Epistolario

Doña Marta había ido a visitar a su amigo don Abel de Nácar como todos los jueves. A los dos les gustaba charlar sobre las lecturas de esa semana o los avances de la guerra, aunque por encima de todo les gustaba sentir que no era todo soledad. La marquesa a veces pensaba que aquel secreto matrimonio los había convertido, a la larga, en hermanos. En compañeros secretos entre paréntesis. Un largo paréntesis de cuarenta años durante el que Abel había amasado una fortuna y amado a cientos… pero querido a una. A Cecilia, la mujer del cirujano. Solo a ella, se dijo la marquesa. Abel sacó un objeto de oro del cajón de su escritorio. Ella miraba el delicado tulipán tratando de no mostrar emociones. Abel lo tenía en la mano y su mano estaba extendida.

—Es tuyo de nuevo. No vas a tener que preocuparte más de la chantajista pelirroja.

—¿Quién es?

—Ya no importa. Le he pagado bien para que nos deje a todos tranquilos.

—Prefiero que lo guardes tú. En realidad nunca me gustó el poema de Catulo «Odio y amo». Encuentro que es un poeta lleno de artificio al que solo le importa que los demás le consideren interesante. El odio en el amor, es odio o es desamor.

—Tienes razón en todo, como siempre.

—Tú y yo nos quisimos sin odio. Eso llegó después.

—Así fue. Aunque debo hacerte una confesión.

—Qué.

—Yo jamás te he odiado. Nunca. Ni a ti ni a nadie.

La marquesa de Belfort le miró cargada de ironía y dijo:

—Lo pondremos en tu epitafio: «Aquí yace don Abel de Nácar. Nunca conoció el odio, aunque supo despreciar como nadie».

Abel estalló en una sonora carcajada. Ella notó calor en las mejillas, junto a las orejas. Le pasaba siempre que conseguía hacerle reír. Mientras se calmaba, la marquesa pensó en el amor que aquellos jóvenes se habían profesado. En las cartas. En la poesía. En la bondad que esconde el corazón de un hombre en apariencia malo.

—Oh, no, perdón… —le dijo—, me doy cuenta ahora de que sí has conocido el odio. No puedes ver a los gatos.

Abel asintió pensativo. Era cierto. Los odiaba a muerte.

—Marta… soy un hombre difícil, he hecho cosas que otros calificarían de terribles, he mentido, sí, como nadie, pero no he matado a otro hombre, ni siquiera con la excusa de la guerra, nunca he sido violento y, sobre todo, no recuerdo haber odiado a otro ser humano. En cambio, he querido con tanta intensidad que he consumido la vida a mi alrededor.

—El verdadero amor lo encontraste en Cecilia. Lo nuestro fue solo un ensayo.

—No, te equivocas. El verdadero amor me lo diste tú, y yo, años más tarde, se lo entregué a ella. Tú fuiste verdad. Cecilia fue verdad. Todo es verdad, hasta las mentiras.

La marquesa supo que cuando los raros ojos de su amigo dejasen de sostenerla, lloraría en soledad.

—No puedo imaginar lo que fue esa noche terrible, aquella noche en… la habitación verde.

Doña Marta miró la cicatriz que dividía su rostro. Este y oeste. España y Portugal. El Atlántico y el Mediterráneo.

—Nunca hemos hablado de ello —dijo ella.

—De algo terrible puede surgir lo mejor de tu vida…

—¿Qué quieres decir?

—Algún día te contestaré a esa pregunta. Algún día hablaremos de esa noche en la habitación verde.

Abel se dijo que sí, que algún día le contaría a Marta que Cecilia no murió a manos de Cayo, que se fugaron juntos, con la niña, y que su gran amor fue la madre de la preciosa e inteligente Marcela… Le contaría, también, que fueron los años más felices, intensos y honestos en un palacio italiano.

—¿Seguro que no quieres el tulipán de oro?

—No.

—Lo guardaré yo, entonces.

Abel dejó el embudo de oro sobre la repisa de su antecámara, junto a la estatua de Menelao. Doña Marta se despidió cariñosa, hasta otro jueves, y se marchó. El magnate se puso en pie, a mirar por la ventana. Le gustaba ver a su viejo amor atravesar el frondoso huerto. Posó la mano derecha sobre la cabeza del gran guerrero Patroclo, muerto en brazos de su mejor amigo, y pensó en su odio a los gatos. Su alma se convirtió en una nube de polvo y la tramontana sopló hacia Florencia. Abel cruzó la Piazza de la Signoria, entró en la Via dei Cerchi, atravesó el tercer umbral, subió las escaleras de mármol del palacio de Linace, recorrió el pasillo de los Canalettos, entró en la alcoba de su pequeña y querida sobrina. Aquel día era un hombre joven, fuerte, rico, lleno de sabiduría y, sin embargo, el menos afortunado… Cecilia había muerto tras una agonía espantosa. Cogió a la niña de la mano. La adoraba.

—Quiero que te despidas de mamá.

La pequeña que llegó al mundo con el nombre de Tana, pero que ahora se llamaba María Valent, asintió. Se detuvieron frente a la puerta de la gran alcoba. Cuando Abel se disponía a accionar el picaporte, la niña posó la mano en su brazo, deteniéndole.

—Dime, ¿qué pasa con los muertos?

—Los enterramos.

—Eso lo sé, pero… ¿Y su alma?

—¿Qué sabes tú del alma?

—Nada, pero me gustaría saberlo todo. Querría saberlo todo sobre el alma. ¿Existe?

—Yo pienso que sí. Yo pienso que las personas son como un frasco de perfume. El cuerpo es la botella y el alma es el perfume.

—Y cuanto mejor es el perfume, más bonita es la botella.

—Sí. Es raro que un frasco del mejor cristal tallado esté vacío. ¿Entramos?

—Aún no.

—¿Por qué?

—Porque no me has contestado. ¿Qué pasa con el alma cuando alguien se muere?

—Queda para siempre en sus objetos más queridos.

—¿Por qué?

—No lo sé, pero es así. ¿Entramos ya a despedirnos de mamá?

—¿Me dará miedo?

—No. Te parecerá que está dormida.

La niña asintió. Ambos entraron en la habitación. Cecilia tenía los ojos cerrados. Su pelo dorado estaba desparramado por la almohada de lino fresco y la niña pensó que se parecía, efectivamente, al perfume cuando se extiende por accidente sobre la ropa. Su madre yacía en la cama, entre sábanas crujientes de merletto veneciano. Había expirado una hora antes.

Tras mirarla largamente, la niña dijo:

—No parece dormida.

—¿No?

—Parece muerta.

Abel asintió, y mirando el encaje italiano de las sábanas se dijo que la muerte es lo único que no se puede disfrazar. Ambos se acercaron a ella. La miraron largamente. Abel aún asentía cuando dijo:

—La muerte es la verdad absoluta.

Después, le quitó a Cecilia el sencillo crucifijo de plata que había llevado siempre al cuello y se lo puso a la niña.

—Toma. Aquí está un trozo de su alma.

La niña asintió. El metal estaba frío. Quiso calentarlo con su mano y se agarró a la cruz.

Veintitrés años habían pasado desde aquella escena. Ahora, Tana recuperaba el pasado. Estuvo una hora refugiada entre los brazos de don Cayetano de Nácar, su padre, el verdadero, no el de sus recuerdos florentinos. Le parecía imposible que el cirujano hubiera sabido llegar hasta ella. Se miraban y reían y volvían a abrazarse. Las preguntas se agolpaban de tal manera que nada se decían, al fin…

—Tana, mi niña… Eres preciosa. No sé pensar otra cosa, solo que eres preciosa.

—Dicen que también soy lista —dijo sonriente.

Se abrazaron. Cruzaban dos, tres palabras y lloraban y reían. Y al fin…

—¿Cómo está?

—Se muere, es mi amor y se muere… No sé qué más puedo hacer. Los riñones no hacen su trabajo…

—Déjame examinarlo… Ah, cuántos años han pasado y qué bien conozco esta cara… Es el comandante Javier Mayor y Sans. Le tuve que haber cortado el brazo pero me convenció de que no lo hiciera y me dijo que algún día me ayudaría… Ha cumplido su promesa. Gracias a él estoy aquí.

—¿Cómo?

—Con ese brazo que yo había condenado, escribió una carta que ha dado unos cuantos tumbos. Una carta que pese a todas las expectativas, me encontró.

—¿Puedo leerla?

—Toma… La llevo junto al corazón. Léela mientras yo lo examino, prefiero hacerlo a solas. En realidad verás que no es una carta. Son muchas cartas.

Tana salió de la habitación para dar una vuelta, asimilar emociones y leer. Y leyó. Y leyó. Cuando terminó sintió el placer del amor verdadero, que no es una sensación, es una certeza.

Su comandante había traído a su padre junto a ella. Su amor no podía morir. Corrió a mi lado, luchando por no llorar, con el corazón en llamas.

Don Cayetano estaba terminando su examen, que incluía mirar al trasluz la orina del enfermo. Sacó algo de su zamarro de piel.

—Esto es Guyanaco, una droga de los indios araucanos. No es exactamente venenoso, pero es verdaderamente potente y podría ser letal. Cambiará la acidez de la orina y los humores, y si no es demasiado tarde, arreglará los riñones… pero será la noche más larga. Esperemos que no tenga inflamado el bazo…

—¿Una noche a vida o muerte?

—A vida o muerte.

Tras el juicio y la exoneración de Tana, Jaime estaba feliz por ella y por Palma y se trajo a Esteban a la capital. Disfrutaba cada minuto de su hijo, observando los ojos de Fani en esa piel imposible que tienen los niños. El pequeño, que había cumplido dos años, corría por toda la casa jugando a montar a caballo, llenaba de piedras blancas los bolsillos de su padre y repetía «te quiero» con una dulzura que alimentaba su cuerpo para toda una semana. De la mano de su hijo, Jaime recordó su infancia y juntos visitaron todos los lugares que dolían. Por su hijo escaló Es Pontàs y le cambió el nombre al castillo de roca, como hizo el caballero Lanzarote tras conquistarlo. Por Esteban bajaron a las cuevas del Drach, en busca de un dragón ciego y enfadado. Por él también regresó a la infancia a rescatar la pureza y encontró otro modo de amar. Pero entre la felicidad y el drama a veces no hay ni el espacio de un suspiro. Un día, el pequeño jugaba con la vieja Excálibur, que yo le había regalado, a que era un diminuto caballero de la tabla redonda. Lo hacía en lo alto de las escaleras, en el descansillo del primer piso, entre los dos enormes jarrones chinos de su bisabuela, al borde de los empinados peldaños. Esteban trotaba escaleras arriba y mataba a un dragón, blandiendo la espada celta del general Mariño con verdadero entusiasmo. Estaba solo. Mientras su hijo jugaba con este peligroso objeto, Jaime, en el patio, aspiraba el aroma de los naranjos, sentía el sol en las mejillas. Buscaba una manera de ser feliz, preguntándose si no la había encontrado en esta pacífica claridad. De pronto un estrépito. Cristales rotos. El desgarrador grito infantil. Jaime voló junto a su hijo, haciéndolo herido o, peor aún, muerto. Esteban lloraba con un dolor desconocido por su padre. A su lado, el gran jarrón chino de valor incalculable yacía en cien pedazos. Sin querer lo había golpeado con la Excálibur de hierro que yo le había dejado tener y lo había hecho papilla.

—No importa, cariño, no importa —respiró aliviado—. ¿Te has hecho daño?

El niño estaba a salvo pero el susto y el disgusto sacaban lágrimas puras y transparentes de sus pequeños ojos azules. Estos se desbordaban en lindísimos arroyos de tristeza que a Jaime le daba pena enjugar porque eran deliciosos.

—Vamos, vamos, sir Galahad… Le pediremos a vuestro escudero que os ensille el caballo… Aún debéis encontrar el Santo Grial. ¡Catalina!

Esteban sonrió asintiendo desde ese segundo tan envidiable en el que los pequeños pasan del llanto a la felicidad.

La joven ama llegó con prontitud y, aún algo tembloroso, el niño se agarró a la larga trenza azabache de la sirvienta, que asomaba bajo un planchado rebosillo blanco de encaje.

—Catalina, este caballero necesita su armadura y su montura, pero mejor guardemos a Excálibur. Dicen que le pertenece al rey Arturo y en otras manos podría ser peligrosa.

Catalina Garamande sonrió y asintió, subiéndose al niño sobre las espaldas para que no se cortase los pies descalzos.

—¿Y qué te parece si primero cantamos una canción?

—Síiii —dijo el pequeño mientras arreaba su caballo hacia el patio.

Cuando se marcharon, Jaime empezó a recoger los pedazos y entonces pensó que jamás le había prestado atención a la enorme pareja de jarrones chinos de su bisabuela. Habían estado en su casa toda la vida y, de tanto verlos, ya no los veía, pero ahora que uno de ellos estaba en pedazos, a sus pies, se dio cuenta de que tenían una decoración realmente típica de los jarrones chinos: estaban cuajados de flores de crisantemo. Se puso nervioso. Las palabras de Fani flotaron sobre el aroma a linimento…

—Creo que son crisantemos… Un jarrón con crisantemos.

Miró hacia el otro jarrón, el que estaba intacto. Tenía la tapa puesta, o como diría Fani, a la que no le gustaba ser literal: era un jarrón con sombrero. Jaime pensó que tal vez ahí estaba la respuesta, quizá su esposa había guardado algo dentro. Un mensaje en una botella, la carta de un náufrago, el despacho en una paloma, la respuesta a sus desvelos. Sintió una fuerte opresión en el pecho. Le ardían las mejillas. Decidió calmarse recogiendo los pedazos del jarrón destrozado mientras se decía: no te ilusiones, Jaime, no hay nada, no hay nada ahí dentro.

Mi amigo se equivocaba, y para colmo había enviado al pequeño Galahad a una misión equivocada, pues en verdad no sabía aún que su hijo, en su pureza de espíritu, ya había hallado para él el Santo Grial que, en esta ocasión, tenía la curiosa forma de un jarrón chino con sombrero.

Tana fue dándome el horrible bebedizo de este cirujano mago que me había salvado el brazo. Lo hacía gota a gota, con una cucharilla de plata, y aquello amargaba a demonios. No era exactamente un antídoto. Más bien, se trataba de un antagonista. Un valiente luchador que, a modo de campeón medieval, trataría de aflojar la tenaza a la que me sometía el arsénico… y que una vez solo, invadido mi cuerpo, podía matarme. Una hora después mi vida entera, la vivida y la imaginada, comenzó a pisotearme como una reata de mulas. Oía las voces de mis padres y veía sus cuerpos removiéndose como gusanos en sus improvisadas tumbas. Mi hermano cavaba, paraba, me pasaba la pala, yo seguía, cavaba, paraba, y así. Tío Enrique, mamá, papá, el ama, el mozo, el hijo del mayordomo, la hija del ama junto a un camino. Fusilados por ayudar a los guerrilleros. Campos quemados, animales robados, huidos o muertos y el pozo envenenado. Francisco y yo jugábamos en el laurel, así que puede decirse que el laurel nos salvó. Ese día el viento sacaba conversaciones de las hojas y el aroma intenso del árbol se nos quedó entre las ropas. Volvimos de jugar y tuvimos que enterrarlo todo, hasta los corazones. Cavábamos, culpables, y desde entonces el perfume a humo y a laurel es el de casa y el del dolor de no haber muerto con ellos. A los trece maté a mi primer francés. A los dieciocho se encendió una hoguera en mi pecho. Ahora, un fuego igual de intenso me partía el espinazo y sentí la Excálibur de Mariño clavada en mi espalda. De la Piedra tenía su bota sobre mis hombros y, con toda su fuerza, trataba de sacármela de entre las vértebras, pero él no era el rey Arturo y no podía porque De la Piedra solo era una piedra de la Seu a punto de caerme en la cabeza. El buen soldado se echó mi cuerpo a los hombros y corrió como una liebre entre las balas, hacia retaguardia, gritando ¡cirujano, cirujano! Me miraba el cirujano de otra antigua batalla y me tomaba el pulso agarrándome una mano que debió haber cortado ese Merlín de los ojos raros que tenía ahora delante. Un capellán me ungía con los aceites y no sé si era entonces y lo soñaba o era ahora y lo vivía. Las tres costuras de mi brazo se retorcían como auténticas serpientes inyectándome un veneno abrasador. El dolor fue tan intenso que por segunda vez en una guerra grité pidiendo muerte.

—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!

Jaime tiró a la basura los trozos del jarrón y se sentó en la bancada del descansillo, mirando los crisantemos. Llevaba allí veinte minutos, quieto, esperando una extraña inspiración, como aguardando que una voz de ultratumba le diera permiso para volver a moverse. El pulso le temblaba al quitar la tapa del jarrón. Realmente esperaba que estuviera vacío y, sin embargo, cuando vio la carta se dijo que siempre supo que Fani le había dejado explicaciones allí dentro. Era, efectivamente, un mensaje en un jarrón chino. A Fani le gustaban esos juegos del azar o del destino. Sacó el sobre.

Don Jaime Sarriá Herbutz.

Dentro había una nota y otro sobre. La nota decía:

Querido mío. Has dictado una injusta sentencia. Me pediste que tuviéramos un hijo, no fui capaz de dártelo en veinte años y cuando al fin lo logramos… te culpas de haberme matado. Esto es atroz. No puedes ser justo con nadie si no empiezas por ser justo contigo mismo. Como no escucharás alegatos que vengan de mi parte pues sabes que siempre fui abogada de causas pobres y parcial a tu favor, déjame que te entregue la carta del hombre más justo que conozco. Está en el sobre adjunto.

Jaime tenía palpitaciones, le sudaban las manos, abrió el sobre y muy sorprendido sacó tres folios amarillos por el tiempo y pulcramente doblados. No pudo evitar pensar en Tana y en lo buenas amigas que habrían podido ser. Fani era todo lo que no era la cirujana, pero sin renunciar a una sola de esas cualidades supuestamente masculinas como son la independencia, el talento, el honor o la fuerza. Sarriá leyó la carta y, a pesar de que ya conocía su contenido, se emocionó. Se dijo que con su vida Fani le enseñó a reír, y con su muerte, cada día, le estaba enseñando a vivir.

Cuando terminó, dobló las páginas de nuevo y se guardó la carta contra el pecho. Por primera vez, habló con su mujer en voz alta, sin tener que hacerse a la mar:

—Fani, tú eres mi vida. Te quiero, te pienso.

—Todo fue culpa mía —decía don Cayetano—. Yo no los maté pero lo habría hecho.

—Abel te engañó. Nos engañó a todos. Nos secuestró.

—Hay que juzgar a los hombres por todos sus actos. Por todos. Debo confesar que era yo quien os tenía secuestradas en una casa miserable, solas, mientras disfrutaba obsesionado de una profesión que os ponía en peligro cada día. Siempre me sentí culpable del crimen. Me supe culpable. Que no muriese nadie no me exime. Le partí la cabeza a mi hermano y puedo comprender su venganza. Contagié a mis padres de peste, Cecilia era infeliz y tú también. Quizá fue lo mejor.

—Para mí no lo fue. Te perdí a ti. Perdí Mallorca.

Padre e hija se abrazaron como si hubieran sabido hacerlo desde siempre.

—El pasado es solo un prólogo, querida niña. Miremos al futuro.

—No hay futuro sin él.

—Entonces lo salvaré a él por ti, por mí, porque ya se han terminado las desgracias.

—Arde de nuevo.

—Disuelve estos cristales en agua.

—Salicina.

—Le bajará la fiebre.

Ya, ya sé que debo ir cerrando este relato, pero hay tanto que contar… Prometí explicar el misterio de Marcela, así que lo haré con brevedad. Marta y Adelaida estaban ante ella. La joven había superado su neumonía y se encontraba fuera de peligro, aunque todavía se encontraba en cama. Fue Adelaida quien comenzó a hablar:

—Tengo fama en la isla de no mentir y ninguna mentira ha salido de mi boca en los últimos veintidós años. Desde el día en que en esta misma casa, en mi alcoba, bajo las vigas de madera que sostienen el tejado, di a luz una niña. Tú eres mi hija. Ramiro y tú no sois hermanos.

Marcela fue a decir algo pero Adelaida la silenció con un gesto.

—Tengo el discurso preparado y quiero que sea corto, sin justificaciones. Tienes derecho a saber quién eres en realidad; yo he estado ciega y tu madre, que es verdaderamente la marquesa porque es ella quien te ha criado, también, pero ahora construiremos por ti un ejército de elefantes, por seguir la analogía de la cirujana. Tú eres, sí, mi hija. El hecho es sencillo. Hace veinticinco años, tuve un amor. Un hombre bueno. Nos quisimos y me quedé embarazada. Él se marchó a la mar y se ahogó. Don Eduardo Sarriá, padre de don Jaime, que siempre tuvo amistad con mi familia, me puso a trabajar con la marquesa. Ella prometió ayudarme. Yo le supliqué que te llevara a una buena casa, con una familia honrada que no pudiera tener niños. Le dije que quería un buen futuro para ti, que no podía soportar la idea de que fueras mirada mal o llamada ¡eh, tú, la xueta! Y entonces, el destino se puso a nuestro favor. Tres años después de que nacieras, don Abel quiso recuperar de un convento de Florencia a su hija natural. Una pequeña llamada Marcela Bocacci. Pero doña Marta descubrió que esta niña —que era un bebé cuando él la dejó con las religiosas italianas— había muerto de disentería. Así que, para tenerte cerca, te trajo de la heredad de Sóller donde tú crecías, les dijo a todos que eras una italiana adoptada y a Abel que tú eras Marcela. Te dio un futuro y se inventó un pasado. A mí, la marquesa me concedió el privilegio de verte crecer.

—Me disteis también un gran dolor.

—Lo sabemos, querida. Nos arrepentimos. Por suerte estamos todas vivas para contarlo y aprender de ello.

—¿Me llevarán a la cárcel por envenenar las velas?

—No lo sé, pero que lo intenten —dijo la marquesa.

—Entonces… ¿Podré casarme con Ramiro?

—Ya lo estamos organizando. Ahora os dejo. Quiero que Adelaida, a solas, te cuente otra historia.

La marquesa le dio un beso en la frente a su hija y se marchó. Adelaida y ella se miraron a los ojos.

—¿Qué historia es esta?

—La historia de un bastón —dijo la xueta ofreciéndole su báculo para que la joven lo sostuviera en las manos.

Según me han contado, por la mañana me desperté del salvador veneno diciendo:

—No… No me llevéis a Avalon.

Después me explicaron que el bebedizo araucano no me había, exactamente, salvado.

De hora en hora, sonaba d’en Figuera, como anunciando otro fracaso. Con cada campanada Tana se decía: no va a morir. Me iré a dormir en el próximo toque… Pero llegaban más tañidos y ella seguía inmersa en farmacopeas, gacetas, viejas cartas de egregios catedráticos y revisiones de índices de medicina en busca de la solución a mis pesares… Al parecer, me encontraba en la situación parecida a uno de sus chistes. La buena noticia es que había eliminado el arsénico de mi cuerpo y gracias al bebedizo araucano, uno de mis riñones funcionaba y se iba a salvar. La mala, que por culpa del bebedizo de don Cayo, el bazo estaba agrandado, fastidiando todo lo conseguido. Para que me sintiera mejor, cada dos horas me inyectaban en vena una solución de bicarbonato y, de cuando en cuando, una monja que debía de ser la prima fea de Virtudes Mariño, entraba a llevarse mi orina y a mirarla al trasluz, quién sabe con qué negros propósitos de hechicera artúrica. La cosa es que la cirujana y Alberto Echagüe, Bretón y don Pablo y, sobre todo, don Cayetano de Nácar, habían parado un poco mi muerte, esta muerte largamente anunciada y que de tan retrasada era casi esperada con gran ilusión y preparativos de fiesta por mis amigos. Los galenos mantenían acaloradas discusiones. Jaime también andaba por Can Belfort, apoyando, echando una mano, vigilando por mis intereses y, cómo no, opinando. En esta ocasión era sobre todo Alberto quien insistía en que había que operar y Tana la que se resistía.

—Tú me enseñaste que hay que ser valiente —dijo Echagüe.

—Está muy débil, perderá demasiada sangre. La esplenectomía tiene una mortalidad altísima en las mejores condiciones.

—Yo no conozco a nadie que la haya sobrevivido, pero en la literatura hay casos felices —dijo Don Pablo.

—No sé si sabes que no lo has planteado de la mejor manera posible para convencerla… —le dijo Bretón mientras buscaba sitio entre sus amigos, a la mesa redonda llena de viandas, con la intención de comer más sobrasada.

—En mi vida he presenciado o asistido a dos, una en Francia y otra en Italia, y en los dos casos murió el paciente desangrado —añadió Echagüe.

—¡Caray, sois la alegría de la casa! —dijo Bretón—. Tana… ¿A ti qué te dice la intuición?

—No me dice nada. Me dice que se muere haga lo que haga y prefiero verlo morir entre mis brazos que en el teatro de cirugía, entre frías paredes, delante de cien extraños. —Tana se sentó a la mesa redonda también y se sirvió un té.

—¿Y no prefieres verlo vivir? —dijo Echagüe.

—Escúchanos, querida, te veo pesimista… —dijo Pablo.

—¿Pero no lo entendéis? Estáis admitiendo con vuestros ejemplos que la cirugía conlleva su muerte. Sabéis que no se despertará…

—Sin bazo se puede vivir. Si sale de la operación se recuperará… Si no operamos, morirá seguro. Hay una esperanza.

—La esperanza, Tana… ¿Cuál es ese lienzo que tanto le impresionó en París? Ese con el que lleva días obsesionado.

La balsa de… la Medusa.

—¿Y qué diría uno de esos supervivientes?

—¿Agárrate a estos maderos porque no tenemos otros?

—Exacto. ¿Dónde está la cirujana de Palma? La mujer llena de confianza, arriesgada, esa doctora inteligente y luchadora. ¡Hazte a la mar!

—Creo que se la llevó el amor. Tengo miedo… No puedo hacerlo. No quiero hacerlo. Siempre he sospechado que esto acabaría mal… No puedo matarle yo, y menos aún dejar que le mate mi padre.

—Vale, pues le mataré yo —dijo Echagüe en un arranque de autosacrificio.

Los caballeros y la dama le miraron en silencio. El cirujano se encogió de hombros y añadió:

—¡Para ser zurdo, soy muy diestro!

Todos callaron dándole por imposible. Jaime, que los había estado escuchando taciturno y sentado en un rincón, se levantó.

—Le daría toda mi sangre si sirviera de algo.

—Ya salió el caballero andante. Desde que se tira por las ventanas a salvar damiselas y vive para contarlo, se cree invencible.

Tana le miró de forma extraña. Jaime siguió hablando:

—Una vez le escribiste que no puede acabar mal una historia tan bonita. Sea como sea, será así. Todo acabará bien, pero para eso, debemos creer que así será. No hay talento sin confianza, no hay vida sin esperanza, no hay final feliz si no creemos en él. Tú vas a salvarlo y yo te voy a ayudar. Dime cómo.

Tana se agarró a la mirada de Jaime, que era como una maroma lanzada desde lo alto de un barranco. Su rostro pasó por una fase pensativa, otra sonriente, y al fin se llenó de inteligencia. Los caballeros supieron que era uno de esos momentos de iluminación. La cirujana sonrió, se levantó, salió aprisa, todos la siguieron hasta la biblioteca, ella recorrió las estanterías con los ojos.

—Tu ayuda… sí… podría ser… Los milagros… no… no podemos… no podemos dejárselos a Dios…

—¿Qué le pasa?

—… pero que todo el mundo se ponga a rezar, porque si hay una opción entre un millón… tenemos que agarrarnos a ella… La balsa, claro… La balsa.

—Está echando cosas en sus cestos…

—Yo creo que plantea las sumas…

—Para mí que tiene la solución…

—¿Tana?

—Tengo la solución, sí. Hay que operar en busca del milagro. Vete preparándolo todo, Alberto. ¿Qué hora es? A las dos… A las dos de la tarde operaremos… A la una lo llevaremos al hospital. Jaime, te tomo la palabra.

—¿Qué?

Tana abrió un grueso tomo de gacetas médicas de Londres hasta encontrar los viejos artículos de un doctor inglés llamado James Blundell. Una lámina mostraba a dos caballeros, uno en pie, con el brazo desnudo. Un tubo flexible de gutapercha desembocaba en una copa metálica con la mismísima forma del cáliz de la última cena, del que salía otro tubo que llegaba hasta el brazo desnudo del caballero tumbado en la cama de un hospital. Tana rio, después se volvió a los doctores y les dijo que operaría, pero que para asegurar que no me pusiera hidrópico —que creo que es cuando uno se queda sin jugo— habrían de realizar una transfusión. Los doctores se echaron las manos a la cabeza. Juraban que esto sería mi fin y que volverían a detenerla por asesinato y que ellos habrían de testificar que efectivamente era una loca y criminal de todo punto. Fue Jaime quien les hizo callar, pero también él se habría echado las manos a la misma parte de la cabeza de entender que la suma de Tana resolvía que para ayudarla a salvarme, habría de sacrificar una pinta de su propia sangre.

Antes de que me llevasen a ese infame quirófano que en realidad es como un teatro lleno de curiosos que no pagan entrada, los doctores, con Tana a la cabeza, me explicaron que no había más atutía que quitarme el esplín, que es otra forma de llamar bazo al bazo. Como la cirugía era muy arriesgada, pues sangraría hasta morirme, iban a probar una técnica nueva que en realidad era vieja pero que por peligrosa había sido abandonada hacía años.

—Jaime te dará su sangre.

—Mientras no me vuelva tartamudo…

Tana me miró seria.

—Como no te has reído, sospecho que no funciona esto de la transfusión…

—Solo en un caso de cada cinco. Nadie sabe por qué.

—¿Y qué pasa con los otros cuatro?

—Se mueren de un terrible ataque alérgico.

—Bien, cambiemos de tema. ¿Para qué se necesita el bazo?

—Es un misterio, pero sin bazo se puede vivir.

—Si lo tenemos, será por algo…

—Será. Algún día se descubrirá, mientras tanto no hay de qué preocuparse.

—¿Ojos que no ven… bazo que no sirve?

—Más o menos.

—Pero algo cambiará. ¿Me volveré irascible? ¿Seré más impaciente? ¿Perderé el valor?

—No vas a salir de esta con dialéctica. Hay que cortar.

—Mi padre, que era un excelente catedrático, contaba a menudo una anécdota sobre el bazo —dijo Echagüe.

—¿Hace reír tu anécdota? —dijo don Pablo sin muchas esperanzas.

—Un día le preguntó a uno de sus alumnos: «Caballero, ¿podría explicarnos la función del bazo? El muchacho se puso rojo y dijo: lo siento, doctor, lo sabía perfectamente, pero en este momento se me ha olvidado. A lo que mi padre respondió: ¡Desgraciado! ¿Es usted el único ser en el mundo que conoce la función del bazo… ¡Y se le ha olvidado!?».

Todos los médicos rieron, incluida Tana. Yo no le vi demasiada gracia al asunto.

—Muy simpáticos. A ustedes… ¡en mi bazo se las den todas! ¿No? ¡Pues no me dejo! Me convence poco esta ignorancia. ¿Y si guardamos importantes sentimientos en el bazo?

—No andas desencaminado —dijo Bretón—. Los antiguos creían que era el órgano de la melancolía. De la bilis negra. De ahí que esplín signifique tristeza, pena…

—¿Lo ves? Sin bazo estarás más alegre —dijo ella.

—La melancolía tiene mucho que ver con el amor. ¿Y si te quiero con el bazo?

—El amor está en el corazón —replicó Tana exasperada.

—Yo tengo el corazón lleno de hojarasca. Te digo que te quiero con el bazo. No me lo quitarás.

—¡Entiendo ahora cómo conseguiste que mi padre no te cortase el brazo!

De pronto hice una relación de ideas de esas que vienen solas a la mente y comencé a reír a carcajadas. Todos me miraban divertidos, expectantes. Tana estaba algo molesta pensando que desvariaba por la enfermedad.

—¡Don Cayetano de Nácar quiso cortarme el brazo y su hija quiere cortarme el bazo! ¡Sálvenme, es una maldición!

—No es una maldición, es una errata.

Los cuatro empezamos a reír a carcajada limpia, con esa risa tronchante que da en los funerales y las misas solemnes. Tana era la única que no le veía la gracia a nada. Echagüe echó más leña al fuego:

—Ríe, ríe… Porque según los griegos sin el bazo lo que se pierde para siempre es precisamente la facultad de la risa.

—Te creo, Alberto, te creo, pues ¡solo me duele al reír!

Todos nos reímos más y más. Las risas se convertían en llantos ahogados, manos sobre los hombros. Señores doblados.

—Ay, Tana… Qué preciosa te pones cuando nos haces llorar.

—No tiene ni pizca de gracia. Te puedes morir. ¡Se puede morir, señores!

Las risas se fueron calmando. Tomé en mi mano su mano.

—Me puedo morir, sí, ya sé… porque nunca me he reído tanto ni he amado tanto como en Palma de Mallorca. Bésame, mi vida, bésame como si fuera la primera vez.

Los presentes nos miraron con ternura, alguno con celos, pero celos de esos buenos, felices, de amistad. Celos de los de Jaime.

—No, aún no. Tendrás que salir vivo de esta para reclamar el primer beso de tu nueva vida.

Tana pensaba en las palabras de Carlos, mis palabras, o mejor dicho en los diarios del coronel Javier Fernando de Mayor y Sans, mientras esperaba al abogado Santolini en la biblioteca de Abel de Nácar. Junto a ella debían de haber estado Sara, Marcela y Ramiro, pero la joven romántica había sido ingresada en un balneario aquejada de fuertes espasmos nerviosos y un muy delicado embarazo con hemorragias. Por su parte, Ramiro y Marcela se habían casado. Ambos viajaban por el Mediterráneo visitando templos griegos… Pero ya no se podía esperar más al reparto de la herencia de don Avelino de Nácar. El abogado Mauro Santolini leyó una larga carta en la que el potentado explicaba el crimen cometido, cómo instaló a Cecilia y a Tana en el palacio de Linace, cerca de la Piazza de la Signoria, cómo se cambiaron de nombre y fueron felices durante dos años, hasta el nacimiento de Marcela y la trágica muerte de su amada. Una muerte terrible, a causa de la rabia, tras la mordedura de un gato. La carta que leyó el abogado era larga, estaba llena de pequeños detalles, de anécdotas familiares en el palacio de Linace, de amor por una niña que Tana creía olvidada y que empezaba a recuperar con la memoria. En la carta de Abel había tristeza por el amor perdido, pero no remordimiento por el crimen contra su hermano. Era la carta de un creyente en la vida.

Con el escrito se exoneraba completamente a don Cayetano, que ya para siempre recuperaba a su hija y su isla. La carta de Abel acababa así:

Hoy, el destino ha querido que entrara en mi casa una cirujana, un milagro, una mujer fuerte, bella y valiente. Llevaba al cuello la cruz de plata de su madre, y al reconocerla busqué en sus facciones el rostro de Cecilia, el amor que perdí, el amor que me llevé a Florencia. Me sorprendió no ver nada de ella, pero lo vi todo de ti, hermano. Su nombre es Cayetana de Nácar, mi sobrina, la hija de un gran cirujano. A ella, a ti, Cayo, que sé que sigues con vida en las antípodas de esta Mallorca, pues desde hace años sigo tu paradero, y a mis tres hijos naturales, Laura, Ramiro y Marcela, dejo toda mi herencia, todo mi patrimonio. Una inmensa fortuna que quizá pueda construir un futuro mejor para alguno de ellos. Desearía dejaros algo más que oro. Me gustaría llenar vuestros corazones de orgullo, valor, seguridad en lo que vendrá mañana. Cayo, te pido perdón por las injusticias cometidas, pero no me disculpo por haberlas querido. Nunca me han gustado las normas de los hombres pues siempre me han causado infelicidad. Con todo mi corazón espero que a la lectura de esta carta tengas delante a tu hija, cirujana como tú, en Palma. Desde mi muerte, me veo en la osadía de pedirte que los cuides, si puedes, si quieres, a todos. Que los cuides, a ser posible, con amor.

Cuando el abogado terminó de leer se hizo un largo silencio. Cayetano cogió la mano de su hija y ella sintió un escalofrío. Al fin, Tana habló:

—Dígame una cosa, abogado… ¿Quién era esa persona a la que esperábamos, la que vivía en Vanitú?

—Pues don Cayetano, claro.

—Mi padre no viene de Vanitú.

—¿Ah, no?

—Yo no he estado en mi vida en Vanitú. ¿Dónde está Vanitú? —dijo Cayetano.

—En Oceanía, creo. Pero entonces… caballero, ¿cómo es que ha vuelto a Palma de Mallorca en el momento oportuno? ¿Pura casualidad?

—No. La carta de un comandante. Él cree que la escribió con el brazo, pero en realidad la escribió con el corazón.

—Prodigioso, verdaderamente prodigioso.

—No, abogado, no es un prodigio —dijo Tana pensando en la carta—, es un auténtico milagro.

Sarriá venía todos los días a verme. Al pequeño Esteban le encantaba el laboratorio y Tana le enseñaba alas de mosca por el microscopio. Una de estas tardes de convalecencia, Jaime y ella se miraron con ese cariño inmenso que solo se pueden tener dos personas que se saben predestinadas.

—Nunca te pregunto cómo estás. Soy muy egoísta.

—Estoy triste, estoy feliz.

—Dos contrarios en una frase. ¿Te estás contagiando de Echagüe?

—Alberto es mucho más sabio de lo que parece.

—¿Resolviste el asunto de los crisantemos?

—Sí.

—¿En serio?

—A Fani a veces le gustaba dejar mensajes en sitios raros… Había una carta en un jarrón chino con crisantemos.

—Sí es raro el sitio, sí.

Ambos rieron. La mayor complicidad no está en los besos, sino en las carcajadas, porque la risa es la llave del corazón. Jaime sacó el sobre del bolsillo de su chaqueta.

La he traído. Quiero enseñártela.

—Yo también tengo aquí una carta que me moría por enseñarte. La que Javier escribió para encontrar a mi padre.

—Me gustaría que leyeras la carta de Fani.

—Y a mí me gustaría que leyeras esta… O mejor dicho, estas… He de explicarte que son muchas cartas dentro de otras cartas… Es algo excepcional.

—¿Me pones una copa de ese coñac nuestro y nos las cambiamos?

Tana ya estaba en movimiento, abriendo el armario secreto del secreto Remy de 1813. Sirvió dos copas como si fuera un ritual que solo practicarían muy de cuando en cuando. Quizás este era el verdadero Grial.

El destinatario del primer sobre que abrió Jaime decía:

«Don Cayetano de Nácar, Lazareto de Isla Galante».

El destinatario del primer sobre que abrió Tana, rezaba:

«Jaime Sarriá Herbutz».

—Léemela. Quiero saborearla con voz de mujer.

—¿Y después me leerás tú la de Javier?

—Por supuesto.

—Entonces… Empiezo.

—Adelante.

Tana bebió un sorbo recordando un beso, infundiéndose valor, y comenzó a leer las palabras de una muerta:

Querido mío. Has dictado una injusta sentencia. Me pediste que tuviéramos un hijo, no fui capaz de dártelo en veinte años y cuando al fin lo logramos… te culpas de haberme matado. Esto es atroz. No puedes ser justo con nadie si no empiezas por ser justo contigo mismo. Como no escucharás alegatos que vengan de mi parte pues sabes que siempre fui abogada de causas pobres y parcial a tu favor, déjame que te entregue la carta del hombre más justo que conozco. Está en el sobre adjunto.

Tana estaba nerviosa, le sudaban las manos, sentía que nunca tendría un amigo más íntimo y más cercano. Aquello que Jaime estaba compartiendo con ella no era otra cosa que una parte de su alma. Tana abrió el nuevo sobre y muy sorprendida vio que era la vieja carta de un soldado:

Querida Fani,

Los días comienzan a ser más largos y cálidos y esto hace mucho por la moral. No hay peor bala de cañón que un pie congelado o bayoneta más cruel que la neumonía. Las noches son cortas, mejores por tanto, porque es en la noche cuando ahoga el manto del miedo.

Hoy fusilamos a tres carreteros que comerciaban con el enemigo y a los mozos que los acompañaban en sus trapicheos. Hacía tiempo que veníamos oyendo que los franceses tenían abundancia de bacalao, quina y cacao. Era verdad, y les tendimos una trampa a estos buhoneros aprovechados. Los cogimos atravesando los Pirineos, de vuelta de su negocio. Como segundo oficial, y hombre de leyes, fue mi deber defenderlos ante el tribunal de guerra. Entendí por qué se les tapa los ojos a los reos. Para que no vean la farsa que es la justicia. Tres de ellos eran niños, mozos sin culpa, ayudantes de los carreteros, quienes a su vez son lacayos de un tercero al que la guerra nunca alcanzará. Los condenaron a todos a muerte sin atenuantes. Dios sabe que no soy parcial. Que odio como el que más al francés, pero esto fue una escabechina para dar ejemplo. De los diez, solo tres merecían morir y me doy cuenta de que mi idea de la justicia no se corresponde con la de mi España, pero es extraño, sigo creyendo en las dos. El secreto está en saber que la justicia no existe en grande. La justicia existe en pequeño como la perfección de una flor. Un campo de amapolas no es perfecto. Pero coge una, cualquiera, tenla cerca, antes de que vuelen sus pétalos, lejos, arrancados por el viento. ¿No es perfecta como lo son tus ojos o tus manos? No puedo seguir siendo un hombre de leyes en grande, sí en pequeño. Creo que si soy justo conmigo mismo, contigo, con los que puedo abarcar, conseguiré alcanzar una forma de perfección y por ello dejaré el derecho pero me convertiré en policía. Quiero estar en el origen del crimen, del delito, en el detalle de la justicia. Aquí, querida mía, rodeado de muerte, me doy cuenta de que lo que me importa es la vida. Me importas tú y el futuro y construir esta justicia contigo y tener un hijo para enseñarle sin discursos lo que me vienen enseñando generaciones de Sarriá con sus acciones desde quién sabe cuándo. Nos importa la vida en la medida humana, en pequeño, en la proporción real de los desheredados o de los maltratados, no en la medida mallorquina, española o universal. Somos joyeros de luchas vecinales, guardianes del grano a grano y añadiendo una sola gota al océano nivelamos alguna balanza en alguna parte. Los Sarriá y los Company plantan semillas, que es como se crea la vida. Sé que los médicos te han recomendado que trates de evitar un embarazo, pero vivir sin felicidad es la semilla de la injusticia universal porque la justicia ha de empezar con uno mismo. Debemos ser valientes. Por mí, por ti, por la pequeña balanza de las cosas perfectas, como las flores de un crisantemo, y mirar adelante sin remordimiento, porque el remordimiento es el cáncer del alma.

La guerra está ganada, mi amor, los franceses se hallan casi en retirada y en poco tiempo estarás de nuevo entre mis brazos, en Son Perelada.

Te quiero, te pienso.

Jaime

Cuando Tana acabó, ambos tenían lágrimas en los ojos.

—Algo hemos hecho bien para que nos quieran así.

—Solo querer.

—Tú la quisiste y la quieres.

—Es mi turno. ¿Dices que es la carta que envió Javier…?

—Lee. Es más que una carta.

Ahora fue Tana quien aspiró el aroma del coñac. Aquel íntimo instante se abrazó a ella. Jaime vio que dentro del sobre había una nota y otro sobre más. Era una carta dentro de otra carta, y de otra y otra más…

Jaime se aclaró la garganta y leyó:

«Don Cayetano de Nácar, Lazareto de Isla Galante».

Estimado don Cayetano de Nácar,

Adjunto una carta, señor, que ha recorrido el mundo desde Palma de Mallorca a la Patagonia, pasando por el archipiélago de Chiloé y llegando a La Martinica. Es sin duda un milagro que no se haya perdido y rezo por que llegue a su destino y porque lo encuentre a usted, como nos ha ido encontrando a los demás.

General Andrés Weidrich Naranjo,

capitán general de Cuba,

conde de Isía.

Querido Andrés, alentado por un buen amigo, me uno a la búsqueda del cirujano militar don Cayetano de Nácar. Mis investigaciones me anuncian que podría estar en Cuba o Santo Domingo. Al parecer, recientemente hablaste mucho y bien de él tras una reunión de Estado Mayor en Madrid. Tengo la esperanza de que conozcas su paradero y de que puedas de algún modo hacerle llegar esta carta que ha tocado los corazones de soldados y oficiales y el mío propio. Una epístola que ya ha recorrido medio mundo y que Dios quiera que siga teniendo alas de ángel.

Siempre a tu disposición,

Alejandro María de Aguado,

marqués de las Marismas del Guadalquivir

y viejo soldado.

Jaime leía emocionado imaginando a esos hombres. Recreando su afecto y su camaradería. Efectivamente, un nuevo sobre se abría y en él otra esquela:

Estimado general Gilabert, ha llegado a mi cuartel esta carta por accidente, pues soy, como era usted hasta hace unos meses, general del ejército chileno y compartimos el mismo apellido y nombre similar, aunque no creo que guardemos parentesco. Al leer las misivas que se acumulan en estos sobres… una vez más, por accidente, pues ya digo que creía ser yo el destinatario, mi corazón se ha detenido, señor, y me ha invadido una emoción tan intensa que no puedo por menos de encargarme de que mi subalterno se llegue a caballo hasta su residencia en Santiago para entregársela en mano. Ruego a Dios, pero sobre todo a los hombres de armas, que se unan en esta noble busca que es la búsqueda de todos los que hemos luchado en tantas batallas y a menudo nos hemos preguntado por el sentido de nuestras acciones. Lo entenderá todo cuando vea el contenido de los sobres adjuntos.

General Roberto Gilabert,

Capitanía, Aysén.

Querido Humberto, me llega una petición de la viuda de un excelente camarada que sirvió con el inefable Javier Mayor y Sans, al que sin duda recordarás de Bailén por su bizarría y su fantástico humor. Al parecer, está enfermo en Mallorca, Dios quiera que se recupere, y es imperativo para él hallar a un cirujano militar llamado don Cayetano de Nácar, al que dejó con O’Higgins, de cirujano personal, en Chile, hace más de veinte años. Se trata de una cuestión de honor, pero sobre todo, de lograr que un padre se encuentre con la hija que perdió hace más de veinte años. Te ruego que leas la misiva con el mayor interés y que envíes noticia al que fue tu amigo, compatriota americano y camarada general San Martín y a todo aquel que creas que pueda conocer el paradero en América de este hombre singular, el cirujano don Cayetano de Nácar. Escribo también a Mario con el mismo propósito. Entre todos hallaremos a este hombre.

Saturnino Silambre,

general de S. M. la reina Isabel, retirado.

Querido Nino,

Escribe a mi marido una carta un viejo compañero de armas. Como bien sabes, Jeremías murió recientemente y no sé si soy yo que estoy flojucha o es que se trata de la carta más pura de sentimientos que he leído en mi vida, pero tenemos que ayudar a este soldado cuya epístola te adjunto. El cirujano al que debe encontrar el amigo de mi marido fue visto por última vez en Chiloé, pues era oficial cercano al brigadier Quintanilla en la toma del archipiélago. Al propio Quintanilla he escrito con copia de esta carta, pero me pregunto si no será una locura que escribas a Humberto, que era tan íntimo amigo de San Martín. Si alguien conoce a todo el mundo en dos continentes es un hombre que ha libertado dos mundos. Ya sé que vive retirado de todo, pero que no quede en el tintero por no intentarlo.

Un abrazo de amiga,

María Pilar Corrientes,

viuda del general Sánchez del Barrio,

Santander.

Jaime leyó el nombre al que iba dirigido el siguiente sobre:

«General José San Martín, Boulogne-sur-Mer, Francia».

Querido José, hace cuarenta años que compartimos la misma cantina y puchero en Portugal, que lanzamos las mismas amenazas y con el mismo brío, hombro con hombro luchamos años después contra el francés en España. Cuando miro atrás a aquella época recuerdo a mis mejores amigos. Tú eras uno de ellos, si no el mejor. Te ruego que hagas lo posible por ayudar a don Javier Mayor y Sans, me lo pide la viuda de un antiguo camarada al que debo la vida y que a su vez debió su vida a este hombre. Recordarás, sin duda, que de teniente luchó con nosotros en Bailén con su hermano gemelo y que los llamaban «los Javieres». Ambos siempre mostraron ejemplo de buen humor y valor y fueron altamente condecorados por su bizarría. Sé que te hallas alejado de tu patria, por la que diste más sangre de lo que es justo en una sola vida, y que sin embargo la política te lo agradece cruelmente condenándote al ostracismo… pero también sé por antiguos compañeros que tu situación ha mejorado gracias a Aguado y que quizás él, que es un banquero de medios insospechados, pueda desde París lograr el milagro que busca este buen soldado. Tuyo siempre y a tu servicio,

Humberto el «de Briesga», un fantasma retirado de un muy lejano pasado en nuestras guerras, que además de soldado fue general chileno.

Jaime no daba crédito a sus ojos. Abrió el último sobre. Era la carta escrita de puño y letra de su mejor amigo, del hombre que gracias a su sangre se había convertido en su hermano. Era mi carta.

Querido hermano de guerras y batallas, no me conoces y, sin embargo, si te conoces a ti mismo, me conoces bien. Mi nombre es Javier Fernando Mayor y Sans y con trece años me uní al ejército contra Napoleón. Desde esa edad he pasado por todas o muchas de las guerras celebradas en dos continentes hasta mi reciente abandono del uniforme como coronel de Húsares de caballería. En la guerra he luchado por venganza, deber, odio, inercia, compañerismo, incluso por vergüenza, y durante estos veinticinco años a menudo he dudado de la bondad o la utilidad de mis actos. Ahora creo que lo entiendo. En realidad, he luchado por amistad. Por amor a los míos, los compañeros, los muertos y los vivos, y porque era lo que mejor sabía hacer. También sé escribir y me digo que los dos mayores poderes del mundo son la pluma y la pistola, pero creo más en la pluma y deseo que la pluma sea la heredera de mi pistola y de todas las pistolas. De ahí esta larga súplica escrita a la que llegaré en breve. La vida de un hombre, para que merezca la pena, es como una novela. No tiene que ser brillante toda ella. Basta con un capítulo que cambie el pensamiento, que recuerde a un héroe olvidado, que toque el corazón, que refrende una opinión. Quizá la vida merece la pena si hay en ella, como en esa novela que digo, un solo acto de verdadera bondad, amor o hermandad que pueda inspirar otros actos buenos, nobles o simplemente… inspirar. Con esta carta pretendo conseguir ese acto bueno que justifique mi existencia, ya digo. No porque mi vida me importe sino por lo que significaría para la mujer a la que quiero. Ahora sé que el amor verdadero está, precisamente, en los hechos, los actos, los movimientos, las tiradas de dados. Cuando mis batallas han terminado encuentro a la mujer de mi vida y, sin embargo, noto en mi interior una enfermedad que me mata un poco cada día alejándome de ella, y aunque no me duele morir, me duele que ella quede sin mí, que pierda el norte, la fe, el gusto y que esto le distraiga de luchar por todo aquello en lo que pienso que todo ser humano debe creer: mejorar en algo la vida de los que nos rodean.

Hace veinte años, un bravo teniente criollo me asestó tres sablazos en el brazo derecho y uno de los mejores cirujanos que ha tenido cualquier ejército, don Cayetano de Nácar, quiso cortarlo, como era su deber, para salvarme la vida. Yo le convencí de que no lo hiciera y le prometí que algún día este mismo brazo lo salvaría a él. Por eso escribo, desde ese día, como un poseso, con esa mano que el destino quiso conservar, y hoy redacto esta carta que es para todos vosotros, hermanos, pero sobre todo es para él. Debo decirle que he encontrado a la hija que creía muerta, que se llama Tana de Ayuso y que es la mujer a la que he querido desde, creo yo, antes de haber nacido. También debo decirle que él no mató a nadie en Palma y que su causa se revisará y que puede volver a su isla sin miedo y con la cabeza bien alta. Su hija y yo lo esperamos aquí. La última vez que supe de don Cayetano de Nácar fue en Chile. Él era prisionero de Bernardo O’Higgins, aunque seguía salvando vidas de soldados, los suyos, los nuestros, los de todos.

Le suplico a todo aquel al que le lleguen mis palabras que haga lo posible por reenviarlas a otro hermano que pueda encontrarle. Cuantos más mejor, formando una cadena de esperanza. Sí, envíasela, por favor, a otro hermano de guerra, aunque sea del otro bando. Los que hemos compartido el calor de una hoguera antes de la batalla somos sin duda hermanos, cualquiera que sea el tinte de nuestros uniformes. Hermanos de humo, de balas, de pólvora, de sangre contra una encina, de comprensión de la muerte. Este es un mensaje en una botella pero su destino no es incierto. Mi carta viajará en la pata de una paloma blanca a San Sebastián, llegará a manos de un oficial del ejército y sé que, pasado el tiempo necesario, acabará ante los ojos del hombre al que busco.

Parece que pido un milagro, pero alguien me enseñó que, para que ocurran los milagros, no podemos dejárselos a Dios.

Javier F. Mayor y Sans,

conde de Siresa, coronel de Húsares de caballería

de S. M. la reina Isabel, en la reserva.

Jaime dobló la última carta y la guardó en el último sobre. Tras unos minutos llenos de aromas y sentimientos buenos, los amigos intercambiaron sus epístolas.

—Ha sido el mejor coñac que he tomado jamás, cirujana. Cuida de este hombre porque es sin duda excepcional.

—Y tú… cuídate y hasta mañana… Porque mañana te esperamos de nuevo.

—Solo una cosa más… Siempre tengo intención de decírtelo y siempre se me olvida.

—¿Qué?

—El perfume de jazmín.

—¿Qué le pasa?

—El primer día que vine a Can Belfort no fue la primera vez que te vi… Ya te había visto desde mi barco, asomada a tu ventana, con tu catalejo.

—No es posible… ¿Estás diciendo que…?

—Sí, cirujana. Estoy diciendo que mis jazmines… siempre fueron por ti.

Jaime le ofreció una ceja irónica. Tana tembló por dentro y se sintió feliz.

—Una vez un amigo me dijo que soy muy mala detective de asuntos propios. Veo que tenía razón.

—Por suerte, te has rodeado de un buen equipo. Hasta mañana.

—Jaime…

—¿Sí?

—Se puede.

Jaime le regaló sus hoyitos e intercambiaron una jugada de mus. Ella se vio reflejada unos segundos en esos ojos de hoja perenne y supo que este momento, que ya era pasado, era quizás un prólogo de algo.

Días después de que mi mujer me quitase el esplín, el bazo o la melancolía, comencé a recuperarme y conseguí ese beso. Su chantaje funcionó, pues aquí estoy, vivo, respirando el mar, con la pluma llena de tinta, los diarios en la mano, la sangre de Jaime en mis venas para contarlo, y riendo, sobre todo riendo al recordarlo, pues en esta isla he encontrado la panacea universal. El antídoto de la pobreza será el oro, el de la infelicidad es el amor, pero la cura de todos los males, sin ninguna duda, es la risa, la risa hasta en la muerte.

Tana está contenta, su padre va a quedarse en Palma y los médicos de la isla estuvieron de acuerdo en nombrarla varón honorario de la Academia. Esto ocurrió la semana pasada y, desde entonces, la cirujana de Palma puede entrar en el salón de fumadores del casino, donde odia contar chistes pero adora charlar. Anoche estuve hasta muy tarde revisando esta historia, que ya está lista para galeradas y, como no hay hombre más oportuno en la isla, al tiempo que pongo el punto y final, con el toque de «la queda», aquí se presenta Jaime Sarriá, mi hermano de sangre, invitándose a cenar. Reclama nuestra presencia en un nuevo y extraño crimen. Al parecer en esta ocasión están involucrados un anticuario, una monja y un muy pequeño y muy valioso reloj de bolsillo de sol que perteneció al gobernador. Saldremos mañana temprano. Celina nos preparará una repostería para el viaje, pues hemos de hacernos a la mar. ¡Qué placer, y hoy comienza el verano! El misterio se desarrolla, cuando menos en parte, en otro lugar idílico de esta isla: Cabo Formentor.

Ah, aquí llega Tana, reclamo un beso, me lo da, se lo devuelvo, le robo un tercero, cae sobre la cama. ¿Pasaremos la noche haciendo el amor?

—¿Has terminado tu novela? —me dice entre besos y abrazos.

—Sí. Como siempre, cirujana, acertaste en todo.

—¿En serio?

—En una de tus cartas me escribiste: «no puede acabar mal una historia tan bonita como esta», y mira qué final tan feliz. Tuviste razón.

—Es cierto, es una historia bonita, pero, mi vida… ¿Tú estás seguro de que esto acaba aquí?

No respondí. La tomé en mis brazos y la inundé de amor.