en la columna. La sigue mirando.

—¿Ramiro de Nácar?

—La mira como el mítico Paris, estudiando la forma de raptarla.

—No debí disfrazarme de Helena, entonces… Tranquilo, no me dejaré secuestrar como hizo ella.

Vi el mar de fondo en sus ojos oscuros de Botticelli. Yo le hablé de nuevo, no sin cierta preocupación:

—Está enamorado de usted y no es de nácar ni de piedra, es de carne humana y tiene cara de buena persona.

—No está enamorado. Me desprecia… y es lo mejor para él.

No dije nada. Estaba claro que Marcela estaba enamorada del muchacho, que él estaba loco por ella y que la fractura entre ambos parecía irremediable.

Dos minués más tarde, Tana, Sarriá y yo nos quitamos las máscaras para beber un ponche que he de decir que era odioso, y como según parece los forenses no podemos hacer otra cosa que no sea hablar de crímenes, salió de nuevo el asunto de la pelirroja suicida.

—¿Y bien, Sarriá? ¿Qué le ha dicho la marquesa? —preguntó mi mujer con ansia.

—Que ella no sabe quién es esa podenca pelirroja y que jamás ha recibido una nota de ninguna Narcisa Negrín.

—¡El mozo afirma que metió la carta por debajo de su puerta! —dijo Tana.

—Lo mismo le dije yo, cirujana, y la marquesa me ha replicado que si un mozo metió un sobre por debajo de la puerta, es sumamente lógico que se haya perdido porque precisamente para evitar estos extravíos la gente decente llama a las puertas y entrega las cartas en mano a los criados.

—Miente —dijo Tana con énfasis.

—Está claro —apoyó Sarriá.

—Nadie da tantas explicaciones indignadas sobre el extravío de una carta —dije yo rayando en la redundancia.

—Así opino yo también, don Carlos —añadió Sarriá para redundar ya del todo.

—Bien, pues yo le digo más: que esa mujer no se suicidó —añadí con seguridad—. La han matado.

—¿En qué te basas, querido?

—En que su maleta estaba hecha. Cuando uno va a morir no tiene cuerpo ni interés en dejar las cosas tan bien recogidas. Narcisa Negrín se preparaba para marcharse de la isla.

—No estoy de acuerdo. Y tú tampoco.

—¿Yo no estoy de acuerdo conmigo mismo?

—No, porque dijiste que ninguna mujer se pone su mejor vestido para ir en barco, y si dices que se marchaba de la isla…

—Ah, pues es cierto. Ahí me has cazado, querida. Entonces la mataron en la habitación y luego recogieron las cosas para que todo quedara ordenado y nadie sospechase de un crimen.

—Yo creo que es más factible el suicidio, mi amor.

—¿Si tú fueras a tirarte a la bahía te pasarías la tarde doblando ropa interior, colocando zapatos?

—No lo sé… Es lo más probable. No querría que me tomaran por desordenada.

—Eso lo dices desde la mente de una persona cabal, pero ¿qué pensarías si estuvieras en un estado suicida… En un estado de desesperación, de alteración absoluta del alma, de ofuscación? ¿También te pondrías a ordenar?

—Estoy con don Carlos.

—¿En dónde dice que está? —preguntó la campeona del alzamiento de ceja.

—Señora, no tiene usted ojos, tiene dos punzones —dijo el policía ofreciéndole esos hoyitos que desarman a un mameluco. Tana se sorprendió tanto que se sonrojó.

—Estoy con don Carlos en que la mataron —dijo con dulzura, como si le hablara a una niña o a un animal salvaje—. Que uno no recoge, no. Que recogieron por ella. Y voy más allá, se puso su mejor vestido porque esperaba visita, y esa visita la mató.

—Empieza a ser molesta, señores.

—¿El qué?

—Esta Santa Alianza masculina a la que han llegado contra mí.

Tana no terminaba de estar bromeando, pero ambos reímos y en ese momento, como si lo hubieran convocado mis hadas enemigas, apareció el que faltaba:

—Caballeros… ¿Me permiten que les robe a su odalisca? Teníamos este baile reservado —dijo el muy atractivo y muy noble doctor Echagüe.

—Si ellos no se lo permiten, doctor, yo se lo ordeno —replicó mi mujer fulminándome con su intensa mirada azul.

Los vi marchar, los miré bailar y sentí como si una mano me estrujase con fuerza el corazón. Tana iba disfrazada de odalisca, sí, pero tenía los hombros al aire cual Desdémona descocada. El doctor Echagüe llevaba el uniforme de un coronel de caballería. No le sentaban nada mal mis viejos galones.

Dios aprieta, pero no ahoga, porque para calmar mis celos y distraerme con el verdadero asunto que me había llevado a Palma se nos acercó doña Marta, la marquesa viuda de Belfort.

—Señor Sarriá… disculpen que los interrumpa, pero tengo un dato importante sobre esta mujer muerta por la que me preguntaba.

—¿Ha recordado la carta?

—No se puede recordar lo que no se ha olvidado. No es eso. Es el nombre. Usted dijo que se llamaba Narcisa Negrín…

—Así es… y claramente, en el nombre llevaba la maldición, pues pereció ahogada como aquel tocayo mitológico que se miraba en el río… aunque en este caso no sabemos si esta señora murió de narcisismo o si la empujaron a mala leche.

La marquesa estalló en una carcajada cristalina como el chorro de una fuente y Sarriá me sorprendió gratamente con uno de esos sarcasmos que tanto me recordaban a mi hermano y que hacía sin mudar el rostro.

—Pero por Dios, señora, siga, que la he interrumpido… —dijo Sarriá como si tal cosa.

—Ay, qué encanto es usted, don Jaime… —decía doña Marta—. La cosa es que yo me quedé dándole vueltas al nombre porque me recordaba algo y no sabía qué… y ya lo sé.

—¿Lo sabe?

—Narcisa Negrín es el nombre del personaje de una novela de Juan Vilamayor que tuvo mucho éxito hace unos años. Una novela romántica.

—¿Un personaje inventado?

—Pues sí. O es una casualidad rocambolesca o esa mujer estaba en la isla con… seudónimo.

—Gracias, marquesa. Efectivamente es una información muy interesante. Si me disculpan, voy ahora mismo a hablar con Prihuelas…

A la marcha de Sarriá, doña Marta se volvió hacia mí.

—Don Carlos… al fin solos.

—Al fin, señora Belfort. Está usted preciosa de emperatriz Josefina.

—Me temo que tengo un terrible dolor de cabeza. He estado conversando con el doctor Sartorius y, válgame el cielo, que hombre tan pagado de sí mismo y tan denso…

—Es usted un claro ejemplo entonces de que la corona no quita el dolor de cabeza.

—Completamente de acuerdo —rio doña Marta—. Debí disfrazarme de María Antonieta. En su caso, fue mano de santo…

—¿Son todos los palmesanos igual de ingeniosos o es a causa del infame ponche?

—Es la mentalidad isleña. Cuanto menos trabajamos, mejor humor tenemos.

—Pues se le agradece su humor, marquesa.

—Las gracias y el donaire los tiene usted, caballero. Don Carlos… quería pedirle un favor.

—Lo que ordene.

—Mi gran amigo, Abel de Nácar, sufrió una caída…

—… En la escollera, lo sé… leo el periódico…

—Entonces sabrá que los dos médicos que lo tratan, entre los que está ese innombrable de Sartorius al que todos toleramos porque es concuñado de un ministro… están a la greña.

—Más que a la greña. Se han apostado cinco pesetas a ver quién tiene razón y en la Academia de Medicina se han formado bandos.

—¡Jesús! ¿Y cómo le llaman a eso? ¿Jugar a las tabas?

—No, señora, los niños juegan a las tabas… los cirujanos, jugamos a las tibias.

La marquesa estuvo a punto de escupir el ponche, que a cambio se le fue por mal sitio. Disfrutaba, lloraba y sufría al mismo tiempo. Cuando se calmó, añadí:

—Hasta el gobernador ha puesto dinero en favor de Juan Joan.

—Qué terribles son ustedes, los médicos. Mire que apostar sobre los huesos de un enfermo como si fuera un caballo…

—No hay muchas distracciones en la isla, pero tranquila, yo no he intervenido en el asunto.

—Pobre Abel, tiene terribles dolores. Me gustaría mucho que usted le examinara. Es un querido, querido amigo. Sus hijos y los míos se han criado juntos, nos conocemos desde hace más de treinta años…

—No diga más. ¿A qué hora y cuándo podrá recibirme?

—Hablaré con él y se lo haré saber, y también le diré que es usted el mejor médico de toda esta reunión.

—¿Cómo puede saber eso?

—Porque usted ha sido el único capaz de quitarme el dolor de cabeza.

La marquesa sonrió amigable y la saqué a bailar.

He convencido al monje. Me ha sacado fuera. Mi cama mira al lejano mar desde este frondoso valle junto a la sierra de Tramontana. No me susurran las olas pero me hablan los árboles. Dondequiera que miro hay movimiento y cada desmonte lleva un flequillo de hierbas aromáticas despeinado por la brisa. Aspiro el perfume de las flores de Valldemossa y sospecho que no hay un paraíso mejor en la tierra. Creo que el paisaje es lo que me da fuerzas para escribir.

Los domingos llegaba el correo con los periódicos de la península y las cartas. ¡Qué trozos de papel con dobladillo son las cartas! Noticias de un padre enfermo, una madre que visita, un hijo que aprueba la oposición, un quinto que ha de presentarse a filas. Cartas. Breves bocetos de presentes que al llegar a su destino ya han cambiado. Al ver llegar el barco correo recordé las docenas de cartas que escribí en mis tiempos de guerra. Las misivas a madres, mujeres, hijos, hermanos, dando noticia de un soldado. Esa noticia, la peor, no cambia. La muerte es un continuo inamovible. Un destino cumplido.

Tana recibía muchas cartas. Mantenía discusiones científicas con el profesor Marsh, inventor de una máquina medidora de arsénico, con el doctor Orfila, gran menorquín, experto en medicina legal en París, o disquisiciones artísticas con el pintor Joaquín Espalter, a quien había conocido en Barcelona y que nos mantenía al día de las novedades en el arte. Así mismo, estaba suscrita a las gacetas médicas de Madrid, París, Londres y Bolonia. Por eso los domingos siempre llegaba algo y estos paquetitos, noticias y misivas eran para ella una alegría y convertían la casa en un remanso de paz. Yo aprovechaba para ponerme al día sobre la guerra leyendo los periódicos de Madrid. Me gustaba hacerlo en mi alcoba. Mi habitación verde. Los criados no sabían de su existencia y, para todos, yo dormía con Tana, pero por las noches atravesaba el umbral hacia ese lugar encantado para mí y maldito para otros. La había convertido en mi hogar. Dejé el periódico. Quería dar un paseo. Normalmente, cuando cruzaba de una habitación a otra, llamaba a la puerta, pero en esa ocasión olvidé hacerlo. Tana leía una carta sentada en la otomana, los ojos brillantes, el rostro amargo. Nunca antes la había visto preocupada y sentí una punzada de dolor, pues lo que a ella le hace daño a mí también se me clava.

—¿Malas noticias?

Tana dio un respingo. No me había oído entrar. La carta se cayó al suelo. Por ayudar la fui a recoger.

—¡No la toques!

Estaba fuera de sí. Me miró con odio.

—Perdona… siento haberte sobresaltado… ¿estás bien?

—Sí. ¿Por qué no había de estarlo?

—Por lo que dice en esa carta. Te has quedado sin sangre en las venas.

—No es nada grave.

—¿Tiene que ver con tu marido?

—Con quien no tiene nada que ver es contigo. No pensarás que voy a confiar mis intimidades a un ladrón, desertor e impostor…

—Pues sí, lo pensaba… pero ya no lo pienso. Que tengas buen día.

Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, Tana se arrepintió.

—¡Carlos!

—¿Sí, querida? ¿Necesitas algo de la calle? Voy a la Rambla.

—Necesito que me perdones.

—Aunque hicimos un pacto de no hablar del pasado, eso no significa que no seamos sensibles a lo que le pasa al otro. Yo sé que tienes dolorosos y duros recuerdos. No lo olvides.

—Lo sé… y lo siento.

Me acerqué a ella. Quise acariciar su mejilla pero pensé que si lo hacía se echaría a llorar y me odiaría por verla llorar, así que… no lo hice.

—Entonces repetiré la pregunta. ¿Necesitas algo de La Rambla?

—Ensaimadas y cuartos. Hoy viene Jaime a tomar el té.

Sonreí, asentí y me marché con dolor, pues al cerrar su puerta la imaginé llorando.

El joven Ramiro de Nácar acompañaba a su hermana Sara a misa todos los domingos. Ese día, a la salida del templo, como no estaba con ellos Abel para obligarlos a volver a casa, decidieron dar un paseo por el Borne. Es curioso cómo suceden las cosas. Lo que iba a ser un simple paseo se convirtió en el primer eslabón de una cadena de acontecimientos. Una sucesión de pequeños hechos en apariencia irrelevantes que nos llevaron hasta el lugar en el que estamos ahora.

La joven Sara era una muchacha menuda, delgada, muy rubia. Dicen que bebía vinagre por las mañanas para ser la más pálida y que comía lo justo para no morir de inanición. Las criadas siempre la encontraban despierta, a cualquier hora del día o de la noche, cuidando de su padre, rezando el rosario o leyendo vidas de santos y poemas de amor. Era una romántica y sabía de memoria muchos sonetos de Shakespeare, Lord Byron o Espronceda.

La joven caminaba silenciosa de camino al Borne. Ramiro, su hermano, que se había vuelto más parco aún si cabe debido a su desgracia amorosa por Marcela, la llevaba del brazo.

Frente a la botiga del anticuario Rosendo Miró, Sara se detuvo, cambió de expresión y sintió un mareo justo en el instante en que otro que paseaba por el Borne, don Jaime Sarriá, llegaba a su altura. Al ver a la joven desfallecer acudió en su auxilio como agente que era de la autoridad. La tomó en sus brazos y algo que no estaba planeado sucedió. Sarriá encontró una sensación perdida. Un contacto casi olvidado. El calor de una mujer desvalida contra sus costillas. El latido de otra. Diligente, llevó a la muchacha al interior de la botiga. Ramiro le ayudaba. Don Rosendo, el amable anticuario, le dio a Sara una copita de palo de Mallorca que en un cuerpo tan parecido al de un pajarillo desnutrido causó un efecto devastador. La muchacha se reía sonrojada mientras paseaba los ojos de unos objetos a otros, camafeos y rosarios, un clavín de marquetería, dos lámparas de pasillo de bronce, espejos y cornucopias andaluzas, una mesa vaticana de muestras de mármol, dos romanas y siete cuencos de cobre. Sarriá le dio uno de los hojaldres que había comprado para obsequiar el té al que lo habíamos invitado esa tarde en Can Belfort, y mientras Sara masticaba ese y otros cuatro como ese, el dragón de Sant Jordi moría reflejado en un espejo veneciano, San Miguel pisoteaba al demonio, así, como si nada, junto a una romántica imagen de Lanzarote del Lago en la que tan noble caballero de brillante armadura, generoso y puro, le entregaba la dulce mano de la bella Ginebra a su gran amigo, el rey Arturo.

Sí, ese fue un momento de confluencia de astros. El feliz aroma a jazmín español de Sarriá inundaba la botiga, las palabras en catalán de Ramiro llevaron a Sara a su infancia y en la mente del policía se produjo una revelación. Todo aquello se mezcló en la marmita de un brujo Merlín, dentro de la mágica botiga del anticuario Miró, y mientras Sara calmaba con el dulce su risa de licor de quina sin apartar la mirada de una bandeja labrada, se aferraba a las manos del policía y de su hermano, tratando de no caer en el mismo abismo del que ya había entrado y salido tantas veces desde que llegara a Palma siendo una niña.

Jaime Sarriá, que ni ensartado por Cupido con doce flechas (como el patrón de la ciudad, San Sebastián), ni siendo testigo de las más inesperadas revelaciones, dejaba de ser un ávido policía, clavaba la vista en una enorme bandeja de plata que presidía el lateral del escaparate. Era una fuente de gráciles asas, decorada en relieve con flores de crisantemo. No era una bandeja cualquiera de plata. Pertenecía a la importante colección robada de doña Marta de Belfort.

Esa tarde Sarriá seguía arrugado, sentado en un rincón del laboratorio de Tana. Apenas era capaz de mirarnos a la cara. «Crisantemos, otra vez crisantemos», se decía sumido en sus disquisiciones.

Teníamos la agradable costumbre de tomar el té entre pipetas y tubos de ensayo, guarecidos por los instrumentos de ciencia y precisión, envueltos en el leve aroma a eucalipto, medicina y formol del laboratorio. Ese domingo había menos hojaldres que de costumbre. Sara de Nácar se había comido la mitad.

—¿Toda la plata? —dije yo.

—Toda. Hemos recuperado hasta la última pieza, según nos ha asegurado la marquesa, que, tras reconocerlas todas, está felicísima. Solo falta un embudo de oro para decantar el vino.

—¿Y qué dijo el anticuario? ¿Tienen al ladrón? —pregunté yo.

—Les va a sorprender. La plata se la había vendido un hombre de toda confianza, al que él conoce, y yo también, y que bajo ningún concepto es un ladrón.

—¿Quién?

—Teodoro, el padre de Dorín.

—¿Los pescadores que encontraron el cuerpo? ¿Esos hombres a cuya salud nos zampamos un exquisito pez de San Pedro?

—Los mismos. Parece ser que no solo encontraron un cadáver… sino un cadáver cargado de plata. Debieron de pensar que el tesoro se lo traía el pez.

Yo asentí sonriente, pues conocía la leyenda del pez de San Pedro. Tana no la sabía y se lo empecé a explicar:

—El pez de San Pedro tiene dos manchas negras, una en cada costado, y la gente dice que son las huellas de San Pedro.

Al ver el gesto adusto de Tana, Sarriá, dicharachero, siguió diciendo:

—Hace referencia al evangelio… Cuando Jesucristo le pidió que pescase el primer pez y sacara una moneda de su boca para pagar el tributo del templo de…

—Las huellas de San Pedro en un pez me importan tres pitos —interrumpió ella exasperada.

—… Cafarnaún.

El policía se olvidó del evangelio de San Mateo y la miró muy molesto. Se midieron. Se medían a menudo. Uno debería pensar que ya habrían de tenerse cogida la medida. Como no era así, entendí que es que les gustaba medirse. En realidad nos gustaba a los tres, pues siempre que nos sentábamos a tomar el té los domingos formábamos con las butacas un triángulo perfectamente equilátero, como si hubiésemos medido con el ingenio las pulgadas exactas para no formar ningún ángulo obtuso.

—Vamos, Tana… —dije tratando de aflojar la tenaza de sus ojos—. Esto es muy entretenido.

—No, su esposa tiene razón. Al grano, al grano. A la porra Cafarnaún. He pasado una hora interrogando a Teodoro y me ha dado hasta el más nimio detalle. Cuando izaron el pez de San Pedro no encontraron oro en su boca, pero cuando izaron el cadáver de Narcisa Negrín al balandro, descubrieron que tenía un cabo amarrado a la cintura, y que de ese amarre pendía un saco con un par de piedras y toda la plata de la marquesa. A Teodoro no le pareció que quedarse con la pl… argenta fuese robar. —Jaime me sonrió con sus hoyitos de pillo antes de seguir—. Lo consideró un rescate en el mar y según la ley del mar… quien rescata la mercancía de un naufragio, se la queda.

—No tendría la conciencia muy tranquila cuando no dijo ni pío.

—Evidentemente. T… El pescador sabe que no tiene a qué agarrarse.

—Trató de ver si colaba… y no ha colado.

—No.

—Parece claro que el asesino quiso hundir el cuerpo de esta Narcisa con el peso de la plata. ¿No?

—Sí. Y fue una idea acertada —dijo Tana—, pero a medida que se produjo la descomposición, el cuerpo liberó gases que lo hicieron subir a la superficie…

—Estoy esperando —interrumpí yo.

—¿A qué, querido?

—A que me digas que tenía razón. Yo ya dije que alguien la mató y arrojó su cuerpo al mar.

—He de admitir que como suicidio deja mucho que desear. Así que, bravo, tenías razón.

—Gracias. Sarriá, ¿qué le pasa que está tan pensativo? Parece usted Dante ante las puertas del infierno…

Tana miró hacia otro lado, como si lo adivinara. Don Jaime sonrió no sin tristeza y me sorprendió de veras citando al poeta florentino:

Lasciate ogne speranza o voi ch’entrate[2].

—¿Se ha enamorado? —le dije acertando de lleno.

Sarriá no contestó porque la verdad es que no podía dejar de pensar en la revelación que había tenido junto a la joven Sara. ¿Amor? Era profundo y dolía luego, sí, debía de serlo, se dijo. El policía se levantó y se acercó al ventanal. Una hoja estaba abierta para aliviar el sol. Recuerdo que pensé que era una composición bellísima para un retrato romántico. Un hombre melancólico, sumamente atractivo, mira las olas que baten contra los muros de la casa gótica tratando de decidir qué pasaría si se arrojara desde esa ventana veneciana al mar. Como si Tana leyera mis pensamientos y la tristeza de Sarriá, se levantó y cerró la balconera. Él salió de su ensoñación, que dudo mucho que fuera suicida, y sonrió levemente, sin hoyitos.

—Bien, me marcho ya. Muchas gracias por el té. Ha sido una muy agradable merienda, como siempre, y siento no haber podido traerle más hojaldres, cirujana.

—Más lo siento yo —dijo ella preocupada.

—Mañana vendré con la plata para que la examinen, si les parece.

La cirujana le miraba en silencio. Pensativa. No del todo conforme. Algo triste. Presintiendo cosas que estaban por venir, hecatombes sentimentales, resacas desconocidas en este mar que, en pleamar, parecía entrar hasta el corazón.

—Por supuesto, venga mañana y haga el favor de descansar, que le veo deslavazado, hombre —le dijo.

—Sí, sí… gracias.

—Sarriá… —dije yo.

—¿Don Carlos?

—No venga a primera hora. Mañana vamos a visitar al señor de Nácar por lo de su caída.

Sarriá asintió y se fue. Tana me miró contrariada.

—¿No te dije que no me interesaba ese señor?

Las voces entre Abel y su hijo Ramiro se oían desde la calle, aunque no podía entenderse el asunto que los había puesto tan frenéticos. Cuando cesó la bronca, Abel de Nácar entró cojeando en la antesala de la alcoba. Se apoyaba en un robusto bastón con incrustaciones de madreperla, haciendo honor a su apellido.

—Disculpen la espera, pero he tenido la más infame pelea con mi hijo Ramiro.

—No sabe cuánto lo siento…

—Lo que ha hecho esta vez no tiene nombre y le voy a desheredar. ¡Así es la vida! No dirá que no se lo advertí. ¡Mañana mismo cambio el testamento!

—Si prefiere que volvamos en otra ocasión…

—No, no. Me calmo enseguida. Estimado don Carlos, es un verdadero placer. La marquesa no puede hablar más y mejor de usted.

—Don Abel… le presento a Tana de Ayuso, mi mujer.

Abel alzó la vista hacia la cirujana por vez primera y el aire se cargó con esa tensión nerviosa que se siente después del trueno y antes del relámpago. Tana le miraba igual de fijo, reviviendo unos dedos infantiles que entre risas paseaban las suaves, diminutas yemas, por aquel caminito sonrosado y nudoso que era la cicatriz que le partía el rostro.

—¿Qué es esto?

—Es la frontera de mi alma.

Abel parecía haberse recuperado del dolor de su pierna, perdido las preocupaciones, conjurado sus espantos. Tana no podía dejar de mirar la cicatriz, sus ojos de distinto color, la amplia sonrisa que era como volver a una antigua cala de la infancia. Él no soltaba su mano. Yo no entendía nada.

—Es un placer, señora. Me siento muy honrado de que hayan accedido a examinarme. Había oído hablar de sus proezas y estaba ansioso por besar su mano.

—Yo no las llamaría proezas —dijo Tana, evitando pronunciar todas las palabras que se agolpaban en su garganta.

—Cuentan que le salvó la vida a su marido. Dicen que es una gran cirujana.

—Así es —dije yo, estudiando sus rostros—, Tana es la mejor cirujana que conozco.

—Quiero que ella me trate la cadera… si no le ofendo, don Carlos.

—¿Ofenderme? Me honra. —Miré a Tana. Ella habría lanzado un chascarrillo, pronunciado una excusa, esbozado un gesto, hecho un guiño, dado una patada, proferido un exabrupto… pero nada. No parpadeaba. Abrió el maletín en busca de sus medicinas y herramientas. Me hice a un lado. Me volví invisible. Tana le examinó detenidamente. Hizo las preguntas oportunas. ¿Dónde es más intenso el dolor? Le pidió que caminara. Que se tumbara y elevara la pierna. Le tocó a la altura del riñón, en la espalda, en la cadera. Daba gusto verla trabajar. Al fin…

—Es difícil decirlo, pero mi opinión es que no tiene nada roto. Probablemente sea un tendón inflamado y los tendones resultan una lata. Debe tomar baños de calor y caminar un poco todos los días. Beba mucha agua y, antes de dormir, esta noche tómese esta píldora para reducir la hinchazón alrededor del tendón.

Tana le dio una pequeña esfera de color blanco. Abel sonrió. Era un hombre intensamente atractivo. Tana le estudiaba como miraba mi padre los retratos en la Real Academia de San Fernando: transfigurado pero serio, interiorizando los detalles. Por un instante me dio la sensación de que la cirujana quería lanzarse entre sus brazos. Nos despedimos de Abel, el hombre más rico de la isla, no sin pronunciar la promesa de que iríamos a verle al día siguiente. Al marchar, escuchamos de nuevo su vozarrón hablándole al mayordomo:

—¡Manda recado al notario! Que venga al alba. He de cambiar urgentemente mi testamento.

Los dos nos apiadamos de su pobre hijo Ramiro al que las desgracias en el amor y en lo económico parecían llegarle al mismo tiempo.

A media mañana llegó Jaime a Can Belfort. Venía con Prihuelas. Este último cargaba con un saco lleno de plata. Entre todos, examinamos el botín. Encontramos a Tana meditabunda, más callada que de costumbre, sin su humor habitual. Yo, en cambio, estaba exultante. Mi ánimo parecía inversamente proporcional al de mis compañeros. Aquello de ser forense, de investigar muertes, de indagar en la miseria y hurgar en la mente criminal empezaba a chiflarme. Como quería quedar bien con mi mujer, a la que notaba más lejana cada día y con más ganas de comerse a besos a los hombres guapos de la isla —los Sarriá, los Echagüe, los De Nácar—, había realizado unos precisos bocetos del cadáver de Narcisa Negrín y de sus heridas antes de que la enterraran con cal. Cuando les enseñé mis dibujos me sentí como el jugador de cartas que muestra su mano ganadora. No es falta de humildad decir que, como mi padre y mi abuelo, tengo talento para el dibujo, que siempre lo he tenido pues me viene de casta y además estudié durante años para ello. Mi padre fue grabador, amigo de Mengs, compañero del primer Madrazo, pintor de miniaturas y decorador de iglesias. Mi tío, hombre importante de leyes fue procurador del reino y mi madre… dejémoslo. Diré solo que soy de una familia en la que se nace admirando un cuadro, se crece con un libro de leyes en el regazo y se muere con un sable en el cinto luchando por la libertad. Yo iba para pintor de talento con tan solo doce años cuando la guerra contra el francés lo cambió todo y me convirtió en soldado, escritor de pensamientos y dibujante de gente pobre. En lugar de ingresar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, acabé con una cruz laureada de la orden del mismo santo.

—Don Carlos… estos bocetos son… magníficos.

Tana los miraba sin poder hablar. Por primera vez desde que me había convertido en su marido la había dejado boquiabierta.

—He creído útil que añada estos retratos del cadáver a su archivo sobre el caso —le dije con pompa al policía—. A veces, un dibujo vale más que cien palabras.

—Eres un genio, querido… tanto que creo que has dado con el arma del crimen.

Tana rebuscaba entre los objetos de plata.

—¿Ah, sí?

—La forma redondeada de la herida y la base de este candelabro de plata coinciden… ¿Qué opináis?

—Que está mellado.

—Exacto.

Sarriá sonrió con esos hoyitos tan pícaros que tiene e iluminó la estancia con sus dientes blancos y perfectos.

—Parece p… factible que le dieran con la base del candelabro en la cabeza.

—Es pesado, pero muy manejable.

Tana le pidió a Prihuelas que le trajera arcilla de modelar. Este lo hizo raudo. A su vuelta, mientras los hombres tomábamos jerez, Tana colocó un pellastrón de arcilla sobre una bandeja, en el mostrador del laboratorio, lo alisó con destreza, le dio un golpe con el candelabro y comparó el semicírculo que había quedado marcado en el barro con mi dibujo del cráneo de la muerta. Coincidían plenamente.

—Bien. Ya no hay ninguna duda. A esta señora la golpearon, le amarraron el saco de plata con un nudo marinero y la tiraron a la bahía. No fue un robo, por razones obvias. Estudiemos ahora la famosa carta de «adiós, mundo cruel» que dejó.

—Sabemos que no la firmó…

—Quizás iba a suicidarse y la mataron —dijo Prihuelas.

—Mata a una suicida y tira al mar un saco de plata —dijo Sarriá—. Se trata sin duda del asesino más estúpido del mundo.

—Muchos asesinos son grandes memos —sentenció Prihuelas.

—Gran verdad, Prihuelas, pero este no es exactamente un asesino —dije yo—. No fue un crimen premeditado… si yo quisiera matar a alguien no lo haría de un candelabrazo.

—Cierto. Es posible que los compinches discutieran por la plata y Narcisa se llevara la peor parte.

Tana nos había estado escuchando con paciencia. Al fin, intervino:

—Si hubiera sido una discusión de compinches, el otro jamás se habría deshecho de la plata. Y esa nota… «estoy desesperada»… La pusieron para despistar, claro está, pero es real, se refiere a otro tipo de desesperación, pero sea lo que sea también es importante. Hay que averiguar quién era realmente Narcisa Negrín, qué ponía en la carta y, sobre todo, quién robó la plata de la marquesa, porque ese ladrón es nuestro criminal.

En los lugares pequeños, tranquilos, suceden las cosas así. Durante meses no pasa nada, y de pronto, un lunes, ocurren tantas cosas que uno cree haber vivido meses de noticias. El juicio para incapacitar al joven marqués Sebastián Belfort había comenzado. Una de las primeras personas en declarar fue, como era de esperar, su propia madre, la marquesa viuda. El abogado paseaba por la sala con la confianza de alguien que se ha criado entre legajos y pleitos.

—Señora marquesa… se ha dicho aquí que usted trata de incapacitar a Sebastián Belfort para convertirse en la administradora de la fortuna que por derecho le pertenece a él. Se la ha acusado de querer impedir que herede de su difunto padre. ¿Es eso cierto?

—No. Yo no tengo ningún interés en beneficiarme de la herencia de mi hijo. Lo que es suyo, es suyo. Solo trato de proteger a Sebastián y sobre todo a mi hija adoptiva, Marcela Bocacci, de que cometa el suicidio de casarse con un enfermo.

—¿En qué se basa para decir que está enfermo?

—Tiene ataques de extremada violencia. Todos saben lo que ocurrió recientemente en la plaza. Sebastián se lanzó a dentelladas contra el toro. Aullaba como un perro.

—Sus amigos han testificado que fue una broma… una apuesta.

—Sus amigos dirán lo que quiera Sebastián. Ya les recompensará o con el dinero que me roba o con la herencia que pretende conseguir. No me entiendan mal, es buen chico, es solo que está… loco.

—Gracias por su candor, señora. ¿Su hijo le roba?

—A menudo. Es otro de los síntomas de su enfermedad.

—¿No le roba para darse al vino, a las mujeres, a las cartas?

—Eso sería reprobable pero comprensible en un hombre joven y apasionado. No. Me roba para regalar el dinero a las más estúpidas causas. Mi hijo nunca ha sido especialmente devoto y ha donado dos mil reales a la cuestación para construirle un mausoleo de ónix al anterior obispo. ¿Usted sabe lo que cuesta el ónix?

—Imagino que mucho.

—Pues coja usted su mucho y multiplíquelo por diez.

Ni siquiera el juez pudo contener una breve sonrisa. La marquesa hizo una pausa, tomó aire y prosiguió.

—En otras ocasiones, se ha paseado por el Borne o la calle de San Miguel arrojando dinero a los pies de los paseantes.

—Hay quien dirá que eso es generosidad.

—Pues el que lo diga es un mamarracho. ¿Quién le tira dinero a la gente a los pies? Un loco.

El abogado de la marquesa creyó necesario endulzar la frase:

—El término legal para esto, señoría, es «pródigo».

—Estoy bastante ducho en términos legales, pero gracias, letrado —dijo el juez—. Señora marquesa, le agradecemos su declaración y su honestidad. Puede retirarse. Bien… Tengo aquí los informes de los doctores Juan Joan y Augusto Sartorius. Me temo que dichos doctores han encontrado al joven cabal en todo momento, sano de juicio y jovial, y aseguran que en su opinión el muchacho no padece ningún tipo de enfermedad mental, locura transitoria o crónica de cualquier clase. Como está en juego algo más que una herencia, pues se ha acusado a Sebastián de querer arruinar la reputación de la muchacha Marcela Bocacci casándose con ella por un interés avieso, voy a estudiar todos los datos y testimonios antes de pronunciarme. Les convoco aquí en diez días. Se levanta la sesión.

Don Jaime Sarriá recibió en domingo un grueso paquete que al fin, tras un lunes lleno de eventos, lograba abrir a la luz de las velas. En él halló toda la información que había solicitado a uno de sus contactos de la época de espía. Los datos sobre el coronel carlista que Tana había puesto interés y emoción en enterrar con dignidad.

Al parecer, se trataba de un militar de carrera. Francisco Javier de Mayor y Sans, oriundo de San Sebastián, hijo del famoso pintor Mayor y Sans y de la condesa de Siresa. Su hoja de servicios era impresionante. Comenzaba con una cruz de San Fernando por su valentía en la batalla de Bailén, hacía la guerra entera contra el francés, continuaba luchando por la constitución en contra de la Santa Alianza, por lo que recibía otra cruz a su heroísmo, y acababa con su paso al bando carlista, quizá por ser vasco y estar casado con una navarra, pues resultaba extraño que, tras una vida de defensa de los ideales liberales, se hubiese unido a los contrarios a Isabel. Aun así, era un valiente, de familia noble y estaba casado con doña Irache de Gante. Dos meses antes de su repentina muerte en el jabeque, se le había dado por muerto en el asedio, incendio y toma del fuerte carlista de Puebla de Luz.

Sarriá acarició los diarios del militar. El anagrama con sus iniciales, la F y la J superpuestas, estaba en la primera página de cada cuaderno. Lo noble, lo honrado, sería enviárselos a su mujer, pero ¿cómo explicar que habían caído en sus manos sin hablar de deserción? Lo pensó mucho antes de escribir la carta. Comenzaba, la arrugaba, tomaba una nueva cuartilla, volvía a mojar el plumín, redactaba algunas frases, se detenía. ¿Hay que decir la verdad ante todo? Él creía que sí pero en este caso dudaba. ¿Qué sería lo mejor? ¿Decirle a una viuda reciente que su marido no era un héroe sino un fugado? La realidad es que había de ser un héroe aunque fuese un desertor, pues murió por salvar a unos niños en un barco en llamas… y tenía dos cruces de San Fernando. Eso no lo conseguía cualquiera, no lo lograba nadie, y menos un cobarde. Se dijo que probablemente, lo mejor era dejar a doña Irache de Gante en la noble ignorancia, suponiéndolo un héroe, a secas, de la guerra fratricida, castrense hasta el final y arrasado como el resto de su compañía por la historia y, sobre todo, por las llamas de las tropas isabelinas. Se dijo que por hoy había tenido demasiadas agitaciones y que no era el día para tomar una decisión acertada. Se dijo que quizá la verdad no es más que escuchar la voz del espíritu y este le gritaba que no escribiese la carta. Guardó los diarios. El auténtico cuerpo del carlista ya estaba enterrado en Mallorca. Nadie lo echaba de menos ni lo buscaba y Jaime estaba agotado. Tanto, que al posar la cabeza en la almohada ni siquiera pudo pensar en la persona que había ocupado su mente como una música esclavizante desde el día anterior.

Un notario se presentó en Can Nácar a las siete de la mañana. Cristóbal, el mayordomo, que ya había llamado dos veces desde las seis y media a su amo, volvió a golpear su puerta sin obtener respuesta y, tras algunos aporreos más, dio la voz de alarma. Ramiro y Sara se levantaron y fue el propio hijo de Abel quien mandó echar la puerta abajo. Su padre estaba muerto sobre la alfombra. Los ojos inmóviles tenían una rara expresión de sorpresa y por vez primera parecían del mismo color, haciendo pensar a todos los que miraban el cadáver que, en vida, Abel de Nácar había logrado aquel extraño efecto en su mirada no por capricho de la naturaleza, sino por pura voluntad.

Jaime aún soñaba que transportaba entre sus brazos a aquel pajarillo, entre crisantemos blancos, al interior de la botiga del anticuario, cuando medio dormido bajó a responder a la ansiosa llamada de su criado.

—Señor, señor… Es Prihuelas, es urgente…

Eran las siete y veinte de la mañana y le pareció que había más luz de luna que sol en el horizonte. Prihuelas jadeaba como un mastín que ha corrido toda la noche tras la montura de su amo. Por un momento, don Jaime Sarriá creyó que su fiel sargento se le moría ahí mismo, en el zaguán. Al fin le dieron un vaso de agua y el buen hombre pudo hablar.

—Ha muerto, señor. ¡Don Abel de Nácar! Como viven pared con pared, avisaron a los Ayuso y ellos dieron noticia a la comisaría. ¡Los forenses dicen que ha sido asesinado!

El primer rayo del amanecer atravesó un postigo entornado y se le clavó en el ojo como una espina. Jaime Sarriá tuvo un horrible presentimiento.

Tana y yo nos aseguramos de que nadie tocase nada en la habitación y pedimos a criados y familiares que nos dejaran a solas con el fallecido hasta que llegara el intendente. Yo saqué papel y carboncillo, me senté en una esquina de la habitación y me puse a dibujar. El sol estaba ya a las ocho y la cirujana no le quitaba la vista de encima a la impresionante estatua de un griego que sostenía a otro griego muerto, caído, desnudo. La situación era rara pues el grupo escultórico proyectaba la larga sombra de un cadáver de mármol sobre el cadáver del hombre De Nácar, el mismo que un día antes me había parecido indestructible. Recordé a mi viejo profesor de lenguas clásicas e intuí que aquella estatua tenía que ver con la Ilíada, pero no lograba identificar los versos. Al fin, me decidí a hablar con Tana, que parecía saberlo.

—¿Este quién es? ¿Aquiles?

—No. Debe de ser Menelao.

—¿Y el muerto que le da sombra a nuestro cadáver?

—Sé quién es, pero no me acuerdo cómo se llama. Igual que todos estos griegos, tiene un nombre bien raro.

Asentí y después, afectados por la muerte del rico señor de la cicatriz y por la sombra de aquella dramática escultura, hicimos nuestro trabajo sin cruzar una sola palabra más.

A su llegada, don Jaime casi fue derribado por la joven e impresionable Sara de Nácar, que se echó a sus brazos en el pasillo y le susurró algo al oído, justo en el momento en el que nosotros salíamos de la alcoba.

—Mi más sentido p… mis condolencias, señorita De Nácar —acertó a decir Sarriá.

—El forense no nos deja hacernos cargo del cuerpo de mi padre. Haga usted algo, se lo suplico.

—Por supuesto… tranquila…

—Queremos velarlo cuanto antes, recibir a la familia, a los amigos, acabar con este horrible sufrimiento de todos los que le querían.

—Pronto, señorita. Se lo prometo. Don Ramiro, llévese a su hermana al salón. Le pido que permanezcan todos allí hasta que sepamos lo que ha sucedido.

Sarriá estaba muy alterado pero lo disimulaba bien. Cuando nos quedamos a solas, Prihuelas me resolvió las dudas acerca de la estatua.

—Qué estampa… Menelao protegiendo el cuerpo muerto de su gran amigo Patroclo…

—¿Conoce esta escultura, Prihuelas? —dijo Tana.

—Sí, señora, el original de esta copia es una copia romana de una estatua griega. Está en Florencia. Viene en la colección de estampas del Gran Tour europeo que editan en la casa Jaume Bellver… Está en la Piazza…

—En la Piazza de la Signoria… Bajo los soportales de piedra… —susurró ella, sobrecogida.

Jaime me miró irritado. Yo me encogí de hombros, Prihuelas fue a decir algo pero el intendente se exasperó con Tana:

—¡Ni a usted le importa Cafarnaún, ni a mí me importa Menelao!

—Disculpe, intendente —dijo Tana volviendo de algún lugar lejano—. No podemos estar seguros sin hacer la autopsia, pero yo diría que es cianuro.

Sarriá escuchaba las palabras, miraba sus labios, pero estaba ofuscado por la frase que Sara había susurrado en su oído y su revelación del domingo anterior.

—¿Es… qué?

—Un veneno…

—¡Sé lo que es el cianuro, cirujana! Pero ¿un asesinato?, no es posible… Entremos.

Los tres volvimos hasta el muerto. Allí seguía, tirado, ganando en rigidez. Un hombre que había sido tan grande, poderoso, que inspiraba incluso terror en vida parecía a cada minuto más pequeño, liviano, desaparecía, como si, al desgajarse el alma de la carne, el propio cuerpo que minutos antes había sido recio, fuerte y noble, perdiera densidad hasta convertirse en un espectro vulnerable. Miré a Jaime, parecía realmente tocado. ¿Qué le sucedía al policía?

—Nos hemos asegurado de que nadie mueva nada —comenzó diciendo la cirujana—. No sé si lo notas, Jaime, pero hay en el ambiente un aroma a almendras amargas…

—Estoy acatarrado —replicó cortante—. No noto aroma alguno. Y bien… Si ha sido envenenado, ¿cómo lo han hecho?

—No lo sabemos —dije yo.

Fue Prihuelas quien pasó a explicar el dilema en el que estábamos:

—El cianuro mata instantáneamente, pero nadie pudo acceder a don Abel pues se había encerrado con llave y cerrojo. Dentro de la habitación no había una bandeja con comida, ni un vaso de vino, ni siquiera el agua de un florero. La única forma de que fuese envenenado con cianuro es que…

—Lo tomara por propia voluntad —espetó Tana.

—Un suicidio —dije yo.

—¡Válgame Dios! —exclamó el jefe de policía.

Tana empezaba a sospechar que algo grave le ocurría a Sarriá. Estaba de un humor malísimo y desde el abrazo de Sara jugaba con la leontina del reloj. Tana ya había observado que cuando Jaime se ponía tenso siempre jugaba con la leontina. Eso sin contar con que hoy el policía no la miraba a los ojos y no había sonreído con sus cálidos hoyitos ni una sola vez. Muchos hombres no la miraban a los ojos, pero Jaime siempre lo había hecho desde el minuto de conocerla, hasta ahora. Tana se sintió herida, decepcionada y triste pues realmente le había tomado mucho cariño al intendente.

—Debemos hacer la autopsia cuanto antes… comprobar si tiene restos en las manos, en la lengua… —añadió Tana.

—Y arena en el corazón —añadió un pensativo Prihuelas.

—¿Cómo? —preguntó Sarriá.

—Dicen que los envenenados por cianuro tienen arena en el corazón.

Todos miramos a Prihuelas impresionados por lo poético de la frase.

—Pues nos quedaremos sin saber si es verdad —interrumpió el intendente—. No habrá autopsia.

—¡Jaime! ¿Te has vuelto loco? —exclamó Tana.

—Señora de Ayuso, ha escogido usted un muy mal día para tutearme. Yo soy el in… el in… ¡El que manda!, y le digo que no va a haber autopsia. Este señor ha muerto de un ataque al corazón. ¡Que su familia lo entierre en sagrado!

Sentimos como una bofetada. Éramos amigos, tomábamos té con hojaldres y ensaimadas los domingos, jugábamos al mus en el casino… ¿Qué le pasaba hoy a este hombre?

Don Jaime dio orden de que, hasta que él no volviese, nadie entrase en la habitación, y puso un celador en la puerta. Pidió a los familiares que tuvieran paciencia pues debía realizar algunas comprobaciones y, tras mandar a todo el que supiese algo a que hiciera una declaración al cuartel, se marchó al puerto. Cuando tenía uno de sus presentimientos, solamente había una manera de soltar los pensamientos y desenredarlos: hacerse a la mar.

Jaime llegó al varadero. Se sintió culpable al mirar su balandro. Parecía decirle, pero Jaime, ¿cómo has tardado tanto en volver? Llevo semanas aquí amarrado a una argolla, muchacho. Por suerte el barco nunca se enfadaba con él. Bueno, no importa, ya estás de vuelta, ¿adónde vamos? Porto Cristo está lejos, lo sé, pero hace mucho que no ponemos rumbo a levante, podemos fondear antes en Cala Mondragó, donde hibernan los pesqueros del este. ¿Circunnavegamos la isla? Ah, que son muchos días, no puedes desaparecer ahora que eres un hombre importante… ¿Qué tienes? Pareces preocupado… Olvídate de esas corazonadas tuyas. Ni siquiera sabes qué es lo que te inquieta… ¿Una revelación? No digas sandeces. Anda, vámonos entonces a poniente, a Portals Vells, que a estas horas sus aguas son doradas y los acantilados del color de las rosas secas. La arena está caliente y huele a pino. ¿Te acuerdas de cómo te gustaba de pequeño excavar un poco, enterrar los pies y dejar que te hicieran cosquillas las pulgas marinas? Veo que tampoco te tiento con eso. Estás realmente mal, muchacho…

Mientras enarbolaba el barco, este dejó de hablarle con voz de balandro y fue ella quien tomó el relevo: Mi amor… ¿Sigues sin ser libre? ¿Ya no me quieres? Dime, ¿para qué sirve un hombre importante? ¿Administras justicia? ¿Qué justicia? De acuerdo, hay un asesino en la isla, pero ¿a qué viene esta preocupación? Ambos crímenes parecen relacionados, seguramente lo están, pero no te encabezones, cariño, puede ser casualidad. No pienses en pajarillos, ni crisantemos. Deja en paz los dichosos crisantemos. Olvídame ya. ¿Qué te inquieta de esta forma? ¿Te sientes culpable? ¿De qué muerte, esta vez? Tú no eres responsable de mis decisiones. Te lo dije antes de morir, te lo repetí docenas de veces antes de morir. Tú no eres responsable de esta muerte.

El balandro se llamaba Estefanía. Un poniente cálido de marzo agitaba los cabellos de Jaime Sarriá. El barco hendía su proa hacia Porto Pi, costeando, como si huyera de la isla y pretendiese tomar la derrota de mar abierto, dejar Dragonera a estribor, abandonar en la solitaria Gimnesia sus tribulaciones y continuar de través hasta Francia, Córcega, Italia, Sicilia, en busca del fin de los pesares… Le pasaba muchas veces. En el Mediterráneo se sentía libre porque el mar no es un lugar. Es un paréntesis. El rumbo está claro. El viento te pide la acción y la decisión y el agua es un universo de pensamientos, lugar abstracto, medido por las olas. En ellas se disuelven las mentiras, desaparece el dolor, se hunde la vergüenza, se blanquea la mente. Los diálogos en los que el amor nunca contesta son algo cuerdo y normal. O quizás es que el amor siempre contesta en el mar aunque sea mudo en la tierra. Cuando navegaba volvía a ser un niño, un marido, un padre, y hablaba con los muertos. El mecer de la marea le emborrachaba más que el ron. Era un hijo y, junto a la mano del maestro, aprendía a virar en redondo controlando el balandro y la fuerza de la percha. Era un segundo de emoción, ese instante aguardando el golpe de viento en la vela… Esperando, ya llega, ya llega. ¡Plaf! Se tensa el trapo. ¡Caza mayor! No, no, Jaime, no tan firme que puedas volcar ni tan suave que pierdas el cabo. Siega cabezas la botavara como el mandoble de madera de un dios vikingo. Navegando estaba vivo, siempre había algo que hacer, decisiones que tomar, ángulos que medir. El barco nunca es solitario pues el viento es un compañero o un enemigo que no se puede ignorar. La vela parece el pecho de un muerto que inesperadamente hincha los pulmones y sorprende a los vivos. Fani respira de nuevo. La vida súbita. El primer llanto de un recién nacido. Unos ojos cerrados. Hay crisantemos en febrero, en marzo. Crisantemos repujados en una bandeja de plata. ¿Qué significa todo eso?

—¡¡¿Qué es lo que quieres decirme?!! ¿Por qué los crisantemos?

El viento sacó las lágrimas que se empeñaban en no salir de sus ojos y, mientras luchaba contra el abatimiento del balandro, se dijo: «Todo está igual. Las lomas sombreadas por los árboles y las peñas doradas, la canción de las olas… Si estas rocas hablaran… Todo está igual, mi querida Fani… pero tú no estás».

Prihuelas tomó declaración a los criados. Cristóbal, el mayordomo, era un lobo de mar maduro, con más orgullo que atractivo, que había dejado las drizas y las jarcias para llevar una vida cómoda sirviendo al potentado. Era él quien llevaba la voz cantante. A mí me resultaba sospechosísimo, pero todos coincidían con su testimonio. Según explicó, el señor De Nácar había cenado frugalmente a las diez y se había encerrado en su habitación, donde estuvo escribiendo a la luz de las velas por espacio de dos horas.

—A eso de las doce me llamó —dijo el mayordomo—. Me entregó una gruesa carta y me dio orden de que la llevara al barco del capitán Legreux, que salía por la mañana para Valencia. Se la di al capitán en mano, con una peseta para que se asegurase de que la carta llegaba a su destino.

—¿Y esa carta tan importante? ¿A quién iba dirigida?

—No leí el nombre del destinatario. Con don Abel aprende uno a no ser curioso. Lo que sí puedo asegurarle es que era bien gorda.

—Conforme… Siga, Cristóbal… —dijo Prihuelas imitando el tono de su jefe.

—A eso de las dos de la mañana oímos un grito ahogado y un golpe… Pero pronto volvió la calma a la noche. Ahora sabemos que fue en ese momento cuando debió de morir.

—¿Hay cianuro en la casa?

—Siempre ha habido cianuro. El señor lo emplea en sus minas de oro de Nueva Granada. Se usa para sacar el metal de la tierra, no me pregunte cómo, y don Abel siempre tiene cianuro para echarlo por las esquinas de los sótanos. No encontrará usted una sola rata en Can Nácar. El señor decía que donde hay ratas hay peste, y él le tenía mucho miedo a la peste porque sus padres habían muerto en la plaga de Pollença.

—¿Y no es más seguro para la salud darle el trabajo de matarratas a un gato?

—¡Uy, no! ¡El señor odiaba a los gatos aún más que a las ratas! Eso ya… no sé por qué, pero era un odio cerval. Gato que pescaba, gato que despellejaba.

Prihuelas tomó nota de este detalle, mientras se decía que lo que es cerval no es el odio, sino el miedo, pero no era el momento de poner en claro los sentimientos de los ciervos.

—¿Y está seguro de que el señor De Nácar siempre estuvo en la habitación, encerrado, solo?

—Completamente.

—¿Nadie le trajo nada de comer? ¿Algo de beber?

—Ya lo he dicho. Nadie. Después de darme la carta se volvió a encerrar y esta mañana temprano los cerrojos seguían todos echados por dentro. Tuvimos que tirar la puerta abajo.

—¿Y la ventana?

—Como la encontraron. Cerrada con las contraventanas, las fallebas echadas por dentro también. Le digo que es imposible que nadie entrase o saliese de su alcoba.

Ya en Can Belfort, como alguna vez tenía que ser la primera, Tana y yo tuvimos nuestra primera discusión.

—Pues yo te digo que lo han asesinado. Abel de Nácar no se tomó el cianuro por propia voluntad.

—¿Y cómo han podido matarlo? ¿No ves que es imposible?

—Una autopsia me ayudaría a demostrar lo que digo. ¿Por qué se pondría Jaime así? —me preguntó Tana.

—Daba la sensación de que sabe algo que le altera muchísimo…

—Lo único que sabe Sarriá es que se ha enamorado de Sara. ¿No te diste cuenta de cómo se abrazaba a él? ¿De cómo juega con su leontina cuando la tiene cerca?

—Sí…

—Hay algo entre ellos.

—En ese caso, quizá tengas razón. Quizá lo mejor sea echar tierra sobre esta muerte cuanto antes —dije yo—. Quiere proteger a Sara porque piensa que es un suicidio…

—Me pregunto qué le dijo Sara al intendente al oído… pareció afectarle mucho.

—Tana… estoy preocupado.

—Por Jaime, ¿verdad? Debo averiguar qué le dijo al oído… Es lo que le puso así de energúmeno…

—No, no es Jaime. Lo que me preocupa es que solo haya una manera de que Abel de Nácar fuese asesinado y lo que estoy pensando se me clava en el alma.

—Sé lo que piensas.

—¿Estás segura?

—Piensas que yo…

—¿Dónde estuviste anoche? No te oí salir pero te oí volver a eso de las dos de la mañana. La hora de su muerte. Curiosa coincidencia.

—Sigue… Di lo que te mueres por decir…

—Tú le diste una píldora, le dijiste que se la tomase antes de dormir… ¿Qué contenía esa pastilla?

—¿Crees que yo le envenené?

—Creo que es la única forma de administrarle un poderoso veneno a un hombre en una habitación cerrada.

—Estás lanzado… Sigue, sigue elucubrando…

—No nací ayer. Vi cómo reaccionabas cuando os encontrasteis por primera vez. Tu mirada se le clavó en la carne y le llegó hasta el corazón. También vi cómo te miraba él. ¿Qué os paso por la cabeza? ¿De qué os conocéis?

Tana comenzó a jugar con la cruz que colgaba de su cuello.

—No sé de qué hablas. Ves fantasmas.

—Veo fantasmas.

—Donde no los hay.

—Sarriá juega con su leontina cuando se pone nervioso y tú con la cruz de plata. Te agarras a la cadenita de tu cuello para no caer.

—Qué tontería —dijo soltándola de golpe, como si el metal se hubiera puesto al rojo vivo.

—¿Y Menelao?

—¿Quién?

—El tipo griego de la escultura. Tú ya conocías esa estatua y pareció afectarte mucho.

—De pequeña viví en Florencia. Era un recuerdo olvidado, nada más.

—Tana… ¿Quieres de verdad que le hagamos la autopsia al de los ojos raros o es todo una pantomima para despistar?

—¿Qué te puede importar lo que me pasa por la cabeza? ¿No te estás creyendo demasiado el papel de marido inquisitivo?

—Tienes razón, es un papel. Pero tranquila, que pronto podré marcharme. En poco tiempo te has hecho con la isla entera. Con los vivos y con los muertos, a pesar de tus mentiras y tus secretos, de tus pastillas y tus desapariciones a media noche…

—Yo no sé nada de esta muerte pero me niego a decirte adónde fui anoche. No es asunto tuyo.

—¿Quieres esa autopsia?

—Sí, quiero esa autopsia… Pero conozco a Jaime mejor que tú. No podrás convencerle.

—Olvídate de él. Si tú quieres esa autopsia conseguiré que lo ordene el mismísimo gobernador, aunque es más que posible que todo esto acabe llevándonos a la cárcel. Ojo a mis palabras.

Aquel fue un día muy completo. El apuesto intendente navegaba entre el cielo y el infierno, con la camisa blanca de algodón ondeando al viento, deshojando crisantemos fuera de temporada. Sara lloraba en brazos de Marcela como si se hubieran abierto las compuertas de su alma. Su hermano Ramiro preparaba un entierro. La marquesa organizaba un velatorio en el que aún no sabían si tendrían cadáver y una boda para la que no estaba claro si podrían contar con el novio. Sebastián, el tal novio, dormía la borrachera de una noche de farra con sus amigos. Tana había ido a casa de Celina y yo me hacía el encontradizo en la Academia de Medicina con el doctor don Juan Joan.

—Parece que va a ganar la apuesta su contrincante… —le dije a mala uva.

—¿Cómo?

—¿No lo sabe? Ha muerto el señor De Nácar.

—¿Cuándo?

—De madrugada.

—¿De qué?

—No puedo decirlo oficialmente.

—¿Por qué?

—Porque es probable que no haya autopsia. Algo que, a mi parecer, puede causarnos a todos los médicos de Palma serios problemas, y en especial… a los que le trataron recientemente de su caída en la escollera…

—Yo le traté…

—Ah, pero claro… ¡Muy cierto!

—Si ha muerto… no es por un medicamento erróneo o un mal tratamiento.

—No… seguro que no…

—¡Yo tenía razón y nunca se fracturó el hueso! —gritó don Juan Joan.

—Y la mayoría de los médicos de la academia apoyan su diagnóstico con sus apuestas… Pero ya… nunca lo sabremos…

—Pues eso no puede ser… hay que saberlo. Aunque solo sea por dirimir…

—¿Las apuestas? —le dije guiñándole un ojo. El doctor carraspeó y asintió. Yo sonreí. Le tenía donde quería: en el disparadero.

—¿Quién ha tomado la decisión de que no se practique la autopsia? —me preguntó.

—Sarriá. El pobre se ha ofuscado temporalmente. No quiere que la familia sufra con el escándalo de un posible… suicidio.

—¿Y qué dice a eso el gobernador?

—No tengo confianza con él… yo hago lo que me dicta el intendente Sarriá.

—¡Ah, pues eso ni hablar! ¡El gobernador apostó cinco pesetas a mi favor! Él encargará esa autopsia, don Carlos, y si no al tiempo. No vamos a dejar que el imbécil del doctor Sartorius se salga con la suya.

Don Juan Joan salió de allí a toda prisa y yo me sentí muy satisfecho, claro que eso fue antes de que el gobernador, efectivamente, desautorizase a Sarriá y dijese que había que hacerle la autopsia al magnate fallecido, pero con la condición de que, para evitar favoritismos en esta absurda competición médica sobre los huesos de don Abel, había de ser yo, y solo yo, sin ayuda de ninguna clase, quien realizase la disección del cadáver bajo la supervisión de dos testigos: el jefe de policía, Jaime Sarriá, y el jefe de cirugía, don Alberto Echagüe, ambos en concepto de ser los únicos prohombres de la isla que no se habían apostado nada sobre el fémur de un difunto.

Esa noche, Tana se preparaba para dormir cuando entré en la alcoba. Ella miró al suelo. Es orgullosa y tras las discusiones le cuesta muchísimo trabajo iniciar la retirada, así que hablé primero.

—Cualquiera que nos viese ahora pensaría que somos realmente marido y mujer…

Conseguí que sonriera. Me senté cerca.

—Fui a ver a Celina —me dijo.

—¿Cómo?

—Hoy y… anoche. Por eso desaparecí hasta las dos de la mañana. No estuve atravesando la puerta cerrada con llave de Abel de Nácar, ni administrándole píldoras venenosas. Fui a atender a Celina. Me avisó su amiga Brígida, otra de las prostitutas que viven con ella. Un cliente la había maltratado. Tiene quemaduras por todo el cuerpo.

—Pobre chica… ¿Se lo has contado a Jaime?

—Sí. Mientras estabas consiguiendo que el gobernador autorizase la autopsia, Sarriá vino a verme para disculparse por cómo me habló y por haberse tenido que marchar. Nos dio permiso para la necropsia sin saber que tú estabas apuñalándole por la espalda. Creo que echa de menos a su mujer. Empiezo a ver que Jaime es un hombre mucho más complicado de lo que parece.

—Como todos en Mallorca. ¿Qué tendrán los aires de estos mares?

—Misterios y nostalgia.

—¿De qué murió su esposa? —dije, evitando pensar en mis propios secretos.

—Tenía el corazón enfermo, más grande de lo normal, y el esfuerzo de dar a luz fue demasiado para ella.

—Pobre Jaime… ¿Y el niño?

—No lo sé. Nunca habla de él. Bastante que me ha contado todo eso. ¿Y tú?

—¿Yo, qué…?

—Me acusaste de ser una mentirosa llena de secretos y es verdad, pero tú también lo haces. A veces hay que mentir.

—Eso no significa que sea bueno. Vivir en la mentira es parecido a tener un tumor en el alma —repliqué mientras veía el rostro de mi hermano gemelo reflejado en el espejo.

—¿Qué más secretos tienes tú, aparte de ser un desertor carlista?

—Muchos más de los que yo mismo soy capaz de entender. ¿Quién crees que lo mató?

—¿Ya no piensas que fue un suicidio?

—No. Creo que alguien le dio una pastilla o que le echaron algo en la bebida o la comida o, simplemente, todos se equivocan y dejó entrar a alguien en su habitación… ¿Cómo puede escapar un asesino de una habitación cerrada?

—¿Esperando escondido a que echen la puerta abajo y escabulléndose cuando los demás se han ido?

—No sirve… no dejaron solo el cadáver en ningún momento.

—Su hijo Ramiro tenía un motivo poderoso. Abel pretendía desheredarlo a la mañana siguiente. Tú y yo oímos cómo mandaba recado al notario.

—Cierto. Habría que saber por qué discutieron.

—Sarriá lo ha averiguado ya.

—Qué hombre tan eficiente…

—¿Estás celoso del policía, marido mío?

Miré a Tana a los ojos. Lo estaba, por supuesto que lo estaba, porque era capaz de ver lo que ella aún no sabía.

—Mi padre aseguraba que era muy religioso pero nunca iba a misa porque decía que se acatarraba si se quitaba el sombrero. Yo soy igual con los celos. Lo soy, y mucho… pero no practico mi religión.

A Tana le gustó la comparación. Nos miramos a los ojos. Había momentos así, instantes que uno quería escribir para poder releerlos. Segundos que deseábamos eternos. Quise cogerla por los hombros y posarme en su cuello, estuve a punto de hacerlo, pero yo no era yo, yo era el otro y el otro no lo habría hecho.

—Al parecer Ramiro había desafiado a un duelo al hijo de la marquesa.

—Caray. En esta ciudad nadie se anda por las ramas.

—Sebastián no aceptó el desafío. Dijo que él no se bate en duelo en mitad de un juicio en el que se está dilucidando si está en sus cabales o no.

—Loco, pero no tonto…

—Tú lo has dicho —rio Tana.

—Volviendo a Abel de Nácar… Hay algo que no te he contado.

Saqué del bolsillo el objeto que había robado de la alcoba del muerto mientras nadie miraba. Era un embudo de orfebrería, con forma de tulipán. Estaba hecho de oro puro. Al verlo, Tana me miró sobrecogida, pues aunque yo en ese momento aún no sabía nada de sus recuerdos olvidados, ella lo reconoció de su infancia en Italia.

—Es para decantar el vino… ¿De dónde ha salido?

—Estaba en la lista de los objetos robados a la marquesa. Se recuperó toda la plata, pero faltaba este embudo de oro…

—¿Cómo lo tienes tú?

—Lo encontré en la habitación de Abel de Nácar.

—¿Estás loco? ¿Por qué te lo llevaste?

—Porque Sarriá se había marchado a navegar, tú estabas muda y medio ida, sus hijos me parecen los dos mentecatos, el mayordomo es avieso, mentiroso y oculta algo, y yo me dije que este embudo era realmente importante.

—Lo es. ¡Por supuesto que lo es! Es la prueba de que Abel tuvo algo que ver con el robo y, por tanto, con la muerte de Narcisa Negrín. ¡Establece una relación entre ambos!

—Justo lo que yo pensé.

Tana y yo teníamos un serio problema. En menos de tres horas, yo solito debía realizar la autopsia de don Abel de Nácar. Durante mis casi veinticinco años de guerra había visto muchos cuerpos mutilados, miembros amputados, vísceras por los suelos y sesos sin tapas, pero nunca había tenido en la mano un bisturí con la pretensión de sacarle los órganos a un cadáver. La Academia, y en especial el gobernador, me habían dado a mí la responsabilidad de hacer ese examen y debía realizarlo a solas, con dos testigos, Echagüe y Sarriá, para evitar que nada pudiera enturbiar mi imparcialidad. Tana estaba empeñada en que no nos quedaba otra opción. Tenía que hacer lo que me habían ordenado.

Durante el escaso tiempo del que disponíamos, Tana me aleccionó sobre los pasos a seguir. Dictó las frases que debía recitar. Repasamos los momentos clave, el orden de incisiones y acontecimientos. Pulimos cada movimiento con Eva, la mujer más fácil que he conocido, una figura de cera a la que se le pueden sacar los órganos. Memoricé el nombre de las herramientas. Por último, me encomendé a san Roque, ya que era el santo de mi buena suerte.

—No conseguiré engañar a Echagüe —le dije a Tana—. Nos descubrirán…

—Si tú mismo no te crees el papel, por supuesto que nos descubrirán.

—Yo no soy cirujano.

—Un oficial del ejército y un cirujano son cosas muy parecidas, es una cuestión de mostrar marcialidad y confianza.

—Confianza…

—Confianza.

—Madre mía.

—Eso digo yo. Dios nos pille confesados, querido. Nos esperan.

En el mismo instante en que vi aquella tribuna llena de médicos me sentí desfallecer. La sala estaba abarrotada. No soy un hombre cobarde. No sentí miedo. Aún no lo sabía, pero esta extraña debilidad que notaba por vez primera era el inicio de mi rara enfermedad. Tana me miró con decisión desde la primera fila de esa grada llena de trajes negros y no sé de dónde saqué fuerzas para seguir adelante. Me dije que no era más difícil que descuartizar un ciervo, cosa que había hecho cientos de veces en la guerra, o quitar la piel a un conejo, algo que sabía hacer desde niño con los ojos cerrados, o abrir en canal a un enemigo. Estábamos a punto de saber si Prihuelas tenía razón y había arena en el corazón de un hombre envenenado con cianuro.

Hoy me siento a las puertas de la muerte. Hay días en que no puedo sostener el lápiz por más de quince minutos sin hacer un descanso. Tras pasar el día acostado en la terraza de Valldemossa, oteando el pequeño triángulo azul en la lejanía, ese triángulo equilátero de mar y cielo, enmarcado por frondosas montañas verdes, mi monje me llevó de nuevo adentro. Una hora más tarde, la puerta de mi celda se abrió con un chirrido de goznes. Esperaba como siempre al cuidador embozado con mi sopa de pasta italiana. Sorprendentemente, era don Alberto Echagüe.

—Alberto… ¿Qué haces aquí? Te vas a contagiar…

—Hemos descubierto la causa de tu enfermedad. No es cólera.

—¿No? ¿Qué me sucede, entonces?

—Me temo que…

—No me gusta tu cara. ¿Dónde está Tana? ¿Por qué no ha venido?

—Carlos…

—¡Habla! ¿Qué ha pasado?

—Es complicado… Ten paciencia…

—¡Responde! ¿Y mi mujer?

—Tana ha sido arrestada por… por tratar de matarte con… arsénico —me dijo.

Me esperaba cualquier cosa menos eso.

—¿Qué?

—El nuevo forense general ordenó que tomásemos muestras de tu sangre, de tus uñas y del pelo. Lo han analizado con la máquina de Marsh. Al parecer ese aparato no engaña…

—Arsénico…

—Él mismo ha realizado las pruebas personalmente…

—¡El nuevo forense es un imbécil! ¿Quién va a querer envenenarme, y por qué? ¿Tana? ¿Arrestada? ¿Y Jaime qué hace? ¿Qué demonios ha estado pasando en Palma mientras me habéis tenido desterrado?

—Las pruebas se hicieron correctamente. Carlos… es cierto, te han envenenado con arsénico… y ya sabes lo que ocurre con el arsénico…

No era el momento de decirle que no soy médico y que no tengo ni la más remota idea de qué carajo pasa con el arsénico. Sé que es un veneno, así que supuse que uno se acaba muriendo. Preferí no tomar esa ruta.

—¿Quién es el nuevo forense?

—El hijo del doctor Sartorius, que es sobrino de don Braulio, quiso usurpar la plaza… pero de momento ha tomado el mando el cirujano mayor de la tropa, que es un hombre justo y cabal.

—Cielo Santo… así que es eso… Van detrás de ella porque quieren su plaza… Sartorius me odia desde la autopsia de Abel de Nácar. Me odia a muerte, y el otro, odia a Tana.

—Por desgracia, Sartorius no ha tenido acceso a tu bebida ni tu comida. A Jaime y a mí nos encantaría poder echarle el muerto.

—Y el muerto soy yo…

—Lo siento, lo dije sin pensar.

—Sartorius es vengativo y poderoso…

—Estoy convencido de que es él quien espolea la acusación contra Tana. Carlos, esto es muy grave. Te han estado envenenando desde hace meses y…

—Alberto… dímelo claramente. ¿Me voy a morir?

—Ya lo sabes…

—¡No, no lo sé!

—Sí.

—¡Que no lo sé!

—He dicho que sí a lo de que te mueres, no a lo de que ya lo sabes.

Hundí la cabeza en la almohada. Miré al techo encalado de blanco. Alberto resopló sintiéndose culpable.

—Todos sabéis que Tana jamás me haría daño…

—Lo sabemos, pero hay pruebas contra ella. Encontraron tres manzanas envenenadas en la despensa.

—Sartorius…

—Lo más probable, sí. Tana te quiere y te necesita.

—¿Cómo está?

—Sufriendo por no poder estar a tu lado. Jaime Sarriá y yo hacemos lo que podemos para animarla…

—¿Vas a llevarme a Palma?

—Si tú quieres… por supuesto. ¿Podrás con el viaje?

—¿Sabiendo que volveré a verla una vez más? Por supuesto que podré.

Pero me adelanto, cuento la historia en desorden. Volvamos a la autopsia, a don Abel de Nácar. A mi bautismo de fuego como forense en solitario. Ya dije que solo tuvimos tres horas para practicar la disección del magnate y sin embargo, esa tarde, sucedió un milagro. Resultó que como alumno soy excepcional. También, que le puse picardía al asunto, recordé las palabras de mi falsa esposa: ser cirujano es como ser militar, una cuestión de confianza y autoridad, así es que a la primera duda hice lo que hacían los generales conmigo cuando no querían pasar por tontos explicando la estrategia. Conseguir que trabaje el que sabe:

—¡Oh, por Dios! ¡Tana, haz el favor de bajar de esa tribuna! Esta autopsia sin ayudante es de mentecatos. ¿Queremos saber, caballeros, la verdad sobre la muerte de Abel de Nácar? Pues para eso necesito hacer las cosas con profesionalidad y los genios policiales no sajamos, señores, pensamos. Tomamos notas, bocetos y pensamos…

Le pasé los escalpelos, le cedí mi puesto y me puse a escribir y a hacerle preguntas ensayadas de antemano mientras ella recitaba esas cosas que dar grima y que iba hallando en el interior de aquel cuerpo muerto. Abel de Nácar estaba sonrosado como si aún estuviera con vida, algo en verdad escalofriante. También hallamos una suerte de quemaduras en su lengua y esófago características de la ingesta del cianuro. Tenía De Nácar las pupilas dilatadas, motivo por el que, a su muerte, sus ojos eran del mismo color y así, en general, presentaba todos los síntomas de la asfixia, con sus esquimosis en los pulmones, superficiales y profundas, viscerales y en los tejidos. Horroroso. Quizá lo más determinante de todo y lo que más repelús me dio fue que su sangre estuviera licuada, sin cuajo, otra prueba fehaciente del cianuro. No había por tanto arena en su corazón. El olor a almendras amargas que desprendía su boca fue anotado y comprobado por Echagüe, que asentía a casi todo y al fin, tras una precisa incisión a un muerto que no dejaba de sangrar, la autopsia pudo contestar a la verdadera incógnita que se pretendía dilucidar:

—La cabeza del fémur no está fracturada —dijo Tana.

Hubo vítores y abucheos.

—¡Don Juan Joan es el ganador de la apuesta! —confirmé con aplomo. No sé por qué añadí lo que añadí. No pretendía tomarle el pelo a Augusto Sartorius, pero él se lo tomó como un insulto personal cuando dije…

—Al César lo que es del César.

«El César» era su apodo. No le gustaba su apodo. Le enfurecía su apodo y yo no sabía entonces ni que tenía un apodo. Los médicos de Palma se rieron y aplaudieron al ganador humillando al perdedor. La noticia fue enviada al gobernador. Las apuestas se saldaron y el doctor Sartorius, ridiculizado ante los médicos de Mallorca y expuesto en la prensa local, se convirtió en nuestro peor enemigo. Ese mismo día comenzó su campaña para destruirnos.

Tana se quedó recogiendo, anotando y hablando con unos y con otros. Los ayudantes remendaron el cuerpo para entregárselo a la familia y yo salí a un callejón a vomitar. Me sentía cansado, sudoroso, mareado. El fresco de la brisa me sentó bien. ¿Cómo iba a imaginar que alguien me estaba envenenando?

—Nunca pensé que un comandante de caballería se pondría malo ante la vista de un cadáver —me dijo Tana con una sonrisa.

—No me quedé en comandante, señora. Llegué a coronel.

—Más a mi favor.

—¿Lo he hecho bien?

—Cometiste muchísimos errores, pero creo que nadie lo ha notado.

—¿Siempre tienes que ser tan sincera? Un «sí, querido, estuviste genial», habría bastado.

—Lo siento… en cuestiones médicas, miento fatal.

—Si tú notaste los errores, también los tuvo que ver Alberto Echagüe. Parece un hombre muy inteligente.

—Lo es…

—Claro que solo tiene ojos para ti… con un poco de suerte, estaba distraído, admirando tu gesto desaprobador…

—No sé cómo un hombre tan bien parecido, con una profesión como la suya no está casado.

—No habrá encontrado el amor.

—Los cirujanos no se casan por amor.

—¿Hablas por experiencia?

Tana rio, me ofreció su brazo. Me agarré a ella sin decirle cuánto la necesitaba de muleta y nos fuimos a ver a Sarriá.

—¿De verdad opinas que es bien parecido? —le pregunté.

—Todos los hombres de esta isla lo son.

—Vaya por Dios…

En realidad el cargo oficial ya no era intendente sino comisario, pero Sarriá se había acostumbrado al nombre, al igual que los habitantes de la isla, y todos le seguían llamando así. Además, la C se le atascaba más a menudo que la I. En la comisaría de Palma las cosas eran nuevas. Los muebles, los cuadros, las alfombras, las fallebas de las ventanas, los galones. No se había reparado en gastos para dotar a la ciudad de la mejor policía y un buen cuerpo de celadores y peritos forenses y legales. Jaime, hijo de juez, nieto de notario, biznieto de médico, había sido la obvia elección como comisario, pues tras estudiar leyes en Barcelona y servir en el ejército contra Napoleón, se había casado con una Company. Don Eugenio Company no solo era un prohombre palmesano, nuevo gobernador, isabelino, bravucón y honrado. También era el tío paterno de Estefanía, su difunta mujer.

Prihuelas estaba muy decepcionado.

—¿Entonces… no había arena en su corazón?

—No, ya le digo.

—Ah, qué pena…

Jaime miraba por la ventana. Parecía lejos de allí y le hacíamos abrazando en sus sueños a la joven y desgraciada Sara de Nácar. Al fin, tras mucho elucubrar, se volvió hacia Tana.

—Es un asesinato imposible.

Ella le sostuvo la mirada. Por un instante pensé que le iba a abofetear. Tana tiene esas cosas. Nunca sabes en qué momento terminará sonriendo o soltando un exabrupto, sobre todo cuando mira a Jaime, con el que parece eternamente indignada. Mi falsa esposa no solo no se enfadó sino que sonrió.

—No puedo estar más de acuerdo contigo, Jaime… si me permites que te tutee.

—Me chifla que me tutees. De nuevo te pido disculpas por lo de ayer.

—No, no te lo disculpo, pero te perdono. Es un asesinato, en apariencia imposible, pero es un asesinato.

—Y ahora me dirás que en cuanto c… puedas probar la posibilidad de lo imposible, tendremos al asesino.

—Algo así.

—Carlos… ¿dónde encontraste a esta mujer?

—Cuando os veo discutiendo de esta manera, me digo que la encontré en el lugar en el que la perdiste tú. ¿No os conoceréis de otra vida?

—Mi marido es celoso, Jaime, pero no te preocupes, al parecer no practica su religión.

—Es cierto, estoy celoso de todos estos mallorquines, que se empeñan en susurrarte palabras bonitas entre el murmullo de sus olas.

—No te extrañe, Carlos. Esta mujer es una en un millar.

—¡Oh, Jaime! ¡No me menosprecies así! Lo menos soy una entre un millón —dijo ella. Los tres reímos. Prihuelas incluido.

—Bien, ahora que volvemos a ser amiguitos… —dije yo—. ¿Puede alguien explicarme por qué este convencimiento de que Abel de Nácar no se ha quitado la vida? Sabemos que escribió una larga carta que envió antes de morir… no sería una locura pensar que quizás en esa carta esté la explicación a su muerte…

Jaime tomó la palabra:

—Amigo Carlos, después de escribir la carta, el de Nácar puso al día la contabilidad de sus negocios. Como tú mismo dijiste en referencia a Narcisa Negrín, nadie es tan fastidiosamente ordenado con cuestiones sin importancia momentos antes de quitarse la vida. Yo estoy con Tana en que lo mataron.

—Y yo —dijo Prihuelas.

—Gracias, Prihuelas —sonrió mi falsa esposa.

—Soy un incondicional, señora.

—Además —prosiguió Sarriá—, está el asunto de la acumulación de eventos misteriosos y sobre todo de mi c… mi c… presentimiento —añadió Jaime Sarriá.

—¿Perdón?

—No sé cómo explicar esto sin parecer idiota.

—Jaime, querido, no parecerías idiota ni aunque lo fueras —dijo Tana.

—Digamos que no creo que sea casual que una forastera llegue a la isla, le envíe una misteriosa carta a la marquesa de Belfort, que es la vecina y mejor amiga de Abel de Nácar, al tiempo que su hija adoptiva se convierte en la prometida del joven marqués, el mismo que se tira a morderle a los toros y que hasta ahora ha sido su hermano, hecho que causa un juicio escandaloso y un duelo entre Ramiro y Sebastián…

—Recuerde que no hubo duelo…

—Carlos, mi amor, esa no es la cuestión… ¿Verdad que no es la cuestión, Jaime? Sigue, que enumeras muy bien…

—Empieza a cargarme esta complicidad cariñosa…

—Por mucho que este duelo no tuviera lugar, Carlos, a todo lo que he mencionado se añade que el hombre más rico de Palma decidiese desheredar a su primogénito, que a la marquesa le robaran su plata, que esta plata apareciese atada con un nudo marinero al cuerpo de la pecosa podenca muerta enviadora de cartas y que el hombre sobre cuyo fémur se apostaba la dignidad y la honra profesional de los dos médicos más poderosos de la isla haya muerto de una manera tan fulminante y tan extraña.

—¿Y el presentimiento? —le dije.

—Presiento que, si me concentro, me vendrá a la cabeza el nombre del asesino y eso solo me sucede navegando… De ahí que me diera a la vela… y por eso solo hay una forma de resolver este misterio.

—¿Cuál?

—Navegar aún más.

—De cajón, querido —me dijo Tana.

—Obvio —añadió Prihuelas.

—Si es que no soy lo que era desde que mi mujer me trepanó la cabeza…

—Hoy mismo nos haremos a la mar. Hace un día espléndido, me atrevería a decir que el tiempo se quedará así de bueno toda la semana y quiero invitaros a Son Perelada, la heredad que tengo en Porto Cristo. Ya va siendo hora de que visitéis el Jardín del Edén.

La excursión con Sarriá no podía ser más oportuna. Nos cargamos con buena repostería para el viaje, echamos a un pequeño baúl los cambios de ropa necesarios para muchos días y nos embarcamos en su Estefanía, que más que balandro era un muy buen barco de regatas rápido y manejable. Allí fui feliz. Lo éramos todos. La camisa blanca de Sarriá ondeaba al viento como la bandera de mi esperanza, la guitarra amena de Prihuelas ponía música a mis recuerdos, recuerdos de infancia, infancia en el mar con el espíritu lleno de sal, en un balandro de regatas, junto a la camisa blanca de mi propio hermano.

Iríamos a Porto Cristo por el rumbo más largo. ¡Qué placer, circunnavegar la isla! Tomamos la derrota de poniente, dejando la sierra de Tramontana a estribor, hasta llegar a Sóller, primera escala de nuestro viaje. El puerto es un círculo perfecto de roca, abrigado, enmarcado por montañas, un malecón natural de verdor. Los barcos cargados de naranjas salen de este lago transparente hacia Europa. Parejas de altísimas palmeras aquí y allá me hacían pensar que Mallorca era un oasis africano a la deriva. Hacía frío pero el sol me calentaba el rostro y sentí una paz inexpresable. En Sóller hicimos noche en una fonda regentada por un tal tío Pilo, barbudo como un chivo, que no se sabía quitar el chambergo ni para dormir y que por tanto imagino que, como mi padre, nunca habría asistido a misa. El tío Pilo tenía rostro de solemne perillán y, basándome en la cuenta que nos presentó a nuestra marcha, puedo concluir que soy un gran fisonomista.

Como oficialmente éramos un matrimonio, nos adjudicaron la habitación con la cama más grande. Tana y yo nos miramos, tratando de imaginar cómo saldríamos del trago esa noche. Supuse que me tocaría dormir en el suelo, aunque secretamente albergaba la esperanza de abrazarla y convertirla en mi mujer en todos los sentidos, a pesar de que ella no daba muestras de afecto, ni me lanzaba esas miradas cargadas de mensajes que en tantas ocasiones me han ofrecido las muchachas que buscan un beso. En cambio, yo rara vez podía pensar en otra cosa más que el tono, sonido, color, temperatura o gusto de esa prometedora piel dorada.

Mi vida sentimental ha sido azarosa, por no usar otro adjetivo. La que estaba destinada a ser mi esposa, por designios familiares y de fortuna, la preciosa Irache de Gante, mi prometida en la guerra de la independencia, fue de una manera extraña quien me ha traído a Mallorca de aventura en desgracia, hasta convertirme en un hombre, principalmente, bueno. Por aquella época descubrí que escribir desde la batalla me mantenía vivo, o cuerdo, o acaso las dos cosas son lo mismo. En mis cartas se desarrolló este amor profundo por Irache, un deseo, una esperanza que no contaba con un pañuelo perfumado, o un mechón de sus cabellos, ni mucho menos el recuerdo de un solo beso real. A Irache le explicaba lo más íntimo, y sin ella, en esos años, mi alma habría muerto demasiado joven. Estaba enamorado. Loco, literariamente, con mis pensamientos y las palabras, prendado en letra azulada de tinta y la deseaba con el verbo, tras los renglones, con la añoranza de un hogar que había perdido entre cañonazos y juegos de la infancia. Tres años después de partir, logré permiso de mis superiores —ya era teniente después de Bailén— para volver al norte a casarme. A falta de padres, pues habían sido asesinados, mi tío y mi hermano gemelo Francisco, inseparable compañero de armas y de vida, organizaron la boda. Ella era de Lizarra. Llegamos al altar en la iglesia de San Pedro, de la que solo recuerdo las retorcidas columnas de un claustro medieval. Irache era blanca, pura y perfecta. Me encontraba al borde del cielo, que era su frente; rodeada de pequeñas nubes, que eran los vahos de su respiración. Hacía un frío húmedo del norte. Irache temblaba. Faltaban segundos y pocas palabras, «sí, lo tomo por esposo», para abrazarla, alcanzarla, amarla. Me miró, se volvió al sacerdote y, con un gemido, cayó al suelo fulminada de amor. Esa noche oscura de luna nueva, Irache y mi hermano Francisco escaparon juntos. Él sí la convirtió en su esposa y yo me trastorné. Creo que todo el odio de mi infancia, del dolor tras el fusilamiento de mis padres, de los compañeros caídos en el barro que había encerrado en un rincón del alma, me hicieron enloquecer. Urdí un plan. Un plan terrible. Simulé perdonarlos para tenerlos cerca y mi hermano gemelo y yo volvimos a la guerra, a la camaradería de una fogata que en realidad me consumía por dentro. Con mi primer permiso, fui a verla fingiendo ser él y la hice mía. Me marché, y a mi vuelta al frente me miré en ese espejo humano que era Francisco y con frialdad le expliqué lo que había hecho. Tras mi venganza, mi gemelo juró matarme y yo, odiando aún, pero sin honor al que agarrarme, me uní al ejército en las Américas buscando la muerte. Él hizo toda la guerra contra el francés en España y ganó dos cruces. Yo me fui con la de Bailén, dudando hasta de la patria. Huyendo del pasado, cargando con este dolor que es la venganza, escapando de la furia de mi hermano y de la vergüenza de mi estocada. Llevo veinte años huyendo, embarcándome lejos, en busca de infortunios. Acabé en Argentina, pronto en Chile, llegué al Perú de comandante, sin deseos de ascender… Lo que es la vida. Allí me reencontraría de enemigo con San Martín, que en Bailén había luchado a mi lado y ya era general. Siempre he pensado que media Sudamérica es independiente a causa de todo lo que San Martín cabalgó con nosotros en España y de su trato con una nobleza antigua y rancia a la que ni él ni yo queríamos pertenecer. Es lejos de casa cuando se alcanza a ver el hogar. Le pasó a San Martín en mi patria y a mí en la suya… Y tiempo después, mientras nos corría como un valiente desde Argentina hasta Perú, sucedió algo que me hizo entender no solo la estupidez de mi marcha y de mi odio. Me hizo comprender que el amor no se escribe, no se pide, el amor se lo encuentra uno dentro y, simplemente, se da o no se da.

La mujer de tu vida, dicen, aparece solo una vez. No es cierto. Yo tengo dos mujeres de mi vida. El día en que encontré a la segunda, acampábamos en un alto cerca de Vilcashuamán, en la provincia de Huamanga. Dos días antes habíamos batido a una pequeña columna liderada por aquel lejano compañero de armas, San Martín, y estábamos eufóricos. No eran muchos independentistas pero los seguían ochocientos indios. La lucha fue en los altos de Pomachoca. A su paso en retirada por la antigua ciudad inca, habían quemado, violado, robado, saqueado y matado realistas, europeos e incluso morochucos. Con el catalejo de campaña que me regaló mi hermano por mi 17 cumpleaños la noche antes de mi nefasta boda, miraba hacia los jardines de lo que parecía una congregación religiosa, un convento. Conté veinte cuerpos envueltos en veinte sudarios blancos, alineados a la sombra de un largo soportal de piedra. En el jardín, ella cavaba. Era una joven fuerte y delgada con pañoleta en la cabeza. Vestía ropas de hombre al estilo de la Pampa y sombrero de montar de señorita. Abría con determinación la primera fosa.

—¿Cree usted en el amor a primera vista, don Carlos? —me preguntó Prihuelas sacándome de mis recuerdos.

—No creo en ningún otro amor.

—¿Fue así, Tana? —preguntó Sarriá—. ¿A primera vista?

Tana me miró con esa impertinencia azul e intensa, parecida al berbiquí de cirujana, y dijo:

—El amor a primera vista es un instinto, una reacción química, animal, que se percibe con mayor rapidez dependiendo de la capacidad del cerebro para analizar posibilidades y aceptar estas posibilidades o rechazarlas en un segundo. No hay nada místico en ello, ni poético.

—Esta mujer acaba de hacer la necropsia de una mirada —dijo Sarriá.

Todos reímos. Jaime y ella se retaron unos segundos y pensé en Francisco. Enseguida volví de nuevo al presente de manos de Prihuelas.

—Déjeme ver si la sigo —intervino el sargento—. Cuando mejor funciona un cerebro, más rápido se enamora uno.

—Es una teoría, sí.

—¿Los lerdos no sufren flechazos?

—Digamos que los inteligentes se enamoran más deprisa.

—Qué interesante, aunque me inquieta saber que siempre he sido un mentecato para el amor —añadió Prihuelas.

Reímos de nuevo. Reíamos mucho cuando estábamos juntos. Reír refresca el alma. En ninguna parte del mundo me he reído tanto ni he sufrido tanto como en esta isla. Tana siguió con su disección del amor:

—Enamorarse de un flechazo no es diferente de sacar el resultado de una compleja ecuación al primer golpe de vista. Los grandes hombres de ciencia se enamoran así, por instinto… A no ser que estén ocupados mirando por el microscopio. Por otra parte… lo hacen por motivos egoístas, pues se enamora el que lo necesita.

—¿Nadie se enamora sin necesitarlo?

—Uno no bebe un vaso de agua sin tener sed.

—El amor no es un vaso de agua —dije yo—. El amor es, por lo menos, un café.

Les hice reír. Jaime me miró con renovada simpatía y se volvió a ella.

—¿Y los grandes hombres… estos hombres inteligentes… por qué necesitan del amor? —le preguntó.

—Porque echan de menos una ayudante, el complemento a sus investigaciones, esa mujer que les arregle ropa, casa y comida, que dirija sus horarios, que incluso sea mecenas de sus locuras. Esa persona, en suma, a quien dejar admirada con sus masculinas genialidades. Cuando termina la necesidad, ya sea de organizar un hogar o unos apuntes, las galeradas de un libro o el impulso de hacerse inmortal mediante la concepción de un hijo… el hombre pierde el amor. A esto sigue la herida de la mujer que descubre esta tragedia y la señora deja de admirarse del genio, rehúye al hombre y cesa el amor por partida doble. Acaba el amor, sí, y comienza el engaño. Así, en este teatro de falsedades, el rescoldo del amor, en venganza: mata, roba, envenena, asesina, o como poco, pide cuentas.

—Su mujer, don Carlos, es la persona menos romántica del planeta… y sin embargo, por su vehemencia, cualquiera puede ver que está muy enamorada. ¿Es posible que ella misma no lo sepa? —dijo Sarriá con lo que me pareció una pizca de dolor.

Tana trató de disimular su desconcierto. Exploré sus ojos de nuevo. Los vi sin armas, como dos cañones descargados. El policía había dado en la diana. Tana estaba enamorada. ¿De mí? ¿De él? ¿De los dos?

Recordé a aquel joven comandante, con un catalejo regalado por el hermano del alma que le birló el amor. Sin ese instrumento jamás la habría visto. Miraba a la muchacha en la lejanía, desde mi campamento, en uno de los lugares con más historia del planeta. Vilcashuamán, en el frondoso valle del río Pampas, tan parecido a Valldemossa.

—Nos conocimos cavando —dije como si no supiera que hablaba en voz alta.

Tana se estremeció al escuchar mis palabras.

—¿En dónde cavabais?

—En un lugar llamado Vilcashuamán.

Mi falsa mujer me miraba fijamente, con ojos brillantes. Su rostro cambió de tono, como si la palabra hubiera activado un viejo hechizo indio. Vilcashuamán. La tapa de la caja. Jamás pensó que volvería a escuchar una palabra que significaba tanto para ella. Se abría la caja. Era el comandante. Escapaban los males de la Tierra. Estaba ante el fantasma del hombre que siempre la acompañaba. Su muleta. El bastón. Comandante de sus tribulaciones y recuerdo de su cojera y de su culpa. ¿Era eso amor? No, pensaba Tana. Perdía la seguridad. Vilcashuamán. Voló de nuevo junto a sus hermanas muertas. Ana, Raimunda, Pilar, Consuelo, Elena, Ascensión, Esperanza, Rosalía, María del Son, María de la Cruz, María de la Pasión, Herminia, Belén, Roberta, Pastora, Manuela, Susana, Juana, Josefina y Henar. Ella no murió porque en su espíritu rebelde había desafiado las normas. A pesar de las advertencias, del peligro que corrían, ella se había escapado hasta la vera del río, en plena noche, para ver la luna llena sobre las montañas. Allí lloraba a veces, emocionada por la belleza y se quitaba del cuello su crucifijo de plata para mirarlo con atención pues le traía recuerdos de un palacio italiano, del Ponte Vecchio sobre el Arno, de las esculturas de la Piazza de la Signoria y, sobre todo, de un padre con ojos de distinto color. A su vuelta, ya de amanecida, las encontró. Todas estaban muertas sobre un lago de sangre. Tana no sabía querer porque nadie que la hubiera amado seguía con vida. El pasado dolía. Yo le dolía.

Pensé que la cirujana desviaría la conversación, en cambio dijo:

Wilcahuaman en idioma inca significa «halcón sagrado». Es una ciudad de Perú, edificada sobre las ruinas de los antiguos templos.

—Así es que cavando en Perú. ¿Qué hacían, arqueología? —preguntó Sarriá simulando ingenuidad. Hay que ver lo bien que pretende ser lo que no es, este amigo.

Miré a Tana. Ella a mí. Prihuelas y Sarriá esperaban la respuesta con interés.

—Esa sería una larga historia, señores —dijo Tana—, que nos alejaría terriblemente de este fascinante asunto del amor a primera vista. Dime, Jaime… ¿Cómo fue en tu caso?

—Teníamos el mismo preceptor. Yo odiaba las matemáticas y Fani, el latín, así que nos intercambiábamos las tareas por debajo de la mesa. Me enamoré de ella con ocho años.

—Tú le declinabas las rosas, le conjugabas el verbo amar… y ella te hacía las sumas. Precioso —dije yo. Jaime y yo nos miramos como dos que se entienden.

—¿Lo ven? Es justamente lo que yo decía. El amor comienza cuando uno sufre una debilidad —dijo Tana—. Nos aferramos a aquello que necesitamos, que nos completa y da seguridad. Cuando cesa la necesidad, con la madurez, la autosuficiencia, acaba el amor. Al dejar de cojear, la muleta estorba.

—Lo pinta usted, señora, que dan ganas de salir por piernas, aunque sea a la pata coja.

Qué razón tenía Prihuelas. Tana nos tenía acoquinados. Yo me negaba a admitir una teoría tan terrible, porque hacerlo era perderla:

—La clave de mantener el amor está, entonces, en que nunca acabe la necesidad. O hacer de la necesidad virtud… —le dije.

—Ah, pero eso es tanto como decir que nunca debemos curarnos de una pierna rota. Que siempre hay que buscar ayuda para caminar.

—Querida Tana, me temo que has asesinado el amor para poder examinarlo bajo los escalpelos… —dijo Sarriá.

—Sin duda hay que matar para diseccionar —añadí yo.

—Habláis del amor como si fuera algo real. Igual que la felicidad, el amor verdadero no existe más que a ratitos sueltos.

—Lo que debe de ser vivir con esta dama, don Carlos —dijo Prihuelas.

—Y no sabe ni la mitad… —dije yo—. Por suerte, Tana aún me necesita, si no, ya se habría marchado con otro. ¿Verdad, querida?

—Las mujeres, por desgracia, necesitamos mucho más que los hombres porque se nos niega todo eso que ellos reciben sin pedirlo o incluso desearlo. Estudios, fortunas, poder, lecturas, montar a horcajadas, asientos cómodos en las iglesias, viajes, guerras, pantalones… Hasta se nos niega la charla después de una cena entre iguales. ¿Sabían que no se nos permite la entrada en la sala de fumadores del casino? Se supone que para que no rebajemos el nivel de la conversación… ¡Si hasta la legítima heredera al trono ha de ir a la guerra para gobernar!

—No todas las mujeres son como usted, doña Tana —dijo Prihuelas—. Si no le ofende que lo diga… Usted es casi, casi, un hombre.

—Pero no quiero serlo, ni lo soy, caballeros, aunque si lo fuera no requeriría un marido… Y por tanto, no necesitaría este dichoso bastón que es el amor.

Volvían los mareos, no quería que me notaran enfermo.

—Creo que voy a echarme un rato —dije verdaderamente agotado.

—Me uno a usted, don Carlos —me dijo Prihuelas.

—¿Es que no ven lo que digo? Las mujeres amamos y somos románticas porque no tenemos más remedio que buscar el bastón masculino que nos ayude a vivir en sociedad. Es en lo único en lo que realmente nos diferenciamos de los hombres.

Jaime Sarriá miraba a Tana como un hermano regañón.

—Has ofendido a tu marido y, con ello, casi puedo decir que me has ofendido a mí. Le has llamado… bastón.

Yo añadí con todo el sarcasmo del que fui capaz:

—Al menos ha dicho bastón, mi querido Jaime. Ha dicho bastón y no garrote.

Prihuelas debió abandonarnos para encargarse de los asuntos policiales en Palma y nosotros tres nos levantamos temprano y nos dimos a la vela desde Sóller cargados de perfumadas naranjas, como hacen los navegantes transoceánicos para combatir el escorbuto. Teníamos dos días de travesía por delante. Rumbo a Porto Cristo, Sarriá iba nombrando cada monumento natural, porque este hombre ha memorizado las bellezas de su isla. A veces fondeábamos en la garganta de esos puertos excavados por los cíclopes y mientras borneaba el barco merendábamos en cubierta. Jaime y yo nos hablábamos en la jerga de mar, que es un idioma aparte, y poníamos a Tana al borde del colapso. Le tomábamos el pelo, ella fingía enfadarse, reíamos, y así. Navegar con Jaime era como estar con mi hermano, y siguiendo la analogía de la forense me preguntaba si no había sentido yo un flechazo al conocerlo. Un flechazo de amigo, de compañero de embarcación, de necesidad, para llenar el terrible vacío que había dejado Francisco. Jaime le tomaba el pelo a la cirujana a menudo. Le gustaba ofuscarla con cosas como esta:

—Tengo que entalingar… Bornea el balandro y es molesto… ¿No te parece que bornea, Carlos?

—Sí, sin duda bornea —decía yo.

—¿Qué? —gemía ella.

—Cirujana, amarra la guindaleza.

—¿Cómo?

Cómplice con Sarriá, yo seguía la broma:

—Ahí, junto a la gatera… Con un ballestrinque. ¿Esa guindaleza, Jaime, seguro? —decía yo inventando situaciones náuticas improbables—. ¡A ver si vamos a garrear…!

Jaime aguantaba la risa y me contestaba otra patochada mientras Tana giraba la cabeza de un lado a otro hasta que decía:

—¿Qué pasa?

—¡Garrear, ¿no te digo?! —me abroncaba de broma Jaime en nuestro teatrillo—, ¿no querrás que amarremos el chicote del calabrote al anclote…?

Y Tana seguía mirando a todas partes hasta que nos reíamos aguantando las lágrimas mientras ella nos creía mentecatos.

—Estoy en China y tenéis doce años —decía ella dándonos por imposibles, y nosotros nos mirábamos con la complicidad de una pareja de mus y luego le explicábamos lo que era un cabo y en qué se diferencian unos de otros, y lo que son las amuras y qué es el abatimiento del buque o un barco apasionado o estar al socaire… y ahora me pregunto si Jaime, Tana y yo no nos convertimos en esa travesía en los tres cordones que se enroscan a ese cuarto hilo central que se llama el alma para formar los fuertes cabos, que son las venas de un barco y que, cuando menos te lo esperas, te salvan la vida.

Durante la travesía me enamoré también de Mallorca. Jaime saludaba por el nombre a cada pescador o marinero con el que nos cruzábamos y nos describía con anticipación la ensenada donde esperaba fondear, pues las calas son para él como las mujeres, todas de mar pero ninguna igual que la anterior, y con cada una de ellas Jaime tenía una anécdota, una historia de amor, un desliz o una aventura. Divisamos los desfiladeros de Sa Calobra, donde desemboca el Torrent de Paréis, los dientes de sierra de granito de la cala de Sant Vicenç, cuya arena parece el serrín dejado por algún dios tras una épica construcción. Este dios desordenado se olvidó allí las herramientas, pero hay caos perfectos y se lo perdonamos ante la belleza de esta cantera de turquesas submarina. Al día siguiente, nos separamos de la costa para rodear cabo Formentor, mascarón de proa del valiente barco fondeado que es Mallorca… horas más tarde, morenos de vida, henchidos de mar, con las camisas de algodón de nuevo al viento, entre palabras de mi infancia como embicar, trasluchar o ceñir, vimos de lejos Pollença empleando el famoso catalejo que ahora era de Tana. Pollença, una belleza en la que me habría gustado detenerme para investigar sobre los De Nácar. El pueblo de mi amigo Garamande, donde quizás aún vivían su madre y su hermana Catalina. Esa muchacha a la que yo conocía por las dulcísimas canciones que mi amigo entonaba entre toques de corneta. Con el mismo catalejo perfilamos Sa Mantellina, Alcúdia, Son Serra de Marina, Cala Ratjada, la Costa dels Pins, Cala Millor, Cala Petita y al fin… tras nuestra circunferencia, Porto Cristo.

Son Perelada, la heredad del policía, era una finca entre retorcidos pinares cercana al mar. Nada más entrar, nos recibieron las carcajadas de un niño rubio como un sueco y blanco como su madre. Lucía los mismos hoyitos del padre, con la diferencia de que el pequeño iluminaba el día constantemente mientras que la sonrisa de Sarriá se hacía, muchas veces, de rogar. Al niño, que no hablaba mucho porque solo tenía año y medio, claramente le gustó Tana. Nada más verla se agarró con sus manitas a las faldas de la cirujana para ponerse en pie.

—Os presento a Esteban. Mi hijo.

Por fin entendimos a qué habíamos ido a Son Perelada. Estábamos allí para conocer a Fani, pues claramente, Jaime la buscaba en los cabellos rubios de aquel pequeñín que se criaba entre niños sanos de campo con un preceptor de latín, un ama de cría francesa y toda la arena de playa que sus lindas manitas pudiesen abarcar.

Al cabo de un rato, me disculpé y le pedí a los criados que me mostraran mi habitación, pues llevaba ya una hora fingiendo que seguía en pie. Mi falsa esposa y Jaime decidieron dejarme descansar y se marcharon a solas, a caballo, hasta las cuevas del dragón.

Siempre he querido creer que tenía una salud de hierro, así que cuando Echagüe me comunicó que no tenía cólera, que alguien se había esmerado en envenenarme con arsénico, me alegré. Qué tontería. El médico me confirmaba la muerte próxima y, sin embargo, yo me alegraba de que no fuera a causa de mi propia debilidad sino por culpa de una mano ajena.

Entre el monje que no era realmente un monje desde la desamortización y Alberto me sacaron de mi celda en Valldemossa y me pusieron sobre un colchón en un carro. El cirujano fruncía el entrecejo, convencido de que me moriría antes de llegar a Palma. Yo solo quería ver a Tana una vez más y ni me planteaba la posibilidad de que no le permitieran salir de su encierro para decirme adiós. Un beso. Un único beso. O ni siquiera un beso. Un abrazo. Creo que el verdadero amor está en los abrazos, el temblor interno de un círculo impenetrable, muralla defensiva de emociones asustadas. Los abrazos son dos corazones que se hablan y se escuchan al mismo tiempo a través de las paredes de dos cuerpos.

Llegamos a una pequeña cala de la que no sabíamos el nombre. La vista del barco de Sarriá allí fondeado al abrigo de las rocas me dio alas para seguir. Un barquero ayudó a Echagüe y entre los dos, no sé aún cómo demonios, lograron meterme en la chalupa que nos llevó hasta el balandro de mi amigo.

—¿Tienes fuerzas para leer? —me dijo Jaime.

—Depende de si es un periódico o es mi testamento.

Alberto rio por primera vez en todo el camino.

—Es una carta de la cirujana.

—Eso ni se pregunta.

—Pues toma. ¡Nos damos a la vela, Echagüe! Caza cabo, larga el foque… Rumbo a Palma.

La carta de Tana era extensa, pero estaba escrita con una letra clara y precisa.

Querido Carlos,

Mientras espero el juicio, solo puedo pensar en ti. Las visitas se suceden, no me dejan sola. Hablo con Gabriel… de ti. Viene a verme la marquesa… hablamos de ti. Hablo con Pablo… de ti. Me visita Alberto… por ti. Jaime, que no ha faltado una mañana ni una tarde y que más parece mi abogado que un amigo, se ha hartado de que hable tanto de ti y nos quiere tanto que ha decidido traerte a mi lado. Aguanta, por favor, no se te ocurra dejarme antes de que pueda besar tus labios otra vez… pero por si acaso las cosas se tuercen y nos fastidia de nuevo el destino, quiero decirte que me arrepiento de muchas cosas. La primera, de no haberme hundido entre los brazos de un sucio comandante una tarde polvorienta en Vilcashuamán. Me arrepiento de no haberme enfrentado al mundo con la verdad y dejar que los hombres me juzguen o maltraten conforme a mis auténticas virtudes de mujer, cirujana, médico, ciega o esposa. Me arrepiento de no haberte besado en Sóller, evitándote una dura noche entre mantas en el suelo de una inmunda fonda. Me arrepiento de no haber hablado más claro.

¿Recuerdas el día que llegamos a Porto Cristo? Tú ya estabas muy enfermo, pero igual que te lo ocultabas a ti mismo, yo me ocultaba el amor. Jaime, en su inmensa generosidad, quiso enseñármelo. Esa mañana fuimos a visitar el lugar mágico donde uno puede ver la suciedad del alma reflejada en la pureza de un inmenso lago subterráneo rodeado de silenciosos órganos de iglesia petrificados. Se llaman las cuevas del Drach y es un monumento a la eternidad o la guarida de un dragón que en esa impenetrable oscuridad debe de estar ciego. Yo lo estaba y Jaime me puso la luz de su tea ante los ojos. En aquella solitaria cueva del Drach, donde nadie pisa jamás, junto a ese espejo negro, iluminados por temblorosas llamas, Jaime Sarriá me mostró lo que para él era el amor.

Caminábamos entre gruesas columnas con forma de platos apilados o de hongos, o de lluvia detenida en el aire por un encantamiento. En ese lugar se pueden tocar los milenios, medidos en gotas de agua. Si el tiempo tuviera cuerpo, sería este reloj de piedra.

—Esto es lo que te quería enseñar —me dijo Jaime.

Sarriá me mostró una estalagmita y una estalactita que parecían a punto de tocarse. Para que ambas se unieran quedaba tan solo el espacio para introducir un dedo.

—Fani y yo veníamos aquí cuando éramos niños. Solo juntando nuestros dedos podíamos completar la columna. En treinta años, los dedos crecieron, pero este hueco apenas se ha cerrado. Quién sabe si tardará doscientos años o dos mil en hacerlo… Algún día ocurrirá, pero yo no lo veré y ahora, para completar la columna, solo cabe mi dedo. Fani decía que no eran una estalactita y una estalagmita, sino dos amantes condenados a estar separados, que a fuerza de lágrimas, al fin, pasados los siglos, purgado el pecado de no haber reconocido a tiempo su amor, lograrían unir sus cuerpos para siempre.

Me estremecí.

—Fani era realmente especial —logré decir, celosa de unos sentimientos que aún hoy soy incapaz de abarcar.

—El amor no es una necesidad que nace de la debilidad, cirujana. Tú nunca has sentido el verdadero amor. Hay quien cree haberlo conocido y reniega del amor y dice que es dolor… pero en ese caso es lo que tú dices, no se trata de amor, sino de egoísmo. El verdadero amor nunca duele. No duele porque el verdadero amor ni espera ni antepone ser correspondido. El verdadero amor nace de la fuerza y es acción. El amor simplemente es… un baile. Si lo hubieras conocido, sabrías todo esto.

—Puede que lo haya sentido, lo haya tomado por debilidad o enfermedad y me haya empeñado en curarlo…

—Aquel soldado… el desertor carlista…

—¿Qué pasa con él? —le pregunté temerosa de que hubiera dado con nuestro secreto.

—Me han enviado informes sobre él. Seguí investigando.

—¿Por qué lo hiciste?

—Tenía curiosidad. Era una gran persona. Un héroe de varias guerras. Hijo de familia noble. Imagino que no lo sabrías pero… estaba casado.

—¿Qué?

—Estaba casado con una mujer llamada Irache de Gante. Le habían dado por muerto tan solo un par de meses antes de su llegada a Mallorca, así que he preferido no explicarle a una pobre viuda desolada que su marido era en realidad un desertor. ¿Crees que hice lo correcto? Necesito tu consejo.

—Hiciste lo correcto. Eres un buen hombre, Jaime Sarriá.

Mi querido Carlos, ¿ves? Todo eso me dijo Jaime, haciéndome temblar por dentro. En el fondo, ya sabía que te quería como dice él, sin egoísmo, pero no era aún capaz de verlo. Aún me cuesta, soy nueva en esto. Solo sé que no me importa quién seas, ni tus guerras, esposas o pasados. Ahora me siento como ese carámbano de piedra blanca, que a fuerza de lágrimas trata inútilmente de alcanzarte y cada noche, mientras me esfuerzo por entender cómo salvarte, me digo que nunca es demasiado tarde. Déjate llevar por Jaime, Alberto, nuestros amigos, por el mar, hasta mis brazos. Ellos ya conocen todos los secretos y se los callarían hasta la tumba por protegernos. Te quiero. Ven pronto, mi comandante. Sea lo que sea esto del amor, yo solo sé que te quiero.

Cuando terminé de leer la carta de mi falsa esposa y mi verdadera amante, volví mis ojos a aquellos hombres que darían su vida por Tana. Por sus distintas formas de mirarme, supe a ciencia cierta cuál de los dos me sustituiría a su lado. Es raro, me alegré por ella y también por él.

Una vez más mezclo los tiempos. Como narrador soy impaciente. Volvamos a Palma, al regreso de nuestro viaje por la isla.

Llegábamos a puerto renovados, más morenos y con ganas de resolver todos los crímenes y misterios de un plumazo pues Sarriá tenía razón y de alguna manera inconsciente habíamos ordenado los pensamientos navegando. Al entrar en la rada, avistamos enseguida Can Belfort y fue Tana quien me dijo al oído que solo desde ese ángulo podía verse la ventana de la habitación verde. Esto inmediatamente me dio una idea:

—Jaime… ¿Y si la caída en la escollera no fue un accidente?

—¿Qué caída?

—Estoy pensando que Abel de Nácar no parecía el tipo de persona que pega un tropezón y se cae cinco metros por torpeza… ¿Y si lo empujaron?

—Sí… pinta bien… pero ¿por qué no lo denunció?

—Porque sin duda conocía a su atacante… No quería un escándalo… quizás una amante, una amiga, una cómplice en un robo…

—Piensas en la pelirroja…

—Es extraño que el hombre más acaudalado de la isla quisiera robar la plata de la marquesa —dijo Tana.

—Recuerda el embudo de oro. Lo tenía Abel…

—Y solo un rico tiraría al mar un saco de plata —añadió Sarriá.

—Estoy de acuerdo… Si hubiera testigos de esa caída…

—El mejor punto de vista es este. Desde el agua.

—¡Quizás algún navegante vio algo! —dijo Tana alegre—. ¡Un pescador, o un pasajero de un barco! Cuando la gente viaja en barco siempre va mirando a la costa.

—Correré la voz. Merece la pena intentarlo.

Aunque no era domingo, Tana recibió un paquete. En realidad, una maleta. Pensando que se trataba de algún instrumento que había encargado a Barcelona, yo mismo lo llevé a su despacho. Se quedó a solas y, al abrirlo, halló dentro la triste mochila de un soldado con un anagrama bordado por la amorosa mano de una mujer. Las mismas iniciales que estaban grabadas en su catalejo de campaña:

—F. J. Mayor y Sans —dijo en voz alta.

Sin duda se lo enviaba Jaime. Tana abrió la mochila y de ella sacó mis más preciados objetos. Los mismos que yo creía perdidos para siempre. Seis cuadernos de diarios, un tubo de mapas, la miniatura pintada por mi padre de una hermosa condesa: mi madre.

Tana había echado el cerrojo de sus sentimientos hacia mí al enterarse de que el desertor era un hombre casado. Yo la notaba más distante, apenas cordial, y cada día que pasaba me temía con más fuerza que andaba enamoriscada de Alberto o de Jaime, sobre todo de Jaime. Ahora ella tenía los diarios en los que encontrar respuestas… pero, por desgracia, no era una entrometida y aunque por un segundo acarició la idea de leer mis pensamientos en busca de esa otra mujer, no lo hizo. En cambio, sí abrió el tubo de mapas. En él encontró mis dibujos de la guerra. Los verdaderos amigos que siempre me acompañaron: indios guapos y feos, Garamande y su corneta de llaves, muchachos vivos o muertos, sonrientes y desdentados, un fusilamiento, campos de batallas perdidas y generales con plumero, tres capitanes borrachos junto a una hoguera, un monje dando la extremaunción… y el cirujano de campaña, con un ojo de cielo y otro de mar, armado con su bisturí y el torniquete. Al darle la vuelta al retrato en busca de información, Tana leyó: don Cayetano de Nácar.

Salíamos de revisar una polacra con patente sospechosa de cólera. Como forenses de Palma era nuestra responsabilidad desviar al lazareto a aquellas embarcaciones que pudieran transmitir plagas o enfermedades. Jaime Sarriá nos esperaba en el muelle.

—¡Ha dado frutos! —dijo sonriente mientras nuestros zapatos golpeaban la pasarela de madera.

—¿Qué ha pasado?

—Revisé la salida de los buques de ese día, y en la hora a la que Abel de Nácar caía en la escollera había tres barcos, uno entrando en la bahía y dos haciéndose a la mar. Uno de ellos, el Desquite, destinado en la derrota de Valencia a buscar a los quintos…

—El Desquite ha arribado esta mañana…

—Y el oficial de la tropa vio a un hombre y una mujer discutiendo y forcejeando junto a la escollera, así que…

—¿Y bien?

—Y bien… ¿Qué?

—El hombre sabemos quién era… ¿Y la mujer?

—Ah, ni idea.

—¿Pero ha logrado describirla? ¿Dar pistas?

—No lo sé. Vengo a…

—¿Entonces?

—¡Entonces nada, carajo! ¡Si me dejáis acabar de hablar, os podré decir que este militar está en el barco, que es un comandante del destacamento, que aún no he hablado con él, que es Prihuelas quien lo ha encontrado y que vengo a interrogarlo!

—¿Podemos ir contigo? —dijo Tana entusiasta.

—¡Pues claro!

Siempre que me acercaba a una guarnición o a cualquier lugar en el que se concentraban militares, me ponía nervioso. Tras veinticinco años de guerra en guerra, uno se ha encontrado con tantos rostros que la frase: «¡Mi coronel!, ¿me recuerda? Serví a sus órdenes en Tegucigalpa… Mi capitán, ¡qué casualidad! ¡Estuve a las órdenes de su hermano en Espinosa de los Monteros! ¡Mi general, qué días aquellos de Rioseco! ¡Mi teniente, lo he visto y no he podido dejar de saludarlo! ¡Mi cabo! Mi lo que fuese», era inevitable… La suerte de tener un hermano gemelo estaba en que si el encuentro era incómodo, siempre podía uno decir que no, que uno era el otro, pero la otra cara de esta moneda era precisamente que la moneda tiene dos caras y que a uno no solo lo reconoce un regimiento, también lo identifica el del hermano.

Con pies de plomo y mirada baja, seguí a Jaime y Tana a bordo de la fragata de guerra. Me animaba saber que estaba llena de quintos y habría en ella pocos oficiales. Las cuadernas olían a vinagre y alquitrán y ese aroma me llevó a los recuerdos de un coronel al que a veces quería olvidar. El que ya no soy, el que fue suplantado hace tanto, tanto tiempo, que apenas puedo recordar. Al bajar hacia el interior del buque otro aroma me invadió de melancolía: el del tinte de los uniformes nuevos de los soldados. Haciendo a un lado las viejas fragancias, penetramos en la oscuridad del comedor de oficiales. Allí había un capitán y lo que yo más temía: una cara conocida. En el escalafón de caras conocidas, yo la clasificaría en la categoría de caras archiconocidas. El comandante de la tropa se llamaba Antonio José de la Piedra. Un nombre así no se olvida. Un hombre así tampoco. Este muchacho, de soldado, me había metido un tiro en la espalda. De eso haría ya unos ocho años. Antes de que pudiera gemir de sorpresa, le estreché la mano con entusiasmo y gritándole como si fuera sordo, dije:

—¡Carlos Ayuso, jefe forense de Mallorca!

—Señor… —acertó a decir el oficial, que me había reconocido de inmediato y creía estar viendo un fantasma. Yo se la apreté con fuerza y lo miré a los ojos, hablándole con las señas del mus. El hombretón entendió y respondió.

—Comandante De la Piedra a sus órdenes. Un honor conocerle mi… forense.

Tana se percató del extraño momento, pero por suerte Sarriá estaba ese día algo distraído, ya contaré por qué.

—Díganos, comandante… —preguntó Jaime—. ¿Qué es lo que vio usted hace un mes?

—Un hombre y una mujer hablaban junto a la escollera. Ella le daba muchas explicaciones, gesticulando con las manos y él negaba con la cabeza y movía el dedo así…

El comandante sacudió el índice de adelante atrás, como se hace a veces cuando se regaña a un niño, y siguió contando su historia.

—Ella se arrodilló en el suelo, implorándole. Él la levantó sujetándola de los antebrazos.

—¿Había violencia en su comportamiento?

—No.

—Dígame una cosa, comandante… —intervino Tana—. ¿A usted qué impresión le daba la escena? Un momento, no conteste, déjeme que le explique mejor lo que quiero decir… Cuando uno observa algo así, una escena entre dos que discuten, uno trata de adivinar, ya sabe, uno se dice: «anda, mira, unos novios que discuten, o vaya… dos hermanos que pelean…».

—Ya la entiendo, señora. A mí me parecieron un padre y una hija.

Sarriá se quedó tieso. Nunca antes le había visto perder el color de esa forma.

—¿Por qué tuvo esa sensación? —acertó a decir.

—Pues no lo sé. No digo que fueran padre e hija… es lo que yo compuse en la cabeza, como dice la señora. Ella parecía suplicarle algo y él trataba de convencerla a ella de que no a lo que fuera aquello que ella solicitaba con vehemencia.

—¿Por las buenas o por las malas? —pregunté.

—Yo diría que por las buenas pero con firmeza, mi… forense.

—Y dígame una cosa… ¿Lo vio usted caer? —inquirió Sarriá.

—No. No vi cómo acababa la cosa.

—¿Podría describir en algo a la mujer? Ya sé que estaba usted lejos… —le dije yo.

—Lo siento mucho mi… forense. Solo puedo decirle que llevaba una capa roja con capucha. Eran personas de clase alta. Él me pareció mayor, pero fuerte, ella joven y más bien flojucha.

—Ha sido usted de gran ayuda… Muchas gracias, comandante —dije yo guiñándole un ojo.

De camino a nuestros quehaceres, estudiamos la situación. Tana estaba empeñada en que había que interrogar a la dulce Sara. Jaime seguía lívido y no quería saber nada del asunto. Discutían.

—¡Que este comandante diga que a él le parecieron padre e hija no significa…!

—Solo he dicho que le preguntes a su doncella si Sara tiene una capa roja.

—¿Y qué excusa le pongo? ¿No entiendes que la sola sospecha de que ella arrojó a su padre en la escollera puede arruinar para siempre su reputación?

—Es que a lo mejor lo arrojó… y luego lo mató con cianuro…

—No lo hizo.

—Pudo hacerlo.

—No lo hizo.

—A veces estas mosquitas muertas…

¿Noté un punto de celos en la voz de Tana? Sí. ¿Presentía lo que estaba por venir? No lo creo. ¿Se enfrentaba a Sarriá por instinto? Imagino.

—Deja ya en paz a Sara de Nácar. Ella no empujó a su padre y lo sé y no quiero decirte por qué lo sé.

—Solo hay una manera de que estés tan seguro y solo hay un motivo por el que no quieras decírmelo…

—Dejémoslo…

Tana acosaba a Sarriá. Yo me ponía celoso.

—A la hora en que Abel de Nácar caía en la escollera… tú estabas con la pálida Sara de Nácar.

Pasé de los celos a la sorpresa en un segundo.

—¡Está bien, confieso! Es cierto. Estaba con ella —dijo zanjando la cuestión. Yo me sorprendí aún más. Después, Sarriá apretó el paso y se perdió por las callejuelas en dirección a su casa. Miré a Tana. La mezcla de sentimientos que leí en sus ojos se me clavó fuerte en el alma, pero lo peor fue ver que se marchaba en pos de Jaime, dejándome plantado junto a la catedral. Miré hacia la Seu. Dicen que cualquier día la fachada principal se va a derrumbar. Las grietas de la pared confirman algo que anuncian todos los expertos. Un temblor, un temporal y adiós catedral. Por un instante pensé, ¿y si se cae ahora y me mata como mató el muro de mi cárcel al general Mariño? Una voz del pasado vino a rescatarme de mis ruinosos pensamientos.

—Mi coronel… —me dijo el comandante De la Piedra—. He esperado hasta ver que estaba usted solo.

—¿Dónde podemos hablar en confidencia? —le dije.

—Podemos entrar a la Seu —sugirió.

—¿Usted ha visto esas grietas? De la Piedra, con un nombre como el suyo, eso sería, cuando menos, suicida. Mejor cojamos aquella calesa, dije mirando hacia un cochero que esperaba clientes haciendo calceta.

Tana alcanzó a Sarriá llegando ya a su casa. Él no quería hablar más del asunto, y menos con ella, pero no sabía negarle nada. Jaime se veía en secreto con Sara.

—No hacemos nada malo. Me habla de amor. Me lee poesías que escribe…

—Para estar tan preocupado por su reputación me extraña que no hayas caído en la cuenta de que verte a solas con una muchacha de diecisiete años no pinta bien a ojos de cualquiera.

—Aún estoy de luto pero hoy le he pedido que se case conmigo y ella ha aceptado.

Tana soltó una carcajada.

—Si supieras lo que te acabo de entender…

—¿Qué?

—Que vas a casarte con Sara de Nácar.

—Es justo lo que he dicho.

Tana sintió una daga. Le faltó el aire. Por supuesto, disimuló su desconcierto, aunque lo disimuló fatal, pues se aferró a su cruz y Jaime conocía bien sus manías.

—Carlos y yo lo habíamos adivinado pero nunca… pensé… en fin. Estábamos seguros de que te habías enamorado de ella el día en que la salvaste de aquel desmayo en el Borne… El día que se comió mis hojaldres favoritos en casa del anticuario…

—No, no… Crees que sabes, pero no sabes nada.

—Que sí, que ese domingo estabas rarísimo, recitando a Dante en italiano, acuérdate, tú allí, destrozado sin hojaldres, a las puertas del infierno…

—Ese día ya llevábamos dos o tres meses viéndonos. Es una muchacha muy inteligente pero terriblemente frágil. Su madre los abandonó cuando era niña, su padre siempre la ha atado muy corto… y se ha enamorado de mí y yo…

—Ah, por supuesto… Resuelto el misterio del perfume de jazmín.

—¿Cómo?

Tana rio. Quería alegrarse por él aunque no podía.

—El día que te conocí en Can Belfort lo primero que me pregunté es por quién te ponías ese agradable perfume a jazmín.

—No se te escapa nada, sabuesa —dijo él pensando que ella no sabía nada de nada.

—¿Estás enamorado?

—Yo pensaba que quizá la quería… Creía que sí, en gran medida… Y el día del anticuario… Cuando la cogí en brazos… Al ver los crisantemos… No, déjalo.

—¿Qué crisantemos?

—No sé explicarlo.

—¿Qué es lo que te trastocó así ese día en el anticuario?

—La c… c… El presentimiento.

—¿Qué presentimiento?

—Tuve un presentimiento y una revelación. El presentimiento ya os lo expliqué. Que sé, sin saberlo, quién mató a la podenca.

—¿Y la revelación?

—Que no quería a Sara. Que había estado jugando con sus sentimientos. Que deseaba el calor de otro cuerpo contra mis costillas… Que estaba enamorado de otra mujer.

—¿Qué mujer?

—Eres muy pesada.

—Yo nunca me enamoraré ni me he enamorado, pero eso no me impide dar buenos consejos.

—Como detective de asuntos propios dejas mucho que desear.

—De asuntos… ¿propios?

Los días noches son, si no te veo, y cuando sueño en ti, días las noches.

Tana le miraba aún sin comprender.

—¿Citas a Shakespeare?

—Aunque no lo parezca, soy mucho más shakespeariano que dantesco. Creo.

Ella seguía mirándolo con intensidad y total ingenuidad. Sarriá se exasperó.

—¡La mujer eres tú, cirujana!

Tana se cayó del guindo con tal batacazo que a punto estuvo de partirse la boca. Sintió una extraña mezcla de sentimientos. Culpa, alivio a sus celos, alegría, desgracia, pena, ganas de besar a Jaime y de echarse en sus brazos, necesidad de tomar un jerez o, como poco, de tomar asiento…

—Tenías razón, mejor era no haberlo dicho.

—Porque… ¿estás casada?

En ese momento Tana supo dos cosas. Que le importaba la felicidad de Jaime más de lo que jamás había podido sospechar y que él lo sabía absolutamente todo.

—Fani es la mujer de tu vida y siempre lo será, así que… todos estamos casados.

—Unos más que otros —dijo él muy sereno.

Jaime la miró hablándole con su silencio. Era un caballero elegante y discreto, pero solo le gustaba pasar por tonto cuando quería él y este no era el momento de aparentar ignorancia. Ella se dio cuenta de que hasta ahora le había mirado sin ver. Con prejuicios y tonterías.

—Te he subestimado desde el primer día, ¿verdad?

—Diría yo que sí —respondió valiente, aguantando la emoción—. Hagamos una cosa. Olvidemos esta conversación. Yo solo quiero que todos estemos bien. Quitémonos de en medio estos crímenes y tan farragosos sentimientos, y sobre todo las mentiras. Ayúdame, Tana, no luches contra mí.

—Busca en su pasado.

—¿Cómo?

—Si quieres resolver la muerte de Abel de Nácar busca en su pasado. Ahí hallarás la clave.

—¿Cómo estás tan segura?

—Un crimen es el final de una historia, el colofón, no su principio. Para llegar a entender los crímenes de la pelirroja y de Abel de Nácar hay que buscar en el pasado. La vida de un hombre tan rico, que, sin embargo, no nació con cuchara de plata, no ha de tener desperdicio.

Esa noche en Can Belfort cenábamos en silencio, enterrados en nuestros pensamientos. Ella rememoraba su conversación con Jaime, atrapada entre dos corazones, y yo la mía con el comandante De la Piedra.

—Comandante, necesito que envíe recado a San Sebastián, pero nadie debe enterarse. ¿Podrá hacerlo con discreción?

—Mi coronel, en el cuartel tengo palomas mensajeras entrenadas para llegar a los principales puertos de España. Puedo enviar un mensaje y hoy mismo llegará a su destino.

—No me ha preguntado qué hago disfrazado de forense.

—Antes de eso le habría preguntado qué hace usted vivo. Todos en el regimiento creían que lo había matado su hermano tras aquella batida cerca de San Sebastián. ¡Yo estuve en su entierro!

—Ya… es una larga historia.

—Que no me incumbe, señor. Yo por usted hago lo que sea y a ciegas. Si me lo permite, mi coronel, debo decirle que me siento muy afortunado de poder, al fin, después de tantos años, resarcirle.

—Fue sin querer, comandante… deje ya de culparse por aquello.

—Sin querer o queriendo, la cosa es que estuvo usted a la muerte y el tiro salió de mi fusil.

—No fue para tanto.

—Le dieron la extremaunción.

—Es verdad. Sí fue para tanto.

Volví del recuerdo de mi conversación con Antonio José de la Piedra a un asado que perfectamente podía haber llevado el mismo apellido. Cada día estaba más débil y empezaba a sufrir hasta para cortar el cordero. Mi falsa mujer seguía en silencio, pensando en los labios de otro hombre, o los de todos, o los de nadie. Tras la cena, nos retiramos a nuestros aposentos. Antes de desaparecer hacia la habitación verde, me volví. Ella se cepillaba el pelo, mirándose en el espejo.

—¿De verdad piensas que el amor es el reflejo de una debilidad?

—Completamente.

—¿Y eso qué importa?

—¿Cómo?

—¿Qué importancia tiene ser débil, un poco, en algo, a medias? Lo único que importa es ser feliz.

—La felicidad no existe.

—En tu vida no, pero sí que existe en el amor.

Tana me miró de nuevo con ojos desarmados. Esta mujer es como el terrible frío del hielo, que de tan intenso quema, o el sordo ardor del hierro candente, que parece frío al contacto. La indestructible muralla de Tana es su mayor debilidad. Me decidí a besarla. En el momento en que mis labios tocaron los muros de su prisión, supe que tenía razón. Nunca me había sentido tan débil, expuesto, vulnerable, a tiro de las balas enemigas, pero era feliz en el río de su boca. Creo que la felicidad consiste en saborear por igual los segundos dulces y los tragos de quina amarga que reparte el reloj del día a día. Al separar nuestros rostros, las llamitas del candelabro se reflejaron en sus ojos azules. Parecían dos hogueras en el mar. Pensé en aquellas piras que encendían los bandoleros en las costas de la muerte para confundir a los barcos y hacerlos encallar con el fin de robar su cargamento. Dos fogatas en la costa… Las miré brillar fascinado, atraído hacia esas rocas… hasta que parpadeó.

—Hace quince años que te busco.

—Me encuentras demasiado tarde.

—Solo es tarde después de la muerte.

—Yo no sé vivir con los hombres. Tengo demasiado miedo.

—Déjame enseñarte.

Se apartó de mí. Bailábamos lentamente por la habitación.

—¿Por qué no me dijiste que conocías a Cayetano de Nácar?

—Él fue el cirujano que me salvó el brazo. Su instrumental era igual que el tuyo.

—¿Con cachas de nácar?

—Sí.

—¿Por qué viniste a Mallorca?

—Cayetano de Nácar no mató a su familia.

—¿Cómo lo sabes?

—Serví a las órdenes de un general que antes de morir me confesó que le habían pagado un saco de oro por guardar el secreto.

—¿Y qué más?

—No sé más. El general murió. Y también Abel de Nácar antes de que pudiera hablar con él del pasado y de su hermano. ¿Y tú? ¿Por qué viniste a Palma?

—Creo que fui niña en esta isla.

—¿No lo sabes?

—Saberlo, lo sé. Es solo que no lo recuerdo.

—Quiero besarte otra vez.

—No. Sería un grave error.

—Y no besarte sería una majadería.

La volví a besar. Noté que se deshacía en mis brazos, pero enseguida se heló de nuevo. Me creía casado y yo eso no lo sabía.

—Tú tienes tu vida en otra parte. Hay quien ya sospecha que no eres lo que pareces y debes marcharte pronto.

—¿Ya he cumplido mi función? ¿Me despides?

—Te lo he dicho, tengo miedo. La mascarada está a punto de terminar. Ya me he ganado la confianza del jefe de la policía y, a excepción de don Braulio y del majadero de Sartorius, los médicos de Palma me aprecian.

—¿Quieres a Jaime?

—Yo no sé querer.

—¿Si supieras querer… le querrías?

Sonrió. Seguíamos bailando de un rincón a otro. Ella escapaba. Yo perseguía.

—Él contestaría con un verso de Shakespeare: no he venido, señores, a robarles el corazón.

—No se lo pregunto a él, sino a ti.

—Si supiera amar no sería quien soy y los que no me querríais seríais vosotros. Os atrae la conquista.

No deseaba indagar en esa nueva y compleja mirada. Me sentí incapaz de encontrar la llave. Llegué a pensar que no había cerrajero en el mundo capaz de abrir esa caja de acero en la que guardaba el corazón.

—Comprendo. ¿Cómo sabes que conocía a Cayetano de Nácar?

Tana abrió una maleta de cuero de gruesos correajes. De ella sacó mi mochila de campaña. O mejor dicho… La mochila de mi hermano.

—Esto es tuyo. No he leído los diarios pero he visto los dibujos. Son muy buenos. Debiste ser pintor y no soldado.

—Lo mismo digo.

Me alegré de recuperar mis cosas, le di las buenas noches y aún con el recuerdo de su boca en la garganta entré en mi secreta alcoba. Me dije que sus besos eran del sabor de la granada, que al principio es dulce pero luego amarga.

A la mañana siguiente, mi esposa había desaparecido. Una escueta nota anunciaba que se había embarcado a Valencia por unos días. Abrí mi viejo compañero, el diario, y comencé a escribir de nuevo. Me gusta hacerlo para explorar mi interior. «Dicen que en la vida hay un gran amor. Yo creo que no es así y que todos tenemos dos amores. El primero, que queda para siempre tatuado en el alma, y el segundo, que es algo maravilloso que no sé explicar. Igual que un padre quiere a dos hijos de diferente manera, no podemos poner nuestros amores en una balanza para decidir cuál es mayor. Son distintos, son los dos de verdad y hoy pienso que no podrían existir el uno sin el otro».

Tras acomodarse en su alojamiento de Valencia, Tana se dirigió a ver al alcalde de las Torres de Quart. Aunque era una cárcel militar, habían encerrado allí al asesino para evitar las represalias de otros presos o carceleros.

Convertirse en una mujer a prueba de humillaciones había requerido muchas armas. El humor, la eficacia, las miradas asesinas y una sonrisa amable, sin coqueteo, que sin embargo nos enamoraba. Tana, en cambio, no sabía enamorarse, o sabía, pero con un bisturí imaginario extirpaba el tumor del amor antes de que creciera en su interior de forma irremediable. Viéndola ahora, frente a aquel hombre barbudo como el zamarro de un bandolero, al que no en vano llamaban «el Zamarro», un tipo de ojos negros, algo achinados, medio calvo, viejo pero fuerte, ajado pero ágil, violento, maligno y borracho, uno podía entender que para ella el amor fuese un lujo que no se podía permitir… o que no se merecía alcanzar. El rufián que tenía delante era el viudo de una prima de su madre. La tía Eladia. Este asesino había tenido a Tana bajo su bota y su vara durante tres años. De los siete años a los diez.

Como era mujer y ayudante del forense general de Barcelona, y como este forense, el verdadero Carlos, había colaborado desinteresadamente en la investigación de tan terribles asesinatos ejerciendo de perito judicial, el alcalde de la cárcel le permitió ver al preso. Faltaban solo dos días para la ejecución. Este hombre asqueroso y decrépito se llamaba Conrado Ventero y, haciendo flaco honor a su apellido, había regentado durante casi veinte años una fonda costrosa en la ciudad. Un lugar de aromas ácidos, pobre, nada honrado. El Zamarro, haciendo en cambio elevada apología de su apodo, había matado a tres huéspedes para robar sus pertenencias y después vender sus cuerpos a un profesor de anatomía.

Tana sostenía su mirada con dificultad. Después de tantos años, no era capaz de soportarla sin temblar por dentro.

—Estás muy guapa —le dijo él.

—Recibí tu carta y… aquí estoy.

—Yo recibí la tuya… la que me mandaste hace cinco o seis años…

—A la que no contestaste. Debías de estar ocupado violando y matando.

—A ti siempre te respeté.

—Sí… me respetaste a palos y a bofetadas, a trabajos forzados y a vejaciones. Tienes un extraño concepto del respeto.

—Podía haberte metido en mi cama. Dios sabrá por qué no lo hice. Eras flacucha y pequeña, supongo.

—No lo hiciste porque estabas en la cama de una puta con la barriga llena de ron. Solo un ser humano puede tener peor calaña que una bestia.

—Responderé a todas las preguntas que me hacías en aquella carta.

Tana aguantó la esperanza. Sabía que había sido inútil ir hasta allí en busca de información. Lo había olvidado todo, pero al mirarle a los ojos recordó bien al auténtico Zamarro. Sí, él conocía su pasado. Él sabía cómo se llamaba su madre, su padre, el tutor que la había llevado desde Italia a España para ponerla en brazos de su querida tía Eladia, pues a la muerte de esa maravillosa mujer, el Zamarro ocultó su desaparición para seguir recibiendo el dinero que su protector enviaba cada día siete de cada mes. No, Tana no diría nada, no mostraría su ansiedad por recuperar la memoria. No se hizo ilusiones. Esperó a que el rufián enseñara sus cartas.

—Sé muchas cosas. Solo tienes que ayudarme.

—¿Yo… ayudarte?

—Eres la mujer de un forense muy importante. Él testificó en mi juicio. Me dio la estocada final…

—Mataste a cuatro personas.

—Tres.

—También asesinaste a mi tía.

—Eladia me abandonó.

—Ella nunca se habría marchado sin mí.

—Puedo devolverte los recuerdos. Tus sueños italianos, todo. El nombre de tu verdadera madre. El porqué de tu orfandad…

—¿A cambio de qué?

—Sácame de aquí.

—Habla.

—Sálvame primero.

—¿Cómo se llamaba mi madre?

—Cecilia.

—Cuéntame el resto.

—Solo si me ayudas.

—No ayudaré a un asesino, y menos a ti.

—Te mueres por saber la verdad.

—Y tú te mueres mañana.

Tana se levantó, llamó al carcelero y se marchó atravesando la misma lluvia de silbidos y gestos obscenos de los demás presos que había soportado a su llegada.

Los criados no sabían nada de la habitación verde, así que durante la ausencia de Tana me había trasladado a su alcoba para que las sábanas no amaneciesen sin deshacer. He de decir que me gustaba dormir sobre su almohada, aspirando el aroma de una mujer que jamás ha usado una sola gota de perfume.

—No se puede ser buen forense y perfumarse —decía ella—. La colonia enmascara los olores. Cada veneno tiene un aroma: el cianuro a almendras amargas, el arsénico a ajos, la nicotina a tabaco… las distintas enfermedades tienen sus aromas también… La fiebre de Malta, por ejemplo, se sospecha con facilidad por el olor a oveja del enfermo, un olor putrefacto es indicio de pus e infección…

—No eres una cirujana —le dije riendo—, eres un lebrel.

Tana asintió, tomándolo como un piropo.

Desde su marcha a Valencia y mi cambio de alcoba, había recobrado bastante las fuerzas. No me mareaba, ni me flaqueaban las piernas y podía salir a mi tarea habitual, que no dejaba de ser un mero trámite burocrático, pues en esta isla la gente se quiere tanto que nadie se muere. Según pensaba esto, que todos se quieren, Gabriel, nuestro inquilino botánico, que ya era un habitual, entró en la casa, tosiendo como de costumbre, llamándome a voces, con una muchacha más gorda que un elefante pero preciosa como un ángel de Ghirlandaio. La criada Rosa le ayudaba. Era Celina y casi no podía caminar. Le habían dado una somanta de cuidado.

En estas situaciones es cuando realmente me doy cuenta de que no seré médico por elección, pero sin duda soy enfermero por accidente. Una cosa que hay en la batalla, a puñados, son heridas. De bala, cimitarra, espada, bayoneta o de cañón… las he visto todas, vendado, cosido y apañado como buenamente he podido hasta la aparición del cirujano o hasta la muerte del desdichado. Ahora que he de demostrar un talento que no creía tener, el oficio sale solo de entre mis vendas como si esto yo lo hubiera hecho toda la vida, y me doy cuenta de que es que… lo he hecho.

El estado de Celina no era malo y, a un tiempo, era terrible. Tenía el blanco cuerpo cuajado de cruces cristianas, sajadas en la carne con cuchilla de barbero. Sin ser heridas profundas, eran los signos de una clara sesión de tortura de algún fanático religioso.

—¿Quién te ha hecho esto?

—No lo sé.

—¿Un cliente?

—No lo sé. Cuando me desperté ya las tenía.

—Estás mintiendo.

—¡Yo le juro que no sé quién me las hizo!

—¿Quién fue tu último cliente de la madrugada?

—No lo recuerdo.

—El que te ha hecho esto bien puede hacérselo a otra.

Gabriel, hijo de un boticario de los de antes, de esos farmacéuticos clásicos con bata de indiana, gorrito de algodón y lentes sin patillas, honraba la memoria de su padre preparándole a la puta un jarabe tonificante de Hongo de Malta, que dicen que detiene las hemorragias pero que yo nunca he visto que sirva para nada.

—Hay que coser alguna de estas heridas. ¿Puedes prepararle una infusión de adormidera?

—Volando voy.

Gabriel desapareció a su casita y a los quince minutos volvió con un bebedizo que consiguió lo imposible, volver a la enorme Celina ligera de cuerpo y pesada de alma. La muchacha quedó plácidamente dormida. Gabriel miraba la mole desnuda como un sediento un oasis. Pero un sediento elegante, de clase alta, que bajo ningún concepto habría dado nota de su ansiedad. Aquella piel blanca, llena de cortes sangrantes, siete u ocho cruces de penitente, parecía el extraño lienzo de un macabro Murillo… o el clásico lienzo tenebroso de cualquier artista religioso, pues las iglesias y las casas de alcurnia están llenas de Sebastianes ensartados, San Pedros crucificados cabeza abajo, San Lorenzos fritos en parrillas y de sangrantes cabezas de San Juanes cogidas por los pelos.

En la noche, tras la infusión de quién sabe qué hierbas preparadas con tos, ciencia y amor, Celina tuvo fuerzas para levantarse y me explicó que Tana le había pedido que fuera su doncella y que deseaba quedarse en Can Belfort para siempre y servirnos y hacernos hojaldres. No lo puse en duda y acepté, sobre todo después de esta conversación:

—¿De dónde eres, Celina?

—De Pollença.

—¿No me digas? Oye, entonces… ¿Tú no sabrás de aquel crimen que sucedió hace más de veinte años…?

—¿El de Caín y Abel?

—¡El mismo!

¡Claaaarooo! —dijo con una voz dulce, firme, fuerte, de mezzosoprano. Al hablar, Celina parecía cantar con pena como hacen en la era los labradores de Mallorca, que entonan unas baladas que son como un lamento dulce y resignado… con la diferencia de que ella le quitaba la pena con su sonrisa rústica y mallorquina y su fina piel de cortesana noruega.

—Don Cayo, que aún se dice en mi pueblo que ha sido el hombre más guapo que ha pisado la tierra, era bueno, generoso, cirujano como usted, don Carlos. Estaba casado con otra señora primorosa, que se llamaba Cecilia y tenían una niña que se llamaba… Se llamaba… Ay esta no sé cómo se llamaaaaba… Bien, lo que sucedió es que se declaró un brote de peste en Pollença y nadie podía salir ni entrar del pueblo. El doctor, que era un saaaanto, atendía a los enfermos, que por suerte no eran muchos, se encargaba de reclutar voluntarios y enfermeros, organizó un lazareto… Un santo que todavía es famoso en la comarca. Mientras esto sucedía, Cecilia y la niña, que habían ido a Palma a… a no sé qué, se quedaron sin poder volver a Pollença para no contagiarse de la plaga y se alojaron en esta misma casa, en la habitación verde de Can Belfort. Aquí, claro, los visitaba el cuñado, que era el Abel de esta historia y que ya de entonces era el vecino de atrás… Abel… Ay el Abeeel… que no era el hermano bueno, que no seguía el dictamen del nombre, que era el liaaaante, el requeteliiisto, el rencoroooso y que en verdad no se llamaba Abel sino Avelino de Nácar. ¿Me siguen ustedes?

—Divinamente.

—A mí me tiene sin toser —dijo el joven don Gabriel.

—Lo que sucedió entonces fue que dos meses después o así, se acabó la peste y don Cayo vino a buscar a su familia… ¿Pero qué encontró? A su Cecilia en la cama… con su hermaaaano. El hombre se ofuscó, agarró el atizador de la chimenea —que cuentan que es una chimenea de mármol verde que es un monumento de elegancia y que es la razón del nombre de la habitación—, y ¡zatapamba!

—Zatapamba, don Carlos —dijo Gabriel.

Yo asentí. Me sabía la historia aunque no con tanto detalle. Mentalmente rogué que Celina supiera algo más de lo que ya me habían contado dos veces.

—¿Y luego?

—Luego don Cayo se marchó vagando por las calles hasta entregarse al cuartel de la policía y les dijo a los carabineros que había matado a su hermano. Cuando llegaron todos a la habitación verde, encontraron sangre por todas partes, en las paredes, sobre la chimenea, por todo el suelo, pero nada de cadáveres… un misterio espeluuuuznaaaante.

—¿Y la mujer… y la niña? —dijo Gabriel.

—Ni rastro. Ni de Abel, ni de las mujeres. Bueno, rastro sí, rastro de sangre. Los buscaron durante una semana. Por los campos, las acequias, los espigones… El asesino, encarcelado, estaba mudo, enloquecido o simplemente asustado, quién sabe, y como desde pequeño le llamaban Caín de broma porque al hermano lo llamaban Abel… pues con el sambenito se quedó y cuando salió de su estupor y dijo que era inocente, pues ya nadie le creyó porque, verán ustedes, dicen que el hábito no hace al monje, pero un cualquiero vestido de monje engaña muchísimo y un hombre bueno, llamado Caín, también.

—Cuánta sabiduría hay en el pueblo —me dijo Gabriel admirado.

—No hay romana en la tierra para medirla —repliqué—. ¿Y después…? Sigue, que nos tienes en vilo.

—Después pasó lo que conoce toda Palma, que volvió de la mar el hermano con la cara rota en dos mitades y dijo que los mató a todos don Cayo, y hasta don Cayo empezó el pobre a dudar de su salud mental cuando un muchacho de la isla testificó que él había encontrado su balandro lleno de sangre y ropas de las muertas y dijo que, sin duda, alguien se lo había llevado esa noche para arrojar los cuerpos mar adentro…

—¿Este muchacho… se llamaba, por un casual, Lucas Mariño?

—¡El mismo! Era buen chico, estudioso pero pobre y contrabandeaba con su balandro entre las Pitiusas para mantener a la familia. Su padre era un coruñés que se había comido unas setas venenosas en una fonda y se había quedado paralítico. Su madre era una hirsuta palmesana.

—¿Hirsuta? —dije pensando que la muchacha no sabía lo que eso significaba. Pero lo sabía, porque me aclaró:

—Bigotuda.

Yo aguanté la risa pero a Gabriel le dio un repentino ataque de tos. Celina nos siguió contando de este muchacho.

—Desde siempre soñaba con ser general de caballería… Desapareció años ha y quién sabe… quizá sea gobernador de alguna provincia, porque según me han dicho ni el talento ni las ganas de ascender le faltaban.

—¿Y tenía familia este muchacho?

—Tenía y tiene —dijo Gabriel—. En Valldemossa. Una hermana que se llama Virtudes Mariño y que con la desamortización compró dos celdas de la cartuja para alquilarlas a los forasteros en el verano…

—¿Tú la conoces?

—La conozco muy bien. La finca donde tengo mis preciadas plantas está en Valldemossa. Yo también compré una celda y tengo tratos con el monje que queda, que se encarga de la farmacia.

—Dime una cosa, Celina… ¿Cómo puedes saber tantos detalles de todo esto? Tú no habías ni nacido…

—Ay pues mire, don Carlos, me podría hacer pasar por una erudita de los asuntos de la isla, pero la verdad es que ha ido usted a preguntarme por lo que mejor me sé, porque esta historia a mí me la contaba mi madre, Sandrina, que fue cocinera de doña Cecilia y que vivió todos los detalles de primera mano. Por eso cuando la señora Tana me quería hacer venir a Can Belfort le dije que naranjas de la China… pero ahora, mire usted, prefiero a la nena de l’habitació verda que a un loco con un cuchillo.

—¿Y esa madre tuya… sigue viva?

—Uy, no, señor… Mi madre murió hace cinco años.

—Descanse en paz.

—Mi madre siempre decía que los De Nácar eran opuestos, pero los dos habían encontrado los más importantes antídotos a las plagas de la humanidad. El hermano médico, el de las enfermedades, el otro, el ladino… El de la pobreza.

—¿Y cuál es este antídoto, según tu madre?

Qual va a ser, senyors? El único antídoto que existe para la pobreza… es el oro.

El cadalso tenía ocho escalones. El público se agolpaba desde bien temprano en la plaza del mercado. Por un real, podía tomarse una carreta desde los pueblos cercanos para asistir a la ejecución. La mayor parte del gentío era de fuera de Valencia. A Tana le habían permitido colocarse junto al cirujano y el sacerdote. Los tambores sonaban con sus cajas destempladas, como era tradición. Dos rebuznos anunciaron la entrada del burro en la plaza, que llegaba con el reo mirando a la grupa. Era el garrote vil. El destinado a los pobres y los más abyectos criminales. El Zamarro estaba irreconocible. Lo habían afeitado y, por primera vez, Tana vio que tenía medio rostro destrozado por la viruela. Se leyó la sentencia. El verdugo tenía orden del juez de matarlo lentamente. No todos los reos sufrían el mismo garrote. El Zamarro no tendría la fortuna de que le rompiera las vértebras de un eficaz giro de tuerca. Moriría sin clemencia. Sería estrangulado, despacio, tal y como él había hecho con las víctimas de sus atroces crímenes.

Bajo los zapatos del reo, los escalones huecos del patíbulo sonaban más armónicos que los tambores militares, hasta que las piernas no quisieron seguir y dos celadores lo cogieron en volandas para salvar el último peldaño. Una suerte de pregonero leyó sus crímenes con cantinela y rememoró a las víctimas por sus nombres y apellidos. Tana pensó en la pobre Eladia, de la que nadie se acordaría jamás. Lo sentaron en el garrote. Vendaron sus ojos y la memoria de la cirujana voló hasta el romántico cuadro de Delaroche que había admirado en el Salón de París recientemente. Se trataba de la Ejecución de Lady Jane Grey, en la que la noble muchacha, que tan solo había sido reina durante nueve días, busca la mayor dignidad en la muerte, antes de que le corten la cabeza. Delaroche mismo les contó la historia a ella y a su amigo Espalter el día de la inauguración. Admirando la fragilidad y la dulzura de esa pálida joven, vestida de blanco pureza ante su última hora, el pintor les relató cómo Jane Grey tuvo la presencia de ánimo de pronunciar un breve pero emocionante discurso de arrepentimiento, aunque al ser cegada por la venda no fue capaz de encontrar la picota para reposar su cabeza y temblando, a punto de derrumbarse, dijo: «¿Qué debo hacer? ¿Dónde está? ¿Qué debo hacer?»… Tenía dieciséis años. Después, cuidadosamente, las manos firmes de sir John Brydges, que la tratan en la pintura como un delicado padre envuelto en ricas pieles, pero que no era más que el teniente de la torre, la guiaron hasta el bloque de madera, quizá con algún susurro tranquilizador… Ese es el instante que quiso mostrar Delaroche, y lo hizo con maestría de romántico… En el vaporoso vestido, en la oscura celda, en el temblor de unas manos de ciega que buscan a tientas su último asidero entre paredes de piedra, en el desmayo de una elegante dama de la corte. ¿Su ama, su madre, su dama de compañía? En la lucha entre el miedo y la conciencia y en la amorosa amabilidad de los verdugos. No, a nada de esto se parecía la ejecución del Zamarro en la plaza del mercado de Valencia. El asesino no fue capaz de pronunciar últimas palabras ni discursos de arrepentimiento y tardó en morir diez minutos, ahogado por el verdugo, deliberada, lentamente, en vengativa agonía, sin frases de aliento o de consuelo. Cuando el público se disolvió, Tana, con un nudo en el estómago, se retiraba ya hacia la casa de doña María de Lopera, amiga del alcalde de la prisión de las Torres, que había sido tan amable de darle hospedaje.

—Qué cosa tan tremenda —dijo el cura deteniéndola—, pero no merecía misericordia.

—No la merecía —replicó ella, nada locuaz.

—Espere, doña Tana, no se marche aún. Debo hablar con usted, señora —dijo el hombre de Cristo.

—¿Qué sucede?

—Hace una hora, confesé al Zamarro y le di la extremaunción. Me dio permiso para hacerle públicas unas palabras importantes. Me dijo que Eladia estaba en el viejo aljibe del aceite y que le diera cristiana sepultura para que su alma pudiera descansar por fin en paz. ¿Quién es esta Eladia, hija mía?

—Su esposa. Desapareció hace… Quién sabe ya los años que hace.

—Hay hombres viles… y hay zamarros.

—Sí, padre.

—Luego me dio esto para ti.

El cura le entregó un sucio papel doblado en dos. Tana, sorprendida, lo leyó. En su interior, el reo había escrito con un carboncillo estas palabras:

Mauro Santolini. Abogado. Valencia.