Desde la ventana de mi encierro en Valldemossa se podría ver el mar. Como estoy en cama, inmóvil, solo puedo imaginar el Mediterráneo por el efecto que tiene entre mis cosas. Hoy huele a sal. Presiento una falsa calma en el canto de los pájaros. El aroma dulce, a heno mojado, anuncia tormenta… Me gustaría ver esa franja de azul intenso en la distancia, pero no logro convencer a mi falso fraile de que me saque a la terraza. Sueño con dormitar bajo los arcos de piedra, donde florece la buganvilla, junto a la sombra de esa solitaria palmera que abanica el atardecer… Allí mi cama no sería la de un enfermo. Se transformaría en un balandro amarrado con fuerza a esta rocosa orilla, la orilla donde está ella.
Dicen que es cólera, pero yo sé muy bien que la culpa la tiene la habitación verde de Can Belfort. La alcoba asesina. No me preocupa. Tana encontrará la solución. Siempre lo hace… y si esta vez no lo consigue, bien, pues moriré, pero ella entenderá entonces que el amor es algo más que un buen sentimiento. El amor es necesario, imprescindible, no una maldición… así que acepto, en buena hora, este final alternativo. ¿Lo acepto? No, no lo acepto… me engaño: prefiero vivir siempre entre sus brazos, si es que sus brazos quieren acogerme.
Pero mientras espero la decisión de los dioses, vivir o morir, mientras esperamos todos que algo cambie y el monje me da sopa de pasta italiana en este aislamiento cartujo que protege a otros de mi extraña enfermedad, debo hablar de las tragedias que sacudieron Mallorca, del misterio del amor, de por qué llevo veinte años escribiendo y sobre todo de Tana, la mujer por la que daría mi vida si me quedase algo que dar: La cirujana de Palma.
Palma de Mallorca. 1835
Tana avanzaba a la luz de las velas. La marquesa empujó una puerta que se abrió gimiendo y ambas entraron en el dormitorio principal. Las manos pálidas de la anfitriona plegaron dos grandes contraventanas de madera y la estancia se encendió. Un intenso azul entró en cascada por el balcón de piedra de estilo veneciano, iluminando unos ojos del mismo color.
—Y esta es la vista.
Tana no esperaba el mar. Se asomó como un personaje de teatro al balcón renacentista y sintió que las olas aplaudían su entrada en escena.
—¿Sabía yo qué es el amor? Ojos… jurad que no… porque nunca había visto una belleza así.
—Ah, ¡qué delicia, es usted Julieta! —dijo la marquesa, complacida por la cita y la oportunidad con que la atractiva forastera la empleaba.
Tana asintió con ilusión contenida. Vio ondas azules con coronas blancas detrás de la muralla. Era una ovación. Rugía amable el mar de la bahía. Muy cerca, se alzaba protectora la catedral. Los pesqueros cruzaban Porto Pi de camino al mercado. Dos banderas en la torre de señales anunciaron la llegada de un correo. Inmediatamente se sintió acogida, acompañada.
—La voy a comprar —le dijo Tana a la marquesa—. Mi marido y yo seremos felices aquí.
—¿Está segura?
La pobre marquesa llevaba años tratando de vender la mitad oeste de Can Belfort y se mostraba escéptica. Tana asintió con énfasis. El precio era ridículo para el tamaño de la finca. Aunque debía gastarlo todo, Can Belfort era una maravilla inesperada. El primer piso sería consulta y despacho. El segundo, salones y laboratorio, junto a la biblioteca. Las antiguas cuadras, detrás del huerto, sala de anatomía. El tercer piso, por supuesto, con sus balcones a la bahía, se convertiría en la residencia. Aunque la cocina estaba sucia y anticuada, una cuadrilla de mozos bien mandados la tendría lista en cuestión de horas. La casa era perfecta porque sus imperfecciones —desconchones, grietas, arañas en sus telas, tablas que crujen bajo las pisadas— le resultaban, simplemente, encantadoras. Tuvo miedo. Can Belfort era eso: demasiado buena para ser verdad. Imaginó un hogar. La casona le habló en la forma en que hablan los objetos, erizando la piel, excitando el corazón, ofuscando pensamientos, removiendo la sangre. El mar batía en la muralla. Arrullaba, murmuraba. Tana estaba sola y el sonido acompañaba. Bajo el escudo de armas de los marqueses —una lagartija sobre el lomo de un caballo, o un dragó, como las llaman aquí—, Tana acalló su último suspiro de inseguridad y estrechó la mano de doña Marta, la marquesa viuda de Belfort, cerrando el trato. Le latía fuerte el corazón. Esa misma tarde visitaron al notario, firmaron escrituras y ambas celebraron su buena suerte por separado.
Pronto supo Tana el porqué de tan bajo precio. También comprendió que si las cosas les iban mal en Palma, jamás recuperaría la inversión. El asunto llegó a sus oídos de boca del carbonero:
—Lleva dos semanas aquí y ya es usted célebre en la isla —dijo él.
—Los forasteros somos llamativos.
—No es célebre por forastera sino por valiente, porque hay que tener las faldas de lunares para meterse en esta casa.
—No soy miedosa y mi esposo llegará muy pronto.
—Me imagino que como su marido atrapa criminales, ustedes no le tienen miedo a nada, pero sepa usted, señora, que las maldiciones maldicen por igual a creídos y descreídos. Es mejor tenerle miedo a los muertos y andar prevenido.
—Mi marido es forense. Un forense con miedo de los muertos es algo así como un buscador de perlas con miedo a darse un chapuzón.
—¿Qué es un forense?
—Un cirujano que indaga las razones de la muerte.
—La muerte no tiene razones.
—Para ser filósofo, se disfraza muy bien de carbonero.
El hombre soltó una sonora carcajada.
—Las criadas son graciosas, las costureras, ocurrentes, las prostitutas se las saben todas. Usted es la primera dama que reúne las tres mejores cualidades de las mujeres de verdad.
—¿Las damas no somos mujeres de verdad?
—No. Las damas son mujeres de sus maridos.
Tana se dijo que el hombre clavaba buenas frases entre palada y palada.
—A ver, doña Tana, bromas aparte, yo me refiero a los espíritus de la habitación verde.
Tana miró intrigada a este parlanchín sucio de carbón. No entendía. Él no dejaba de lanzar picón hacia la pared de ladrillo de la carbonera, siguiendo el ritmo de las olas del mar. Estas se destrozaban incansables contra los cimientos de la casa, con fuerza creciente. Ambos sonidos se acompasaban. Un asqueroso saco de arpillera abierto en dos le cubría la cabeza y la espalda como una siniestra capucha con capa. Era bajito, desnutrido y duro, y cuando la miraba cerraba un ojo como si hiciera puntería. A Tana le recordó al cuasimodo de Victor Hugo, a pesar de que las gentes de ciertos ambientes habrían podido decir que no le faltaba atractivo al carbonero. Fuera se preparaba el temporal.
—¿Qué habitación verde? —preguntó ella.
—La verde. ¿Hay más de una?
—Que yo sepa, verde, verde, lo que se dice, verde, no hay ninguna.
—Se equivoca. Todo el mundo sabe que en Can Belfort hay una habitación verde y que la estancia está maldita porque en ella hubo una matanza. Por eso la marquesa no conseguía colocarle a nadie esta mitad de la finca ni regalada.
—¿La casa tiene un fantasma?
—Sí, señora. La nena de l’habitació verda. Y esa estancia está maldita, encantada, hechizada, condenada, dominada, poseída sin remedio.
—Ah, ya, bueno, pues me alegra mucho decirle, señor carbonero, que está usted muy mal informado. Le repito que en mi casa no hay ninguna habitación verde. Si la hubo, alguien se ha puesto manos a la obra con una buena brocha. Probablemente la marquesa, para poder venderla. Maldición resuelta con el cambio de color.
—La habitación existe, vaya que si existe, porque no hay nadie en Palma con el arrojo suficiente pa meterse aquí y pintar nada. Ya le digo que está maldita. Pero maldita de que si entras en esa estancia, te mueres, no maldita de que te coges un catarro con una mala corriente y estornudas. ¿Es que no se extrañó usted de que una casa tan grande y tan bonita costara tan barata?
El comentario reavivó el interés de Tana. Sí que le extrañaba, y mucho.
—¿Y no sabe cuál es la habitación asesina? ¿El cuarto de costura? ¿El comedor? ¿Una alcoba? ¿El salón de retirarse, quizá?
—Una de las alcobas… yo diría.
—«Yo diría»… Deberían ponerle de relojero den Figuera. Es usted la precisión personificada.
—Caray con el reloj de marras —dijo él—. ¿Sabía que no cuenta las horas por docenas?
—Precisamente. Pero no divaguemos… ¿En qué consiste esta temible maldición? Todo esto es muy ambiguo, estimado carbonero.
—Tiene que ver con que en verano hay dieciséis horas de sol… ¿O son catorce…?
—¡Deje ya el reloj! Estábamos con una matanza en la habitación verde… —dijo exasperada.
—No, si no sé más del asunto.
—¿Cómo? ¿Tira la piedra y esconde la mano?
—Eso me temo… ¡Pero uno que seguro que lo sabe todo es don Gabriel! Su inquilino.
—¿Yo tengo un inquilino?
—¿No se lo dijo la marquesa?
—No. Voy de sorpresa en sorpresa.
—Pues le ha vendido una casa maldita y con bicho. Don Gabriel vive detrás de la puertecita pintada de negro del carrer Portella, en el número 22. Están ustedes pared con pared por el lado de la Seu.
—¿Y este inquilino… me paga buena renta?
—No creo que suelte un real.
—Una habitación de menos y un residente de más. No he hecho negocio comprando esta casa, no.
—La marquesa le dejaba quedarse por pena. Como es tuberculoso…
—Ah, que además está enfermo… Encantador.
—Le gustará don Gabriel. Con eso de la tisis, casi no sale de casa más que una vez en mes para ir a Valldemossa a cuidar sus plantas, y es un gran conversador. Sí, él sabrá de los espíritus porque lo observa todo y escucha aún más. Escucha que da gloria verlo.
—Será que tiene el clásico «oído de tísico»…
—No se mofe.
—No es mofa.
—Precisamente ahora me voy con el picón a su casa. Si quiere le doy recado de que le cuente lo de la maldición.
—Dele, dele. Me encantará recibir su visita. Así tendré quien me tosa. Esto sí es mofa.
El carbonero cerró de nuevo el ojo derecho para mirarla socarrón, como si tratase de captar su perspectiva de la vida y pintarla en un lienzo inexistente en su cabeza. Tana lo imaginó encorvado, haciendo sonar las campanas de Notre Dame de París y disimuló una sonrisa.
—Doña Tana, creo que usted es de las mías.
Ella pensó que no sabía este hombre hasta qué punto lo era, o lo había sido, aunque ya jamás lo sería, y le tendió la mano para estrechársela.
—Señora, no me dé la mano, que se la va a llenar de mierda.
Ella no la movió. No era mujer de hacer ofertas para retirarlas. Ambos se las estrecharon con fuerza.
—Adéu, bona tarda —dijo ella.
—Bona tarda, tenga[1] —contestó él.
Tana no podía imaginar que la próxima vez que se encontraran sería en muy distintas circunstancias y que las palabras del carbonero vendrían a su memoria a modo de epitafio: «No, la muerte no tiene razones, pero siempre tiene causas».
Cuando doña Marta, marquesa viuda de Belfort, se sentía culpable por algo, decidía organizar un baile, un té, una recepción o una merienda. Al fin había vendido la casa maldita, que en su día fue el ala oeste del palacio. La nueva dueña era forastera y parecía una muchacha fuerte y resuelta, pero doña Marta tenía cargo de conciencia por haberle ocultado la creencia local de que, tras esas paredes de piedra gótica, latía el peligro. Así que para endulzar su culpa, la marquesa se decantó por organizar un té con ensaimadas, bizcochos de cuartos y tejas de crocante. Quería darle la bienvenida a la nueva vecina. Tana le había caído muy simpática… aunque en realidad no se le podía aplicar tal adjetivo. Parecía una mujer de sonrisa generosa y plegaba los labios con agrado, pero la marquesa sospechaba que no lo hacía por simpatía sino por un misterioso placer personal, como si supiera un secreto que los demás ignoramos. Era una Gioconda de ojos azules e inquisitivos, pensó doña Marta. Su mirada intensa le trajo turbación, la llevó a lugares emocionales, abismos lejanos en los que la marquesa percibía un eco de sí misma y de su juventud. Ella también había sido una muchacha metódica, correcta, eficiente y guapa, de mirada incisiva y movimientos medidos… quizá no tan sonriente, ni de una belleza tan rotunda como la de Tana, pero sí atractiva y de rasgos finos y gentiles. Pensando en todo esto, la marquesa suspiró y tiró de un historiado cordón con faldas, sonó una campana y al rato apareció Adelaida, su ama de llaves. La sirvienta traía una bandeja de plata labrada en su mano izquierda y, sobre ella, una carta. En la derecha, como siempre, sostenía su bastón de mando.
—Vamos a organizar un té para nuestra nueva vecina. Quiero ensaimadas, crocantes, natillas con cuartos y el mejor servicio de plata.
Adelaida seguía con la bandeja en la mano, ofreciéndole la carta. Lo del té parecía no importarle lo más mínimo.
—La han dejado por debajo de la puerta.
—¿Y no había un criado con ella?
—Por debajo de la puerta no cabe un criado, señora.
Doña Marta sonrió. Adoraba a Adelaida. Era la mujer más seca del universo, con un humor de esos que no dejan piedra sobre piedra. De edad indeterminada, el único adjetivo que podría aplicársele con seguridad era el de «eterna». Su piel parecía una sábana oscura de lino arrugada, perforada por dos ojos negros que jamás habían llorado. Adelaida era chueta o xueta, judía de Mallorca, y llevaba el pelo recogido en dos intrincadas trenzas, un laberinto a cada lado de la cabeza. Se decía que su melena suelta y rizada, aún negra a pesar de sus años, era la más larga de la isla. Tan larga, que llegaba hasta el suelo. La criada siempre llevaba consigo un solemne bastón de mando, casi una vara con puño de oro, que además de darle un aire de lancero troyano o de jefe de una tribu africana, servía de herramienta para todo tipo de trabajos: enderezar espaldas de sirvientas, medir trozos de tela, cerrar ventanucos en las alturas, dar golpes a las bestias, apartar a los perros de la cocina, comprobar el aceite en una tinaja… Su vara no era una vara, era el báculo prodigioso. Ella decía que llevaba once generaciones, al menos, en su familia. Esto era verdad pues Adelaida nunca mentía.
—No sé si estoy de humor para sarcasmos —dijo doña Marta—. Qué mundo este, en que la gente ya no llama a las casas… ¿Acaso nos han robado el dragó de la aldaba?
—La última vez que miré seguía estando.
—Eso dice mucho del individuo que ha dejado la carta. Será alguno que vende las virtudes de un artilugio para alisar el pelo, o una crema para clarear el cutis o…
—O uno que tenía mucha prisa —interrumpió Adelaida.
—O uno que te conoce y sintió pavor.
—Eso ha sido ocurrente, señora, lo admito.
—Gracias. ¿Y cómo sabes que la carta es para mí si te empeñas en no aprender a leer y has encontrado el sobre tirado en el suelo de cualquier manera y sin criado?
—Aquí pone «doña Marta de Belfort»… ¿o no lo pone?
—Lo pone, lo pone —mintió la marquesa, que sin lentes no leía nada—. Pero saber leer mi nombre y saber leer son cosas distintas.
—Entiendo que la señora está muy decepcionada conmigo porque dejé las clases… pero no es culpa mía si cada día que pasa tengo más y más… y más tarea…
—Espera un momento… ¿cómo que más y más… y más tarea? ¿He notado un cierto soniquete y un más… de más?
Efectivamente, Adelaida le hablaba a su señora con soniquete, cejas alzadas, mirada fija y el gesto de un militar de antes de Cristo. Una pose que Marcela, la hija adoptiva de doña Marta, creía que el ama de llaves había sacado del friso de los arqueros de Susa, el muro persa de ladrillos que, según los anales, representaba en el gran palacio del rey Darío al ejército más poderoso de Oriente. El ejército persa de los «Inmortales». Seres amables, serenos y aterradores.
—Señora, si cada vez que usted viaja a Francia o a Malta trae otra pieza nueva de plata…
—Ahhhh… Ya entiendo. La culpa de que quieras ser analfabeta toda tu vida la tengo yo. Como me da por coleccionar objetos de plata y tú no haces otra cosa que sacarles brillo…
—Gracias por no obligarme a terminar las frases. A mi edad, cada segundo cuenta.
—¿Y desde cuándo limpias tú los servicios de plata?
—Desde que vi a la nueva criada lavándola con agua, jabón y estopa.
—¡Dios Santísimo! ¡Qué crimen!
—¿Cómo sabe que la maté?
La marquesa rio de buena gana.
—Ay, Adelaida, tú ganas este duelo. Qué haría sin ese aroma a pino, tu mirada de cariátide y el humor judío y macabro… —dijo la marquesa divertida—. Dime, ¿qué hiciste con el cuerpo?
—Salchichas y sobrasada. Como teníamos la fresquera vacía… Nos la comeremos hoy para cenar.
La marquesa lloraba de risa. La criada no movía un músculo, complacida pero realmente seria.
—No es gracioso, señora. Si no me da dinero para el carnicero, el carnicero no trae embutidos, y como este año se echó a perder nuestra matanza… Pues nada, que nos comemos a Luisita.
—¿Y la sobrasada no será demasiado pesada para la hora de la cena?
—Luisita es pesada a cualquier hora.
La marquesa estaba encantada y espantada a un tiempo.
—Qué horror, qué horror… dejemos ya la broma…
—Cualquier día será muy en serio… cuando vi lo que le hacía a la tetera inglesa de 1750 con la estopa, señora marquesa, le juro que casi la mato o casi me la como o casi las dos cosas.
—¿Y el «casi crimen» fue ayer, por un casual?
—Por la tarde.
—¿Por eso tenía Luisita el pelo empapado? ¿Trataste de ahogarla?
—La cogí por el cuello, sí. Le metí la cabeza en el fregadero y se la lavé digamos que sin miramientos. Después le pregunté si creía que la colección de plata de valor incalculable de la marquesa de Belfort debía ser limpiada con guantes y paños o de la forma que acabo de describirle a usted.
—¿Y contestó algo, la pobre criatura?
—No lo sé. Lloraba. No se le entendía nada con la estopa dentro de la boca.
—Madre mía… eres endiablada —reía la marquesa, sabiendo que Adelaida, en buena parte, exageraba por entretenerla.
—Lo soy. No creo que Luisita se olvide de lo que debe lavarse con cáñamo y jabón y lo que no.
—Pues hoy le vas a pedir perdón y después vas a enseñarle a limpiar la plata como es debido, y por las mañanas tendremos nuestra media hora de clase de lectura y escritura y te traerás a Luisita para que aprenda también. Pronto podrás leerme tú a mí las novelas románticas que tanto te gustan.
—Para enseñarle a Luisita a limpiar plata necesitaré mucho tiempo. Es muuuuy leeenta. No sé si no escucha, no entiende o no retiene.
—¿Correrías más si la despido?
—Señora, no. No correría nada… Volaría.
—¿Y no te da pena que sea una pobre chica que tiene que cuidar de una madre enferma y seis hermanos?
La criada miró seria a los ojos a su señora con un gesto como el que pondría la ya mencionada pared de ladrillos persa del siglo V.
—Ya sabe usted que nací sin corazón. Bien… —dijo Adelaida, dando un golpe con su vara en el suelo— creo que este asunto ya no da para más, señora. Le hemos sacado todo el jugo a Luisita.
—Por una vez estoy de acuerdo contigo.
—¿Pongo el servicio de Padua o el florentino?
—¿Qué?
—El servicio de té, las ensaimadas, el crocante, las natillas, los cuartos, la vecina. ¿Padua o Florencia?
—No sé… esta Tana es una mujer de ciencia. De las que no se impresionan con nada. ¿Qué me recomiendas? Y sin chascarrillos.
—El juego de té de Padua, sin ninguna duda.
—¿Ves? Siempre me ayudas a decidir bien. Pon el de Florencia. Puedes retirarte.
Adelaida dio un nuevo golpecito en la tarima con su vara, como un rematador cerrando la subasta, y se fue. Era la única persona del mundo capaz de marcharse a toda prisa mientras aparentaba caminar despacio. La marquesa sonrió para sus adentros. Doña Marta, que ya había desgarrado el sobre, buscó los viejos lentes de su difunto marido y comenzó a leer la nota. Los dos papeluchos que formaban la esquela, escritos en una letra espantosa, bailaban ante sus ojos y al principio no entendía:
Querida marquesa, usted no sabe quién soy pero tenemos un buen amigo común: Avelino de Nácar. Por él conozco un sucedido que pasó hará cuarenta años y que de hacerse público los arruinaría tanto a usted como a su hijo Sebastián, dejándola en la más indigna posición ante la sociedad palmesana. Si no desea que este delicado incidente vea la luz, deberá reunir ochocientos reales de vellón y venir a mi encuentro en la muralla, esta noche, en la plataforma que llaman «del Rosario» diez minutos antes del toque de «la queda». Traiga esta esquela con usted.
La marquesa miró el segundo papel. En él decía:
Siento mucho tener que recurrir a esto, pero estoy desesperada. Por ello, pido perdón.
Así que era una mujer, pues estaba «desesperada»… Por supuesto, no había firma. Doña Marta sintió cómo la sangre se le escapaba del cuerpo. El aire se cuajó en sus pulmones y respiró con dolor. Mareada por la carta y por los lentes del difunto, se encaminó al despacho y alzó la vista hasta la reproducción del cuadro La batalla de las Termópilas, de Jacques-Luis David, en la que las huestes persas les daban una buena paliza a los griegos. Tras accionar un resorte secreto, la marquesa abrió la caja fuerte que se escondía tras la pintura del gran artista francés. Lo que allí vio terminó de dejarla sin aliento. Faltaban quinientos reales de vellón y era claro que no se los había llevado el general Jerjes. Llamó a gritos a su hijo Sebastián. Si había un momento y un lugar para perder la compostura, era este.
Escribo esta historia con idas y venidas en el tiempo. No es mi intención confundir al lector, pero debo ir narrando también lo poco que me sucede aquí, en Valldemossa, en esta convalecencia tan semejante a un destierro. Hoy el extraño fraile ha venido como cada tarde a cambiarme las sábanas y traer limonada. Entra embozado para evitar el contagio y me divierto pensando que estoy secuestrado por el bandolero más correcto del mundo. Este hombre me dice esas cosas que nunca escucho porque son mentira: que hoy tengo mejor aspecto, que he pasado buena noche, que pronto estaré curado. Le pido que calle, pues yo solo quiero saber de mis buenos amigos, sobre todo de Jaime, pero también de esos caballeros dignos de la tabla redonda del rey Arturo que son Echagüe, Prihuelas, Bretón, don Pablo o De la Piedra. Necesito averiguar si han cogido ya al asesino… Y sobre todo, deseo noticias del amor de mi vida: Tana, la cirujana, y de cuándo podrá venir a verme. Me pregunto si leyó al fin los diarios que le dejé para que entienda el pasado… y sufro, pues sospecho que algo siniestro le ha sucedido. Pero el fraile no sabe nada útil. Para congraciarse, vuelve con algo para leer y la estampita de un santo. Al verla, me echo a reír, sin mala intención, pero él se ofende.
—San Roque es el protector de los enfermos —me espeta verdaderamente enfadado—. Es el santo que más defiende de los contagios. ¡Hace milagros constantemente!
—Discúlpeme la carcajada… Es que san Roque ya me salvó de morir una vez.
—No le entiendo, don Carlos.
Como no puedo contarle quién soy en realidad, ni quién fui antes de llegar a Mallorca, como estoy cansado y deseo guardar mis energías para seguir redactando esta historia, simplemente cierro los ojos, recordando las páginas que poco antes de llegar a Palma escribí en el diario que desde hace veinte años me acompaña de batalla en batalla:
Una guerra entre hermanos destruye el alma y el corazón. A mí me ha pasado. Uno decide que ya está muerto para poder seguir viviendo entre cañonazos sin la parálisis del miedo. Recuerdo en la escuela cuando nos hablaban de la guerra de los treinta años y yo pensaba, ¡qué barbaridad! ¡Treinta años! ¿Pero cómo puede durar una guerra treinta años? Ahora, miro al presente y me doy cuenta de que llevo veinticinco en los caminos, cárceles, barcos, batallas. Entre esclavos, indios, franceses, chilenos, hijos de San Luis, turcos, ingleses, araucanos y cristinos, niños de uniforme, familias enteras degolladas en una cuneta que nadie tiene tiempo de enterrar, gente de Guipúzcoa, de Tucumán, paisanos y amigos. Los amigos. Esa es una asignatura que se aprende a sangre y fuego. En veinte años hay un amigo en cada piedra del camino. La bellota más insignificante me trae a la mente a uno que perdió su sangre contra el tronco de una encina. Los narcisos salvajes me transportan a aquel prado cuajado de ojos abiertos, y entre ellos, a la última mirada verde de un compañero de la infancia. A veces, la canción triste de un soldado junto a la hoguera dibuja rostros en el humo o la mejor sonrisa de mi primer comandante. Otros vienen a reemplazar a estos hermanos de guerra y, en ocasiones, los andares del nuevo sargento me traen el espectro de mis propios muertos, de mi padre, de mi madre, de mi tío, de Francisco. Son fantasmas y existen. Se me aparecen todo el tiempo. Suena retreta y vuelve Garamande. Con él pasé diez años en dos continentes. Garamande a veces me parece un muchacho soñado que nunca existió… y de pronto las notas tristes de la corneta de llaves lo sientan a mi lado, frotándose las manos por el frío, añorando su cálida Mallorca y las calas desiertas de fina arena blanca, entre el granito de los acantilados y las turquesas del mar, donde se bañaba desnudo cuando era un zagal. Llevo veinticinco años entre los otros difuntos, los muertos que estamos vivos, los vivos temporales, los que cada mañana enterramos el corazón para seguir levantando polvo con las botas sin echarnos a llorar.
Cada guerra es peor que la anterior porque es más fácil. La sangre derramada se convierte en el agua que bebemos. No quiero despertarme con cincuenta años cortando cabezas a sablazos como quien corta naranjas para hacerse un jugo. Tengo cuarenta y tres, y mi locura ha llegado demasiado lejos. Hay que cambiar el paso.
Ayer, mirando por sus catalejos, dos zopencos con galones nos tiraron en barcas a través del Arga como si no hubiera enemigo, de cualquier manera. Los muertos aún bajan sobre el agua entre la bruma del amanecer. La corriente abría los faldones de sus uniformes, jugaba con ellos. Eran enormes pétalos azules. Toda la compañía, muertos, sobre el agua, como los nenúfares gigantes del Amazonas. Mis pesadillas nocturnas son más dulces que las realidades del alba. La compañía… a la deriva… Algunos, a caballo, alcanzamos las orillas gracias a nuestras monturas y aquí estamos… A los que nadaban se los llevó la corriente. Toda la mañana vi cuerpos enmarañados a los juncos de la vera y entonces yo dejé de ser el que no era, y ese oficial que no era yo ensilló el caballo y ajustó las bridas y el ronzal. Antes de salir al galope, entré en la tienda de los generales. Me acerqué al culpable de la masacre, Arduño, y le partí la boca. Cayó al suelo escupiendo sangre y dos dientes, mudo. Subí al caballo, piqué espuelas. Ningún soldado se sorprendió de que su coronel saliera a cabalgar para liberar la mala conciencia y secar el uniforme al viento. A los gritos del general, entendieron que me cogía las de Villadiego y tocaron a rebato. Arduño quería mi cabeza. La iba a tener. Dos horas llevaba al galope cuando tropecé con una patrulla de los nuestros. ¡Deténgase, mi coronel! Una vez más, ese que no era yo clavó las espuelas. El caballo voló con un relincho y los otros detrás. Los perdí. Tres horas después, liberado de la rabia, dormía a la sombra de un sauce llorón, junto al Arga, sin pesadillas. Me despertó un pincho de acero contra el pecho. Miré a mi captor. No tendría ni dieciséis años y ya era cabo. Su bayoneta marcaba con fuerza el hueco en el que una vez tuve el corazón. Le pedí que lo clavara. He visto bastante. He sido libre, valiente, osado, humilde. No seré cruel. He sentido el viento cálido de las marismas, el aroma de las jaras y el llanto más triste bajo un laurel de mi infancia. Me han cantado una nana las ramas de este sauce. Saltaban los peces. La hierba blanda de la orilla acogía mis huesos, protectora, como un arrullo. Solo hay una cosa que no he conocido: el amor de una mujer… Pero no se puede pedir todo en esta muerte.
—Mátame —le dije al niño.
—Queda arrestado, mi coronel, por atacar a un superior y por abandonar su destacamento.
—No lo he abandonado. Están todos muertos, cabo. Yo estoy muerto. He dejado el ejército. No quiero un juicio ni un fusilamiento. Mátame.
—¿Por qué me dice eso? No me diga eso.
—Mátame.
—La patrulla está por llegar. No me diga eso.
—Mátame, niño, carajo, clava el acero. Atraviesa mi carne. ¡Hazlo!
—Deje de decir eso. No es usted quien habla, señor, es el cansancio. ¡No me diga eso!
El cabo temblaba. La punta de la bayoneta sacaba sangre de entre las costillas. Con la mirada le partí en dos. Una mitad del niño con uniforme quería obedecer a su coronel y retirarme del calvario como aquel centurión romano, Longinos, que le clavó la lanza a Cristo (yo creo que para ahorrarle sufrimiento y no para ver si estaba vivo)… La otra mitad del muchacho deseaba salir corriendo. La voz del deber era la más débil, pero aun así el soldado se mantuvo firme. Ni me mató, ni se movió.
—¡Mátame te digo!
Creí que lo haría. En cambio me dijo con lágrimas en los ojos:
—No le puedo matar, mi coronel, porque si le mato me condenaré e iré al infierno y yo le prometí a mi madre que no haría nada para condenarme y se lo juré sobre la estampa de San Roque que es el patrón de mi pueblo.
Olvidé que Dios, cuando juega al mus, siempre hace trampas. Esta vez no llevaba en la manga el as de espadas, como de costumbre, sino la estampita de San Roque de la madre de un soldado. Me rendí. Tumbado sobre la blanda hierba de la ribera, cerré los ojos, respirando la última bocanada de libertad y me dije: «Bueno, qué importa. Ya me matarán mañana».
Vuelvo de mis pensamientos, de aquello que escribí en mi diario poco antes de venir a Palma. Miro el libro que ha traído el fraile filibustero que me cuida: Varones ilustres de Mallorca. Lo abro por el medio y me doy de bruces con la vida de una monja llamada Catalina. Así que esta religiosa es un varón ilustre según estos de Palma, me digo. Meto dentro la estampa del santo, dejo a un lado el tomo y sigo escribiendo esta historia. Ahora hablaré de Tana.
A mí me detenía un cabo temeroso de Dios al tiempo que Tana disfrutaba de sus vistas a la bahía sentada en la bancada de piedra de su ventana del siglo XV. Llevaba tres semanas en Can Belfort y esperaba impaciente a que el mar le trajera la pieza que le faltaba al rompecabezas de sus sueños: Carlos. Había querido vivir en esta isla desde que tenía memoria y al fin lo había conseguido. Tana tomó el catalejo de campaña, su viejo amigo, el objeto del que nunca se separaba, y tras acariciar las iniciales entrelazadas sobre el metal, miró hacia la torre de señales. Su nuevo pasatiempo era descifrar el lenguaje de los barcos que llegaban a la isla en busca del jabeque de Barcelona. Una bandera roja sobre una bandera blanca anunció la entrada a la bahía de un buque de guerra español. Al rato apareció imponente la fragata Desquite, dibujando una estela plateada en las aguas transparentes, y enseguida, un balandro de madera rubia y velas rojas sobrepasó al buque de guerra. Era un barco rápido, ligero. Tana miró por su catalejo. Un solo hombre lo capitaneaba con maestría. Tenía la piel dorada y era alto, fuerte y delgado. Su camisa blanca de algodón ondeaba al viento como una bandera de pureza, abriéndose por la pechera y mostrando un cuerpo atlético y perfecto. El rápido balandro pasó junto a Can Belfort y el atractivo marinero se volvió hacia la ventana. Sus miradas se cruzaron —había muy poca distancia— y Tana se ruborizó, sintiéndose como una espía con catalejo. Él no mudó el gesto. Quizá no la había visto, se dijo. Aun así, se puso nerviosa. Después, el balandro ciñó hacia Porto Pi. Se sintió abatida, como una náufraga abandonada en una costa desierta, pensando que probablemente no volvería a ver a ese hombre jamás. Mirando de nuevo por el catalejo, logró leer el nombre del balandro. Se llamaba Estefanía. Tana se volvió a sentar en la bancada de piedra, sintiéndose extrañamente celosa de esa mujer por la que, sin duda, aquel caballero de blanca camisa y hombros morenos había bautizado su barco. Se dijo que ella no tenía a nadie así y que jamás lo tendría. Si había alguien incapaz de comprender el amor verdadero, suponiendo que tal cosa existiera, esa era ella.
Mientras admiraba los majestuosos desfiles de polacras y goletas, fragatas o balandros, esperando la llegada del nuevo forense general de Palma, Tana no podía dejar de pensar en el marinero desconocido, así que, para quitárselo de la cabeza, rememoró el té con pastas que había tomado con sus vecinas, la marquesa de Belfort y su hija adoptiva, Marcela. Las dos horas que había pasado tomando el té con ambas mujeres fueron sin duda las más agradables en muchos años. La conversación de sus vecinas estaba llena de humor, comentarios incisivos y de atención al detalle. Marcela Boccacci tendría unos cinco o seis años menos que Tana y era bella como una escultura clásica. Su piel de alabastro parecía un velo tras el que se vislumbraban magníficas venas azules. Las arterias de su cuello, largo y flexible, le hicieron pensar a Tana en las láminas de anatomía que tanto le habían impresionado en la Universidad de Bolonia. No eran meros dibujos del sistema circulatorio, eran obras de arte.
Marcela y Tana hablaron de una columna de bronce con tres serpientes enroscadas y de la batalla de Salamina, de los poetas griegos y en especial de Esquilo y, también, de un divertido viaje a Constantinopla. El mundo grecolatino era la gran pasión de Marcela y fue un placer practicar de nuevo el italiano, su idioma preferido de los tres que Tana hablaba correctamente… Entonces, ¿por qué se sentía tan desorientada? ¿Qué provocaba esta inquietud? Todo había comenzado al probar uno de esos bizcochos mallorquines que llaman cuartos. Su aroma y sabor le llenaron de un profundo desasosiego. La señal de la torre cambió de nuevo. Una bandera roja en paralelo sobre un trapo blanquiazul anunciaba un cuadro de vela mercante extranjero. Tana pensó en el hombre que vivía ahí arriba, sin ver a nadie, izando poleas, cambiando banderas, alimentando el fuego del faro. ¿Qué clase de relación tendría con el mundo? ¿Lo visitaba un compadre, su hijo, odiaba, reía, pasaba el día borracho, rezaba el rosario, memorizaba evangelios, jugaba al ajedrez, amaba a alguien? No podía decidir si se trataba del mejor trabajo del mundo… o del peor.
Cuando divagaba su mente de esta forma, es que estaba preocupada. Tenía todo a punto, había comprado la casa soñada, una privilegiada vista de los tres foques y las quince velas del Desquite, disfrutaba de la luz turquesa que salía de las entrañas del Mediterráneo. ¿Por qué esta desazón? ¿Qué mal presentimiento la martirizaba? Siempre que estaba así, era inevitable: pensaba en su «comandante». El dueño del catalejo. Un anagrama: Jota y Efe o Efe y Jota. Dos iniciales entrelazadas sobre un escudo de armas labrado en el metal. El héroe inventado, un amante soñado, aquel imposible protector. Lo imaginaba entrando por la puerta. El comandante se sentaba a su lado a mirar las goletas y los veleros de pesca. Le decía que estaba orgulloso de todo lo que había conseguido. Ella dejaba de tomar decisiones y apoyaba la frente en su hombro. Él le pasaba el brazo por encima y con una caricia borraba la inquietud. Le decía que hacía lo correcto, que sus mentiras eran necesarias, que no se preocupase de nada ni de nadie más que de hacer bien su trabajo. Este calor invisible, esta defensa ficticia, la fuerza de un hombre inventado… la consolaban, pero siempre que evocaba al comandante, sus recuerdos la llevaban al ataque a la escuela, doce compañeras muertas en el dormitorio principal, ocho profesoras degolladas. La memoria se empañaba, lagunas, momentos que faltaban, culpa y dolor, y se veía con vida, al día siguiente al ataque, en los jardines de la misión, cavando.
Los hombres estaban muertos, lisiados o en la guerra, y ella era la única superviviente. Había que enterrar veinte cuerpos. Ocho profesoras y doce amigas. Toda su familia conocida. Se preguntaba si ese día comenzó su interés por la medicina forense. Quizás un encuentro tan largo con veinte cuerpos desangrados cerró una llave en su espíritu, echó un candado, la convirtió en esta mujer fría, observadora, estudiosa, culpable, analítica y sin sentimientos que era en la actualidad… y abrió, en cambio, la puerta de la ciencia, del entendimiento de las tragedias, de la búsqueda de culpables, de la disección del mal, de la madurez precoz… De la incapacidad de amar.
Erráticos, sus pensamientos rompían contra las paredes de su alma como las olas del mar contra las paredes de su casa. Estaba en Perú de nuevo, en los jardines de la misión, ante los cuerpos cuidadosamente alineados. Llevaba todo el día bajando cadáveres desde el piso de arriba. Los había limpiado y envuelto en sábanas blancas. Rezó un rosario. No porque creyera en Dios, sino porque las muertas así lo habrían deseado.
Al terminar, algo le hizo levantar la cabeza. En el arco de la entrada, a contraluz, se recortaba la figura de un oficial a caballo. La joven dejó el rosario y se aferró a la pala, su única arma. El jinete llegó hasta ella. Era un comandante español. Llevaba un pañuelo sobre la boca para protegerse del hedor de los muertos y del polvo del camino.
—¿Está usted bien?
—Esa pregunta es extraña —dijo una muchacha rodeada de cadáveres.
El comandante asintió comprendiendo que, efectivamente, lo era. Se bajó del caballo y desató el pico y la pala que traía consigo.
—La he visto por el catalejo desde la colina. Estamos acampados en aquella loma. ¿Qué es esto? ¿Un convento?
—Una antigua misión. Ahora es… era un colegio de niñas ricas españolas. Las han matado a todas… menos a mí. Los rebeldes decían que escondíamos espías enemigos. Las degollaron.
—¿Pretende enterrarlas usted sola?
—¿Piensa que no voy a poder?
—Pienso que va usted a tardar.
—Los muertos no tienen prisa.
—Usted está viva.
—¿Pues a qué espera para ayudarme?
La media cara visible del hombre embozado le pareció muy interesante. Su voz era grave, educada, poderosa y penetró hasta su estómago haciendo vibrar emociones contenidas. El pelo castaño claro, liso, largo y sucio caía en mechones desordenados sobre unos ojos grandes, verdes, irónicos, inteligentes y rasgados. Sintió el deseo de hundirse en los brazos de aquel comandante polvoriento a llorar. No lo hizo.
—¿Cuántos años tiene? —le preguntó él.
—Diecisiete.
—¿Dónde vive su familia?
—No recuerdo a mis padres…
—¿Tiene un tutor?
—No sé cómo se llama.
—No sabe usted gran cosa.
—Sé dónde guardaban el oro mis profesoras.
—En ese caso, sabe bastante.
El comandante se quitó la guerrera y comenzó a cavar. Ella le miró desconcertada y clavó su pala en la tierra. Estaban hombro con hombro. Pasaron cinco horas en silencio.
A veces se puede conocer a alguien durante toda la vida y sentir que no se ha cruzado con esa persona una sola frase importante. En contadas ocasiones, puedes conocer a alguien durante unas horas, no decir nada, callar tan solo, acompasar la respiración, escuchar los silencios y sentir tras la separación que has cruzado con ella toda una vida. Así se sintieron los dos. Cuando las enterraron a todas, ella le dijo:
—Han venido tres destacamentos desde ayer y usted es el primer militar que no me dice que hay que llevar los cuerpos a la fosa común de las afueras. ¿Por qué?
—¿Tres destacamentos, veinte mujeres degolladas y soy el primero que se baja del caballo?
—Sí.
El comandante no dijo nada. Fue a por la cantimplora, se quitó el pañuelo y la muchacha le vio el rostro por primera vez. El realista era un hombre de mandíbula cuadrada, boca grande, piel curtida. La joven se ruborizó. Los hombres nunca le habían interesado y no esperaba que su atractivo fuera así, devastador. Él le ofreció la cantimplora. Ella bebió dándose cuenta de que no había tomado un sorbo de agua en todo el día.
—Hace tiempo, conocí a dos niños que tuvieron que cavar siete fosas junto a un camino —dijo él—. Tardaron dos días en acabar la tarea. Al verla he recordado a esos hermanos y he querido estar a su lado.
—¿A mi lado?
—No. Al lado de aquellos niños llenos de rabia y deseos de venganza. Me gustaría decirles, sobre todo a uno de ellos, que tienen que olvidarse de buscarle sentido a la muerte y de vengar los crímenes de otros. Quiero hacerles entender que la vida vuela y cuando uno despierta de la revancha… la vida ya ha terminado.
No había tristeza en los ojos del comandante, solo sabiduría. La joven entendió que uno de esos niños no podía ser otro que él mismo. Luego le miró el brazo. Desde pequeña le fascinaban las cicatrices. Tres largas y enroscadas costuras cubrían su brazo izquierdo, dándole el aspecto de una gruesa maroma. Le habría gustado tocarlas.
—Toma ese oro y haz algo bueno con tu vida. Los muertos son los peldaños de la escalera que usamos para asomarnos al horizonte. Siempre que sientas dudas, piensa en tus muertos, en todas estas mujeres degolladas. Ellas te ayudarán.
La muchacha le miró impresionada por su voz tranquila. A pesar de la suciedad y el cansancio le pareció un príncipe de la cortesía. El comandante cogió pico y pala y se fue, aunque se dejó un objeto olvidado: un catalejo de campaña de buena óptica, hecho en Inglaterra. Quiso devolvérselo, pero al atardecer los realistas ya habían levantado el campamento.
La joven guardó la saca con el oro, ensilló su caballo y acudió al puerto. Allí consiguió pasaje en una goleta a Southampton, se cambió el nombre por el de Tana Sanclaudio y mientras cruzaba el mar, mirando por su catalejo, decidió que se olvidaría de recordar. Siguiendo el consejo de su comandante, haría algo a todas luces imposible: estudiaría medicina.
Tana volvió de sus recuerdos. La casa, la vista, la bahía la alteraban. El hecho de no poder recordar su infancia, las venas azules de su vecina Marcela, los abrazos de su madre olvidada en un palacio italiano, tres serpientes enroscadas en un brazo, el bizcocho mallorquín, el rostro invisible de un padre del que solo recordaba retazos, todo esto la inquietaba. Encendió la palmatoria para irse a la cama y con el pequeño apagavelas de bronce, asfixió las cinco llamitas del candelabro que iluminaba la alcoba. Había reprimido los pocos recuerdos que tenía de su infancia durante demasiados años y no entendía por qué luchaban ahora por escapar del arcón donde los había encerrado. Voló su mente a aquel palacio en Italia, el lugar donde fue feliz antes de perder el amor de su familia. Tenía cinco o seis años y llevaba en brazos una muñeca de rizos negros y ojos verdes. Tana recordó nítidamente, con gran sorpresa, que esa muñeca, igual que la hija de la marquesa, se llamaba Marcela, y sintió un terrible escalofrío. Una misteriosa corriente de aire apagó la palmatoria, sumiendo a Tana en la oscuridad.
Con los grilletes bien apretados, yo cabalgaba junto al general Lucas Mariño. Era un tipo inteligente, de los que escuchan y no hablan. Mientras avanzábamos camino del acuartelamiento en Puebla de Luz, notaba el afecto que me tenía en sus silencios. El general Mariño y yo siempre nos habíamos llevado bien. Le gustaba pedirme consejo, a su manera, y a mí me agradaba dárselo, a pesar de que jamás compartía los méritos de una victoria ni conmigo, ni con nadie. Unos pasos adelante cabalgaba el canalla de Arduño, más preocupado de su boca y de los dos dientes que había perdido con mi puñetazo, que de haber masacrado cien hombres en el río. Arduño y los suyos, que ya me tenían rabia de antiguo, me juzgaron por desertor en el mismo campamento. Fui sentenciado. Moriría fusilado. Sucedería al alba, en el cuartel. No me importaba, estaba tranquilo. Mi fin, al fin. Cabalgábamos, digo, cuando de entre unos árboles algo alejados del camino, alzó el vuelo una bandada de pájaros, escuché una rama partirse y me lancé a derribar a Mariño de su caballo. Los emboscados dispararon. La lluvia de balas alcanzó a los oficiales más lentos. El general idiota de la boca rota murió al instante con un tiro en la frente, su comandante, de igual manera, y también dos capitanes, el de cazadores y el de caballería. Este último era mi querido Sanjuán, el violinista, que se llamaba Javier de nombre de pila. Un tocayo. La arena del camino nunca tiene bastante. Es insaciable, chupa toda la sangre. Al ver su cuerpo, más tarde, en el carro, me dije que ya nunca escucharía un violín sin que se me apareciera el fantasma de Javier Sanjuán con un agujero en la cabeza.
Los tiradores francos se dieron a la fuga. Nuestros cabos hirieron a uno, pero no pudieron alcanzarlos. Dos soldados, que se llamaban Pedro y Pablo, hermanos de la ciudad de León, echaron a nuestros muertos en el único carro que teníamos, donde llevábamos un cerdo, un gallo y cuatro ocas requisadas en una granja. ¡Cómo olvidar los gritos de esos animales! Las ocas no graznan, rebuznan. El cerdo olisqueaba la boca rota del general.
Ya era de noche cuando llegamos a Puebla de Luz. En el cuartel nos aguardaba el resto de la compañía, el mariscal, el teniente general y un coronel algo imberbe, que no rebasaría los veinte años, alto y flaco como una pértiga de gondolero veneciano. Me dije: «este es el que viene a sustituirme». En el patio de armas estaba preparado ya el poste y me vi atado en él, los ojos vendados, junto al muro. Apunten… Pensé que sería una buena muerte, merecida, poética. Mariño me miró de una manera extraña. Mis guardianes me encerraron tras las puertas del calabozo y recuerdo que pensé que tal vez estudiaba la manera de dejarme escapar. A la una de la noche se presentó en mi celda.
—Coronel… ¿Puedo entrar? —dijo mi general favorito en voz baja. Abrí los ojos.
Traía dos botellas de ron.
—Con ese salvoconducto, puede usted entrar en el infierno.
—Me temo que he olvidado los vasos.
—He besado a mujeres más feas que esa botella.
—¿Cómo está, coronel?
—Muerto, señor… Perdón por el chiste… Quise decir, muy cansado.
El general Lucas Mariño se sentó en la bancada y le quitó un tercio a su botella de un trago. No me quedé atrás con la mía.
—¿Cómo lo hace? ¿Cómo está siempre de buen humor?
—Ya conoce el refrán: «Cuanto más dramática la situación, más gracioso el soldado».
—Eso no es un refrán. Es su modo de vida.
Pensé en mi hermano. Era él quien lo decía.
—¿Por qué es aún coronel? —dijo sin mirarme, como si no me lo preguntara realmente.
—Porque no me queda más remedio, creo…
—No puedo entenderlo…
—Ah… Se pregunta usted cómo siendo de familia con blasones no nací con galones de teniente, por lo menos, y no he llegado a general.
Me alegré de haberle sacado una sonrisa.
—Está muy equivocado conmigo, señor —añadí—. Soy de buena familia, como bien sabe, pero empecé en la guerra desde abajo, de soldado. Por eso no he pasado de coronel. Ahora solo soy uno que le dio un garrotazo a otro que se lo merecía desde hace años.
El general dobló el cuello hacia atrás y de un sorbo vació la mitad del ron. Yo le imité.
—¡Maldita sea, Francisco! ¡Eres mi mejor oficial! ¡Dos cruces de San Fernando! ¡¿Por qué tuviste que partirle la cara?! ¡¿Y darte a la fuga?! ¡Cinco horas de persecución! ¡¿Eres el más cabal durante veinte años y a los veinte años y un día te vuelves loco?!
—Veinticinco. Y no me di a la fuga, mi general. Necesitaba llenar de aire los pulmones, nada más.
—¡Pues los vas a llenar de plomo! Te quedan tres horas —me dijo mirando el reloj.
—Usted sí es militar de carrera… pero es de familia pobre, ¿no es así?
Asintió y bebió. También bebí.
—Vendí mi alma al diablo por un saco de oro y una carta de recomendación —me confesó.
Ambos nos tranquilizamos. Nos dolía saber que uno iba a morir y no podíamos hacer nada por evitarlo. En la guerra aprendes a sortear la muerte cuando viene de frente. Esta condena resultaba extraña. En realidad era un ajuste de cuentas. Una gresca del destino. Bebimos más.
—No besa mal esta botella, no —dijo—. Llegué a la academia militar con diecisiete. Aunque soy de mar, siempre quise ser oficial de caballería… En fin… toda una historia que algún día te contaré.
—Si no me la cuenta hoy, ya no me la cuenta.
Ambos sonreímos. Bebimos más. Bajamos la vista. Él empezaba a acostumbrarse a la idea de que era mi última noche y yo empezaba a arrepentirme de querer que me fusilaran.
—¿Y tu primer destino? —me dijo.
—De guerrillero, con Longa, en la partida que comandaba en Álava, pero yo era casi un niño. Tenía trece años.
—Hoy, en la emboscada. ¿Cómo sabías que iban a por los oficiales? ¿Qué pensaste para tirarme así del caballo?
—No pensé, señor. Los que pensaron en la guerra ya están muertos.
Otra frase de mi hermano. El general asintió. El condenado parecía él.
—Nuestro mariscal quiere un escarmiento. La moral está baja y hay demasiadas deserciones. No puedo hacer nada por ti.
Me dije que si hubiera sido al revés yo sí que le habría salvado, pero no lo pensé con rencor. En cambio dije:
—Pues ya ve lo que valen dos cruces de San Fernando… claro que ahora están devaluadas. Se consideran condecoraciones de María Cristina… Los que luchamos en tantas guerras hemos acabado sirviendo a todos los amos y nuestro pasado viene a condenarnos. Arduño luchó en favor de la Santa Alianza y mi hermano y yo en contra, matando hijos de San Luis. Por eso nos odiaba a muerte.
—Él te odiaba porque tienes algo que él nunca tuvo.
—¿Valor?
—No. El amor de tus hombres.
Me miró agradecido. Nos quedamos callados, un rato.
—¿Crees que los cristinos atacarán mañana? —me preguntó.
—Es claro que la emboscada era parte de una estrategia —le dije yo—. Han descabezado el regimiento para tomar el cuartel, invadir Puebla de Luz y marchar hacia Pamplona. ¿De dónde sacó usted el oro?
—¿Cómo?
—La famosa historia que va a contarme esta noche…
—Un hombre me pagó muy bien por callar algo terrible y testificar en un juicio. Es un pecado por el que siempre me ha remordido la conciencia. Su oro abrió las puertas a mis sueños militares, y esos sueños de general acaban en lugares como un río cargado de muertos y un buen amigo… fusilado.
—¿Qué pasó? —dije tocado.
—Dejé que condenaran a un inocente por el asesinato de su familia.
El general Mariño volvió a beber y vació la botella. No me quedé atrás.
—¿Lo colgaron?
—Tuvo suerte, era cirujano y lo mandaron a luchar en las colonias.
El general notó que entraba una sombra en nuestra celda.
—¿Qué te pasa? Has perdido la sonrisa…
—¿No hablará de don Cayetano de Nácar? —dije admirado.
—Sí… ¿Cómo has podido adivinarlo? ¿Conoces su historia?
Me subí la manga de la camisa para mostrarle a mi general las tres serpientes de mi brazo. Las cicatrices de la batalla de Chacabuco.
—Hace casi veinte años… Son tres sablazos criollos y las costuras de un cirujano. Don Cayetano iba a cortarlo pero le convencí de que si lo salvaba, yo lo salvaría a él. Hicimos una especie de apuesta.
—Te jugaste el brazo a los dados.
—Más bien me lo jugué al destino. Yo creo que nada en esta vida es casual.
—¿Sigue vivo?
—Cuando llegamos a Santiago de Chile, le perdí la pista.
—¿Hace cuánto de eso?
—¡No sé!, veinte años…
—Habrá muerto.
—Es posible. Han muerto tantos…
En el pasillo se escucharon carreras, las botas militares resonaban en el empedrado.
—¿Ha oído eso?
—Pasos…
—Y no de los nuestros…
Ambos nos levantamos y salimos del calabozo, el general amartilló su pistola y me cedió su sable, pero una explosión nos barrió al suelo. El techo y la pared exterior se derrumbaron. Me zumbaban los oídos. El enemigo había colocado una carga en la santabárbara. Un corneta tocaba a degüello. Las explosiones se sucedieron. Temblaron cimientos. Fuera comenzaron a oírse disparos. Otro corneta, el nuestro, sopló a rebato. Había empezado el ataque de los leales a Isabel. Me acerqué al general. Lucas Mariño estaba en el suelo. Los ladrillos de la pared le habían roto la cabeza. Agonizaba.
—Señor… El cirujano… ¿Qué pasó?
—Él no los mató. No los mató… En Mallorca… Palma…
Según dijo eso, el general murió. El aire fresco de la noche entraba por un agujero en la parte trasera. Fui a cerrar sus ojos pero recordé las últimas palabras de mi hermano… ¿Y si los muertos no quieren dejar de mirarnos? Solté el sable, cogí la mochila con mis documentos y diarios y huí entre los cascotes. Sin armas me sentía desnudo. Estaba solo. Por primera vez en tantos años, tuve miedo de lo que me traería la mañana.
La marquesa de Belfort había pasado una tarde amena con Tana y con su querida Marcela tomando té en un hermoso juego de plata florentino. Ahora quedaban quince minutos para «la queda» y debía enfrentarse sola a la chantajista. Encendió una linterna de aceite y se echó a las calles oscuras cercanas al puerto. Cuando llegó a la plataforma del Rosario solo se oía el repicar del agua en pleamar. La mujer ya la esperaba. De lejos le pareció una campesina. De cerca era extraña. Su ropa no estaba del todo mal, pero parecía habérsela mandado hacer a toda prisa para la ocasión. Tenía huesos grandes y poca carne, pelirroja, con la cara manchada de pecas irregulares color canela, como las de un perro podenco. Sus ojos eran grises, enrojecidos y deslavados. Tenía las mejillas hundidas. La mujer no gozaba de buena salud y las temblorosas luces de las lámparas no mejoraban en absoluto su aspecto.
—¿Es usted la chantajista?
—¿Ha traído el dinero y la nota?
—Primero me gustaría que me dijera qué es lo que sabe usted exactamente.
—Exactamente, señora, lo sé todo. Ya le digo que conocí a Avelino hace muchos años.
Le había llamado Avelino en la carta y ahora lo hacía de viva voz. La marquesa se sintió aliviada. Todos en Palma le conocían como Abel, luego esa mujer habría tenido tratos con él cuando vivió en la península y era forastera. Si lo era, se marcharía tras el cobro, pensó.
—No es lo mismo saber algo, que poder probarlo —dijo doña Marta.
La mujer arrugó la nariz y las manchas, como si un aroma nauseabundo hubiera invadido la brisa de Levante. Sacó un papel muy doblado del delantal y se lo dio.
—¿Este documento es prueba suficiente? Me lo envió el párroco de un pueblecito medieval cercano a Valencia, donde creo que usted recaló en su juventud…
Doña Marta alargó la mano para ver el papel. Era una carta manuscrita de ese párroco. El religioso se había saltado las leyes enviando aquello a una desconocida, pero leyes aparte, la pecosa huesuda tenía, efectivamente, pruebas contundentes.
—Voy a convenir en pagarle, pero no tengo ochocientos reales. Le daré cuatrocientos.
—Señora, ¿se ha creído que está en el mercado? Esto no es una subasta a la baja.
—Pues no hay más.
—La puedo arruinar. ¿Es que no lo entiende? Adiós a sus tierras, viñedos, casas solariegas, obras de arte, olivos… ¡Adiós a todo!
—Le daré veinte doblones de oro… y esto.
La marquesa sacó un objeto del bolsillo de su capa: un embudo de oro que asemejaba una flor de tulipán con un delicado tallo ligeramente curvo. Era una obra de arte exquisitamente labrada por un orfebre de categoría. Doña Marta vio el gesto reacio de la pecosa y quiso arrojarla al mar por despreciar una joya tan delicada.
—¿Para qué vale eso?
—Es un embudo para decantar el vino y es muy antiguo, de oro macizo.
La podenca flaca lo cogió y se lo guardó. Doña Marta de Belfort acumulaba tanta rabia dentro que hacía verdaderos esfuerzos por no abalanzarse sobre ella y darle un par de bofetadas. Dominando su ira, estrujó el documento que le había dado la chantajista y lo guardó en el bolsillo.
—A cambio, quiero que me deje tranquila para siempre. Que no vuelva nunca jamás.
—No vendré a pedirle más dinero.
Doña Marta trató de poner un gesto parecido a ese que usaba Adelaida todo el tiempo para dar miedo y le salió bastante bien, sobre todo porque estaba furiosa.
—Espero que sea como dice, porque si no, haré que uno de mis hombres la mate. Eso es lo que hacemos las personas poderosas con los que tratan de hacernos daño, ¿comprende? Los matamos y para deshacernos de los cadáveres se los damos a comer a los cerdos. Los cerdos mallorquines se lo comen todo. No dejan ni los huesos, por muy grandes que sean.
La pecosa se estremeció. La marquesa le dio los doblones de oro y se marchó. En cuanto estuvo fuera de la vista de la chantajista rubia de ojos deslavados, doña Marta echó a correr. Llegó a su casa, subió las escaleras, cerró la puerta con cerrojo y, solo entonces, se sentó en la cama a llorar.
Por la mañana temprano, gritos, voces, llantos y alaridos acabaron con la calma en Can Belfort. Tana pensó que alguien agonizaba, cogió su maletín y comenzó a bajar para salvarle la vida a quienquiera que fuese. Desde lo alto de la escalera, vio a Luisita, una de las criadas de la marquesa. La muchacha gemía y gesticulaba junto a los soportales del patio. Al principio, Tana no reconoció al hombre que se apoyaba en la pared, bajo los arcos. Cuando lo hizo, su corazón se saltó un compás. Era muy alto, de hombros anchos y cuerpo fino, elástico. Tenía el pelo duro algo canoso y castaño y una barba de dos o tres días que daba hombría a un rostro de ojos irónicos, de melaza, ojos de reflejos dorados y verdor. Miraba a la criada con ceja alzada, paciencia fingida, humor, y era el mismo marinero al que Tana había espiado desde la ventana con el catalejo de su comandante. El capitán del Estefanía. Así, desconcertada por el encuentro, tardó en entender que tenía delante al comisario de Palma. Había conocido a muchos jefes de policía a lo largo de la profesión y habría identificado a un carabinero de civil o a un sargento sin uniforme aunque lo tuviera a doscientos metros. Pero con este fallaron todos sus instintos, pues no era este un policía cualquiera. Era don Jaime Sarriá Herbutz, la tierra de esta isla, la sal de las calas de Mallorca, el aroma de un jardín entre palmeras… y se hacía llamar «el intendente».
Don Jaime vestía una cómoda chaqueta negra de algodón y pantalón de lino a rayas. Su luto era evidente, pues llevaba crespón en la solapa. No lucía ni fajín de comisario ni bastón de marfil ni ningún otro distintivo oficial. Olía a un fresco, liviano, perfume a jazmín. A Tana le maravilló el conjunto y quiso impresionarle, encontrar una excusa para quedarse por allí, hablarle. Tenía muchas. Luisita gesticulaba y gritaba y había que esperar a que amainase la tormenta para las presentaciones. Mientras tanto, Tana seguía estudiándole y él la estudiaba a ella con ojos de seductor por accidente. Cuando el policía habló, Tana descubrió su mayor encanto: que era levemente tartamudo. Al contrario de lo que pueda ser costumbre, eso le hacía aún más atractivo, pues era un tartamudeo dominado por el intelecto. Cada vez que se le atascaba una palabra, el intendente la reemplazaba, sin nerviosismo, por un sinónimo.
—Pero si nadie te c… incrimina. Cálmate, muchacha…
—¡Que yo le juro sobre el alma de mi padre que está en la gloria que no he tenido nada que ver, don Jaime, se lo prometo, que yo soy torpe y lerda y despistada, pero no ladrona…! ¡Ladrona, nunca! ¡Que me parta un rayo como le partió a mi padre en el camino al Gorch Blau si digo mentira!
—No tientes a la providencia que acabo de escuchar un trueno…
Tana sonrió. Don Jaime seguía esperando a que cesara la barahúnda. Cruzaron una mirada cómplice. Él resopló, divertido. La criada seguía:
—¡Y que yo soy feliz en esta casa! ¡Y que yo no le guardo rencor a doña Adelaida aunque me frotase la cara con la estopa! Que yo dichosa con lo poco que me dan y lo mucho que trabajo, se lo juro y se lo estampo, aunque ella me trate como me trata y me acuse de ser poco dispuesta y holgazana… que no es posible que nadie piense que yo soy capaz de robar la plata de la marquesa como desquite por lo que pasó antier…
—Un rato divierte, pero un mucho cansa —dijo él mirando a Tana. Ella le miró con complicidad. Le encantaba el comisario—. Hale, Luisita, punto en boca, bonita, pero punto y aparte, ¿eh?
Luisita calló, aunque seguía gesticulando y paseándose por el patio como si hablara sin voz.
—¿Qué está pasando? —preguntó Tana al llegar junto a ellos.
—¿Doña Tana de Ayuso?
—Sí.
—Ah, un soplo de aire fresco, espero. Soy Jaime Sarriá, i… i… i… ¡vaya por Dios…!
—¿Intendente de la policía?
—Gracias. Para el dichoso cargo, no hay sinónimo.
—Ahora ¿no les llaman «comisarios»?
—Sí, supongo, pero intendente significa lo que todos sabemos, y comisario, vaya usted a saber.
Sarriá sonrió por primera vez y el patio se iluminó. Tana no podía creer el efecto que aquella perfecta dentadura, la barba pícara y esos profundos hoyuelos tenían en una cara tan seria. El policía se había transformado, sin ninguna duda, en el más cálido intendente que jamás había tenido delante.
—Es un placer conocerle. Precisamente quería ir a visitarle hoy para presentarme y hablar de la toma de posesión de mi marido, don Carlos.
—Tengo entendido que usted trabaja con él… Me vendría muy bien una opinión profesional ya que está aquí.
—Por supuesto. ¿Qué ha ocurrido? ¿Un robo?
—Así es. Diecisiete piezas de plata y una de oro de la colección de la marquesa. El ladrón empleó una escalera para col… meterse por un ventanuco abierto del segundo piso, en la fachada que da al huerto.
La criada lloriqueaba, murmuraba, aleteaba como una gallina en un rincón, molestando muchísimo. Ambos la miraron irritada.
—Luisita —dijo Tana—, vete a ver si te necesitan en la casa. Yo atenderé al intendente Sarriá.
Luisita se marchó llorando y proclamando su inocencia.
—¿Cree que ha podido ser ella? —dijo Tana.
—¿Diecisiete piezas de plata y una de oro? Ni soñarlo. Realmente es una holgazana.
Tana rio una breve carcajada y Sarriá le ofreció su brazo.
—Acompáñeme, señora, salgamos al huerto. Hummm… No me olvides.
—¿Cómo? —preguntó desconcertada.
—La flor. No-me-olvides. Un delicado aroma.
—¿Le gusta la jardinería?
—No. Me gusta la perfección.
Don Jaime Sarriá partió un ramillete y se lo ofreció a Tana. Ella miró hechizada el pequeño centro amarillo de cada delicada flor, sus diminutos pétalos azules.
—La perfección está por todas partes —dijo él mirándola a los ojos—. Lo que ocurre es que suele ser bastante pequeña.
Ambos atravesaron el arco del patio en dirección a los jardines de Can Belfort. Un impacto aromático los recibió en el huerto. Tres limoneros floridos invadían con su fragancia el rectángulo preso entre tapias de adobe. Presidía el huerto desde el centro una gran palmera cuajada de dátiles. En los simétricos parterres separados por pequeños setos de aligustre, se mezclaban con acierto ciruelos y rosales, judías verdes y espliego, cerezos y erica rosa de enero. Se daban bien allí las peras de agua, los tomates, las remolachas y los nardos, estando las cuatro esquinas de aquella frondosa despensa vegetal guardadas por cuatro naranjos de mermelada amarga. Por la pared que lindaba con el patio ascendía majestuosa una nudosa glicina. Los racimos de flores empezaban a formarse, esperando la primavera. Su cometido sería atraer a las mariquitas que se comen las plagas y a los abejorros que polinizan las cosechas. Los lirios tempranos abrían sus bocas de dragón, añadiendo aroma y perfección al conjunto. En los laterales del huerto se agrupaban más variedades balsámicas y culinarias.
Sarriá le señaló un ventanuco, libre de trepadoras y vegetación, junto al que el ladrón había apoyado una escalera de madera bastante larga. Tana examinó el parterre, en busca de huellas.
—No entró por aquí —dijo rotunda.
—¿No?
Don Jaime mandó venir a un subalterno, que llegaba en ese instante al huerto. Era un policía fuerte pero más bajo que alto, de gesto amable aunque muy serio. Una suerte de escudero fiel.
—Prihuelas, venga aquí, rápido, y tome nota de todo.
—Sí, señor.
—Esta dama es la ayudante del nuevo jefe de medicina legal de la isla. Doña Tana de Ayuso. Señora, este es el sargento Prihuelas, así, a secas. Prihuelas. Con un apellido tan raro… no necesitamos su nombre.
—Un placer, señor Prihuelas. Bien… le decía a don Jaime que por aquí no entró el ladrón. No hay flores pisoteadas o plantas quebradas y esta escalera pertenece a la casa. Lleva en el huerto desde que yo llegué a Palma. Por su color gris, yo diría que ha pasado aquí más de un invierno. El ladrón no la usó para entrar por la ventana.
—El ladrón pudo utilizarla aunque no fuera suya… —dijo el sargento.
—No aporte de su cosecha, Prihuelas. ¿No ve que esa no es la cuestión? Porque esa no es la cuestión, ¿no es así, señora?
Ella negó con su breve sonrisa de Gioconda, como diría la marquesa. Sarriá la miraba directo a los ojos. A Tana le encantaba este hombre tan dulce y profesional que además la escuchaba como si no fuera hembra. Sin duda, la fama de Carlos resolviendo algunos de los más misteriosos crímenes de Barcelona le precedía.
—No, esa no es la cuestión, Prihuelas —dijo ella—. La cuestión es que si la escalera fuera de roble o de una madera más dura, podría ser que el ladrón la hubiese utilizado para entrar en la casa… pero fíjese, es de pino, lleva todo el invierno a la intemperie y con el calor de estos días atrás se ha quedado reseca. En fin, que siendo de madera blanda está podrida seguro, aunque no lo parezca. No creo que los peldaños aguanten el peso de un hombre, y menos de un hombre cargado de plata.
—Prihuelas…
Sarriá le señaló la escalera y le hizo un gesto de que subiera por ella. Prihuelas obedeció raudo. El tercer peldaño se partió en dos con su peso y a punto estuvo de darse un batacazo. Tana creyó observar una pícara sonrisa, muy fugaz, en el rostro del intendente, que enseguida amonestó a su subalterno. ¿Acaso era posible que ese hombre tan profesional y serio… fuera un gamberro?
—Tenga cuidado, hombre, que casi se parte la chol… cabeza. Son las sílabas con L las que más se me atascan —le dijo en un aparte a Tana.
—Lo he notado —repuso ella con complicidad.
—A veces también la T.
—Las interdentales, lo habitual.
—Bien, señora. ¿Alguna teoría más?
—Creo que Luisita está tan nerviosa porque miente.
—Sí. Oculta algo. Lo había pensado. Es interesante que coincidamos…
—¿La plata se encontraba bajo llave?
—Así es. La habitación se cerró anoche y cerrada sigue. Excepto el ventanuco.
—¿Quién guarda la llave?
—El ama de llaves, lógicamente, y la marquesa.
—¿Quiénes se encontraban en la casa?
—Doña Marta, marquesa viuda de Belfort, su hijo, el joven marqués, que se llama Sebastián, la hermana adoptiva de este muchacho, que se llama Marcela Bocacci, y los cinco criados.
—¿Y ninguno oyó nada?
En ese instante llegó la marquesa de Belfort. Fue ella quien respondió a la pregunta de Tana.
—¡Nadie, querida! Todos en la inopia. Y fíjate que yo estaba en la habitación de al lado, leyendo en mi antecámara, como tengo por costumbre.
—¿A qué hora echaron de menos la plata? —dijo ella.
—Esta mañana temprano al abrir la habitación para limpiar las bandejas. Señor Sarriá, espero que coja a esos ladrones y que les corte una mano como se hacía en los viejos tiempos.
—Lo haría encantado, señora Belfort, pero desde que tenemos separación de los tres poderes del estado, las amputaciones y otras penas terroríficas debo dejárselas al señor juez.
La marquesa sonrió con simpatía. El policía iluminó de nuevo el mundo con sus hoyitos y su risueña, blanca, dentadura. Doña Marta parecía tomarse el disgusto con buen talante. Jaime Sarriá le hizo un gesto a Prihuelas y él rápidamente le alcanzó su sombrero. Tana los observó a todos, entusiasmada de tener un misterio al que poderle hincar el diente. Intrigada se preguntó para qué damisela se perfumaba con jazmines el viudo policía, por qué le gustaban tanto las flores, quién había cometido el robo —y si en realidad había sido un robo—, de qué tenía tanto miedo Luisita y por qué había mentido la marquesa al decir que estuvo leyendo hasta tarde en su antecámara.
—¿Qué libro era?
—¿Cómo?
—El libro que leía anoche, doña Marta.
—La vida de Clarissa Harlow —dijo la marquesa con prontitud.
Tana estuvo ya completamente segura de que mentía, pues el libro que ella había visto abierto en el atril, sobre la mesita de la antecámara cuando fue a tomar el té con sus vecinas la tarde anterior era Pamela o la fuerza de la virtud, también de Samuel Richardson.
—Una pregunta más… señora marquesa —dijo Sarriá.
—¿Sí?
—¿Quién le echó la llave al cuarto de la plata? ¿Usted?
—No, Luisita, pero yo estaba delante y, según cerró, me devolvió la llave.
Tana buscaba un libro para conservar el ramillete de nomeolvides. No tardó en encontrar el tomo adecuado: Infusiones florales para el alivio del dolor, metió en él las perfectas florecillas de don Jaime y lo dejó sobre la mesa del despacho, junto al tarjetón para don Carlos Ayuso que había llegado días antes. Los doctores de Palma le invitaban a la cena anual de la Academia de Medicina y Cirugía de la ciudad. Tana había aceptado ir en representación de su marido, pues su llegada se retrasaba.
Mientras trataba de resolver el robo de plata de la marquesa en su cabeza, se vestía con ayuda de la doncella. No le apetecía ir a la cena sola, pero Carlos se hacía esperar y tenía prisa por entablar contacto con los poderes fácticos del hospital. La criada, una joven llamada Rosa —cedida por la marquesa mientras encontraba una sirvienta personal de su gusto—, la ayudaba con un vestido de gala de seda.
Tana reflexionaba sobre lo que había conseguido y lo fácil que sería que esos mismos logros se vinieran abajo. Era capaz de meterse en el bolsillo a marquesas y autoridades, capitanes de barco y carboneros, gobernadores e intendentes… pero los médicos y cirujanos eran cosa aparte. Estaba nerviosa. Tenía miedo. Sentía que nada más echarle la vista encima verían en sus ojos todo aquello que se afanaba por ocultar. No temía a casi nada, pero una cosa le aterraba: tratarse con sus colegas, otros médicos, hombres y cirujanos… cara a cara. Aún no había logrado superar sus años de sufrimiento en la universidad.
Cuando solicitó el ingreso en la escuela de medicina de Bolonia, los catedráticos hicieron un plebiscito entre los estudiantes pidiéndoles permiso para aceptar la entrada de una mujer. Los jóvenes aspirantes a médico pensaron que se trataba de una broma y dieron su beneplácito… pero al ver que era verdad, que no les habían jugado la clásica novatada… cuando supieron que realmente una muchacha quería incorporarse a las clases con la absurda pretensión de convertirse en médico igual que si fuera un hombre… se levantaron en armas. Era tarde para no admitirla, así que idearon todo tipo de trucos y humillaciones, pensando que al mes o dos Tana saldría despavorida a refugiarse en las faldas de su madre. No contaban con que no tenía madre pero sí veinte degolladas enterradas en una misión en el Perú que apoyaban con sus espectros su decisión de alcanzar un horizonte imposible. No contaban en absoluto con su total entrega a la idea de ser cirujana.
Los profesores no se quedaban atrás. La opinión general era que una mujer podía ser una gran enfermera, pero siempre sería un cirujano de segunda. Tana quería demostrarles que se equivocaban, aunque estaba sola contra diecisiete enemigos y ni siquiera ella misma parecía segura de que no tuvieran razón. Quizás era cierto. Dudaba. Quizás una mujer no podía destacar en un mundo hecho a la medida del varón.
En esta guerra de la universidad ella siempre acababa siendo carne de cañón. La alumna escogida para las más desagradables tareas en la anatomía patológica. La víctima de las tramposas preguntas del catedrático de turno:
—Señorita, ¿cuál es el órgano del cuerpo que más aumenta de volumen? Vamos… no le dé vergüenza contestar… Un médico nunca ha de tener vergüenza y menos una mujer que pretende examinar a un hombre desnudo… Conteste. Un órgano fundamental para la reproducción… un órgano que crece… que aumenta su tamaño…
Todos sonreían, pensando lo mismo. Tana no quería parecer mojigata, así que, al principio, caía en estas trampas con total inocencia.
—¿El pene?
El catedrático la miró con displicencia y sonrió:
—¡Qué más quisiera usted! El órgano que más aumenta es el útero, señorita, el útero.
Al principio, siendo orgullosa, se resistía, protestaba, se enfadaba, lloraba a solas contra la almohada. Poco a poco fue consciente de que esto solo animaba a los despreciables señoritos de fortuna y rancios catedráticos a torturarla más. Para evitar las humillaciones, estudiaba cual posesa. Se convirtió en una autoridad en anatomía. El estoicismo que mostraba ante las afrentas y sus enciclopédicos conocimientos la convirtieron en blanco de nuevas iras y envidias aunque algunos profesores y alumnos comenzaron a respetarla. Aun así, las bromas no cesaron.
Un día los muchachos se habían conchabado con el profesor de anatomía.
—Signorina Tana Sanclaudio, haga el favor de abrir su maletín, sacar el bisturí y acercarse a examinarle los pulmones a nuestro invitado de hoy.
El catedrático tiró de una sábana como un mago destapando el truco ante un público impresionable. Sobre el mármol yacía el cadáver de un hombre joven, muy flaco.
—Adelante, signorina, busque el bisturí en su valija.
Tana abrió el maletín. Las herramientas de cirugía habían desaparecido y a cambio encontró el pie seccionado de un cadáver. Digamos que la impresión no fue buena, pero había aprendido algo muy importante en estos meses. A no reaccionar precipitadamente. El enfrentamiento los jaleaba, llorar los complacía, e ignorarlos… los irritaba. Tenía que ganárselos, salir triunfante de su jugarreta… ¿Sería capaz? ¿Cómo? Sentía que había llegado a una encrucijada y que todo dependía de este momento. Dieciocho miradas fijas en ella esperaban el llanto, el grito, la frase: «algún gracioso ha metido el pie de un muerto en mi maletín». Tana miraba la macilenta extremidad de largas uñas sucias y piel reseca y esbozó un gesto de malestar, como si el aire le supiera rancio. Los jóvenes en sus bancadas se removieron expectantes, dándose codazos, murmurando entre risitas: «ya viene, ya viene el desmayo».
—Me temo, doctor Palacci —dijo Tana—, que hoy no me siento con fuerzas para diseccionar un cadáver…
—¿Y eso, señorita?
—Lo siento mucho… pero no… no puedo… no sé qué me pasa…
El anatomista la miraba igual de expectante que los alumnos pues sabía lo que contenía el maletín. Tana fijaba la vista en aquel pie dentro de una maleta de cuero. Parecía mareada…
—¿Se encuentra mal? ¿Necesita un vaso de agua?
—Disculpe, profesor. Ya sabe que las mujeres somos volubles, inconsistentes y es que hoy…
Tana sacó el pie del cadáver de su maletín y alzándolo bien visible dijo borrando el gesto de damisela en apuros:
—… Hoy me he levantado con el pie izquierdo.
La carcajada fue general. Hasta el anatomista Palacci no pudo reprimir la risa.
En ese instante, Tana encontró un arma para defenderse: el humor. Igual que sus compañeros se afanaban en imaginar jugarretas, ella se preocupó desde ese día por ser la más erudita en medicina y la más divertida en cada clase, autopsia, ronda de enfermos y doctores, enfermeras y alumnos. Sus chistes, escritos en bolas de papel, eran arrojados de unos a otros en las aulas, divirtiendo a estudiantes y catedráticos. Obra de Tana eran diálogos jocosos como este:
«Un médico recibe a su paciente con una sonrisa y le dice:
»—Señora, tengo una buena noticia.
»—No soy señora, soy señorita.
»—Entonces es una mala noticia».
Tana trabajaba por las tardes de enfermera y ayudante de un embalsamador, por las mañanas asistía a las clases y por las noches no se marchaba a la cama hasta tener el chiste del día:
«—Doctor, me he fracturado el brazo en varios lugares…
»—Si yo fuera usted, no volvería a esos lugares».
La comedia fue la asignatura más dura de la universidad y aún hoy, tras casi diez años de práctica, Tana sentía que no había conseguido pasarla con honores. Le gustaba ser cínica, sarcástica, irreverente. Odiaba ser chistosa. Ahora se encaminaba a una cena llena de hombres, todos médicos de provincias, en la que esperaba no tener que ser graciosa de este modo, aunque sospechaba que no le quedaría más remedio. Por si acaso se veía en un apuro, había pensado un chiste. Rezaba por no verse obligada a usarlo aunque era bueno:
«El médico recibe a su paciente cariacontecido y le dice que tiene una mala noticia y otra buena. El paciente insiste en que le dé la buena primero, y el doctor dice:
»—Todos mis exámenes indican que padece usted un cáncer realmente avanzado y que morirá en menos de una semana.
»—Por Dios, doctor… ¿Cómo me dice eso? ¿Y si esa es la buena noticia, cuál es la mala?
»—Que llevo una semana tratando de localizarle».
La criada consiguió abrocharle el vestido. Nunca pensó que sentiría esto, pero echaba de menos a su marido. Necesitaba su hombría, su altura, esa magnífica pose de caballero a vuelta de todo con la que sabía enfrentarse a los otros galenos. Carlos no era el comandante, pero era real. Tana suspiró, borró temporalmente la inseguridad y el miedo de su mente y se puso en pie. Súbitamente notó una corriente fría, una presencia y el hachón de la esquina se apagó de golpe, igual que todas las velas del tocador.
—¡Ay, señora… Los fantasmas de Can Belfort! —gritó la doncella.
—Lo que me faltaba.
—¡Es la hija de Caín! Nos ha apagado las velas…
—Los fantasmas no apagan velas. Una vela se apaga por dos motivos: por falta de oxígeno para la combustión o por la fuerza del aire. ¿Y quién demonios es la hija de Caín?
—La nena de l’habitació verda. Viene y va del purgatorio maldiciendo a todos los que viven en esta casa. Ella nos ha soplado las velas.
—Ha sido una corriente de aire, nada más. Ni hay habitación verde, ni hay fantasmas sopladores.
—¿Y de dónde sale esa corriente? La chimenea está encendida, la puerta y la ventana están cerradas y las cortinas echadas.
—Ese es un misterio que pronto averiguaré, porque lo que es claro es que el aire no atraviesa las paredes.
—Así es, doña Tana. El aire no atraviesa las paredes, las atraviesan los espectros.
Tana calló sabiendo que no merecía la pena discutir. La realidad es que aquella corriente fría le había erizado la piel y ya era la segunda vez que se empeñaba en apagarle las velas de su alcoba. El reloj tocó las seis y media, llegaría tarde a la cena de la academia si no se daba prisa.
No había pretendido hacer una entrada triunfal, pero el asunto de las velas sirvió de anécdota introductoria con los cirujanos palmesanos.
—Así que, caballeros, la culpa de mi retraso, al parecer, la tiene una niña que entra y sale del purgatorio.
Quince doctores y una mujer cenaban en torno a una larga mesa dispuesta con elegancia en el Casino de Palma. Las arañas hacían resplandecer los enormes espejos de una habitación decorada con óleos de románticos rincones mallorquines. Antes de la cena se había mostrado el diorama de doce paisajes europeos, entre los que estaban el paseo de Montpellier, il Duomo de Milán o la bahía de la Concha de San Sebastián. Tras el agradable espectáculo visual, Tana comía una deliciosa lubina, amigablemente rodeada de don Alberto Echagüe, cirujano del Hospital General de Palma, don Lázaro Bretón, eminencia en epidemiología y don Pablo Cortés, simplemente médico y, según sus propias palabras, bebedor, jugador, confidente y espía retirado. Alberto Echagüe, el jefe de cirujía, era verdaderamente atractivo, muy moreno de pelo y muy pálido de piel. Sus ojos grises y las pecas de la cara le hacían aniñado a pesar de que no cumpliría ya los cuarenta. El cirujano, sentado frente a ella, la miraba en silencio, fijamente. Tanto que Tana pensó que sus peores temores se habían confirmado.
—Doctor Echagüe, ¿no es así?
—Sí, sí… Echagüe. Alberto, llámeme Alberto.
—Si sigue mirándome así, don Alberto, va a leer mis pensamientos.
—Disculpe que la observe tan fijamente… no tengo excusa. Es simplemente que… es usted… exquisita. Quiero decir… que…
—No se aturulle, hombre —dijo Bretón socarrón—, don Alberto no está acostumbrado a enamorarse a primera vista.
—Por Dios, Bretón, que doña Tana es una mujer casada.
—Eso no le prohíbe a un hombre enamorarse —dijo Pablo, el médico autoproclamado espía.
—Señores… —dijo ella—. ¿Les importaría no hablar entre ustedes como si yo no estuviera presente?
Los médicos se miraron como niños cogidos en falta y sonrieron.
—Disculpe, señora —dijo Echagüe—, es simplemente que cuando nos comunicaron que el famoso forense don Carlos de Ayuso vendría a ejercer la jefatura vacante con su esposa y ayudante… todos imaginamos…
—A una mujer flaca, de nariz ganchuda y gruesos lentes vestida con ropa de la guerra de la Independencia.
—Justamente —rieron.
—Siento decepcionarles, tanto mi marido como yo somos muy guapos.
Los doctores rieron y Tana se metió en la boca un pedazo del mejor pescado que había probado en mucho tiempo. Mientras Alberto Echagüe seguía bañándose en sus ojos azules, Bretón retomó el tema fantasmagórico.
—Volviendo a lo de sus velas, doña Tana…
—Oh, no… don Lázaro… ¡deje vivir a los muertos…!
Lázaro Bretón ignoró la triplemente paradójica frase de Echagüe y siguió dirigiéndose a Tana.
—Hará usted bien en tener en cuenta las advertencias sobre esa habitación verde. Otros las echaron en saco roto y han acabado en el hoyo…
—No me van a meter miedo. Les repito lo mismo que le dije al carbonero y a la doncella. En Can Belfort no hay ninguna habitación verde.
—Sí la hay.
—Por supuesto que la hay…
—¿Acaso vosotros la habéis visto? —dijo don Pablo—. No les haga caso, doña Tana… Cuentos de payeses.
—Bien, supongamos que la hay —replicó Tana—. Que alguien la ha pintado de otro color para vender la casa…
—La marquesa de Belfort, es claro… —dijo Echagüe.
—Muy lógico pensarlo —dijo Bretón.
—¿Podrían contarme la historia completa?
—Hará unos veinte años, ¿no, Bretón?
—No, no, Echagüe, más de veinte —aseguraba Bretón—, porque fue durante la epidemia de peste…
—Bueno, veintidós… veintitrés… ¿Cuándo fue la peste de Pollença… en 1812, en el 16? No logro recordarlo…
—Caballeros… al grano —interrumpió ella.
—No es un asunto del que se hable por aquí y nosotros éramos unos chavales en aquella época… pero se cuenta que los marqueses de Belfort tenían alquilada la casa a un marido celoso que asesinó allí a su mujer y a su hija.
—Qué horror…
—Después del crimen… durante años… la estancia estuvo vacía, pero cuando la marquesa logró alquilarla de nuevo, se sucedieron las tragedias. Primero dos niñas mellizas… ¿Qué tendrían las hermanas Maragall… diez años?
—¿Qué más da? Los niños son niños, tengan la edad que tengan.
—Qué razón tiene, don Pablo.
—Bien, pues estas criaturas murieron a los pocos meses de ocupar la habitación, una detrás de la otra.
—¿Y su muerte fue misteriosa…? —inquirió Tana.
—No, no tuvo nada de misteriosa. Cólera.
—Ah, es un fantasma que asesina con miasmas… Creí que iban a decirme que fueron asfixiadas en la noche por una presencia sobrenatural o aterrorizadas hasta el inexplicable infarto…
Echagüe tomó la palabra:
—Vamos a ver, doña Tana, no es que cada muerte independientemente sea extraña… Las muertes per se tienen explicación… es la acumulación de defunciones en una misma estancia lo que las eleva a la categoría de…
—Comprendo. La hija de Caín los mata. Siga.
—Tras las dos mellizas, la marquesa logró alquilar de nuevo la casa a una condesa viuda venida a menos. Esta condesa, ¿cómo se llamaba, Bretón?
—Da igual. Llamémosle X —atajó Tana.
—Bien, X. La condesa de X tenía un realquilado que también murió repentinamente de debilidad. Martínez o Martín o…
—Que los nombres no le interesan, Echagüe —interrumpió don Pablo antes de vaciar media botella de Cariñena—. ¿A que no, señora?
—No, señor.
—Y una vez más, la casa se quedó vacía a la muerte de la condesa de X.
—Que también falleció por culpa de la maldición —dijo Tana.
—No, no, no. Esta ya murió de vieja. Tenía noventa y dos años. Ella no cuenta.
—Entiendo. Siga… —dijo Tana, mirando fijamente a Echagüe. Él carraspeó, sintiéndose incómodo. Su atractivo le turbaba.
—Tras la muerte de la anciana condesa, Can Belfort fue alquilada otra vez, en esta ocasión al nuevo obispo. Las estancias eclesiásticas cercanas a la Seu le parecían anticuadas e incómodas.
—¿Y este hombre de Dios de qué murió?
—De un cáncer de estómago galopante. Al mes de ocupar la alcoba verde.
—¡Qué barbaridad!
—Como ve… la habitación es más que sospechosa de asesinato.
—¿Solo porque cuatro personas han muerto en… veinticinco años?
—Lo que yo decía, pamplinas —dijo don Pablo antes de empezar con su segunda botella de vino.
—Realmente son seis muertos si contamos a la madre y a la hija asesinadas por el marido celoso —dijo Echagüe.
—¿Y no ven lo absurdo que es esto? —dijo Tana—. Por esa regla de tres, caballeros, todas las alcobas de Mallorca habían de estar malditas.
—Ya, señora, pero los lugareños han corrido la superstición de que es la niña, la asesinadita por su padre, la que yendo y viniendo del limbo se dedica a matar a todo el que osa ocupar esa habitación… y el mito se ha convertido en caso probado. Además, durante los últimos diez años, la casa ha estado cerrada, con lo cual no son cuatro muertos en veinticinco años sino seis muertos en quince. Todos sanos, jóvenes y con ganas de vivir.
—¿También era joven el obispo?
—No era joven, no, pero vivía como un cura —dijo don Pablo. Todos rieron.
—Bien, pues me comprometo desde este instante, caballeros, a probarles lo contrario. En mi casa no hay ningún fantasma. Ni en la mía, ni en la de nadie.
—Señora.
—¿Sí, don Pablo?
—Tiene usted razón en todo y además en una cosa.
—¿En qué? —sonrió Tana.
—Es usted muy, pero que muy guapa.
Los tres rieron otra vez y Tana se sintió aceptada. Empezaba a soñar con la idea de que llegase un día en que no tuviera que fingir, mentir, impostar… pero muy pronto, los médicos de Palma la devolverían a su lugar en la realidad de una ciudad española. Todos se levantaron para pasar al salón. Ella hizo lo mismo y un lacayo con librea muy discreto se le acercó.
—¿Le traigo la capa y los guantes, señora?
—Oh, no… Estoy a gusto. No ha terminado la velada…
—Verá, señora, es que en el salón de fumadores no está permitida la entrada a… las damas.
Echagüe vio el gesto contrariado de la señora y entró al quite.
—Una norma algo anticuada para mantener el nivel académico de las conversaciones… Si lo prefiere, mis amigos y yo nos quedamos con usted tomando un jerez en los canapés de la galería.
Tana le agradeció la galantería pero el lacayo llegaba con su capa.
—No se preocupen por mí, realmente es tarde.
Los señores le besaron la mano. Se despidieron amables.
—Adéu, bona nit.
—Bona nit, senyora.
Antes de salir, Tana se volvió para ver a los médicos de Palma desaparecer por la puerta vedada a las de su sexo. Sintió pena, después rabia. Para cuando el coche la dejó a la puerta de su casa, Tana respiraba ya… resignación.
Movía la vela por su alcoba muy despacio. La llamita aleteó y trató de identificar de dónde surgía la brisa misteriosa. Era una habitación grande. La tarea resultaba incómoda. El siniestro vientecillo corría paralelo a la tarima. Tana terminó a cuatro patas, avanzando a ras de suelo con su palmatoria, que unas veces fluctuaba con fuerza y otras no. Al fin identificó el origen del extraño aire fantasmal. Salía de debajo del armario. Tana trató de moverlo pero tenía tres cuerpos y pesaba demasiado. De primeras le resultó imposible, así que vació toda su ropa sobre la cama. Ya más ligero, logró separarlo de la pared lo suficiente como para ver que tras él había una puerta. ¿Un trastero? ¿Un antiguo armario empotrado que se había quedado pequeño? La corriente salía sin duda por la rendija de esa puerta y la maldita estaba cerrada con llave. En estas estaba cuando vino a buscarla Rosa para decirle que Sarriá, el jefe de policía, la esperaba en el salón de recibir con noticias urgentes. Tana se puso muy contenta, le pidió unos momentos, echó una toquilla enrollada en la rendija para cortar las corrientes y colocó de nuevo el armario. Luego le encargó a la criada que volviera a guardar la ropa y se reunió con don Jaime, que vestía un traje negro y gris diferente al de su último encuentro, pero que no había cambiado de perfume de jazmín y seguía igual de moreno, atractivo y melancólico.
—¿Sabemos algo más de nuestro robo?
—Me temo que aún no he resuelto el misterio de por qué miente Luisita…
—¿Sigue pensando que miente? —dijo Tana.
—Como una bellaca.
—¿Y no ha aparecido ningún objeto de plata a la venta en la ciudad?
—No. Quienquiera que sea tiene el bot… tesoro bien guardado. Pero yo no vengo por eso… vengo porque necesito su ojo clínico.
—No entiendo.
—Ramón Robredal, el carbonero que le trae el picón…
—¿Qué le pasa?
—¡Qué no le pasa! Está muerto, sobre el mármol de la morgue.
La sala estaba llena de caballeros encorbatados. Tana no esperaba tanta afluencia de público en la autopsia de un humilde carbonero. La cuestión era la de siempre. A la ciencia le costaba hacerse con cadáveres para sus clases de anatomía y patología y una muerte misteriosa, que requería de disección, era una oportunidad de oro para impartir una lección al tiempo que se investigaba un deceso. El encargado de hacer la autopsia era don Braulio, jefe forense de Palma. El hombre al que Carlos vendría a sustituir. Ya debería haberse jubilado, pues contaba más de setenta años e incluso había comenzado a percibir una pensión del estado, pero como Carlos no había llegado aún a la isla, don Braulio estaba más que dispuesto a seguir en la brecha.
Tana y Jaime Sarriá se encontraban observando, junto al viejo forense, que con pulso temblón comenzó la disección bisturí en mano. Los órganos del carbonero fueron sacados de sus rincones, pesados y apartados a un lado. Se examinaron sus costillas, el corazón y las pupilas… y eso fue todo. En veinte minutos había concluido la operación.
—Muerte accidental por aplastamiento. Lo atropelló su carro —dictaminó seco y solemne don Braulio.
—Disculpe, doctor —dijo Tana, que no era capaz de morderse la lengua—. ¿En qué se basa para esa conclusión?
—Don Jaime… ¿Puede decirle a esta señora que está aquí como observadora y que no tiene derecho a hacer preguntas?
—Disculpe a este cascarrabias, doña Tana. Su sobrino se presentó a la plaza de forense pero quedó muy lejos de los puntos que sacó don Carlos.
—Entiendo —dijo Tana, mirando a don Jaime agradecida.
Don Braulio rezongó algo. Los muchachos presentes intercambiaron sonrisas.
—Vamos, don Braulio, la dama le ha hecho una pregunta. Conteste.
—Mi dictamen se basa en los hematomas del pecho, la lividez cadavérica y, sobre todo, en que apesta a alcohol y lo encontraron debajo de las ruedas de su carro.
—¿Y si le digo que yo lo maté y luego lo coloqué bajo las ruedas de su carro para despistar… cambiaría esto sus conclusiones? —dijo ella.
—Usted no lo mató. Lo atropelló su carro.
Jaime se divertía pero decidió mediar.
—Don Braulio, doña Tana… por favor, tengamos un poco de calma… ¿Acaso tiene usted otra teoría, señora?
—Yo soy el forense de esta plaza.
Don Jaime despachó a los alumnos de anatomía, pero Tana les obligó a quedarse.
—No, no, caballeros, quédense que aprenderán algo. Sí, señor Sarriá, tengo otra teoría… Tomemos primero las costillas del finado. No hay ninguna rota, ni siquiera se ven luxadas. El primer signo que se aprecia en un cuerpo aplastado es precisamente… aplastamiento. Las costillas de este hombre están íntegras, sus pulmones no han sido perforados, el bazo y el hígado, sin hematomas o sangría. ¿Dónde ve usted la agresión mortal del carro?
—Hay daños en todos esos órganos.
—No señor, no los hay. Tomemos ahora los pulmones. ¿Aprecian estas pequeñas manchas rojizas? Algunas son del tamaño de una lenteja… ¿Saben ustedes, caballeros, qué denotan?
Nadie contestó. El forense lo hizo por ella.
—Señora… esas manchas rojas… son…
—La palabra que busca es esquimosis.
—Como lo quiera llamar… La cuestión es que son perfectamente normales. Cuando uno tiene un carro encima, resulta imposible respirar y esas hemorragias surgen de la asfixia…
—¡Ahá! ¿Entonces ha muerto aplastado o ha muerto asfixiado?
—Ha muerto porque lo atropelló su carro. Punto y final. Señores, clase de patología terminada. Señora, tenga usted un buen día.
El forense tapó el cadáver con una sábana, echándolos a todos de allí con una mirada.
—Solo una última pregunta, don Braulio —dijo Tana—. ¿Han lavado el cadáver o estaba así de limpio cuando lo encontraron?
—Estaba limpio y con este mismo aroma a ron.
—Gracias.
—No hay de qué. Y señora…
—¿Sí?
—No creo que su marido aprecie que quiera usted hacer mi trabajo y, por ende, el suyo. Haría bien don Carlos en procurarse una secretaria más humilde y pudibunda… o no le auguro nada bueno a su matrimonio.
—A mi marido le encantará que le dé usted mismo esos consejos, doctor, aunque, si hace sus diagnósticos maritales igual que sus autopsias, no creo que tengamos de qué preocuparnos.
Tana se marchó de allí, dejando impresionado a Sarriá, furioso al forense y sonrientes y deseando correr la voz de lo sucedido a los estudiantes de anatomía de Palma de Mallorca.
Sarriá la encontró paseando furiosa, calle arriba, calle abajo. Cada día que pasaba le gustaba más la mujer del forense. Era inteligente, atractiva y tenía un carácter de mil demonios que a duras penas sabía contener. Por este motivo la cirujana era humana, fuerte y débil. Jaime miró a Tana durante un rato, estudiando sus movimientos, tratando de resolver sus misterios, esperando a que se calmara mientras se preguntaba qué secretos guardaba en esa interesante cabeza sin sombrero. Cuando ella le vio, Jaime por un instante pensó que iba a rugir y la miró como cuando se preparaba para cazar una racha de viento del oeste con la vela del balandro. Pero el viento figurado se detuvo y Tana enseguida suavizó el gesto.
—¿Me llevaría usted al lugar donde encontraron al carbonero?
—Por eso la buscaba, señora. Mi coche nos espera.
Prihuelas llegó raudo con una calesita a la que subieron los dos. En cinco minutos estaban en un callejón cercano a la muralla. Un barrio de casas pobres, anchos aleros, fachadas de estuco, cacareos, pequeñas ventanas, voces roncas, zaguanes sombríos, llantos de leche, calles de tierra, de barro, de cieno. Tana identificó las roderas del carro del carbonero impresas en el terreno.
—Tenemos suerte de que ayer lloviera toda la mañana y de que luego luciera el sol el resto del día. Hay muchas huellas secas.
—¿Suerte? ¡Esto es un mapa de lo sucedido! —dijo Tana feliz—. Miren, caballeros, hasta aquí arrastraron su cuerpo. ¿Ven estas huellas profundas, pequeñas? Son de un pie descalzo, de mujer…
—Parecen de una niña.
—Son de mujer, una chica grande, de envergadura, pesada… con pies muy pequeños.
—¿Desde dónde lo arrastraron?
—Difícil decirlo… Por desgracia el resto de la calle está adoquinada y las huellas comienzan aquí… Pero se me ocurre que podemos hacer un experimento… Yo soy mujer, alta y fuerte y tenemos un hombre de la estatura y peso del carbonero… Todo me indica que la muchacha se deshizo del cadáver ella sola… quizá simplemente lo arrastró hasta que no pudo más, lo más lejos posible del lugar que podría comprometerla… ¿Prihuelas?
—A sus órdenes, señora, ¿qué debo hacer? —dijo Prihuelas.
—Túmbese, que le voy a arrastrar.
—No, señora, no puedo permitir que usted me arrastre… se va a hacer daño.
—Vamos allá, hombre. Yo soy valiente, no sea usted cobarde.
A regañadientes, Prihuelas se tumbó en el suelo, boca arriba, y Tana le cogió de las manos. Empezó a arrastrarlo en dirección contraria a la muralla que cerraba el callejón. Don Jaime Sarriá observaba la operación con una mezcla de interés, diversión y ternura.
—Señora… que me va a arrancar usted los brazos… —decía Prihuelas.
—Es usted un cadáver, no me distraiga…
Al cabo de mucho esfuerzo, Tana se detuvo exhausta. Lo había arrastrado unos diez metros. Miró a su derecha. Un portal estaba abierto. Como todos los demás, era oscuro, a pesar de que en su interior se vislumbraba un amplio patio. En las corralas, balcones añadidos, vivían dos o tres familias más de lo que sería deseable. Desde el zaguán llegaba un hedor a col mezclado con otro aroma conocido. El mismo olor del que Tana se había impregnado en su viaje por mar del Perú a Inglaterra, rodeada de hombres, mujeres de mala vida y marineros. El licor de vagabundo que destilan las vísceras del ser humano.
—Si quieren saber cómo murió el carbonero, es aquí donde hay que indagar. Imagino que en un lupanar. Ahora, si no les importa, necesito ir a mi casa a por la cera para sacar moldes de esas magníficas huellas.
—No sé si merece la pena perder tanto tiempo con este asunto —dijo Sarriá.
—¿Perdón?
—Señora… según el forense, no murió asesinado.
—Murió sofocado…
—Por su carro…
—Don Braulio es imbécil.
—Lo sé.
—¿Y aun así le cree?
—Yo la creo a usted, pero no es cuestión de lo que yo piense, sino de las pruebas que se puedan presentar ante el juez. No tiene mucho sentido buscar a un asesino si oficialmente no ha habido un crimen.
—¿Pero quién manda en estas cuestiones, usted o él?
—No me haría esa pregunta si conociera las influencias que tiene. Hoy se ha hecho usted un buen enemigo.
—¿Por qué me ha traído aquí, entonces? ¿Para qué me ha hecho arrastrar a Prihuelas?
—Eso, ¿para qué? —dijo Prihuelas apoyándola.
—Puedo darle una respuesta muy larga y otra muy corta.
—La corta, siempre la corta —dijo ella.
—Para complacerla.
—Ya. Bueno, haga lo que quiera. Yo de todas maneras voy a sacar unos moldes de ese lindo pie de mujer. La que arrastró el cadáver. La que lo asesinó.
—¿Se enfada usted conmigo?
—Me complace poco un policía que está más preocupado de complacerme a mí que de hacer justicia. Pero enfadarme… No. Yo me enciendo, pero nunca me enfado. ¡Buenas tardes, caballeros!
Tana se marchó caminando. Los policías resoplaron. Nunca habían visto una mujer con tanto carácter.
—Debí darle la respuesta larga. ¿Qué te parece, Prihuelas?
—Se me ocurre un epigrama, señor.
—Pues si viene al caso, no te lo dejes dentro.
—«Disculpa, César, estas improvisaciones. No merece desagradarte quien tiene prisa por agradarte…».
Don Jaime le miró curioso:
—¿Tanto se me nota que quiero agradarla?
—Lo noto yo, que soy un astuto policía —dijo Prihuelas.
Sarriá alzó una ceja, asintió, se quedó pensativo y dijo:
—Hummm… Virgilio no es hombre de epigramas. ¿Catulo?
—No, señor, es Marcial.
—Ah, un poeta perfecto para militares y policías.
—Y además español, de Tarragona.
Complacido, Sarriá asintió y, después, ambos se adentraron en el zaguán señalado por la cirujana, a ver qué más podían averiguar… aunque don Jaime sabía más que de sobra quién era la gorda de pie pequeño que allí vivía.
Me encontraba en el jabeque a Palma. Mientras veía alejarse la costa, las casas se difuminaban con el paisaje y las olas ahogaban los recuerdos de las voces del puerto, me forcé a revivir cada detalle del día en que aposté mi brazo al destino. No creo en las casualidades. No es posible que horas antes de ser fusilado una explosión hubiese abierto los muros de mi cárcel y que la brisa me invitase a escapar, recordándome con sus fríos bisbiseos aquel juramento y que haya alguien en la tierra que a esto le llame casualidad. Y si aun por esas, todo es casual, no es posible que exista el hombre que se dé media vuelta, ignorando el instante. Aquella brisa, suave, fresca y oportuna que entró por los muros rotos del calabozo parecía decir en tono de regañina: «¿Pero no lo ves? ¿Qué tengo que hacer? Te mandé la estampita de San Roque, te abro los muros de la cárcel. Deja ya de fastidiar. No puedes morirte aún porque te queda una cuenta que saldar. Juraste ayudar a don Cayetano de Nácar con este brazo que él salvó. El general te dijo antes de morir que era inocente y que él había recibido un saco de oro por callar la verdad. ¿Todavía no entiendes, majadero, que has de ir a Palma y resolver el crimen de los Nácar?». Esto me dijo la brisa, o yo lo entendí así. Por eso me agarré a las crines de la casualidad o del destino, requisé la ropa tendida en una granja, caminé hasta una venta, confisqué un caballo, me vestí de caballero en Zaragoza, viajé con elegancia hasta Barcelona y aquí estoy. Surcando un trozo de Mediterráneo.
Era de mañana. Todos dormían en el jabeque, mareados por la resaca de la noche anterior. Tres niños jugaban en cubierta a enterrarse entre maromas. Un ama vieja derrotada por las olas, de cuando en cuando, se levantaba de su banco a echar las asaduras por la borda. Mientras se deshacía en arcadas, yo disfrutaba de la frescura de las risas infantiles y me esforzaba por recordar mi apuesta, veinte años atrás. Fue tras la catástrofe castrense de Chacabuco. La gran victoria de San Martín, general argentino y viejo camarada. Aquel soldado y caballero que por ironías del destino había sido mi compañero de armas en Bailén. Rebusqué en el petate, abrí el cuaderno correspondiente. Eran las primeras hojas de mi primer diario. Palabras escritas con olor a celda en el uniforme, horas después del intercambio de prisioneros que tras Chacabuco me llevó a luchar de nuevo por el rey, esta vez en Perú.
Batalla de Chacabuco. Chile. 1817. Nuestro ejército, derrotado. Sangradores, barberos, mujeres, saqueadores, enterradores, frailes y soldados trabajaban arduamente en el campo de batalla mientras yo le ofrecía la mano, sin ningún afán, a un cirujano español que trabajaba a destajo, ensangrentado hasta los codos, entre tajo y tajo, amputando miembros y mandando amigos a enterrar.
Este hombre singular tenía un rostro imposible de olvidar: noble, anguloso, de nariz afilada, ojos azules, robusto, cínico, bregado. Era uno de esos tipos que de muchachos se hacen con todas las doncellas y de maduros con todas las casadas. Lo pienso hoy y es como vivirlo… aunque el trance tampoco era como para que no lo viva siempre, al recordarlo. Como digo, el cirujano tenía agarrada mi mano y se proponía cortar. El dolor era verdaderamente sordo, que es como sentir el corazón en el brazo. Mientras él estudiaba los destrozos de tres sablazos criollos, yo miraba sus herramientas de cirugía. Los mangos eran de nácar. Las piezas de acero brillaban afiladas y pensé que eran bellas; bisturí, escalpelo, tres serruchos, un hacha, tijeras curvas y llanas, alicates, pinzas, punzones, aguja y sedal. Tras meditarlo mucho, pues en estos trances cualquier amago de aprensión es una afrenta, me decidí a hablar. Sospechaba que en alguna parte había de estar la frase mágica, esa palabra, el guiño que me permitiría conservar mi querida extremidad:
—Cachas de nácar… buena señal. Se conoce al artesano por sus herramientas…
El cirujano manoseaba mi mano como una improbable pitonisa, buscando información en el color de las uñas, tomando siniestras decisiones, recorriendo venas cortadas.
—Y se conoce al caballero por sus uñas y sus manos… —me dijo disimulando sus tajantes intenciones.
—Garamande, el corneta, dice que usted le quitó el apéndice cuando era niño… ¿Es verdad?
Acerté con mi andanada, pues al oír el nombre de un paisano suyo, su rostro cambió. Alguien me pasó una botella de ron.
—Garamande sigue siendo un niño. ¿Está vivo, el muy pillo?
Bebí un tercio de botella. Asentí. Seguía sin mirarme.
—La corneta está destrozada, pero él, ni un rasguño. El chaval jura que si alguien puede salvar mi brazo es usted.
Apuntó con un movimiento de cabeza hacia la masacre.
—Hay que amputar, comandante. Usted necesitaría un milagro y hoy no tengo tiempo de hacerlos.
Yo, que no me arredro ante el primer revés, me dije: «Es sarcástico, por el humor me lo gano».
El guapo cirujano palpó el hueso, dudó de la herramienta…
—Yo de usted cogería otro serrucho —le dije—. Soy un hombre muy duro.
Sonrió al fin. Sentadas las bases, desplegué el plan.
—Hagamos un trato, cirujano ¿qué le parece si escribimos una de esas memorables escenas del destino que se cuentan al amor de la lumbre en la vejez? Yo con mis cicatrices sobre el brazo, usted con sus cachas de nácar…
Amplió la sonrisa, pero ni por esas me miró a los ojos, y las cerraduras del corazón están en la mirada.
—Ya había oído hablar de usted —me dijo—. Garamande asegura que siempre está de buen humor y que sus hombres le seguirían al infierno… a juzgar por las circunstancias, no miente. Es el comandante Mayor y Sans… ¿me equivoco?
—Sí, señor, ese soy yo. Disculpe que no me haya presentado, pero es que si le doy la mano, usted se queda con el brazo.
El cirujano soltó una carcajada, me miró y palmeó mi hombro sano. Había encontrado la llave a su corazón y abrir brecha es media batalla ganada. Seguí con mi estrategia.
—Escuche mi propuesta. Solo tiene que poner sobre la mesa el talento médico que los dos sabemos que tiene. A cambio, yo le juro sobre el sepulcro de san Francisco Javier que usaré este brazo para salvarle la vida cuando el destino lo decida. ¿A que es tentador? Vamos, cirujano… Pídame lo que quiera, algo imposible, y yo lo cumpliré por usted con mi mano, con esta, la misma que ya ha condenado.
—¿Pretende convocar al destino?
—No menosprecie las vueltas que dará la vida, o mejor dicho, las vueltas que dará este brazo.
El de los serruchos volvió a sonreír pero tomó en su mano una suerte de cuchillo albaceteño que daba grima.
—Es usted gallardo e inteligente, pero hasta aquí hemos llegado. Habla usted demasiado.
—¿También va a cortarme la lengua?
Rio de nuevo y tuvo que bajar la navaja. Mi brazo se alegró de esta nueva tregua y yo también. Cuando se le pasó la risa me dijo, no sin tristeza:
—Lo siento, pero nadie puede salvarme, comandante. Hace mucho que me condené… O que me condenaron.
—Ah —le dije—, luego hay condena… pues su condena es mi esperanza.
—Mi redención no vale su brazo.
—¿No lo ve? Estamos predestinados.
—Si fuera tan fácil cambiar la fortuna de un hombre…
—Fácil no es, hay que hallar la ocasión y, además, hay que saber. Pero déjeme a mí el destino y encárguese usted del milagro.
Cuando levantó la vista esta vez, supe que me lo había ganado.
—¿A qué tanto empeño? ¿Acaso lo necesita para enamorar a una mujer? No merecen la pena, se lo aseguro.
—No, no, no… Nada de mujeres. Esto es muy serio —dije borrando el humor de mi rostro—. Lo necesito para volver a España, y el día que él me perdone poder abrazar a mi hermano.
El cirujano se quedó paralizado. Hablamos con el silencio y por primera vez me di cuenta de por qué eran tan raros sus ojos. Uno era del color del cielo y el otro del color del mar. Fue como mirar al horizonte de mi querida San Sebastián. De pronto guardó su filo y escogió el sedal.
—En ese caso, comandante, acepto el trato. Voy a apostar mi salvación… a su brazo.
Tres días después, yo aún tenía dos brazos, dos piernas y suficiente opio en el zurrón como para ir flotando hasta Santiago de Chile. Avanzábamos en retaguardia, cientos de prisioneros heridos, marchando a tres columnas. A mi lado caminaba el amigo Garamande, el joven corneta mallorquín. El doctor viajaba sobre un caballo blanco manchado de sangre. Se alzaba noble, sucio y digno, a la cabeza de la nube de polvo que levantaba la infantería. La tropa le respetaba, le adoraba. Junto a él cabalgaba el mismísimo O’Higgins, general chileno y vencedor, haciéndose las cuentas del futuro de un país hermoso. Recordé los relucientes bisturís del galeno, de los que jamás se separaba, y sus cachas de nácar irisadas. Estuve seguro de que un día emplearía este mismo brazo que él había respetado para ayudarlo.
—O’Higgins le ha convertido en su cirujano personal y él va a quedarse a su lado a cambio de que le deje atender a los prisioneros españoles —me dijo Garamande.
—Un gesto noble que le puede costar la horca por unirse al enemigo —repliqué.
—Al buen doctor, la horca le debe de dar muy poco miedo.
—¿Cuál es su historia?
—No sé…
—Ese hombre tiene una historia y tú la conoces. Los dos sois mallorquines.
—No se preocupe de eso, mi comandante, el doctor no le salvó el brazo para que usted lo ayude…
—Entonces, estoy en lo cierto… Necesita ayuda…
—No hay redención para él.
—Quiero la historia, Garamande.
—Mató a su familia entera: su mujer, su hija y su hermano…
—¿El buen cirujano, un asesino? No puede ser.
—Nadie podía creerlo de una persona tan noble, pero así fue. Los Caín y Abel de Pollença, los llamaban.
—¿Y bien…?
—Pasó hace unos tres años. La mala pécora de su mujer se metió en la cama de su hermano Abel. Cayo, que así llamaban a este «Caín» desde niño, los pilló juntos, enloqueció y, zas, los mató a los dos.
—Hasta cierto punto, es comprensible…
—Ya, pero es que la hija de ambos estaba en la habitación de atrás y, en su rabia, también acuchilló a la niña. Luego, en una especie de loco frenesí, tiró los tres cuerpos al mar. La pequeña tenía seis años.
—Qué barbaridad…
—Una matanza. Pero no para ahí la cosa. En mitad del juicio, reapareció el hermano para contar lo sucedido. No tuvo que esforzarse en convencer al juez y a toda Mallorca de que debían ahorcarlo.
—¿El hermano asesinado volvió de entre los muertos?
—El mismo.
—¿Cubierto con sábanas? ¿Arrastrando cadenas?
—Casi. Llegó como llegan los fantasmas de las tragedias, pero sin hablar en verso.
—Pues será que estaba vivo…
—Y coleando. Cuando su hermano lo arrojó al mar, el agua le despertó y nadó y nadó hasta que lo salvó un barco…
—Y al cirujano lo condenaron a muerte…
—Eso es. Pero el abogado de Cayo siguió tirando de este hilo y de aquel, cosiendo bodoques legales con virtuosa vocación, y después de un par de años entre rejas se consideró que siendo cirujano, y de categoría, no sería mala cosa mandarlo a las guerras de las colonias y dejar su destino en manos de Dios y de los cañonazos chilenos. Y aquí lo tenemos, salvando piernas, brazos y cabezas por amor al arte.
—¿Y cómo se llama?
—Nácar. Como las cachas de sus cuchillos. Doctor don Cayetano de Nácar.
—Menuda historia.
—Menuda.
—¿Y dices que todo eso sucedió en Mallorca?
—En Mallorca.
—¿Mallorca reino, isla o ciudad?
—Ciudad. Sucedió en la ciudad de Palma. Palma de Mallorca. En una gran casa junto al mar.
Dos relámpagos me devolvieron al presente. Dejé de leer y guardé mis diarios. La tormenta estaba encima, pero pronto llegaríamos a la rada. Me dije que en cuestión de horas visitaría por mis propios medios el escenario de aquella antigua matanza.
Tana trabajaba en el laboratorio. Metió su molde de cera de la huella hallada en el barro en una cubeta con yeso. Como siempre, la mar de oportuna, entró Rosa anunciando a don Gabriel. Este era aquel inquilino tísico del que le había hablado el carbonero. Venía a conocerla y presentarle sus respetos.
—Gracias, Rosa. Dile que venga a verme aquí… como ves, estoy con las manos en la masa.
—Sí, señora.
Al poco, llegaron las toses de don Gabriel. Segundos después, entró un joven terriblemente delgado, profundamente elegante.
—Señora… Es un verdadero placer conocerla.
—Don Gabriel… Qué chocante me resulta ver que es usted tan joven…
—No más joven que usted… Qué interesante, ¿prepara un experimento?
—El molde de escayola de una huella.
—¿La huella de un criminal?
—Sí.
—¿Del ladrón que le robó la plata a…?
—No. Es el pie de la mujer que asesinó a nuestro querido carbonero.
—Ah, sí, qué desgracia. Era un tipo muy ameno.
—Bien, esto ya está. Ahora hay que dejarlo secar.
—¿Es como un molde a la cera perdida?
—Igual. Luego lo pondré al calor. Se derrite la cera y queda la impronta en escayola de la huella que hallé en el barro. El pie que encaje en este molde será el de nuestra asesina.
—La cenicienta criminal…
—Exacto. Me dijo nuestro difunto amigo que a usted le gusta la… ¿jardinería?
—Nooo… Ni mucho menos. Mi padre era boticario y yo soy botánico.
—¿Qué me dice?
—Me interesan las especies de Mallorca y todas aquellas plantas del mundo que por sus propiedades resultan medicinales, o venenosas, o purgantes.
—¿Y algo me contó de que va a menudo a Valldemossa?
—Es allí, en el antiguo huerto de los monjes, donde hago crecer mis ejemplares. Unas setecientas especies.
—Oh, pero esto es terriblemente interesante… debe llevarme un día…
—Con sumo placer, si quiere…
En ese momento unos gritos interrumpieron la conversación. Era Rosa. Gabriel contuvo la tos.
—Qué pesada es esta chica… espero que no me venga con otra historia de fantasmas…
Pero el gesto de Rosa que irrumpió en la habitación sin llamar pronto le robó la sonrisa. Se trataba de algo real y serio.
—Ay, señora.
—¿Qué ha pasado?
—El jabeque. Llegó el jabeque de Barcelona…
—¿Don Carlos está aquí?
—No, señora.
—¿Y qué me importa el jabeque?
—Un incendio.
—¿Qué incendio?
—Cayeron las vergas y el velamen, en cubierta.
—¿Hay heridos?
—Hay muertos.
—¿Y mi marido?
—¡Ay, señora!
De camino al Hospital General, Tana fue informada de lo sucedido por el mozo que les trajo la noticia. Un incendio se había desatado en el jabeque. El palo de mesana cayó sobre dos hombres que trataban de poner a salvo a dos niños. Uno de ellos murió y don Carlos, su marido, estaba gravemente herido.
El cirujano Alberto Echagüe puso a Tana al corriente de las heridas sufridas por don Carlos. El golpe le había producido fractura de cráneo y no solo estaba grave, sino que no había esperanza de salvarlo.
—Quiero verlo.
—Está… en muy mal estado… señora…
—Soy doctora en medicina.
Alberto Echagüe tardó en comprender sus palabras. Todos en la isla pensaban que Tana era una ayudante, una suerte de secretaria y esposa que a fuerza de trabajar con su marido manejaba la jerga de los galenos. Cuando reaccionó, Echagüe la llevó raudo al quirófano donde Carlos agonizaba. Su rostro, irreconocible, estaba deformado por la hinchazón. Tenía una ceja partida, la cara amoratada. En los ojos hundidos se percibía esa mirada agónica que tan bien conocen los médicos y que anuncia la muerte. Mientras Tana se ataba el mandil de cirujano, dijo:
—Antes mentí, don Alberto. En realidad, no soy solo doctora en medicina. Sobre todo… Soy cirujana.
Echagüe le mostró la hendidura del cráneo y sus hallazgos. Según él, la dura mater, que es la membrana que cubre a modo de forro el hueso del cráneo, se había separado de su lugar. Este tipo de heridas son siempre, indefectiblemente, mortales de necesidad. Tana estuvo de acuerdo en todo excepto en la mortalidad de la herida. Aseguró que no estando afectada aún la pia mater, que es la membrana más interna del cerebro, había una esperanza, y a esa única idea de salvación, peligrosa, sí, arriesgada, está claro… debían aferrarse.
En muy pocas palabras, Tana explicó que debía trepanar la cabeza de don Carlos con el fin de revertir la presión que ejercía la hemorragia sobre el cerebro. Don Alberto no estaba de acuerdo en realizar la operación. Ella insistió. No había tiempo que perder. Debía perforar el hueso del cráneo con un berbiquí para dejar brotar la sangre que se acumulaba entre membranas antes de que afectase a la pia mater y al cerebro en su conjunto. Su marido agonizaba.
—Si no muere en mis manos, lo matará la meningitis —dijo Echagüe—. Lo siento, señora, no apostaré mi reputación a una causa perdida.
—El día en que los médicos dejen de apostar, comenzarán a salvar vidas.
—Señora…
—No, tranquilo. Entiendo su pavor a matar a un forense. Yo lo haré. Será mi inexistente reputación la que apostaremos, solo le pido que me asista.
—No servirá de nada.
—La nada ya la tenemos. No discutamos.
Tana puso sobre la mesa su maletín de cirugía. Echagüe fue deslumbrado por un instrumental de pulido acero con cachas de nácar. No había duda. Era mujer y también cirujana.
—Lo salvaré —dijo Tana mirándolo a los ojos. Echagüe tembló por dentro. Nunca había visto tanta confianza. La confianza era de color azul intenso. Se sintió celoso del moribundo y dudó de su propio diagnóstico.
Mientras la cirujana perforaba el duro hueso, se corrió la voz en el hospital de que había una mujer en el quirófano. Como era costumbre en este tipo de operaciones, comenzó a llegar el público al anfiteatro. Desde la parte más alta de la sala que en tiempos de la vieja escuela había servido de aula de cirugía, los estudiantes a sangradores, médicos y demás curiosos observaban cada movimiento y gesto de la señora. Echagüe asistía cambiando la broca del berbiquí, usando vendas empapadoras, separando con las pinzas el cuero cabelludo, tratando de salvar lo que para él era insalvable y, sin embargo, contagiándose del entusiasmo de la dama.
Ahora, aquí tendido en mi encierro en Valldemossa, pienso en ella y me pregunto si la confianza es la madre de todos los milagros. No existe el talento sin confianza, confianza en la ciencia, la sabiduría y la habilidad manual. Con duda, con miedo, no hay talento. Tana es temeraria, valiente y confía en su habilidad más que en el amor, las personas o el pasado. Confía ciegamente en la ayuda de veinte muertas del Perú. Pone todo el peso de su alma en eso que le apasiona. Tana salva vidas y las salva muy bien, pues las salva como si su propia vida dependiera de ello.
Cuando terminó de taladrar el hueso, dijo:
—Hágase a un lado, cirujano…
Echagüe obedeció sin saber qué iba a pasar y ella penetró con una larga aguja la dura mater. El finísimo chorro de sangre a presión inundó su mandil, las mangas del vestido y regó el pecho de Echagüe, que, ansioso por entender lo que estaba sucediendo, no se arredró y se acercó de nuevo a la herida, fascinado, como un paseante ante la vista de un maravilloso paisaje. Echagüe, que ni extasiado por un nuevo descubrimiento perdía comba, limpió la herida. Dejaron que drenara durante un minuto. En las gradas, los mirones contenían la respiración. Hubo quien trajo prismáticos de la ópera y unos a otros se los pasaban para no perder detalle. Cuando Tana estuvo satisfecha con que la hemorragia subdural había cesado, aplicó resina de Kios y un vendaje que cubriera el agujero del cráneo.
—Hay que hacer dos curas, mañana y noche, pero nunca vendarlo con firmeza. Debe supurar. No le encargue esto a una monja. Hágalo usted, don Alberto. Si los humores no salen, todo habrá sido en vano. Y nada de sanguijuelas ni cataplasmas, ni tonterías.
—Sí, señora. ¿Y si hay fiebre?
—No habrá fiebre.
—Doña Tana, lo haré, se lo prometo pero… no debe tener esperanzas. Es probable que don Carlos no vuelva a despertar…
—Es probable, pero si queremos milagros no podemos dejárselos a Dios.
Echagüe sonrió. «¡Qué mujer!», pensó.
—Cuide de mi marido. Volveré en un par de horas.
Al abrir la puerta del quirófano, Tana se halló envuelta en una horda de médicos y estudiantes que se apretaban contra las paredes y los cristales de la sala. La miraban fijamente, sin hablar, admirados, curiosos, bloqueándole la salida. Ella contuvo el deseo de salir corriendo. Nada le daba más miedo que una habitación llena de médicos. Necesitaba aire, cielo, el sonido del mar. Se recompuso lo bastante como para poder fingir indiferencia, aunque se aferraba a la cruz de plata que colgaba de su cuello en busca de seguridad.
—¿Qué ocurre, caballeros? ¿Nunca han visto una trepanación? Ya ven que es una cuestión de pulso, paciencia y confianza.
Los hombres se hicieron a un lado. Tana, cubierta de la sangre de su marido, salió a la calle a respirar.
Se encerró en Can Belfort durante horas. Iba y venía de una habitación a otra mirándose en los espejos, encendiendo velas, mandándolas apagar. Logró ponerse al día con la Gaceta Médica de Madrid. Leyó varios casos de extirpación de testículos con tumores cancerosos o sobre las nuevas investigaciones de las virtudes de la belladona para expulsar los cálculos de riñón. No quiso asomarse a la ventana, ni sacar su catalejo y ver los barcos pasar. Si iba a perderlo todo debía asumir que nunca más tendría esa preciosa vista de la bahía. Vivía de prestado. Sin Carlos, nada tenía sentido. Él era el forense de Palma y ella… nadie. Una ayudante sin mentor. La doctora sin clientela. Can Belfort no existía. Le pertenecía al Banco de Comercio, prestamista de la hipoteca. Los ahorros de su vida estaban invertidos en el laboratorio. Mil ochocientos reales de láminas, una máquina de Marsh, dos microscopios, suscripciones a las publicaciones más importantes, dos balanzas de precisión, su completa biblioteca, Eva: una carísima escultura de cera de tamaño natural con todos sus órganos, bazo, páncreas, intestinos, corazón, pulmones, hígado, útero, riñones. Elementos químicos, minerales, mercurio, yodo, sal, tubos de ensayo, pipetas, mecheros, placas de cristal para estudiar esporas y mohos, su pasatiempo favorito… cosas inservibles, inútiles para nadie excepto ella. Alberto Echagüe estaba en lo cierto. Solo un prodigio podría salvar estos últimos ocho años de crímenes resueltos, asesinos entre rejas, respeto profesional, pasión y justicia. Doce años de estudio era decir poco. Lo suyo había sido un duro entrenamiento. A veces sentía como si hubiera atravesado a nado el océano con un cubo atado a la espalda. Desde que se casó con Carlos, alguien había desatado el cubo y ahora, más que nadar, volaba empujada por el viento. Sin él… todo se detenía. Tana caía al suelo. Se rompía en pedazos y despertaba de su sueño.
Sacó la maleta de cuero negra. El baúl de sus recuerdos. Abrió los duros correajes. De entre todos los tesoros que allí guardaba, escogió el saquito de cuero en el que una vez sus profesoras guardaron cien doblones de oro. Los mismos que Tana empleó en su educación. Sacudió el contenido sobre su falda. Veinte cruces cayeron en el regazo. Le reconfortaba mirar las veinte con sus veinte cadenas. Relucían a la luz de las velas. Las cruces de sus queridas profesoras, de sus muertas huérfanas. El recuerdo constante de que existieron. No las soñó. No las soñó aunque fue en otra vida, quince años ya. El comandante y ella las enterraron en una tarde calurosa. Yacían bajo tierra en los jardines de la misión en Perú. Pasaron cinco horas hombro con hombro, cavando. Ella bebió de su cantimplora. Él le dijo: «Los muertos son los peldaños que utilizamos para asomarnos al otro lado del horizonte». Los muertos, sus anhelos y sus cruces, pensó. El tacto de las cadenas era reconfortante. Las calentó con sus manos. Las había de plata —como la que ella misma llevaba siempre al cuello—, de oro, caladas, adornadas con piedras diminutas, esmaltadas. Las cruces de las niñas huérfanas de grandes fortunas y muy mala suerte. Muchachas ricas y solas porque sus familias habían muerto a causa de la guerra, la viruela, el cólera o la peste. Tana aún se sentía culpable de haber salvado la vida. Todavía soñaba por las noches que seguía en la misión de San Claudio y que el día de la matanza era el sueño. Se miró en el espejo como para comprobar que su cuello estaba intacto. ¿Por qué seguía viva cuando debía estar del otro lado? ¿Por qué murieron todas menos ella? Tenía que haber una razón. Para que hiciera algo útil, especial, diferente con su vida… como sugirió el comandante. No había otra explicación.
Tana salió de casa. Paseó por Palma y se encontró con una fiesta de calle. Las mujeres estaban sentadas en hileras de sillas que habían sacado a la puerta de sus casas. Las calles en la noche se iluminaban con quinqués de reverbero. Era después del toque de «la queda», el tradicional seny del lladre que marcaba el reloj d’en Figuera, pero nadie tenía prisa por recogerse. A las diez de la noche, la fiesta no había hecho más que comenzar. Al fondo se alzaba el tablado con los músicos. Los hombres paseaban como gallos lustrosos, luciendo afeitados y chaquetas nuevas, al son de la orquesta, repartiendo almendras aquí y allá. Los mozos más jóvenes le hacían la visita a las chicas que les gustaban y se sentaban con ellas. Cruzaban frases triviales de profundos significados amatorios. De los balcones colgaban blasones, encajes y banderas españolas. Sintió que todos la miraban. Era verdad. Se paseaba por el centro de la calle como un hombre. Una señora estaría sentada. ¿Qué era ella? Una mujer que no encajaba en ninguna parte.
Echagüe tenía razón. Era un médico hábil e inteligente. Lo más probable es que Carlos no volviera a abrir los ojos. Esa noche moriría. Ni siquiera había tenido el valor de darle un beso. Ensangrentado, sucio, deformado por los terribles, nefastos golpes en la cabeza y sin nadie que le quisiera de verdad. Tana le quería pero no le amaba. Hizo lo posible por salvarlo, quizá llevada por la culpa. Carlos no era fuerte. Los años de licor y desenfreno pasarían al cobro. Trató de borrarlo de sus pensamientos. No pudo. Hizo memoria. Quería recordar la última vez que se habían besado. No fue capaz. Intentó imaginar cuándo había abrazado a un ser humano por última vez y se dijo que solo la querían los muertos. Tana no pudo más, volvió a Can Belfort. Subió a su alcoba, abrió las ventanas, respiró un golpe de viento con sabor a mar. Se aferró a su cruz labrada. ¿Por qué tuvo que marcharse de Barcelona? Allí era respetada. En Barcelona había mucho que hacer. ¿Por qué había sentido ese impulso de venir a Palma? ¿Estaría equivocada? ¿Sería verdad que pasó su infancia mirando estas mismas olas, los acantilados abruptos de Mallorca? No sabía si buscaba su infancia o, realmente, soñaba despierta un sueño más. Esta y otras cosas oscuras pensaba cuando lo vio surcando las aguas.
Era el balandro de velas rojas y madera rubia de Jaime Sarriá. Se dirigía a poniente, de vuelta de alguna correría. Tana lo observó por el catalejo de su comandante. Se acercaba inexorablemente a ella. Pretendía cazar las rachas de viento cercanas a la costa. Soplaba una brisa muy débil y el balandro surcaba la bahía lentamente. Las velas rojas, desteñidas en tonos ocres y oxidados, parecían sacadas de un paisaje veneciano, de un lienzo de Canaletto. La proa separaba en dos partes las aguas tranquilas, con la misma melancolía de los ojos de su dueño. Tana no podía dejar de mirarlo. Sarriá y su camisa blanca de navegante formaban un atractivo misterio. Se dijo que amaba los misterios. Pensó en su soledad y en su marido moribundo y por un instante imaginó que el policía tenía las respuestas a esas preguntas que ella no sabía contestar: ¿qué es el amor? El amor verdadero. ¿Existe solo en la imaginación? ¿Qué hay que hacer para probarlo? Y más importante aún, ¿qué cerrojos hay que descorrer para ser capaz de querer? Inesperadamente, Sarriá la miró y Tana se ruborizó. Él la saludó con la mano en un gesto corto, elegante. Ella sostuvo su mirada desde la ventana. Lo tenía realmente cerca y era completamente inalcanzable. Tana levantó su mano en respuesta al saludo y él sonrió con esa boca sincera que siempre sorprendía, iluminando Can Belfort. Tana tuvo que apartarse unos pasos hacia atrás, pues su corazón comenzó a latir de la misma forma en que lo hizo aquella vez, hace tantos años, cavando junto a un comandante. A Tana le faltó el aire y se tuvo que sentar.
Doña Marta Belfort miraba a su hijo Sebastián fijamente. Había entendido lo que el joven marqués acababa de decirle pero no era capaz de añadir nada digno del momento. Marcela, impaciente, quiso zarandearla para sacudirle las palabras como cuando era niña y agitaba el ciruelo del huerto porque no llegaba a alcanzar la fruta madura.
—¿No vas a decir nada?
—Estoy tratando de escoger la frase más adecuada. No quiero decir algo hiriente —replicó doña Marta.
—Puedes decir que te alegras por nosotros —dijo Sebastián.
—Decir eso sería una estupidez, y además, mentira. Vaya. ¿Lo veis? Ya he dicho algo hiriente.
El hijo de la marquesa era un muchacho muy agradable de aspecto, de pelo ni claro ni oscuro, algo afrancesado en la pose y la indolencia, vestido a la última moda. Su piel blanca, tersa, parecía esculpida en jabón. Tenía color en la cara, rasgos anticuados, nobles, no del todo agraciados pero bastante interesantes. Según le diera la luz, parecía un personaje escapado de un cuadro de Velázquez. Unas veces Baco, y otras el conde duque de Olivares. Por este parecido, a mucha gente le daba la sensación de que Sebastián se iba a echar de un momento a otro al campo con una escopeta, rodeado de conejos y damiselas sobre un caballo encabritado, para después largarse de francachela con un borracho o un enano, a ser posible desnudo y con una corona de flores por montera.
—Madre, adoro a Marcela.
—Yo también, querido. Ese es el problema. Casándote con ella, la vas a destruir.
—Es mi vida y nos queremos —dijo Marcela.
—¡Sois hermanos!
—Adoptivos…
—Nos amamos.
—Mentira. Lo vuestro no es ni amor fraternal. Marcela, esto es una maniobra para que Sebastián acceda a su herencia y solo Dios sabe qué medios ha empleado para convencerte.
—No tiene nada que ver con la herencia, madre. Estoy loco por ella. Nunca la he considerado una hermana, es cierto. Sí una amiga, una compañera y el roce hace el cariño y el cariño…
—¡¿Pero me tomáis por tonta?!
Marcela miraba a doña Marta en silencio. La estudiaba con ojos nuevos. Era cierto que Sebastián y ella nunca se habían querido ni bien ni mal, pero también lo era que si algún día la marquesa moría, Marcela no tendría nada. Absolutamente nada. Toda la herencia del marqués le pertenecía por derecho propio a su único hijo legítimo.
—Madre… cuando me adoptaste, ya eras viuda. Eso significa que no tengo dote. No tengo nada. Sebastián me ha pedido que le haga el honor de ser su esposa y he aceptado. No hay mucho más que decir.
—¡Hay un mundo que decir! Sebastián te dará una dote llegado el caso… Pretendientes no te faltan. No es necesario que hagáis esta pantomima. Ni os queréis, ni os convenís, ni voy a dar mi brazo a torcer. No tenéis mi consentimiento al enlace.
—No lo necesitamos.
—Eso lo veremos. Vaya que si lo veremos.
La marquesa mandó preparar el coche y se hizo llevar al bufete de su abogado. En pocas palabras le explicó al hombre de leyes que su hijo solo heredaría al cumplir los veinticuatro años o al casarse. Como para lo primero le quedaba un año, había, de alguna manera inexplicable, corrompido el espíritu de la decentísima Marcela para que accediera a la esperpéntica boda.
—Quiero detener ese enlace. Por suerte, entre capitulaciones, permiso por parentesco y otros requerimientos, no hay cura que los case en menos de tres o cuatro meses. ¿Será suficiente?
—Ya le dije hace tiempo, marquesa, que Sebastián está dando claros síntomas de locura. Sus dádivas, sus robos, los regalos afectuosos, esos enfados que a veces le poseen, sus cambios de humor, el fanatismo religioso, las reyertas en las tabernas, que se salte algunas leyes a la torera como ese tremendo asunto de cazar sin licencia que casi nos cuesta la cárcel el año pasado… Si lo llevamos a juicio es más que probable que consigamos incapacitarlo —resumió el abogado.
—Ya, ya… usted contésteme a lo que le he preguntado. ¿Podrá hacerlo en tres meses?
—Ufff… Creo que sí, pero saldrá caro.
—Tratando con jueces y abogados, lo daba por descontado. Haga lo que tenga que hacer. Presente la demanda correspondiente ante el juzgado. Si mi hijo está loco, ya es hora de hacerlo oficial.
—He de advertirle que… será un escándalo.
—Todo lo que merece la pena en esta vida es siempre un escándalo.
A las doce de la noche, llamaron fuerte a la aldaba. Rosa se disponía a atender a quien fuera, pero Tana quiso abrir en persona. Sospechaba que Carlos había muerto. Llegaba la temida noticia. Bajó las escaleras de piedra. Al pisar la arena de los peldaños recordó los pequeños zapatos azules de un pie infantil. Los mismos de esa niña que a veces soñaba haber sido en alguna parte de esta isla. Quizá no era un sueño. El gruñir de los granos de arena bajo las suelas la transportaba en el tiempo. Esto le daba miedo y su mente luchaba con su voluntad. Una por olvidar, la otra por destapar la caja de la memoria. Esta rara costumbre de poner arena en las escaleras de piedra solo la había visto en Mallorca. No se hacía en Valencia, ni en Barcelona y mucho menos en París o Bolonia. Era una arraigada tradición. Evitaba las marcas negras en la piedra clara que dejaban los betunes de los zapatos. Todas las casas ricas barrían la arena dos veces al día. Mañanas y tardes se esparcía una capa limpia. Tana llegó a la puerta de la calle. Abrió. Ante ella había un muchacho de no más de doce años. Sostenía una nota.
—¿Es del hospital?
—Sí, señora.
La cirujana contuvo la respiración.
Más que despertar, Carlos había renacido. A su lado, Echagüe terminaba la cura mientras le explicaba que nadie daba un real por su vida. El herido estaba desconcertado, dolorido, trepanado, mareado, hinchado y enfermo. Miraba al cirujano con los ojos achinados por la inflamación. Se llevó la mano al rostro tocándose la sutura de la ceja, las tablillas de la nariz, y entendió que estaba deformado.
—Estoy desfigurado…
—No está usted lo que se dice guapo, pero cuando baje la hinchazón en unos días, si no hay complicaciones… su rostro volverá a su estado normal.
—No recuerdo nada.
—Es lógico que se sienta desorientado, don Carlos. Lleva dos días inconsciente.
—¿Cómo me ha llamado?
—¿Tampoco recuerda su nombre? Mire… esta es su cartera, sus documentos, su reloj de oro…
Carlos abrió el reloj. Le recordó al que tenía su padre, aunque aquel era austríaco y este era francés. Leyó la dedicatoria en voz alta.
—«Para Carlos, con amor, de… Tana».
—A su mujer no la habrá olvidado, seguro…
—No… claro que no… —mintió el enfermo—. Nadie puede olvidar a Tana.
Echagüe sonrió, terminó el vendaje y mirándole con simpatía añadió:
—Ya la hemos avisado. Está de camino.
—Preferiría que no me viera así…
—Lo siento, ya la conoce.
—A veces me olvido de cómo es…
—No creo que haya manera humana de detenerla. Imagino que estará ansiosa por darle un abrazo.
Echagüe siguió hablando y yo cerré los ojos porque el enfermo al que llamaban Carlos no era ningún Carlos. El enfermo al que llamaban Carlos era yo. Estaba agotado. ¿En qué lío me había metido esta vez? Me habían tomado por ese hombre por culpa de la cartera y el reloj parisino que había ganado jugando a los dados en el barco. La cartera de don Carlos. Me la dejó en prenda hasta que pudiera pagarme lo adeudado. El otro. El jugador. El muerto. El perdedor. Recuerdo vagamente la tormenta, el incendio, a dos niños enredados entre las maromas de cubierta, el palo desprendiéndose de las alturas, el velamen en llamas, los gritos del ama vieja, el olor a alquitrán de la madera. Recuerdo que ambos nos tiramos a salvar a los críos, que los protegimos con nuestros cuerpos y que el mundo se apagó.
Echagüe me explicaba casi todo sin que tuviera que hacerle preguntas. Los niños estaban a salvo. Bien por ellos. Terminó su cura y la charla y se marchó. Traté de incorporarme para escapar, pero las piernas no quisieron responderme. No me había sentido tan débil desde que estuve a punto de perder el brazo en Chile, o cuando un soldado de mi propia compañía me disparó en la espalda por torpeza. La que se suponía mi esposa estaba a punto de llegar y, según era mi suerte en los últimos meses, esa mujer tendría un ataque, me denunciaría a la policía por usurparle al marido y, si era entusiasta, me escupiría a la cara. En cuanto averiguasen que era un desertor y traidor a la reina, marcharía de cabeza a la misma guerra. Esta vez del otro bando y nada de coronel de caballería, sino a ejercer la vida breve de soldado de infantería. Si tenía mucha suerte, me quedaría en la isla encerrado en un calabozo, sería juzgado por espía, acusado de ladrón. La condena a muerte era segura. Se abrió la puerta con energía arrolladora y el corazón se detuvo. Era una monja. Entró a tomarme la temperatura hecha sonrisas. Cuando la religiosa me tenía despistado, llegó ella. La reconocí de inmediato. Tana a mí no, y me alegré de estar desfigurado, pues tras mirarme largamente, se lanzó a mi cuello, a darme besos y abrazos.
—Carlos, Carlos, amor mío… gracias a Dios, estás vivo.
Tana me miró a los ojos, o a lo que quedaba de ellos. Quise decir algo pero posó el índice sobre mis labios.
—Conserva tus fuerzas, querido. Pronto estaremos en casa.
Hasta la monja se dio cuenta de que habría sido inútil protestar.
Durante aquel té con Marcela y la marquesa —el té en el que Tana probó los bizcochos llamados cuartos que le recordaron a su muñeca de rizos negros— surgió uno de los temas favoritos de la joven italiana de venas azules: las guerras médicas.
—Siempre que se habla de las guerras médicas me imagino a un batallón de galenos con mandil blanco, escalpelos en ristre atravesando a caballo el Peloponeso —dijo la marquesa con su buen humor habitual.
—No tiene nada que ver con médicos, madre. Esto ya te lo he explicado cien veces.
—Hija, se me olvida…
Tana sospechó que a la marquesa nada se le olvidaba, sino que fingía esos despistes porque quería darle pie a Marcela para lucir sus conocimientos grecolatinos.
—El enemigo persa era conocido por los griegos, erróneamente, por el nombre del anterior imperio de Oriente Próximo, el imperio Medo…
—Y nosotros que creemos siempre a los griegos tan cultos… Has de saber, Tana, que no todos eran filósofos, poetas y matemáticos.
Tana disfrutaba de la ironía y Marcela continuó su algo pedante pero deliciosa explicación:
—De Medos, derivó «el asunto medo», o medikás en griego. Media era una región que en la época de la batalla de Salamina ya estaba sometida al imperio persa desde hacía casi cien años. Así pues «las guerras médicas» no son otra cosa que «las guerras persas».
—¿No habría sido más fácil eso? Cuántos malentendidos nos habríamos ahorrado en la escuela.
—¿Has viajado alguna vez a las islas griegas? —le preguntó la cirujana a Marcela.
La marquesa y su hija adoptiva se miraron y rieron. Fue doña Marta quien contestó.
—Querida Tana, mi hija me arrastró el año pasado desde el oráculo de Delfos al Partenón y de Santorini a Salamina. Entre medias, pasamos por cada peñasco donde los griegos tuvieron la ocurrencia de levantar un templo a los dioses.
—No dirás que no aprendiste cosas interesantísimas.
—Lo más destacable que aprendí fue que en Mallorca criamos cerdos y en el Peloponeso crían cabras. Dos meses de viaje, Tana, para averiguar esto. No, de viaje, no. Usemos la palabra apropiada y además en griego: ¡dos meses de periplo! De barco en barco y de golfo a cabo, circunnavegando el Peloponeso hasta que llegamos a Constantinopla. Ahí ya me planté. Frente a la columna de las serpientes le dije a esta jovencita: «Se acabó. Hasta aquí hemos llegado».
—¿Qué es la columna de las serpientes? Suena terrorífico —rio Tana.
Marcela le habló del exvoto de Platea. Una de las obras más admiradas de la antigüedad, descrita por Heródoto, Tucídides. Una fabulosa columna de bronce en forma de tres serpientes enroscadas, al modo de una gruesa maroma, que fue fundida, probablemente, en honor a la victoria de los griegos en Salamina.
—La victoria de Salamina cambió el curso de la historia. Si los persas hubieran vencido… hoy no seríamos quienes somos. Realmente fue un hecho de suma trascendencia.
Ya sé que estábamos con mi convalecencia en el hospital, pero este asunto de las guerras médicas no es una divagación. Lo traigo a colación porque Tana, en este primer encuentro nuestro, admiraba las cicatrices de mi brazo, reconociendo la inmensa trascendencia de aquellas marcas en mi piel. Sabía, por supuesto, que yo no era don Carlos, también que ya había visto esas mismas cicatrices una vez, hacía muchos años. Al fin, tras recuperarse de la sorpresa y de los desbocados latidos de su corazón por haber hallado a su comandante, inició el diálogo:
—Parecen tres serpientes enroscadas unas a otras.
—Es cierto.
—Buen cirujano el que se topó con esa herida. ¿Tuvo que recomponer el flexor lateral y el hueso?
—Supongo. Lo recompuso casi todo.
—Otro habría cortado el brazo. La sutura es sobresaliente.
—Tuve muchísima suerte. Son los sablazos de un oficial criollo. Chile. Hace más años de los que quiero recordar.
Creo que fue en ese momento cuando se agarrotó de miedo a volver al pasado. Su comandante fue real durante cinco horas, cavando en Vilcashuamán, pero en estos quince años sin vernos ese soldado se había convertido en un personaje inventado al que se aferraba cuando necesitaba compañía. Tana no creía en la realidad. La fantasía era perfecta. Yo era su comandante pero sin duda, se decía, me había idealizado. Ahora tenía delante a un desertor, un ladrón incluso, que había robado una cartera y un reloj y que venía a fastidiar sus sueños… aunque… quizá podíamos llegar a algún tipo de acuerdo… Mirándome desde el otro lado de alguna almena, me dijo:
—Es mejor que no lo recuerdes, querido. Tú nunca has estado en Chile.
—¿No?
—No.
—¿Cuál es el juego?
—¿Qué juego?
—El juego al que estamos jugando… «querida».
—No hay juegos. Esto es muy serio. Un hombre murió en el incendio del jabeque y tú has estado a punto de perder la vida. Me dice don Jaime Sarriá, el intendente de policía, que ese hombre, el muerto, era un desertor y además carlista.
—¿Cómo ha averiguado tanto en tan poco tiempo?
—No lo sé pero es sagaz y bien mandado. Cuando don Jaime se pone a descubrir secretos, no hay quien lo pare. Sobre todo si yo se lo pido.
—Entiendo.
—Mi marido era el forense de Palma pero no había tomado aún posesión del cargo. Sin él, no hay empleo, por supuesto, ni sueldo, evidentemente, ni muchas cosas que me sería largo y agónico explicar pero que me abocan a la ruina moral y económica.
—Necesitas que yo me haga pasar por tu marido.
—Resumiéndolo mucho: sí.
—Deduzco que nadie me conoce en esta isla… a don Carlos, quiero decir.
—No. Solo yo. Todos te han tomado por él.
—¿Lo perderás todo, dices?
—Mi casa, el laboratorio, ocho años de reputación: mi vida.
—Entiendo.
—No, aún no entiendes nada, pero poco a poco trataré de explicártelo.
—Voy a necesitar explicaciones, sí. Lo que más me cuesta entender es cómo demonios quieres que me haga pasar por un forense. Yo no soy médico ni por el forro.
—Eso no será problema. Mi marido tampoco lo era.
La misma mañana que accedí al plan, Tana fue a ver a don Jaime Sarriá. Tenía una extraña petición.
—Don Jaime, no me molesto en preguntar por la autopsia del hombre que falleció en el incendio. He de suponer que don Braulio, con su ciencia habitual, ha diagnosticado «muerte a causa de golpe mortal».
—Es usted m… inicua.
—¿Qué?
—Perversa.
—¿Me equivoco con don Braulio?
—No se equivoca ni un poquito… ¿Acaso sospecha que fue un c… asesinato? ¿Llamo a Prihuelas para que lo arrastre por la cubierta del jabeque?
—No —rio Tana—. He hablado con el ama de los niños y otros testigos. Fue mala suerte, un rayo de la tormenta eléctrica, un incendio, la botavara asesina…
—Gracias por hacer mi trabajo. A cambio, ¿qué puedo hacer yo por usted? —ironizó don Jaime.
Pero Tana no percibió el humor pues estaba empezando a asumir la pérdida de su marido. No le amaba, pero le quería. Jaime percibió una leve emoción, el reflejo en una pupila.
—Deseo pagar el entierro de ese hombre, reclamar sus restos. Mi marido me ha dado cuenta de su valentía. Sacrificó la vida por salvar a esos niños.
—Ya le dije que era un fugitivo… un carlista… Tenemos su hatillo y sus diarios… una suerte de cuaderno de bitácora en el que exponía sus pensamientos íntimos…
—¿Y esto del diario lo sabe mucha gente?
—Lo sé yo… y ahora usted.
Don Jaime miró a Tana con ese verde oscuro veteado del pino de Mallorca. Ella aguantó sus ojos y dijo:
—Eso está muy bien. Dejémoslo entre nosotros, entonces, y démosle digna sepultura. No era cristino… pero sin duda era un buen cristiano.
—Cirujana… ¿Qué me oculta?
—Nada…
—Tengo instinto y empiezo a conocerla. A usted le importa tres pitos si ese hombre era cristiano, musulmán o merovingio.
—¿Y por qué deduce usted que me importa tres pitos?
—Porque desde que ha llegado a la isla no ha asistido usted a la iglesia ni para admirar los retablos.
—Bien, admito que su cristiandad me da lo mismo, es cierto. Es una cuestión de respeto, de agradecimiento. Ese hombre me importa y me importa mucho, don Jaime. Quiero darle digna sepultura y despedirle como se merece.
Tana tuvo un quiebro en la voz. Jaime reconoció el eco de la tristeza y quiso tomarle la mano. No lo hizo.
—¿Por qué le tiene tanto afecto? ¿Lo conocía?
Tana le miró como si pensara en responder la verdad. Quería decirle la verdad. Hacía años que no se sentía en confianza con nadie, excepto con Carlos, y Carlos estaba muerto y no era ningún soldado porque el verdadero soldado estaba vivo en el hospital. Quizás a Jaime podía decirle que habían compartido una habitación en París, que al terminar la fugaz pasión siguió el respeto, que él era buen amigo de Mateu Orfila y que la había recomendado como ayudante del gran genio español. No lo hizo. Le faltó el valor a pesar de que sus ojos eran los más honestos que había conocido.
¿Cómo explicar que le había salvado la vida tras la paliza de unos acreedores, que era un mal estudiante, un viejo amante y un mal marido, pero sobre todo una buena persona atrapada por el juego, las mujeres y el alcohol? ¿Cómo hacerle entender al policía que sin embargo, a pesar de sus defectos, Carlos siempre la había respetado? ¿Cómo explicarle a Sarriá o a cualquiera que ella era la auténtica forense, la única cirujana? Yo soy la forense general de Palma, pensó. Yo pasé cada examen y oposición. Hago personalmente las autopsias, publico en la gaceta, realizo los estudios químicos, me carteo con los médicos sobresalientes en Inglaterra, Francia e Italia… Yo soy don Carlos y él solo es el hombre que yo nunca fui, que es mucho. Yo nunca creí en mí y él nunca dejó de creer. A pesar de sus defectos, Carlos me protegía y me apoyaba con lealtad. Él habría representado su papel toda la vida si la vida hubiera sido más larga. Quería decirle todo esto a don Jaime, necesitaba poder confiar, pero no sabía. En cambio, replicó:
—¿Ha aparecido alguna pieza de la plata de la marquesa en las almonedas de Palma?
—¡Caray! Eso es lo que yo llamo un golpe de timón.
—No voy a despreciar su inteligencia, don Jaime. No quiero mentir. Esto, en el mundo en que vivimos, lo haría cualquier mujer, no por maldad, sino por supervivencia. Es lo que se espera de nosotras, que mintamos, igual que se supone que el honor es monopolio de los hombres… Pero yo no soy cualquier mujer. No me rijo por las mismas reglas.
—No lo es, desde luego. No… No ha aparecido la plata.
—¿Y algo nuevo del carbonero?
—Tenía usted razón. Estaba afeitado y aseado porque pasó la velada en el segundo piso de la casa hasta la que arrastró a Prihuelas. Allí viven tres prostitutas. Estuvo con una a la que llaman Celina. Bebió, fornicaron, pagó y, según esta chica y las otras mujeres, se marchó como a eso de las doce, empapuzado de ron. Mañana lo entierran. ¿Quiere que la acompañe?
—¿Adónde?
—Al cementerio. A darle digna sepultura a su buen amigo carlista.
—¿Haría usted eso?
—Señora… ya que se trata de alguien tan importante para usted y estando su marido en el hospital… no podría dejar de hacerlo.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por no preguntarme más.
La cirujana no esperaba tanta bondad y sus ojos se empañaron. Tana quiso que Jaime tomara su mano. No lo hizo.
Jaime Sarriá no podía evitarlo. Desde la muerte de su esposa, siempre que miraba a una mujer que le agradaba, imaginaba cómo sería su vida con ella, si era una posible candidata al amor, si la querría como a Fani. No era una cuestión de deseo sexual, se decía, tampoco de soledad. No sabía lo que era. Las mujeres también se interesaban por él, quizá por ese instinto maternal con el que se empeñan en convertir en hijos a los maridos, a los hombres, en una mezcla de afectos femenina que se intensifica ante el desvalimiento. Él no estaba desvalido en muchos sentidos, pero en otros tantos era un recién nacido. Después de veinte años de matrimonio, era un recién nacido a la viudedad, a una vida sin preguntas al llegar a casa. Resultaba difícil concebir un hogar sin amor y lo prodigaba con sus conocidos. Cuando miraba a Tana, en cambio, no la imaginaba de su brazo o en su cama. No sopesaba su vida con ella. Tampoco la comparaba con Fani. No eran hombre y mujer. Sí, en cambio, fantaseaba con una larga y fructífera colaboración profesional, e incluso una intensa amistad. Quería compartir ideas y preocupaciones con la cirujana y verla todos los días, y hablarle de muchas cosas que llevaba dentro y pecados que ahora no podía compartir, pero no sabía aún cómo hacer para que interpretara compañerismo, admiración, gusto por las mismas bromas y no algo más serio. Tana era clara, directa y entusiasta. Eso le gustaba. También era obvio que había una gran falta de sinceridad en su vida y que las mentiras en las que vivía envuelta le dolían. Sarriá se dijo que debía averiguar qué le estaba ocultando y escribió una carta solicitando información precisa sobre un militar carlista y español. Deseaba ayudarla, y ayudarla bien.
El ataúd ya estaba en la fosa. La cirujana no decía nada. Sarriá miraba los crisantemos blancos que habían nacido de forma espontánea junto a un ciprés. Le llenaron de algo parecido a la angustia. Los crisantemos florecen en noviembre y estábamos ya cerca del carnaval. Tana echó un puñado de tierra, murmuró algo, derramó una lágrima. Sus manos estaban separadas, o tal vez unidas, por media pulgada de aire. Tana podía sentir el calor del policía en ese aire. Estaba triste, necesitaba un abrazo, pero no se atrevió ni a pensarlo. Sarriá fingió que seguía mirando los crisantemos, pero supo que iba a derramar una lágrima y le ofreció el pañuelo. Ella lo cogió y al secarse aspiró el delicado aroma de jazmín al que don Jaime era tan aficionado. Le encantaban los jazmines de Sarriá y se preguntó de nuevo quién sería la afortunada. Él, por su parte, pensó una vez más en Fani y en las flores de todos los santos. Murió en noviembre y florecían por todas partes. ¿Qué hacían ahora estos crisantemos blancos junto a un ciprés? Se dijo que Fani trataba de decirle algo. Como si Tana pudiera escuchar sus pensamientos le preguntó:
—¿De qué murió su mujer?
—De generosidad.
Tana se estremeció. Sarriá la miró con el alma.
—Tenía el corazón demasiado grande —añadió el policía.
Unos llantos de plañidera les hicieron volverse. Llegaba la comitiva de otro entierro. Varias mujeres vestidas de negro, llenas de puntillas, cerraban el séquito.
—El sepelio de Ramón Robredal.
—Mi carbonero asfixiado.
—El mismo.
—Qué feliz coincidencia…
—Feliz… lo que se dice feliz…
Tana le sonrió a don Jaime y miró fascinada los rasgos de una muy triste y muy joven muchacha. Caminaba separada de las demás. Era alta, gorda y ancha como un diplodocus, pero preciosa de rostro, al modo de un ángel de Rubens o de la blanca y luminosa Susana de Tintoretto. No tendría más de veinte años.
—¿Esa es Celina?
—Sí.
Las plañideras de mal vivir lloraban con todo el ruido del que eran capaces, excepto Celina, que derramaba lágrimas sinceras. Tana miró sus pies y todas las piezas se unieron formando una clara repuesta a la muerte del carbonero.
—Lo mató el amor —dijo Tana.
—¿Cómo dice?
—Cenerentola… ¿Cómo se dice Cenerentola en español?
—¿Ch… Ch…? ¿Quién es esa?
—La muchacha del zapatito de cristal…
—¿La Ventafocs?
—Sí. En español.
—Cenicienta.
Tana asintió y cerró los ojos. Cuando se emocionaba pensaba en italiano. Se preguntó cómo haría para probarle el zapatito de cristal a esta Cenerentola de nombre evocador. Celina… Celina… La música de sus sílabas la llevó a su palacio de Italia. A un recuerdo olvidado. Entre imágenes confusas de su infancia, Tana se vio en una gran cama con dosel, abrazada a su madre y su muñeca de rizos negros.
—Marcela, mamá… quiero que se llame Marcela.
—Marcela se llamará.
Tana volvió de sus recuerdos para echar otro puñado de tierra sobre la tumba de su marido.
Abel de Nácar tenía un ojo azul claro y otro añil. Los que no lo habían conocido de joven creían que era a causa del golpe, accidente o hachazo que lucía en la cara. Era una larga e irregular cicatriz. Bajaba de norte a sur, de la frente a la barbilla, e igual que la frontera que separa España de Portugal, la gruesa línea lo dividía en dos mitades similares pero opuestas. Su parte melancólica y su parte alegre. Su parte furiosa y su parte tranquila. La luna y el sol. Un país atlántico y un país mediterráneo. La noche y el día. El frío y el calor. El azul del cielo y el azul del mar. Cada mitad de ese rostro curtido y campesino tenía su paisaje, su personalidad, climas diferentes. Era un muy interesante y muy bello rostro de sesenta y tres años.
Mientras esperaba a que llegara, la marquesa recordó las palabras que una vez pronunciara la certera Adelaida:
—Señora, qué hombre. Qué rostro. Hoy se posó una mosca en uno de esos surcos que le ha labrado la vida en la cara y vi un paisaje. En el paisaje, sobre esa piel tostada como de tierra, un payés de negro rezaba el ángelus. El paisaje parpadeó, se dio una bofetada y murió el payés aplastado porque el campesino era la mosca que le digo sobre una arruga de don Abel. Jesús, señora, qué vida lleva escrita en la cara…
La xueta tenía razón. Uno casi esperaba ver acontecimientos, muertes, aventuras, payeses, mulas, arroyos y lances en el paisaje que era su rostro. La sutil diferencia de tonalidad en los ojos de Abel era lo más desconcertante. Decían que su hermano, el cirujano, tenía el mismo defecto o atractivo. A pesar de la marca, la cicatriz, el terrible vestigio del momento dramático, Abel era un hombre bien parecido. A menudo sonreía, pero debido a su particular frontera física entre el bien y el mal, siempre daba miedo. Ya tenía más de sesenta años pero su cuerpo era aún fuerte, elástico, moreno y musculoso. Quizá por eso se había salvado de la muerte tras la nefasta caída a la escollera que había sufrido hacía un par de días. Una caída que había dado con sus huesos en cama y que era el motivo de que sus vecinos vinieran hoy a visitarlo. El herido había decidido levantarse, pero se hacía esperar.
Los visitantes aguardaban en el salón. Doña Marta traía pastas y pasteles. Los hermanos «novios», Marcela y Sebastián, estaban sentados en un canapé, frente a ella, cogidos de la mano. Ramiro, el hijo de Abel, miraba al suelo y hacía girar el pie de cuando en cuando, negándose a ser el muchacho sociable, cariñoso y dispuesto que era cuando los de Belfort visitaban a los de Nácar. Sara, la hija pequeña del potentado, no estaba presente. Seguía arriba, ayudando a vestir a su padre, que tardaba en bajar a recibirlos.
—No voy a preguntarte qué te ocurre, Ramiro —dijo la marquesa—, porque siendo un joven orgulloso no me vas a responder, pero quiero que sepas que estás siendo muy grosero.
—Lo siento mucho, doña Marta… Es verdad que me ocurre algo y es verdad que estoy siendo grosero.
—Bien… pues ya que ninguno nos hablamos, voy a visitar a tu padre en su alcoba. Es absurdo que haya decidido levantarse. Por lo que he oído tiene la cadera fatal. Hale, a disfrutar, ¿eh? Que se os ve contentos y bien avenidos.
La marquesa se marchó sabiendo bien adónde iba pues ambas familias habían vivido pared con pared desde hacía más de veinticinco años. Al quedarse a solas, Ramiro perdió el pudor completamente.
—Todos saben que tú lo haces por heredar de tu padre y tú por ser rica y marquesa.
—No hemos venido a hablar de nuestra boda contigo.
—¿Para qué habéis venido, entonces?
—Para ver a tu padre.
—Sebastián… te creía más hombre. ¿De verdad necesitas comprarte una esposa?
Sebastián no necesitó más combustible y se tiró de cabeza contra el cuerpo de Ramiro, clavándole la testuz en la barriga como un toro embistiendo a un perro en la plaza. El hijo de Abel cayó de espaldas demudado por la sorpresa y el dolor. Marcela se quedó inmóvil mirándolos matarse, tratando de decidir en qué momento de su vida había perdido su más íntima batalla de Salamina.
Habíamos llegado al acuerdo de llamarnos Carlos y Tana, de fingir incluso a solas que éramos marido y mujer y hablarnos siempre con cariño para evitar ser descubiertos. No dormíamos en la misma cama, sí en la misma alcoba, porque Tana me cuidaba a todas horas. Ella pasaba las noches en la otomana para cederme a mí el blando colchón, y como no era el lecho más cómodo del mundo, se despertaba muy temprano y aprovechaba para ver dormir a su comandante, vigilando que no hubiera fiebre, malos sueños o infección. Durante el día, apenas hablábamos, yo por debilidad y ella por esa forzada frialdad de sentimientos hacia un fugitivo faccioso, un desertor. Me recuperaba con rapidez. Soy fuerte y tengo voluntad. Por las noches, ya digo, Tana se preguntaba por el significado de la accidentada llegada de este soldado del pasado y se decía que quizás había algún error, algo que explicara mi traición a la reina, mi cobardía. En la oscuridad vespertina, a esa hora en la que los pensamientos aún se confunden con las fantasías, la cirujana repasaba las cicatrices de mi brazo con la yema de sus dedos y yo fingía dormir, estremecido por el contacto de aquella niña de Vilcashuamán. Sus manos siempre estaban frías. ¿Por qué te salvaste de morir? Las mataron a todas y a ti… no. Tana estaba hechizada por las tres serpientes remendadas en mi brazo, como si buscara en ellas un mensaje del destino. ¿Por qué eran tres? ¿Por qué salvé el brazo? A veces la sorprendía escrutando los pliegues de mis labios y ella me cazaba contando sus largas pestañas mientras me rozaba la frente con los labios en busca de fiebre y, al hacerlo, su pequeña cruz de plata se posaba en mi pecho desnudo en un contacto que era a la vez mi tentación y su advertencia. Tana medía con palabras murmuradas y suspiros tibios las falanges de mis manos, y cuando ella dormía yo a veces buscaba lunares en un hombro, como oteando mundos en un firmamento desconocido y con la imaginación me deslizaba suavemente, de puntillas, por las cuestas de su cuello. En ocasiones me miraba tumbada en la otomana, como si verdaderamente estuviera esperando a que yo hundiese mis manos en el río de su pelo y atrajese esa linda cabeza hacia mi boca para calmar la sed con sus labios. Era su comandante. Ella es mi niña de Vilcashuamán. La segunda mujer de mi vida. Quince años después de aquel único encuentro en Perú, el destino me había sacado del pasado y me había metido en su cama junto al mar. Pero ella no estaba en la cama, sino en la dichosa otomana. Aunque no dormía, elucubraba. Le hacía la autopsia a este tirabuzón del destino. Fueron dos semanas de intensa felicidad y sin amarnos, nunca me he sentido más metido dentro de una mujer.
La cirujana, por su parte, se decía que el duro camino de la medicina había comenzado por mí, a causa de aquel comentario de los muertos, y no podía ser casual que ahora que ella llegaba por fin a Palma, buscando su infancia, dispuesta a resolver los misterios del pasado, yo cayera en su regazo de forma prodigiosa. ¿Para ayudarla? Tana sospechaba a veces que estábamos entrelazados para la eternidad. Yo jamás lo sospeché. Siempre estuve seguro de ello. Desde el día en que la vi por mi catalejo. Cada noche antes de dormir, dolorido, angustiado incluso, rechazaba la idea de estrecharla entre mis brazos, pues sospechaba que nuestro adiós sería trágico y doloroso. Así eran estas noches.
Los días, en cambio, eran fingidos, pues escondíamos las emociones bajo las almohadas. Como cada mañana, sonreí. Siempre lo hago. Eso ablandaba un poco ese corazón suyo, cerrado con candado.
—¿Qué tal has dormido, querida?
—Fatal. He de decir que esta cheslong es diabólica.
—Yo ya estoy bien. A partir de mañana, te cedo la cama.
Tana me examinó la cabeza.
—El hueso soldará con la pieza de oro en un mes, quizás algo menos. No te acuerdas de mí, ¿verdad?
Habíamos hecho el pacto de no mencionar el pasado. Yo sería el forense y ella mi ayudante, y en poco tiempo, tres meses a lo sumo, debía fingir unas conferencias en la Universidad de Montpellier. Tras dejarla a cargo de todo, me marcharía de Palma, volvería a casa, a mis tierras, a la vida que había dejado en San Sebastián. A una finca que me esperaba desde hacía años y a la que nunca tenía tiempo de volver. El pacto me interesaba por varios motivos. El primero, porque Tana tenía en sus manos mi destino. Si me acusaba de faccioso, acabaría ajusticiado. El segundo y el más importante, era que yo no había llegado a Mallorca por accidente. La noche de la muerte del general Mariño supe que el destino me llamaba a ayudar al hombre que una vez me salvó la vida y el brazo. Tenía que averiguar quién mató a la familia de don Cayetano de Nácar, limpiar su nombre y conseguir que volviera a ejercer la cirugía en Mallorca si seguía vivo y era de su gusto regresar a un lugar lleno de trágicos recuerdos. Se lo había jurado. Guardar la palabra dada es algo que se debe perseguir más que cualquier otra meta. Además, ya lo he dicho, no creo en las casualidades. Alguna fuerza desconocida había hecho que Mariño me confesara, segundos antes de morir, ese asunto del oro y la carta de recomendación con la que alguien había pagado su silencio. Debía averiguar quién estaba detrás del crimen de los De Nácar.
—No… no me acuerdo de ti —le dije a Tana. Era falso, naturalmente. ¿Por qué le mentí? Quizá porque si le decía que en quince años no había podido olvidar aquella tarde enterrando cadáveres nada podría detenerme y me lanzaría a comer sus labios, besar sus brazos, posar la mejilla contra su pecho para escuchar un pequeño pero fuerte corazón que imaginaba caliente pero en espera, dentro de una caja de acero y lleno de precisas y pequeñas piezas de relojería detenidas, ignorando que alguien, un día, le dará cuerda para poder latir…
—En Perú —me aclaró, como si yo necesitase aclaraciones.
—Yo nunca he estado en Perú —interrumpí.
—Me habré confundido. Lo siento.
La decepción de su rostro me partió el alma. Quise cogerle la mano y decirle lo que una vez escribí en uno de mis diarios. Ese día no lo hice, me arrepiento, y ahora quizás es demasiado tarde.
Antes de desayunar, Jaime Sarriá abrió uno de aquellos diarios. Trataba de entender por qué había llorado Tana en el curioso entierro. ¿Quién era el misterioso soldado carlista? Hasta ahora, todo lo que había leído pintaba en su mente un ser valeroso, desgraciado, sensible, leal, triste, íntimo e inteligente. Un soldado a la fuerza, desafecto de la guerra, cultivado, solitario. Sarriá también había sido soldado, solo tenía diecinueve años al final de la guerra contra el francés. El policía dio con un pasaje que le emocionó:
¿Por qué salvaste la vida, pequeña? ¿Por qué las mataron a todas y a ti no? No te quedas sola. Volveremos a encontrarnos. La vida sucede así. Tengo experiencia. Te veo cabalgando indiferente por un camino. Llegas al campo de batalla de una guerra antigua. En la cuneta asoman los blancos huesos de un hombre. Los perros salvajes han desenterrado su clavícula, la calavera. Te detienes. Como has conocido los secretos de la vida, sientes un escalofrío y un presentimiento y recuerdas al comandante que hace tantos años te ayudó a dar sepultura a tus veinte muertas. Bajas del caballo. Le pides al criado que te busque una pala, que has de enterrar a un soldado. No necesitas recompensa o alabanzas por tu misericordia. Ya tienes todo lo que deseabas: ya eres una gran mujer. Entierras esos huesos y lo haces sin saber quién soy.
Jaime Sarriá cerró el diario del faccioso muerto. Por primera vez desde la muerte de su querida Fani, el policía estuvo a punto de llorar. La desazón se extendió por su pecho como un tintero negro derramado. Guardó los cuadernos. No podía leer aquello sin sufrir. Sintió mucho no haber conocido a ese hombre. Renegó de la guerra. Le habría gustado tenerlo por amigo.
La ciudad amaneció con tres noticias importantes. El Constitucional, uno de los periódicos más leídos de la isla, se hacía eco de las intenciones de doña Marta de Belfort por incapacitar a su hijo Sebastián. Corrían rumores de que había hecho llamar a un afamado especialista en enfermedades mentales de París para que examinara al joven marqués y actuara como perito en el juicio. La segunda noticia tenía que ver con los dolores de cadera de don Abel de Nácar. Desde su grave caída en la escollera, dos médicos se disputaban la supremacía en sus tratamientos. El periódico publicaba la carta de uno de ellos, don Juan Joan. En ella dirigía a otro galeno llamado don Augusto Sartorius, a quien en secreto apodaban «el César», toda una diatriba contra su diagnóstico y los tratamientos equivocados a los que había sometido al hombre más rico de la isla, acusándolo de querer sacarle los cuartos. El médico Juan Joan afirmaba que don Abel estaba siendo tratado de una rotura de la cabeza del fémur, cuando tras haberlo examinado personalmente, estaba claro para él que no tenía nada roto y solo necesitaba reposo y belladona para aflojar los agarrotados músculos de la pierna. Tras leer el periódico, Carlos habló con Tana.
—¿Conoces a Abel de Nácar?
—Es nuestro vecino de atrás, íntimo amigo de la marquesa… pero no. Personalmente no lo conozco. No le gusta recibir.
—¿Y no podríamos ir a examinar esa cadera suya tan maltrecha? Quizá debiéramos aliviar sus dolores.
—Somos forenses, querido. Nuestros pacientes están muertos.
—En esta isla no se muere nadie. No hay robos, no hay crímenes, no sucede nada.
—Comprendo. Te aburres.
—No estoy acostumbrado a esta quietud, he de reconocerlo.
—¿Qué súbito interés tienes por ese hombre?
—Dicen que una cicatriz le cruza la cara de arriba abajo, que su hermano trató de matarlo porque se beneficiaba a su mujer, que fue una matanza…
—Y es verdad.
—¿Sabes la historia?
—Desde que he llegado a Palma todo el mundo se ha molestado mucho en hablarme de la matanza de la habitación verde. Hasta dicen que la casa está maldita.
—¿Qué casa?
—Esta casa.
—¡¿La matanza de los De Nácar fue aquí mismo?! ¡Pero eso es estupendo!
—No lo es. No es estupendo en absoluto. Sobre todo si algún día quiero vender Can Belfort.
—¿No me digas que la casa está maldita?
—Por supuesto que no lo está, pero la gente dice que lo está, así que es igual que si lo estuviera.
—¿Y qué pasó? ¿Lo sabes?
—Abel sedujo a la mujer de su hermano Cayo. Este se enteró y, enloquecido, vino a sorprenderlos. Al hallarlos juntos, se fue a por su hermano y le dio un hachazo en el rostro. Luego mató a su mujer y por último acabó con la vida de la niña. En su locura enfervorecida, tiró los cuerpos al mar y se entregó a la policía, pero Abel no estaba muerto. Pasó horas nadando hasta que fue recogido por un barco y logró regresar a Palma para acusarlo con el dedo.
—Como el fantasma del padre de Hamlet. ¿Y esta habitación verde de la que hablas…? ¿Dónde está?
—En ninguna parte. No existe. Debe de ser una exageración. Un mito. Quizás el hacha en su día comenzó siendo un atizador. Puede que ni siquiera fuese una matanza…
—Sí… a lo mejor solo se liaron a bofetadas.
—Quién sabe lo que es fantasía y lo que es real.
—¿La cicatriz de su cara… existe?
—Eso dicen. No lo sé.
—¿No te lo has cruzado en misa?
—No voy a misa.
—Mujer, cirujana y atea. Vas pidiendo a gritos que te quemen en la hoguera.
—Qué le vamos a hacer. No me gusta fingir.
—Tampoco le gustaba a Miguel Servet.
Tana sonrió, atizó el fuego y en un gesto que más bien me recordó a Juana de Arco que a una cirujana atea, se puso a jugar con la cruz de plata que siempre llevaba al cuello. Tras unos instantes agradables, rompí de nuevo el silencio.
—Ya va siendo hora de que le presentemos nuestros respetos a tan insigne vecino. Hablaré con la marquesa para que nos consiga una entrevista.
—No tengo ningún interés en la cadera de Abel de Nácar.
—Pero yo sí. Tranquila, no tienes que venir conmigo.
—¿Y dejarte a solas diagnosticando a un enfermo de carne y hueso? Ni hablar. Además, tenemos otras cosas más importantes que hacer.
—¿Como qué?
—Estudiar anatomía, conseguir dos disfraces de carnaval, acudir a un lupanar…
Tras mirarla largamente, repliqué:
—Me parece que está claro quién se queda estudiando y quién se va de putas…
Tana no pudo por menos que soltar una carcajada.
—Bona nit, Celina —dijo la cirujana.
—Bona nit, tenga —respondió la puta.
Siempre que Tana pronunciaba ese nombre, Celina, sentía cerca la solución a sus desvelos. No sabía por qué, pero indefectiblemente, esas mágicas sílabas la transportaban hasta aquel palacio en Italia donde fue feliz con su familia. La prematura muerte de todas sus profesoras y su huida a Europa durante la guerra de independencia del Perú le hicieron perder toda relación con su tutor, un hombre al que nunca conoció. No es que hubiera olvidado quién era, es que nunca lo supo. Tratando de recomponer el pasado familiar, Tana había llegado a la conclusión de que sus padres, adinerados igual que los del resto de sus huérfanas degolladas, habían vivido en Italia, en Francia e Inglaterra. Ella siempre habló los tres idiomas con fluidez. Más tarde, algún revés acabó con ellos, una enfermedad, quizás un asesinato, la eterna guerra… y entonces la arrancaron de su palacio italiano y vinieron los tres años negros de dolor y maltrato en Valencia. Los años más duros de su vida. Pero igual que cayó en el infierno, un día salió de él. Embarcó con un ama en una goleta, llegó al Perú y fue puesta bajo la tutela de las profesoras del internado en la antigua misión de San Claudio. Tana solo conocía un hombre en el mundo que pudiera ayudarla a saber quién era ella en realidad, pero no tenía previsto hablar con un asesino. Ya le había escrito una carta hacía años y no había obtenido respuesta. Ahora no pensaba viajar a Valencia, donde aún vivía el muy miserable. Su única alternativa estaba en averiguar el lugar, el nombre del palacio, la ciudad italiana donde había vivido de pequeña, tirar de ese hilo… y siempre que pensaba en Celina se sentía cerca, muy cerca, rozando la fruta, «Ce», como Tántalo, «Li», a punto de calmar la sed, «Na».
La habitación donde la recibió la prostituta era diminuta. La cama, poco más que un camastro, irrisoria para una mujer de su envergadura. Tana la imaginó fornicando en semejante lugar. Le dio mucha pena. Parecía más serena que el día del cementerio, pero había una grave tristeza en su mirada. Leyó en sus ojos culpa y resignación. Sintiéndose cercana a ella, fue muy amable. La prostituta no terminaba de entender por qué había venido a verla una forense y Tana le dijo que se imaginara que era una partera. Iba a examinarle la vagina y el útero en busca de signos de infección. Se trataba de una inspección de higiene y salúd pública.
—Soy muy limpia. Me lavo antes y después, con agua y jabón.
—Eso está muy bien.
—Luego me doy aceite de Argán.
—Veo que has tenido hijos.
—¿Y eso en qué se ve?
—En que tienes el útero caído. Debes prevenir el estreñimiento o vas a sentir fuertes dolores ejerciendo tu profesión. Come menos dulce y más fruta y verdura.
—Tuve dos niños, pero se me murieron del tifus.
Tana sentía auténtica compasión por la gorda, que mientras se dejaba examinar no paraba de mordisquear unos hojaldres con una pinta excelente. Realmente, su cara era preciosa.
—Pruebe uno. Son receta de mi madre.
Insistió en que Tana probase el dulce. Tana lo hizo y sintió una explosión de aromas y emociones que de nuevo la empujó a su infancia en la isla.
—Celina… ¿Cuánto ganas a la semana ejerciendo la prostitución?
—Si se da bien, diez reales.
—Yo te pagaré diez reales si vienes a servir a Can Belfort. ¿Puedo coger otro hojaldre?
—¿A la casa maldita? ¡Qué cosas tiene! Coja los que quiera.
—Piénsalo.
—Mire, señora, como mujer de mala vida, soy muy buena, pero como criada de buena casa, soy fatal.
—Eso a mí no me importa. Quiero que te vengas conmigo.
—¿Por qué?
—Porque sé lo que le pasó a Ramón, tu carbonero, y te quiero ayudar.
La prostituta la miró paralizada. Dos gruesas lágrimas se pelearon por llegar al suelo.
—No te preocupes. La policía no va a seguir investigando ese asunto.
Cuando llegó a casa, Tana me encontró con una vela, a cuatro patas, arrastrándome por la alcoba. Me sorprendió mucho que supiera exactamente lo que estaba buscando.
—Viene de detrás del armario.
—¿El qué?
—Lo que buscas.
—¿Cómo sabes lo que busco?
—Porque yo también lo busqué y lo encontré…
—Trataba de estudiar, te lo aseguro, pero se apagan las velas.
—Lo sé.
—Hoy sopla la tramontana, se cuela por alguna rendija…
—Puse una toquilla enrollada, pero no ha detenido las corrientes.
—¿En dónde?
—Ayúdame con este armario…
Entre los dos movimos el ropero. Detrás había una puerta. La toquilla enrollada no tapaba del todo la rendija de tan misterioso umbral.
—La corriente sale de esta puerta.
—¿Y qué hay ahí?
—Imagino que otro armario. No tengo la llave.
—Demasiado aire para que sea solo un armario.
—Quizás es una subida al ático.
—O la habitación verde.
—No me hagas reír.
—No te estás riendo.
—Es que mira que si es la habitación asesina… No, no me pienso contagiar de las supersticiones de estos lugareños.
—¿Tienes un destornillador? —le pregunté.
—¿Acaso me tomas por un carpintero?
—Es verdad, lo siento. Tráeme el serrucho y el berbiquí.
Se rio. Se marchó. Volvió con sus herramientas. No tardé más de cinco o diez minutos en abrir la puerta. Encendimos dos candelabros de seis brazos, pues aquello no era ni escobero, ni armario. Nos adentramos en una alcoba tan oscura como las famosas cavernas de esta isla.
La luna teñía de plata la quietud de la bahía, rielando en el mar. Un balandro que regresaba de pescar calamar al curricán volvía de empopada hacia el varadero. En dos serones se revolvían quince sepias, un pulpo, dos gallos y un pez de San Pedro. Manejaban la embarcación dos pescadores, padre e hijo. Teodoro y Dorín. El mayor mandó al joven que arriara el foque mientras él cazaba cabo para virar la embarcación. Ceñían ahora hacia la Seu y al llegar junto a Can Belfort la luna se ocultó tras un nubarrón. Una luz naranja entró en la escena, tiñendo de fuego la ventana más alta y más cercana a la catedral.
—Pels claus de Crist! És la filla de Caín!
—On?
—Aquesta llum… a la cantonada… L’habitació maleïda…
—Santa Mare de Déu!
—Passaran coses terribles a Palma.
—Ja han passat, pare, mira!
El gesto de terror de su hijo le hizo volver la cabeza. Teodoro escrutó las olas hacia donde señalaba Dorín. El viento empujó las nubes y la luna brilló de nuevo, cegadora, iluminando un rostro fantasmal entre ondas saladas. Sobre las aguas plateadas de la bahía flotaba el cadáver de una mujer.