Quinta parte

Todas las frases que no había pronunciado batían en sus sienes mientras el agua de la bahía inundaba cada esfuerzo por coger aire. Marcela estaba cerca, pero montaban en distinta ola, sobre la bahía en marejada, y por más que nadaba, no lograba avanzar. El hombre necesita momentos así, de lucha por la supervivencia, de casi muerte, de naufragio, para comprender su vida. Jaime vio en la pobre desdichada a Estefanía, igual que la veía en cada boca de la isla, sombra y hora del reloj de sol de la fachada de las Clarisas, porque ese reloj, a Fani le gustaba mucho y siempre que pasaba por allí se cruzaba con alguna amiga y se reía. El agua salada entraba por la boca, salía por la nariz, cegaba sus ojos mientras los rizos de la bella italiana flotaban a la deriva, iban y venían como tentáculos de medusa y así, sin querer, mientras Fani le hablaba con los pensamientos y le animaba a salvarla y comprendía que su existencia tenía un cierto sentido, se hizo con ella. Volvió el rostro de la suicida al aire, a la luz, y abrazándola como un padre, se tumbó con ella bien sujeta, boca arriba, sobre las olas heladas del ocaso, a esperar. ¡Cuántas veces se habían mecido así, haciéndose los muertos Jaime Sarriá y su Estefanía Company entrelazando los brazos y los pensamientos, a la sombra de la roca de Es Pontàs! Escapaban de Palma en su barco, llegando hasta Cala Llombards. Allí pasaban la tarde encontrando piedras, nadando en las aguas de esmeralda, buscando el calor de las rocas redondas, suaves como barrigas y contando historias hasta que Jaime se apostaba algo, se echaba a nadar y luchando contra las rompientes, escalaba el islote, ese arco de su triunfo. El semicírculo esculpido por las olas es el Castillo de la Guardia de Lanzarote del Lago o la cueva del cíclope Halímedes o la giba de una serpiente marina, y se llama así, como ya he dicho: Es Pontàs… Luego Jaime se tiraba desde lo más alto, Fani contenía la respiración y se besaban bajo el ojo de ese capricho del mar, un puente entre dos almas, medio anillo dorado, o media rosquilla, el abrazo de una niña querida, en mitad de las aguas. Mientras eran acunados por las olas, él le decía a ella su frase: «te quiero, te pienso». Tantas veces se había lanzado al mar desde lo más alto de ese arco de piedra para impresionarla que no lo dudó cuando Marcela se arrojó por la ventana de su cirujana. Ahora los acunaba el Mediterráneo, que era su verdadera familia, su madre y su padre y Fani y todos los que vinieron antes que él. Marcela y Jaime estaban a salvo. No tardó en llegar un balandro a rescatarlos y les dieron un sorbo de coñac. Sin duda, pensó aspirando el aroma, se puede querer, y bien, a dos mujeres a la vez.

Ramiro llevó en brazos a Marcela hasta su habitación y en el ala este de Can Belfort comenzó otra batalla. Esa noche la joven ardió en fiebre y fue Bretón, el especialista en virus, quien se afanaba por salvarla. Tenía neumonía. Tras detener a Cristóbal por el asesinato de la pelirroja, Jaime le hizo una visita al gobernador. Le pidió una larga libranza que fue concedida y, ya de madrugada, tomó la derrota a Porto Cristo. Tenía que aprender muchas cosas de su hijo y Jaime había de enseñarle a navegar. El intendente que en realidad era comisario, solo volvió a Palma al enterarse de que habían acusado a Tana de envenenar a su marido.

En este momento, me toca explicar algo importante, pues imagino que a estas alturas habrá quien piense que es imposible de todo punto que una mujer eficiente, admirada, que a su llegada a Mallorca supo ganarse a marquesas y policías, carboneros y prostitutas y a algunos de los médicos más simpáticos de Palma, hubiera acabado encerrada en prisión, acusada de envenenar a un marido al que, en apariencia, adoraba.

Lo que ocurre aquí es que una sociedad puede ser simpática, como la palmesana, pero cruel, como la española. Lo que sucede es que Tana tenía razón en construir una muralla tan inexpugnable, pero se había descuidado, invadida por la confianza y el amor. Todo empezó como una broma de mal gusto, el malvado comentario de un hombre que nos despreciaba, del mediocre doctor Augusto Sartorius, aquel que había perdido la apuesta del fémur de don Abel. En una de las reuniones de la Academia de Medicina, Sartorius, frustrado porque Tana fuera a quedarse con el tan codiciado puesto de forense de la isla, dijo:

—Conociendo a esa cirujana, no me extrañaría que estuviera envenenando a su marido para quedarse con la plaza de forense en propiedad.

Don Pablo, buen amigo, que lo oyó, se encaró con él.

—Doctor Sartorius… Eso es una calumnia, y como tal, espero que ahora mismo retire lo que ha dicho.

Sartorius sintió miedo ante el rostro del simpático don Pablo, espía y borracho encantador, que había cambiado su alegre expresión por otra realmente seria y amenazadora. Aun así, no se arredró.

—No pienso hacerlo —replicó Sartorius—. La realidad es que don Carlos se muere. Cada día está más débil y, por lo que sé, no tiene fiebre, luego el cólera empieza a resultar una enfermedad muy conveniente para ella, pero que podría ser del todo falsa…

—Le conmino una vez más a que se retracte —insistió don Pablo.

—¿Y qué va a hacer si no lo hago?

—Enviarle a mis padrinos.

—Cuente conmigo —dijo Echagüe.

—Y conmigo —apoyó don Lázaro Bretón.

—¿A ustedes también les ha embrujado esa cirujana de tres al cuarto? ¿Sabían que les ha mentido a todos? ¿Sabían que se crio en el arrabal de Valencia con un sacamantecas condenado a muerte y parricida?

—Olvídese de los padrinos —dijo Pablo, el médico bebedor y libertino.

Antes de que Echagüe y Bretón pudieran impedirlo, el antiguo espía le partió la boca al César, se tiró sobre Sartorius y se montó la de San Quintín. Sí, el payaso, concuñado de un ministro, tenía oídos hasta en el infierno y había descubierto que el viaje de Tana a Valencia tenía mucho que ver con su pasado y con esta discusión en la Academia que lamentablemente acabó a puñetazos. Ese día, y con este escándalo, comenzó a girar una siniestra bola de nieve que empezaba, ahora, a aplastarnos.

Don Pablo, con sus mejores intenciones, se empecinó en que se examinaran mis tejidos bajo la máquina de Marsh para probar la falacia y la calumnia del miserable de Sartorius. Echagüe y Bretón le apoyaron. Las pruebas las llevó a cabo el forense del destacamento militar, un hombre alejado de partidos y sospechas: el doctor don Manuel Rubira, cirujano mayor del destacamento en Palma. Este hombre cabal, alejado de toda sospecha, pidió mechones de mis cabellos y sangre de mis venas y comprobó con horror que Sartorius tenía razón y que, efectivamente, alguien me había dado arsénico de forma continuada. Mis tejidos estaban saturados de veneno. La noticia corrió como la pólvora, igual que el asombro de todos. La investigación cayó, por uno de esos nefastos quiebros del destino, en manos de los jueces afines a Sartorius y don Braulio. Muchos de los que habían admirado a Tana hasta ese momento, sospecharon de pronto de ella, pues una cosa es cierta: la cirujana no había llegado a la isla precisamente con la verdad por delante y eso se intuye, se presiente. En este terreno abonado, las payasadas de Sartorius cobraron una fuerza inusitada. La hija del difunto Abel, entre otros muchos vecinos y testigos, fue interrogada. Sara la dulce le dijo a todo el que la quisiera oír que Tana no era quien aparentaba ser y que deseaba ser viuda, pues andaba detrás de Jaime, el comisario de Palma. Los defensores de Tana dijeron que la joven y nacarina Sara mentía pues estaba despechada, implicada en la muerte de su propia madre, embarazada de un criado. Los detractores, gritaron que Tana era una parricida, igual que el Zamarro, y que al garrote con ella. Los ánimos de la nobleza contra los profesionales liberales se soliviantaron. En los cafés se debatía el caso acaloradamente. Hubo más peleas y más puñetazos, algo inusitado en Palma. Los poderosos nobles mallorquines no le perdonaban a la cirujana que hubiera humillado a uno de los suyos, el joven marqués de Belfort, al llamarlo sifilítico delante de todo el mundo, por mucho que efectivamente fuese un sifilítico y un loco. El juez, presionado por los acontecimientos, detuvo a Tana sin pruebas aunque con ganas de encontrarlas y, realmente, sin intención de condenarla sin ellas. Jaime comenzó a pelearse a brazo partido por la cirujana, tratando de demostrar que todo era una caza de brujas y un problema político, con Tana en el ojo del huracán cual símbolo de dos mundos opuestos. Pero cuanto más luchaba Jaime, más crédito cobraban las maledicentes palabras de Sara. Se alzaron voces tímidas y mezquinas diciendo que tal vez él era su cómplice en acabar conmigo. Don Jaime Sarriá, uno de los hombres más queridos de la isla, perdía apoyos. Doña Marta hizo suya la labor de defenderlo, pero todo resultaba contraproducente. El gobernador, presintiendo una desgracia y en un intento de salvar a su sobrino político de caer en el mismo pozo que la cirujana, decidió sacrificar momentáneamente a Tana para calmar los gritos de la nobleza. Si era inocente, que la defendiera un abogado. Se negó a dejar que Jaime llevara una investigación paralela. Por su parte, al fiscal, don Pere Pomar, hombre que se creía recto pero que era intensamente religioso —quizá para dejar claro que a pesar de sus ancestros xuetes él era cristiano hasta la médula—, se le hacía la boca agua. Los casos de envenenadoras eran realmente apetecibles, siempre salían en la prensa, se hacían famosos y él, como jefe de la acusación, acabaría en los libros, sería estudiado por generaciones venideras, pasaría a la historia. Le irritaba mucho al fiscal don Pere esta mujer tan atea e insolente. Le había molestado la dichosa forastera desde que le dijeron que se negaba a ir a misa. Alguien que se niega a obedecer las normas de Dios no puede ser fiel a las normas de los mortales, se decía. Por su parte, el juez tradicionalista —si bien era recto y buen juez en sus sentencias a pesar de ser un reaccionario— le encargó un registro en Can Belfort a la fiscalía. Celina derramó gruesas lágrimas al ver que se llevaban todas las provisiones de su casa. La comida de la despensa fue analizada y como si se tratara del cuento de Blancanieves, hallaron tres manzanas envenenadas. Nadie tuvo en cuenta el hecho de que a mí no me gusten las manzanas. El fiscal estaba deseando pasearse por la sala para poder decir estas frases: ¿Y quién tiene manzanas envenenadas con arsénico en su despensa? ¿Y quién vive en una casa llena de pócimas y bebedizos, píldoras y medicamentos, una casa a todas luces hechizada y maldita? ¿Y quién pasea por medio de una fiesta de calle como un hombre, sin sentarse a departir con las señoras y solo busca la compañía de otros varones, los Pablos que se parten la cara por ella, los Echagües que le ceden sus bisturís, los Bretones que la protegen como si buscaran en ella algo más que halagos y chistecitos? ¿Qué mujer no lleva sombrero y no asiste a misa los domingos? Una que no es buena, señoría. Una que se rige por sus propias normas. Tana, la cirujana, fue criada a los pechos del Zamarro, criminal, asesino, agarrotado, y es sin duda una mala mujer que usa la capa de la modernidad para esconder sus siniestros propósitos. Una criminal mentirosa y ladina, que los tenía engañados a todos con sus preciosos ojos azules. Una envenenadora de manzanas y de inocentes maridos. Una mujer que quién sabe, igual no es siquiera cirujana.

Aunque Celina, el ama de llaves, declaró en la investigación judicial negando saber nada de esas manzanas y asegurando que su señora jamás haría algo así y que alguien, probablemente la tonta de la criada Luisita, pagada por Sartorius, o cualquier otra doncella pobre y bobalicona, las había puesto allí para acusar a su ama… su condición de prostituta no resultó precisamente el mejor apoyo a la causa de Tana. En fin, para qué seguir. Lo que comenzó como un comentario maledicente, la payasada de un payaso, el puñetazo defensor de un caballero… cayó como tea en el pajar de las envidias y las mediocridades españolas. El fuego se avivó solo, con este y otros vientos terribles: mujer, brillante, hosca, luchadora, atea, diferente, forastera, inteligente.

En estos aires enloquecidos, Tana podía muy bien ser condenada a muerte, pero Jaime Sarriá no tenía la menor intención de correr ese riesgo. Creía firmemente que ella era mi última esperanza y también sabía que la cirujana era su última esperanza para seguir creyendo en algo digno. Si la mataba «la justicia», mataban su fe en España, la libertad, la constitución, la igualdad, el amor, la vida, la paternidad o el derecho a pisar la arena de una playa. A pesar de su empeño, tampoco había dado fruto ninguna de las investigaciones paralelas que estaba llevando a cabo con la connivencia de Prihuelas y del comandante De la Piedra. Parecía imposible averiguar quién me estaba envenenando. Sarriá solo tenía una opción: recoger favores por la isla y ayudar a Tana a escapar. Para ello, debía traicionar la confianza del gobernador, que era como un padre. No le importaba. Ya no importaba él. Era difícil vivir sin Fani, Sara de Nácar estuvo a un tris de engañarle con niño y todo y estaba perdiendo la esperanza. Al parecer, no se puede ser comisario sin esperanza, y mucho menos intendente.

El gobernador, que sentía una inmensa culpa pues sabía como cualquier hijo de vecino honrado que la cirujana era inocente, se vino a razones y permitió que Tana saliera de la cárcel para visitar a su marido moribundo con la vigilancia de Jaime y del comandante De la Piedra.

En cuanto dio la orden de excarcelación, Prihuelas fue a buscarla. Mientras tanto, Jaime y Celina me vestían.

—¿Qué hacéis? —les dije—. ¿Ya me preparáis para el entierro?

—Te vas de aquí.

—¿Adónde?

—A casa de Virtudes Mariño.

—La bigotuda…

—De vuelta a Valldemossa. Allí te pondrás bien.

—El aire puro no me va a quitar estas ganas de morirme…

—Pero Tana sí… ya viene y se fuga contigo.

—Ah… La última aventura…

—O la primera.

—Qué delicia… Nos embarcamos en busca de la bella y bigotuda Dama del Lago, guardiana de Excálibur… ¿Vienes con nosotros, Lanzarote?

—Te veo fatal.

—Me muero, amigo.

—No si yo puedo impedirlo.

—Avalon está cerca… Pero ¿y mi reina Ginebra?

—¡Ya llega! ¿No oyes sus pasos?

—¿Lo dices en serio? ¿La han liberado?

—Es una larga historia…

—Y tú no me ves con tiempo…

Jaime rio. Yo reí. La risa es una conversación con los dioses, y los hoyitos de Sarriá, mejor bastón que el de Adelaida. Gracias a este caballero tuve energía para ponerme en pie al tiempo que entraba Tana. Nos abrazamos. La tierra dejó de girar… o se me pasó el mareo. Ella me cubrió de besos. Las fuerzas volvieron de algún lugar lejano. Jaime y Celina nos dejaron solos. Comenzó a llover.

—Creí que no te volvería a ver —me dijo.

—Mi querida niña rodeada de cadáveres. Tienes mi catalejo, siempre me verás por él.

Aspiré su aroma. Olía a la humedad de la lluvia, la sal de Mallorca, a libertad.

—Leí los diarios. Lo sé todo.

—¿Todo?

—Lo mío y lo tuyo, los Nácares y los Javieres. Javier… me gusta tu nombre. Siempre me han gustado los nombres con Jota, no sé por qué.

—No se lo digas a Jaime.

Tana rio. Me besó para acallar mis miedos, pero yo no tenía ninguno.

—¿Y qué te parece todo lo que has leído?

—Que escribes de maravilla.

Reí. La besé. La besé como si fuera la última vez.

—¿Dónde los guardaste? —le dije—. No fui capaz de decírselo a Sarriá.

—Los escondí en la habitación verde. Con el miedo que todos le tienen a este lugar, es el más seguro.

—Quiero llevármelos. Los diarios son mi vida… literalmente, porque cuando muera serán todo cuanto quede de mí.

—Te quiero.

—Me gusta que me lo digas. Corre, búscalos y vámonos.

Tana desapareció a través de aquella puerta. Pensé en todo lo que había sucedido desde el día en que hallamos la habitación. La tierra empezó a girar de nuevo. Por suerte, entró Jaime y me agarré a él.

—¿Dónde está la cirujana?

Tana salió de la alcoba maldita. Algo había cambiado en su mirada.

—Estoy aquí, Jaime.

—Vamos… No hay tiempo que perder…

—No nos vamos.

—¿Qué dices?

Tana se abrazó a mí y entre los dos me colocaron en un sillón como a un muñeco.

—No tendremos otra oportunidad como esta —dijo Jaime—. Mañana has de volver a la cárcel.

—Nunca tuve la intención de escapar. Quería ver a Carlos, y sobre todo comprobar la teoría que tengo sobre la habitación verde.

—¿Cómo?

—Siempre he sentido un desprecio científico por lo sobrenatural y por las creencias populares. Ahora veo que estaba equivocada. Hay que saber quitarse los prejuicios. Sé quién ha envenenado a Carlos y el misterio de las manzanas.

—No me llamo Ca…

—Cállate —me cortó el policía—. ¡¿Quién?!

—La nena de l’habitació verda.

Mare de Déu! ¿También tienes sífilis o es otra forma de locura?

—Sé perfectamente lo que digo. Al fin he descubierto al fantasma de Can Belfort.

El joven Sebastián Belfort, marqués y religioso por locura y no por vocación, había sido el impulsor de la causa por la canonización del anterior prelado de la isla. Don Jacinto Revanero fue obispo de Palma durante un mes y comenzó a ser venerado con fervor tras su trágica y repentina muerte. Decían que lo habían encontrado en la habitación verde en actitud de penitente, mirando al crucifijo.

La teoría local con respecto a la nena, es decir, la fantasmita de Can Belfort, era que la niña buscaba las almas más puras e inocentes para llevarlas a su lado y así llamar la atención de la justicia sobre su terrible muerte. Por ello, los palmesanos más religiosos habían hecho correr el rumor de que cuanto más santo era el inquilino de la casa, más rápido se hacía la nena con su alma… y si este obispo había muerto rezando, en un éxtasis divino, y se quedó así, arrodillado, tan tieso que debieron romperle las piernas para quitarle la santa postura y meterlo en el ataúd… es que era, efectivamente, un santo. Durante los días de su muerte, para más inri, ocurrió una de esas catástrofes naturales que suceden cada cuarenta o cincuenta años. Hubo un diluvio. Las acequias y torrenteras de la isla llevaban tanta agua que nadie se atrevía a salir de sus casas. Las cascadas, los daños, los resbalones, los sótanos anegados y las criptas inundadas hacían imposible la inhumación de este santo varón y, en espera de que Dios aflojase la mano con el agua, lo velaron durante cuatro días en la Seu. En ese tiempo, sorprendió a todos que el cadáver no emanara los nefandos aromas de la corrupción cadavérica y comenzó el rumor de que tal vez era ciertamente un santo. Como donde hay rumor hay agua, y donde hay humo, fuego, las sencillas gentes de Palma se convencieron del asunto y decidieron abrir el ataúd para verlo. Su cuerpo estaba, efectivamente, en perfectas condiciones y al contrario de lo que sería de esperar, no emanaba más aroma que el de los afeites propios del sudario, que eran, según los más entusiastas, agradables. Al fin cesó la lluvia, se secaron las acequias, drenáronse las criptas y se inhumó al hombre de morado. Hoy, dieciséis años después, se traían de nuevo sus restos a colación.

Decir que el nuevo mausoleo estaba hecho de ónix era una de esas exageraciones simpáticas de la marquesa. La tumba se había construido en mármol de Carrara. Solo las incrustaciones eran de ónix y lapislázuli. Tenía la forma de un pequeño templo griego, con sus columnas jónicas, sus arquitrabes, frisos y cornisas y su tejado picudo. El mausoleo no estaba lejos del enterramiento original, en la cripta de la Iglesia de la Magdalena, por lo que se esperaba un traslado en loor de santidad, pero por fortuna, muy corto.

Doña Marta, Marcela y el sifilítico, Ramiro y Sara, Jaime Sarriá Herbutz, don Alberto Echagüe y una larga lista de prohombres, señoras, fieles y curiosos, habían acudido al evento.

—El día de hoy es la prueba de que el camino a la santidad pasa por la locura —dijo Bretón.

—En lo mismo estaba pensando —dijo Echagüe—. En eso y en que hay locos muy cuerdos y cuerdos muy locos.

Bretón le miró solemne y asintió.

—Nunca imaginé que la marquesa siguiera adelante con este fanatismo de Sebastián —dijo Bretón.

—Como el ónix ya estaba pagado, se ve que doña Marta quiere inmortalizarse con este muerto cuando se muera —replicó Echagüe.

—Mire que le gustan a usted los oxímoron

—¿Y eso qué es…?

—Una figura retórica.

—¿Me considera usted más retórico que poético?

—Son dos contrarios…

—¿Quiénes?

—Calle, calle… que ya abren la tapa.

Efectivamente, se abrió la tapa y ahí estaba el obispo… tan terne.

—¡Jesús!

—Incorrupto, como el primer día.

—Tiene el rostro sonrosado y la barba recortada. ¡Y sonríe!

—Pues esa sonrisa es cosa seria…

Bretón soltó una carcajada. Alberto Echagüe le guiñó un ojo, travieso.

Alguien más dijo:

—Milagro.

Otro añadió:

—¡San Jacinto! ¡Milagro! ¡San Jacinto!

Comenzaron los rosarios y las avemarías. La marquesa dijo entre dientes:

—Otra vez ese maldito olor a ajos al que apesta mi buen hijo. ¡Sarriá, tenía usted razón! ¡Su cirujana es inaudita!

El doctor Echagüe había sido un malpensado. La marquesa no había seguido adelante con la charada de la santidad del obispo por inmortalizarse o por amortizar el encargo de ónix sino porque Sarriá había venido a verla, días antes, con una súplica:

—Señora… mi última esperanza para salvarla es el obispo.

—¿Qué obispo?

—El muerto, don Jacinto, el del ónix.

—¡Mira que les gusta a ustedes empezar las casas por los tejados!

—Discúlpeme, marquesa, es que voy con prisa. Tana jura que también el obispo murió envenenado con arsénico, en la habitación verde, y que si lo demostramos el juez la dejará libre para que se realicen las comprobaciones pertinentes. Verá… Ella tiene una teoría…

—¡Cómo no la ha de tener! ¡Esa mujer es inasequible al desaliento! Acabaremos haciéndole a Tana la estatua de ónix, qué digo de ónix, criselefantina como aquella de Palas Atenea, y debajo se leerá la inscripción: «Doña Tana de Ayuso, la diosa atea».

—¿Ha terminado?

Doña Marta asintió.

—Cuente conmigo, Sarriá… ¿Y don Carlos? ¿Cómo está?

—Le queda muy poco, me temo, pero ella no pierde la esperanza de poder salvarlo si consigue salir a tiempo de su encierro…

—Pues que sepas, hijo, que dejaré escrito en piedra sobre el dintel de mi casa que, por los siglos de los siglos, lo que un Sarriá le pida a un Belfort esté concedido antes de pedido, por muy absurdo que sea. Y esto del obispo… ¡mire que lo es!

—Gracias, marquesa. No sé si es necesario tanto.

—No hay nada que pueda pagar lo que hiciste por nosotras aquella aciaga tarde de los elefantes.

Echagüe y el forense militar realizaron una impecable autopsia del falso santo. Al parecer, cuando el arsénico mata de golpe, embalsama los cuerpos. El gobernador, ante estas noticias, respiró aliviado. El juez, que se sentía mal, las cosas como son, pues ya digo que era reaccionario pero justo, pidió una nueva investigación, se sacó de la tumba a las hermanas Maragall y la máquina de Marsh halló arsénico en sus rubias cabelleras. Tana dejó de ser sospechosa y explicó su teoría en la reabierta investigación criminal. El juzgado estaba lleno. No cabía ni una pulga más.

—Cuando entré en la habitación verde, pronto noté un fuerte olor a ajos —explicaba la cirujana—. Un efluvio característico del arsénico. Lo único que había cambiado allí, me dije, era el ambiente. En los días anteriores, había estado lloviendo como hacía tiempo que no lo hacía y una pequeña mancha de humedad rebrotaba en el papel de la pared, junto a la ventana. Entonces vi el moho y pensé que ahí estaba la clave. Estudié el verde de la pared, pensé en mi primer libro de química… y de pronto, hice la suma.

—¿La suma, señora?

—La suma, señoría. No sé explicarlo de otra forma. Siempre me ha pasado, desde niña. Me ocurre que a lo largo de una investigación voy reteniendo elementos, hechos, miradas, guiños, frases, cosas nimias o superfluas en apariencia, que sin querer, sin que me lo proponga, se colocan en mi cerebro por familias, en grupos… cómo explicarlo para que lo entiendan… como en cestos.

—En… cestos.

—Si, señor juez. En cestos llenos de cosas diversas. Determinadas personas con sus intenciones se juntan con un veneno y van a un cesto, el antídoto con una música, y otra persona y una sonrisa, van a otro cesto… Una guitarra con dos flores, un libro de química, una seña de mus y un llavín, van a otro cesto…

—Las ovejas con sus parejas no van con usted —sonrió el magistrado.

—No —sonrió ella amable—. Cuando tengo los cestos llenos, las sumas se plantean solas y cuando las tengo ya escritas en la pizarra de mi cabeza… pues mi pensamiento las resuelve. Al sumar olor a ajos, con arsénico, con cólera, con maldición, con fantasma que mata, con obispo, con la nena que no existe… supe que el fantasma de Can Belfort era culpa del señor Scheele.

—¿El señor Scheele?

—Sí, señoría. El señor Carl Wilhelm Scheele fue un gran químico sueco. El descubridor del oxígeno y del nitrógeno y de muchos otros elementos de la tierra.

Tana calló. Bebió un poco de agua. Disfrutaba con el desconcierto de la gente. A un caballero en la sala se le cayó el alfiler de corbata y, según me contó Jaime, al parecer todos escucharon un estruendo.

—¿Y este caballero, el sueco, qué tiene que ver con la maldición de la habitación verde, cirujana?

—Todo. Él es el asesino, y si no hubiese muerto hace casi cincuenta años, habría que mandarlo a la cárcel.

Gabriel, que sabía de química y no tosía, pareció de pronto caer en la cuenta y no pudo evitar decir:

—Acabáaaramos…

Todos le chistaron.

—¿El asesino murió antes que sus víctimas? Prodigioso.

—Sin duda lo es. El señor Scheele, farmacéutico de profesión, químico aficionado y genio por naturaleza, murió con tan solo cuarenta y tres años tras grandes descubrimientos como los referidos anteriormente. También fue un gran impulsor de la mineralogía y el creador de un nuevo pigmento que revolucionó la decoración de los salones burgueses. Un color intenso, brillante, llamado «verde Scheele». Una pintura que a principios de este siglo y aún hoy suele ser la favorita de alcobas y saloncitos por su bello tono esmeralda. El verde Scheele o verde París es un color más duradero y estable que los que se hacían en el siglo anterior, y su ingrediente principal es… el arsénico.

La sala entera suspiró de emoción, hubo bisbiseos, jadeos, alguno estuvo a punto de aplaudir.

—¿Quiere decir que los mató la pintura?

—La pintura que inventó el señor Scheele, al que habría que encarcelar si no estuviera muerto.

—¿Cómo pudo matarlos la pintura? ¿Lamían las paredes?

Las risas inundaron la sala.

—No. Lo más desconcertante era la diferencia de los envenenamientos. Unas víctimas morían repentinamente y otras despacio como… como le está sucediendo a mi marido. Me di cuenta de que el olor a ajos, tan característico del arsénico, solo se percibe tras los días de lluvia intensa, después de que rebrote la mancha de la pared… He logrado aislar el arsénico en las esporas de ese moho que se esparce por la habitación y es respirado por sus ocupantes. A mayor humedad, más rápido e intenso el envenenamiento.

El juez resopló. Miró en dirección a los Braulios y los Sartorius, como si pensara «esto no lo habríais deducido vosotros ni volviendo a nacer», sacudió la cabeza y dijo:

—Una cosa más, señora… ¿Cómo explica las tres manzanas con arsénico?

—El forense militar elaboró este informe.

Un bedel acercó el informe en cuestión a la mano del juez. Tana siguió hablando.

—Tras hacer un análisis más extenso de la fruta, el forense descubrió que el arsénico solo estaba depositado en la piel. Esto se explica de varias maneras. La primera, que este veneno se usa como insecticida, la segunda, que casi todas las frutas que comemos tienen una cantidad de arsénico diminuta que, sin embargo, la máquina de Marsh puede detectar.

—Así es que por eso hay que lavar la fruta antes de comerla…

—Me temo, señoría, que el arsénico está por todas partes, a veces, incluso, hay quien lo lleva en el corazón.

Tana fulminó con la mirada a Sartorius.

—Señora, quiero presentarle las disculpas de todos los palmesanos —dijo el señor juez—. En esta ciudad y en estos nuevos tiempos de libertad, necesitamos urgentemente personas como usted. Yo resuelvo que doña Tana de Ayuso, cirujana de Palma, vuelva a su puesto como jefa forense de esta plaza y que sea liberada de toda causa penal. Se levanta la sesión.

Ahora sí, los presentes se levantaron en aplausos, hubo vítores, lágrimas y abrazos. Como era de esperar, Tana se abrazó a Jaime y, después, volvió corriendo a mi lado.

Tana había pasado dos meses entrando y saliendo del juzgado al calabozo. Se le hacía extraño estar libre, de nuevo en casa, y lo miraba todo como si no le perteneciera. Ya no tenía que fingir. Era la forense de Palma por méritos propios… y sin embargo, nada de eso le importaba. Yo ya no la miraba, ni la hacía reír, tampoco la escuchaba. Mi corazón latía a su caer y en los salones de abajo se iban reuniendo los amigos: doña Marta, con su hija Marcela, recuperada al fin de su terrible neumonía y comprometida con el buen Ramiro tras la resolución de los terribles malentendidos que a punto estuvieron de ahogar su deliciosa vida, malentendidos que prometo explicar más tarde; Adelaida, que ayudaba a mantener la calma y las bandejas llenas pues Celina, nerviosa y tristona, se empeñaba en vaciarlas; Jaime, Pablo, Bretón, Alberto, almas de la fiesta y del afecto, médicos y policías, Prihuelas y De la Piedra, amigos y oficiales, todos caballeros que se iban sentando a la mesa redonda del comedor de diario, donde lo mismo caben cinco que cincuenta, e intercambiaban noticias, y tabaco y confidencias. De uno en uno entraban a verme, a decirle algo a Tana. Era una vigilia de días. Celina nos leía:

—«Te besaré, quizá quede en tus labios algo de veneno para que pueda morir con ese tónico…». Caray, señora, qué poco oportuna es esta obra… ¿No le parece mejor que le lea El diablo cojuelo?

Y Tana sonreía sin pensar en serio en su propia muerte y me besaba como si de verdad buscase en mi boca el veneno de Romeo, y entonces sí pensaba en su muerte y se quedaba dormida. Qué lujo navegar en esta segura barca de Caronte, escuchando a Shakespeare de labios de una puta querida, con un amor al cuello y envuelto en felices carcajadas.

Tana estaba de esta forma, rendida, traspuesta a mi lado, aferrándose a las veinte cruces de oro, de plata, de esperanza, de sus huérfanas muertas, cuando un hombre silencioso, fuerte, enjuto, alto, de pelo «más blanco que la nieve sobre un cuervo», nervios juveniles y paso castrense llegó hasta ella. Cualquiera podía saber al verlo que era un caballero con historia o un fantasma sin residencia. Al mirarla, sus raros ojos se llenaron de lágrimas. Durante varios minutos estuvo inmóvil hasta que Tana sintió una presencia, levantó la vista y lo vio. Los ojos eran raros porque cada uno era de un color.