El gobernador de la isla, don Eugenio Company, no había tenido hijos, pero a la muerte de su buen hermano Rodrigo, que vivió desde joven aquejado de una grave enfermedad de corazón, se hizo cargo de su sobrina de ocho años: Estefanía Company. La niña siempre fue una fuente de felicidad para don Eugenio. Inteligente, prudente, bella, fuerte, cariñosa, honrada, divertida y seria. Un día, la pequeña Estefanía de ocho años, a la que todos llamaban Fani, dio tres golpecitos con sus diminutos nudillos a la puerta del despacho de su tío, que por aquel entonces era uno de los más importantes jueces de Palma. Venía muy seria para hacerle una petición:
—Querido tío, me gustaría tratar con usted un asunto, si puede dedicarme unos minutos.
A don Eugenio le encantaba que esa niña tan diminuta hablara como un catedrático y lo fomentaba, siguiéndole la corriente:
—Por supuesto, señorita Company, tome asiento y dígame qué le inquieta.
—En realidad, señor juez, no tengo inquietud alguna. Es que hoy he aprendido de mi ama que en las clases altas de la sociedad se acostumbra arreglar los matrimonios de las damas con caballeros apropiados por su fortuna y su linaje. ¿Es esto así?
—Suele serlo, sí. Es lo acostumbrado.
—¿Y entiendo que nosotros somos de la clase alta?
—Sí. Burguesía acomodada… hidalgos… clase… alta.
—Ah, qué maravilla. Entonces, querido tío, yo querría avisarle de que tiene usted una preocupación menos al respecto de ese asunto de encontrarme un marido.
Don Eugenio aguantó la risa. Le resultaba delicioso que una miniatura de su calibre le hablara con frases grandilocuentes.
—¿Y eso cómo puede ser, señorita Company?
—Porque yo ya sé a quién quiero por esposo cuando sea mayor.
El buen juez no pudo evitar una carcajada.
—¿En serio? ¿Y quién es el afortunado?
—Don Jaime Sarriá Herbutz.
—Ah… Don Jaime… Es un muchacho muy guapo…
—Sí, pero tiene otros atractivos, como por ejemplo que es hijo de juez y único heredero de su hacienda. Yo pienso que también es de… clase alta.
—Sin duda lo es…
—Solo hay un inconveniente.
—¿Cuál?
—Don Jaime es más joven que yo.
—Ah, sí, podría ser un problema… ¿Y cuántos años tiene ahora don Jaime?
—Los mismos que yo. Ocho. Pero no cumplirá nueve hasta mayo, cuando yo, en cambio, los cumplo el mes que viene.
—Hum… sí, es un cierto inconveniente —dijo el juez, fingiendo preocupación.
—¡Aunque es muy maduro y muy serio para su edad! ¡Y tenías que verle, tío, manejando el florete…!
—Bien… —dijo el juez, simulando gravedad—. Pues no se hable más… Me parece una feliz elección. Es un muchacho agraciado, responsable, inteligente… ¿es inteligente?
—Muchísimo…
—… hijo único de un muy respetado juez y nieto de escribanos y militares… Pero veo yo un problema que quizá sea importante…
—¿Qué es…?
—¿Él está de acuerdo con este enlace?
—Precisamente por eso he venido, señor. Como mi ama me ha explicado que los matrimonios los arreglan los padres y usted es mi tutor legal, deseo que arregle usted el matrimonio aunque Jaime no me quiera.
Otra carcajada le calentó los carrillos y el corazón al buen juez.
—Entiendo… No vamos a darle escapatoria a tan espléndido partido…
—No.
—Pues no estoy seguro.
—¿No? —dijo la niña abriendo mucho los ojos.
—A mí… no me gustaría que te cases por conveniencia. Eres una mujer inteligente, no nos falta hacienda… realmente puedes escoger a un hombre por amor. Amor verdadero. No… pensándolo bien, no voy a dejar que te comprometas con don Jaime por mera conveniencia.
La niña no pudo fingir seriedad ni un minuto más y estalló:
—¡Pero si yo le escojo con el corazón! ¡Es que le quiero, tío! ¡Le quiero muchísimo! ¡Por favor, tío, por favor!
Fani perdió toda seriedad fingida y la pequeña se refugió en los cálidos brazos de don Eugenio.
—Está bien… no llores… vamos, chiquitina, no llores… yo te prometo que hablaré con su padre.
—¿Y podría decirle que le diga a Jaime que desde ahora soy su prometida y que tiene que cogerme de la mano?
Don Eugenio volvió a reír y la abrazó fuerte, sintiendo su pequeño corazón golpear emocionado contra su gruesa barriga.
—Mi querida Fani… yo te prometo que se lo diré.
El gobernador de Mallorca, don Eugenio Company, sostenía en su palma una miniatura de la bella mujer en la que se había convertido aquella pequeña sobrina. La echaba tanto de menos… Don Jaime Sarriá entró en su despacho. Le miró nostálgico.
—Nunca vi una novia más feliz ante el altar. Recuerdo cada detalle… el aroma de los lirios en la Seu, el azahar del ramo y el brillo de los ojos tras el velo… ¿Te he contado que con ocho años me pidió que hablara con tu padre para que fueras su prometido?
—No solo me lo ha contado, señor gobernador, sino que lo hizo. Habló usted con mi padre y mi padre contó la anécdota cada Nochebuena hasta su muerte. Pero eso usted… ya lo sabe.
—Me gusta recordarla en voz alta contigo. A veces te miro y pienso que parte de su alma se quedó dentro de ti.
—Y así es, señor gobernador. Cuando Fani murió, su alma se me metió dentro y me cambió para siempre. Yo, ahora, soy los dos.
—¿Cuándo dejaste de llamarme Eugenio?
—El día en que se convirtió usted en mi superior.
—Ah. Hum… No me acostumbro a esta falta de reciprocidad. Tú eres como un hijo y nadie llama a su hijo por el don…
—Pues tiene usted un dilema.
—Más de uno, yo diría.
—Imagino que la respuesta a mi petición es… No.
—Lo es. No puedes realizar una investigación paralela. Me acusarían de favoritismo. Por mucho que ahora te hayas convertido en el héroe de Palma.
—Señor gobernador… es una caza de brujas. Doña Tana de Ayuso no ha envenenado a su marido.
—Don Carlos se muere. Tiene arsénico hasta en las cejas. Encontraron tres manzanas envenenadas en su casa. La cirujana no cuenta con avalistas o tutores, se han descubierto toda clase de esqueletos en sus armarios, incluyendo esa nefasta habitación verde, y la única familia que le quedaba era un asesino de Valencia llamado el Zamarro… Con esos mimbres…
—Con esos mimbres se ha prendido una hoguera sin pruebas reales. Los testigos han hablado de su carácter, de su falta de recato contando chistes, de su altanería… de su inteligencia. ¿Hemos vuelto a los años oscuros del absolutismo? ¿Es un crimen ser brillante?
—¡Le dijo a toda Palma que el marqués de Belfort es sifilítico! Para ser una mujer brillante… tiene tela.
—Pero era verdad. Tiene sífilis. Tres médicos lo han confirmado. ¿Es una asesina porque es mejor que los Sartorius de esta isla? ¡Si ni siquiera ese inepto logró diagnosticar correctamente lo que le pasaba al fémur de Abel de Nácar…!
—No me lo recuerdes, que ella realizó la autopsia de Abel contraviniendo lo que yo había estipulado… Yo te entiendo, Jaime, te entiendo y te quiero como a un hijo. Has sufrido mucho en estos dos años, primero con lo de Fani, luego con este desgraciado asunto de Sara de Nácar, pero no puedo acceder a tu petición de volver a tu puesto. Casi te pierdo a ti también. ¿No ves que estuviste a punto de morir?
Jaime asintió. Sabía cuánto le quería el tío de Fani. No podía culparle de tratar de protegerle, pero no era de justicia.
—La van a crucificar solo porque los Braulios, los Sartorius y sus seguidores tienen un odio resentido a todo lo que no sea mediocre.
—¿Qué tienes con esa mujer?
—Es la mejor forense que ha tenido Palma. Resolvió sola los crímenes.
—¿Mejor forense que su marido?
—Cuando enfermó él, ella hizo el examen como demandaron los otros candidatos. Consiguió la plaza por méritos. Lo ha dicho el tribunal examinador… no lo digo yo.
—Más motivo para querer matar al marido y quedarse con la plaza de forense en posesión.
—¡Pero si quiere salvarlo!
—Ahora, sí. Para salvarse ella.
—¡¿Para esto dejó usted de ser juez?! ¡¿Para convertirse en el abogado del diablo?! ¿Es que no ve lo que se tuerce usted tratando de ser el más recto?
Don Eugenio le miró dolido, pero no por la acusación. Por la verdad que encerraban esas palabras. Calló. Se sentó y volvió a mirar a Fani.
—Déjeme volver —dijo Sarriá suplicante.
—Lo siento, Jaime. Entiendo que me pidas lo que me pides, pero no puedo dártelo. Sartorius tiene amigos muy poderosos. Vuelve a Porto Cristo con el niño, que necesita a su padre, y deja que la justicia siga su curso. Si es inocente, lo sabremos. Tiene un buen abogado…
—De acuerdo… solo quiero pedirle una cosa… solo una cosa.
—¿Qué?
—Quiero que imagine que es Fani quien está a punto de morir.
—Pero no lo es.
—Para mí, señor, es como si lo fuera. Es como si el amor de mi vida volviera a morir y yo no puedo dejar que eso ocurra dos veces. Esta vez, señor gobernador, lo voy a impedir, porque si se comete esta injusticia, el asesino seré yo.
El gobernador le miró dividido. La cabeza decía una cosa y el corazón la contraria. Su alma sabía que Jaime Sarriá, igual que su padre el juez, como su abuelo el notario, o igual que su bisabuelo el médico, siempre abrazaba la peor causa, o lo que suele ser lo mismo, la más justa.
Pero vuelvo a contar las cosas en desorden y quizás alguien se pierda. Mucho antes de que sucediera el encuentro de Jaime con el gobernador, antes de que Tana fuera detenida, tres médicos examinaron al marqués. Efectivamente, tenía sífilis. Cinco prostitutas, entre las que se encontraba Celina, testificaron que había tenido graves altercados con ellas. El joven pasaba de la suavidad y la amabilidad más tierna a un intenso resplandor de odio. La sífilis, en sus estados más avanzados, afecta al cerebro y la locura estaba en sus primeras fases. A pesar del escándalo que supuso que toda Palma se enterase de golpe de la vergonzosa afección del muchacho, la marquesa se sintió aliviada. Al fin entendía la irascibilidad, los momentos de locura, el desbocado fervor religioso y los encargos de tumbas de ónix para obispos sin santidad. Marcela fue liberada del matrimonio, que se anuló en un abrir y cerrar de ojos, y Sebastián, enviado a La Font Santa, donde comenzó a recibir el mejor tratamiento para su dolencia. Un tratamiento hecho a base de arsénico que le daba un nuevo aliento… con olor a ajos.
Pero en estas fechas Jaime Sarriá aún no había tenido que saltar al mar desde la ventana de Can Belfort, yo seguía en Valldemossa, nadie había averiguado todavía que estaba siendo envenenado y, a pesar de que la fiebre había desaparecido, seguía condenado a una cuarentena que ya se hacía cincuentena, o sesentena, débil y dolorido, mientras en Palma, Jaime y Tana reunían a todos los implicados en la muerte de Laura Delgado alias Narcisa Negrín y a los familiares o afectados por la muerte de Abel de Nácar. Tenían que compartir con ellos varias revelaciones. Había que mandar a prisión a un criminal.
Marta Belfort, Marcela Bocacci, Gabriel el botánico, Sara de Nácar, Ramiro de Nácar, un mayordomo llamado Cristóbal y una criada llamada Luisita, una Celina y una Adelaida, Prihuelas y Jaime Sarriá habían sido convocados a un agradable té con ensaimadas, cuartos y esos maravillosos hojaldres, receta de Sandrina, la madre de la primorosa elefanta blanca, que tanto les gustaban a Tana y a Sarriá y al loco, pero no tonto, de Sebastián. Trato de imaginarme la reunión y dos maravillosos óleos románticos vienen a mi memoria. El primero podría describir mi situación. Es un barco hundido en un mar de hielo, del maestro alemán Caspar Friedrich. Rememoro esos bloques fríos, como lajas de mármol blanco ascendiendo hacia el cielo sobre el horizonte desolado, pálido. La popa del barco apenas es visible. Parece el destruido mausoleo del dios de la belleza, en absoluta soledad. Se llama El naufragio de la Esperanza y creo que el alemán calcó sin ningún reparo la magnífica y colosal obra de Géricault: La balsa de la Medusa y la vació de figuras para llenar, efectivamente, de desesperanza, su frialdad. El segundo lienzo que me viene a la cabeza es precisamente el de Géricault y es la escena que imagino en casa de mi cirujana. El cuadro de este francés es una de esas genialidades del arte en las que lo pictórico transciende la tela para convertirse en literatura, historia, humanidad, virtuosismo, franqueza, crítica social y metáfora de la condición humana. La Medusa fue un barco francés que encalló en la costa africana debido a la torpeza de un capitán inepto, un Sartorius de los mares, destinado a una grandilocuente misión colonial por favoritismo. Los náufragos, varados en un arrecife aislado, forjaron un plan de esos que se forjan cuando no hay más remedio. Los oficiales se harían a la mar en las lanchas y la chalupa del buque y para todos los demás construirían con tablones una balsa de unos veinte metros. La idea era remolcar la temible balsa, pero esta a duras penas se mantenía sobre el agua. Pronto se soltó el cabo… o alguien lo cortó y los pobres diablos fueron abandonados a su suerte.
No había víveres, y luchando por el agua potable… los dos barriles que tenían cayeron al mar. Los náufragos de tan precaria embarcación, un pedazo desgajado del infierno, pasaron trece días en el mar. De los ciento cuarenta y seis hombres y una mujer que iniciaron la travesía, solo volvieron quince. Canibalismo, luchas por la supremacía, complots, muerte, vida, la belleza de una mariposa junto a un mástil y… al fin… esperanza. Esperanza, la más inalterable característica humana. Esperanza y no desolación rezuma el cuadro de La balsa de la Medusa, pues Géricault nos muestra el instante en que los supervivientes, rodeados de cadáveres, avistan el Argos, la fragata que los rescataría. Puedo verlos en pie, esperanzados, creyendo que al fin volverán a la vida.
La primera en llegar a la rara reunión medusiana que se celebraría en la parte este de Can Belfort fue la marquesa. Tras las frases de recibimiento acostumbradas, unas sobre lo conseguido del moño, otras sobre lo templado del día, otras sobre el agradable aroma del laboratorio, doña Marta Belfort fue a lo importante:
—Querida… No sé qué va a suceder aquí. Te has mostrado muy misteriosa y, después de tu última revelación, miedo me da la escena que se pueda representar, pero una cosa tienes seguro: todo mi apoyo.
—Gracias, marquesa…
—Mi hijo padece una grave enfermedad que lo estaba volviendo loco. Es posible que no se recupere, que muera desquiciado, pero gracias a ti está mejorando y gracias a ti… He vuelto a quererlo y a desear estar a su lado.
—Querida marquesa… Ojalá pudiera hacer algo más…
Llegaron los otros náufragos. Celina los fue sentando en canapés y cómodas butacas en el laboratorio. Jaime se quedó junto a la gran biblioteca de caoba, desde donde podía verlos a todos y evitar que se fijaran demasiado en él. Prihuelas se acomodó a la vera de la puerta, por si a alguno le daba en algún momento por querer poner pies en polvorosa. Cuando el té estuvo servido y la conversación de frases de circunstancias llegaba a su fin, Tana tomó la palabra.
—Hay una parábola hindú llamada «seis ciegos y un elefante». Es un cuentecito moral que sirve para ilustrar las discusiones sobre política o religión y la cabezonería de algunos que no ven más allá de sus narices. Yo quiero emplearla en otro sentido. Deseo que entiendan por qué les hemos reunido aquí a todos. Se trata de resolver dos muertes que han afectado profundamente a la ciudad de Palma. Dos muertes sobre las que los presentes tenemos algún dato que no ha salido aún a la luz. Debemos atar los cabos, seguir los hilos, entresacar mentiras de verdades. La parábola que ilustra esta reunión se la haré muy corta: Un rey invita a seis ciegos a palpar un elefante. Uno de ellos se topa con la trompa, la toca, la estudia, otro con la cola, otro con las posaderas, otro con una pata, y así. Cuando el rey le pregunta al primer ciego cómo es el elefante, este dice que es un animal alargado, blando y móvil como una serpiente. Cuando le pregunta al segundo, este dice que el primer ciego es un imbécil, pues el elefante es recio, vertical, duro y redondo como una columna, el siguiente ciego se enfada… ¿Se hacen una idea?
—Nos hacemos la idea completa. Todos conocemos una parte importante en estas muertes y venimos a juntar trompas con posaderas y a ponernos verdes en el proceso —dijo la marquesa.
—Eso es.
—Pues adelante, querida, que empiece la sesión de paquidermia. Creo que estamos cansados de fingimientos, de sospechas y de miradas suspicaces. Entre todos dibujaremos un buen elefante.
—He de advertirles que será como una travesía dura en una precaria balsa, entre borrascas y calmas chichas, en la que alguno se revolverá con violencia tratando de salvar la honra a costa de los demás. Otros llorarán lágrimas de vergüenza o de amor o de pena… Pero solo saldrá bien parado aquel que se aferre a la verdad.
Prihuelas estudió los gestos. Unos miraban al suelo. Otros a la librería y alguno, como Adelaida, a los ojos de la cirujana.
Tana se volvió a Jaime y él le hizo un gesto para que abriera brecha.
—Todo comenzó con una hija que soñaba con la libertad y con dos enamorados que ansiaban estar juntos. La verdad es que no sé por dónde empezar… Quizá por la niña. La niña preciosa, delicada, romántica, pálida… aspiraba a ver el mundo y hacerse a la mar de la mano de una persona querida, comenzando una vida de amor, una vida tejida en la imaginación desde sus antiguos juegos con muñecas. Esa niña insegura, tímida, frágil, asustadiza, nunca se había atrevido a preguntar por el pasado, por su madre desaparecida. No se atrevía porque, cuando se aludía a ella, el padre enfurecía y respondía sin tapujos que su madre nunca la quiso. Pero una niña sin madre imagina cuentos de princesas, yo lo sé mejor que nadie, y no acepta esas verdades como puños dichas por un ser amargado. Una niña se inventa otra historia. Y un día… el sueño se cumple. Su madre viene a verla, le dice cuánto la ha echado de menos todos estos años, le explica que todo ha sido culpa del horrible padre que los ha mantenido separados. La hija es feliz, siempre lo supo, estaba segura, el sueño es real, van a marcharse, vivirán juntas, libertad, se quieren, serán felices, recuperarán los años, el tiempo. ¿Y qué sucede? Que la madre es pobre. Carecen de dinero para la huida, ¿con qué van a vivir? La madre quiere estar con ella, no tiene buena salud… pero si la hija consiguiera oro… su padre es un gran magnate, nadan en la abundancia, no es justo que él tenga tanto y ellas tan poco… Sí, es rico, piensa la niña, pero no guarda su oro en la casa. Carece de objetos valiosos. Nunca le han gustado las joyas… ¿Qué puede hacer?
—¡Robarme la plata!
Todos rieron. La marquesa se sintió satisfecha de su intervención.
—Llegamos al asunto de su plata, así es —dijo Tana—. Luisita… esa noche la marquesa te entregó su llave y te pidió que se la echases al cuarto de la plata. ¿Lo hiciste?
—Sí, señora.
—Y luego se la devolviste a la marquesa.
—Sí, señora.
—Yo estaba presente —dijo doña Marta—, pero sostenía un candelabro, por eso cerró la criada.
—Marquesa… ¿Hace cuánto que no utiliza usted misma su llave del cuarto de la plata?
—La llevo siempre conmigo. En la faltriquera.
Sacó un llavín que enseñó a todos.
—Le he preguntado que hace cuánto que no la utiliza «usted misma», no dónde la lleva.
—Ah, pues… mucho. La verdad es que yo no tengo necesidad de entrar y salir de ese cuarto, lo hace Adelaida.
—¿Y su llave y la de Adelaida son las únicas?
—Lo son.
—Sé que es un incordio, pero ¿le importaría acercarse con Prihuelas hasta el cuarto de la plata y echarle la llave?
—No, no me importa en absoluto. Vamos, sargento.
Ambos salieron momentáneamente de la habitación. Los demás comenzaban a entender que Tana no solo tenía dotes de deducción, también mostraba talento para el drama.
Se hizo el silencio. Batían las olas. Sonaba un reloj. En esos minutos que a alguno se le hacían eternos, Jaime no era capaz de dejar de mirar aquel libro en el que un día vio asomar la flor seca de nomeolvides sobre la página de un remedio de crisantemos para los dolores del corazón. Recordaba ahora, por relación de ideas, las últimas palabras de Fani. Las sábanas revueltas, las cuatro almohadas… Mientras su mujer se apagaba lentamente entre sus abrazos y sus besos y una manta, señalaba el jarrón con las flores que alguien le había traído.
—Un jarrón… Un jarrón con crisantemos…
Jaime miró hacia donde ella apuntaba, pero no eran crisantemos. Eran rosas de otoño. No dijo nada. Supuso que la mente de su querida Fani… divagaba.
—Cariño, estoy aquí, a tu lado. Agárrame fuerte.
—No quiero dejarte… Creo que son crisantemos… Busca los crisantemos…
La enferma cerró los ojos. Esbozó una suave sonrisa. Se cogió de las dos manos de su marido y su corazón dejó de latir.
Jaime se desembarazó de los recuerdos, pero no de la emoción y tuvo que encararse con un busto de mármol de Hipócrates para disimular. Esto, que no le había pasado nunca, las emociones repentinas, comenzaba a sucederle muy a menudo y, si bien lo disfrutaba, entendía que a los demás podía parecerles cuando menos raro y cuando más embarazoso.
La marquesa y Prihuelas volvieron. Ella venía contrariada.
—La llave no funciona o la cerradura está estropeada. No hemos podido cumplir lo que nos encomendó, doña Tana.
—¡Ah… Justo lo que me pasó a mí! —exclamó Luisita. Todos la miraron censurándola y la criada pasó a explicar su metedura de pata.
—Yo… no pude echarle el cerrojo a la habitación y como no quería que me regañaran por torpe, pues… pues hice como que la echaba. ¡Nunca había pasado nada y es un incordio abrir y cerrar el cuarto cuando una va cargada de bandejas y teteras y cacharrería!
—Le ha llamado cacharrería a mi plata antigua…
—¿Ve ahora lo que le decía, marquesa? —dijo Adelaida—. Hay que hacer sobrasada con esta muchacha.
Todos rieron.
—Doña Marta —dijo Tana—, la llave que usted tiene no es la llave de ese cuarto. Alguien sabía que usted no la usa nunca, pero que la echaría de menos si se la robaban, así que ese alguien, el ladrón, la cambió por otra llave similar, robó la plata y luego le echó el cerrojo de nuevo al cuartito.
—¿Y el tal «alguien» mató a esa cual… Narcisa Negrín?
—Paciencia. Bien… Volvamos a la niña que quería fugarse con su madre. Esta muchacha, que es Sara de Nácar, escucha a su hermano Ramiro en la fresquera de la fruta. Habla de amor con Marcela. Desde niños se les ha prohibido quererse, ¿por diferencia de clases? No le encuentran sentido, no saben por qué, da lo mismo. El amor no conoce de prohibiciones y fronteras… y Ramiro tiene un plan. Robará la plata de la marquesa, toda la plata, y se marcharán lejos a comenzar una nueva vida. Un plan, ironías de la vida, que se parece mucho al mismo que hace cuarenta años llevaron a cabo dos enamorados: doña Marta Martorell y Abel de Nácar. ¿No es así, señora?
—Hace tantos lustros… Pero nosotros no le robamos nada a nadie.
—Y los demás, en cambio, les robaron la felicidad.
—En aquel entonces, eso nos pareció. Ahora no lo sé.
—¡Pero siga, doña Tana! —protestó Prihuelas, que estaba ya enganchado a este drama cual calamar al curricán.
—Marcela, tras muchas negativas, al fin… accedió a escaparse con Ramiro. Le quería demasiado. Por su parte, el joven justificaba el robo, se decía que, siendo su padre rico y buen amigo de la marquesa, él compensaría a doña Marta de cualquier inconveniente. Los muchachos se convencieron de que todo vale en nombre del amor y diseñaron el golpe. Ramiro y Marcela se hicieron con la llave. Ahora solo debían esperar a que todos se quedaran profundamente dormidos. A la hora convenida, marcada por la campana d’en Figuera, Ramiro entró en la casa con ayuda de Marcela y metió la plata en un par de sacas. Pero… no se conformó con coger lo del cuartito, no, ya puestos, también agarró un candelabro de la antecámara de la marquesa, un par de adornos de la ménsula del pasillo y un pastillero del siglo XVII que vale un fortunón… ¿Voy bien, Ramiro?
—Va perfectamente, por desgracia, aunque me alivia que todo se sepa al fin.
Marcela bajó la cabeza y comenzó a llorar en silencio. Sara pareció animarse, aunque los tragos de té ya le sabían tan ácidos como el vinagre que se tomaba por las mañanas.
—¿Quieres seguir tú, Ramiro? C… relátanos qué pasó —dijo Jaime.
—Robé la plata como ha dicho la cirujana y la llevé a la fresquera de la fruta. Allí hay una rejilla que se puede desmontar para llegar a una especie de patio muy estrecho o hueco de ventilación, entre las tres casas… Metí en ese lugar la plata, coloqué de nuevo la rejilla y me marché. Marcela puso la escalera junto al ventanuco, forzó una puerta trasera de las caballerizas para que pareciese que el ladrón había entrado por el huerto y volvió a echar por dentro todos los cerrojos de la casa. El plan era tener los objetos escondidos una semana y después, cuando las cosas se calmasen, marcharnos juntos a Venecia, vender la plata, casarnos y establecernos en Italia.
—Oh… Ramiro… —dijo la marquesa.
—Nos queremos —dijo él.
—¿Por qué no acudisteis a mí?
Tana volvió a tomar la palabra.
—También llegaré a eso, doña Marta. Un porqué que tiene mucho que ver con el envenenamiento de Abel de Nácar. Bien… ¿Y qué pasó al día siguiente, Ramiro?
El muchacho bebió un sorbo de agua. Miró dolido a Marcela, que a su vez miraba al suelo.
—Marcela me preguntó qué había hecho con la plata y se lo expliqué, pero me dijo que no estaba en el patio de la fruta y que además me había llevado un candelabro de la antecámara de la marquesa que no tenía por qué haber cogido y se puso furiosa conmigo y discutimos y me dijo que no quería volver a verme y que devolviese la plata. Pero yo no podía devolverla porque era verdad que alguien se la había llevado.
—Sara se la había llevado. ¿No es así?
—No sé quién se cree usted que es para reunirnos aquí y tratarnos como criminales…
—Sara, bonita… —interrumpió la marquesa—, de momento doña Tana ha encontrado a dos ladrones que han admitido su culpa, creo que insultarla a ella es como querer matar al pregonero. Siga, que es usted una cirujana del Renacimiento, una políglota de las bajezas humanas, la mujer universal.
Jaime y Prihuelas intercambiaron una sonrisa. Doña Marta no perdía el humor o la clase ante nada ni ante nadie.
—Gracias, señora. Como Sara no parece muy dispuesta a contarnos la verdad, lo haré yo —dijo la forense—. La hermana de Ramiro, que es una romántica incurable, a menudo espiaba a los amantes. Escuchó sus planes y no podía creer su suerte al encontrarse con la oportunidad para marcharse con esta querida madre perdida y recién hallada.
—La podenca.
—Sí, señora. La pobre madre frágil, víctima del horroroso Abel, delicada de salud, que había regresado, según pensaba Sara, para darle todo el cariño y el amor que siempre siente que le falta. Por la noche, tras el robo, la joven entró en el patio a través de la rejilla de su casa y se hizo con la plata. Estaba desesperada por marcharse con Laura Delgado y perseguir su sueño de amor filial, pero la escurridiza madre le había pedido paciencia y ella es muy obediente, así que esperó. Mientras tanto sucedió lo que explicó Ramiro. Los amantes secretos discutieron y la joven Marcela se comprometió con Sebastián, que de pronto parecía tener mucha prisa por heredar…
Tana, que es mucho más ladina que yo a la hora de contar las historias con truco para atrapar al más avezado lector, se detuvo. Tomó un sorbo de agua y luego abrió un cajón del escritorio y puso sobre la mesa el embudo de oro con forma de tulipán. Jaime examinó los rostros de los presentes. La marquesa contenía la respiración. Se alegraba de verlo. Era un encuentro con un viejo amigo. También Sara estaba sorprendida. Los demás no mostraban más que una lógica curiosidad.
—¿Quién conoce este objeto?
La marquesa luchó con su conciencia unos instantes, pero pronto decidió que era el día de las confesiones.
—Yo lo conozco.
—¿Era suyo?
—Abel lo compró con el primer oro que salió de su mina y me lo envió como regalo de boda —dijo doña Marta.
—Un regalo muy generoso…
—Fue digamos… un regalo irónico. Quería demostrarme que era rico y que me despreciaba por haberme casado con el marqués… Pero también me anunciaba su amor.
—¿Puede leernos la inscripción?
—Odi te amo, Quare id faciam, fortasse requiris, nescio sed fieri sentio et excrutior.
—Marcela, ya que eres la grecolatina de la familia, ¿se lo puedes traducir?
—Es el conocido poema de Catulo sobre el amor: «Odio y amo, me preguntas por qué es así. No lo sé, así lo siento y sufro».
Ramiro parpadeó y los dragones rampantes de la alfombra se tragaron sus lágrimas.
—Hace cuarenta años, Abel y doña Marta huyeron juntos a Valencia, recalando en un pueblo llamado Oliva… aunque enseguida los encontraron. Él pasó un tiempo en prisión por rapto y ella volvió a Mallorca, donde se casó con el que ya era su prometido, el marqués de Belfort… Pero esa boda no es válida… ¿No es así, señora?
—Jesús, cirujana, ¿puede haber algo que usted no sepa?
—No sé muchas cosas, me las van diciendo ustedes con sus miradas.
Todos miraron instintivamente al suelo. Fue Jaime quien rompió la tensión.
—Doña Marta, c… relátenos lo del chantaje.
Y doña Marta se dio cuenta de que ya no tenía nada que proteger. Su hijo moriría antes de disfrutar del marquesado y Marcela parecía dispuesta a vivir en cualquier parte del mundo alejada de ella… Así que lo contó. Habló de la carta recibida por debajo de la puerta y de la mujer pelirroja con pecas de podenca y de su desprecio por un objeto tan bello y tan valioso y de las ganas que tuvo de darle un par de bofetadas a la muy huesuda. Ahora era Sara quien se iba ablandando, como si la hubieran marinado con su propio vinagre, ese que bebía por las mañanas para ser tan blanca como la pobre Jane Grey, aquella muchacha que fue reina durante nueve días y acabó perdiendo la cabeza en la Torre de Londres.
Sara cruzó una mirada temerosa con el mayordomo de su padre, Cristóbal, que de pie junto a la ventana veía los barcos pasar.
—Así que antes del crimen Laura Delgado tenía ya en su poder el embudo de oro. Bien… ¿Quién la mató entonces, señoras, señores? ¿Cómo acabó ese embudo en manos de don Abel?
—Él la mató, don Abel —dijo Cristóbal.
—Ah… El mayordomo del muerto rompe su voto de silencio —clamó la marquesa—. ¿Acaso puede tener este las orejas del elefante?
—El señor De Nácar también recibió la visita de esa horrible mujer —dijo Cristóbal—. Quería dinero a cambio de su silencio. Él fue a verla, pero en lugar de darle el oro que le reclamaba, la mató y se llevó el cacharro ese. El embudo.
—No, señor. No fue así —dijo Jaime.
—Me lo confesó a mí —insistió el mayordomo.
—¿Y también robó don Abel la p… argenta? La encontró en la fresquera de la fruta y dijo… ¡hombre, mira qué bien me va a venir a mí esto para hundir en la bahía de Palma el cadáver de la podenca pelirroja a la que voy a asesinar precisamente de un candelabrazo dentro de diez o doce días!
El criado calló, sabiendo que para el asunto de la plata no había explicación.
—Don Abel recibió su visita y le pagó para que se fuera y para que le devolviera el tulipán de oro. Por eso lo tenía él —añadió la cirujana—. Le pagó muy bien a cambio de que dejase en paz a la marquesa y a Sara y, sobre todo, de que desapareciera de Palma. No, Abel no la mató, Cristóbal, y usted lo sabe mejor que nadie.
Cristóbal y Sara cruzaron una mirada que no le pasó a nadie desapercibida.
—Qué agonía, señora cirujana, sáquenos ya de este sin vivir… Sara, hija, ¿te ánimas a confesar como los demás? Se siente una mejor, te lo aseguro. Va a resultar que todos somos culpables de algo terrible. Yo de bigamia, mi hijo de locura sifilítica, Marcela y Ramiro de robo mezclado con tragedia y quién sabe qué más, porque ya Tana viene anunciando que hay más, y que la cosa es seria… ¿Y tú, Sara, preciosa? ¿Qué hiciste, criatura?
Sara trataba de tomar un sorbo de su té pero el pulso le temblaba y tuvo que dejar la delicada taza de Limoges sobre el platito. Al fin, no hallando la manera de arrancar, fue leal a su romántico carácter y se desmayó.
Mientras Cristóbal corría a socorrerla, Adelaida, sería como una pared de ladrillos persa, no pudo evitar el comentario:
—La más joven y la primera en caer. ¡Qué mundo!
Aquí debo hacer un inciso, dejar un instante la reunión medusiana y relatar cómo y cuándo rompió Jaime su compromiso con la romántica muchacha y qué se dijeron. Tras la boda de los Belfort, en la que Tana le espetara al policía aquella simpática frase: «El niño no es tuyo», mi amigo se presentó en casa de los De Nácar muy temprano. Venía furioso a hablar con Sara, pero se contenía con elegancia.
—Sé que el hijo no es mío.
—Jaime… ¡Cómo puedes acusarme de algo así! —decía fingiendo indignación la muy pálida y muy ladina—. Vamos a tener un bebé… Me sedujiste, me robaste lo más preciado de una mujer, ¿y de esta forma me lo pagas?
—Ayer… una persona en la que confío me dijo una frase que se me ha quedado: a la intuición, le llamo memoria.
—No lo entiendo.
—La intuición a los cuarenta no es otra cosa que recordar lo que uno ha aprendido a fuerza de años, de golpes, de vida. Le llamamos intuición porque nos parece un pensamiento que llega sin esfuerzo, directo al corazón. Yo intuía que no había podido ser capaz de hacer lo que a todas luces había hecho: deshonrar a una muchacha de diecisiete años… pero no era capaz de recordarlo, así que, ante la inminencia de un hijo, frente al honor de una dama, por evitar el escándalo, hice lo que creía más apropiado y te puse un anillo en el dedo. Pero al fin he entendido que la intuición es memoria y por eso debo confiar ciegamente en mis instintos.
—No te comprendo, Jaime, Jaime… ¡¿Habías olvidado nuestra noche junto al fuego de la chimenea, sobre mi capa roja?!
—Todo eso fue el invento de una mujer desesperada. Una mujer que, embarazada de un criado al que no ama, trató de hacerse con el frágil viudo protector. He recordado que jamás en toda mi vida he sido capaz de deshonrar, de mentir o mancillar la honra de nadie. He recordado que ni amando profundamente soy capaz de romper mi palabra y de traicionar mi honor. He recordado lo que me decía el instinto: que nosotros jamás hemos yacido como hombre y mujer ni en un lecho, ni mucho menos encima de una c… un manto de terciopelo en el suelo de un salón. ¿Qué tenía aquel vino? ¿Adormidera? Es lo que te receta Gabriel para dormir… Recuerdo un sopor, un mareo, una extraña sensación, tus labios lanzándose sobre los míos, los míos quietos, sin poder evitarlo y… nada más. El resto fue una hábil puesta en escena. Confiésalo, Sara, salgamos de la c… sima de las mentiras porque en las s… cuevas, ¡hace un frío infernal!
Ella enmudeció y al fin, confesó.
—Es cierto. Estaba desesperada. El mayordomo de mi padre… El mayordomo… me forzó y al darme cuenta de que iba a tener un hijo…
—Aprovechaste para querer cargárselo al bueno de Jaime, del que te habías encaprichado con ese espíritu tuyo tan apasionadamente romántico.
—Sí. Lo había planeado hacía días, pero nunca encontraba valor para ir a tu casa con el vino… Al fin, una tarde, junto a la escollera, discutí con mi padre. Se había enterado de que veía a escondidas a Cristóbal y me dijo que iba a mandarme lejos, a estudiar a un convento. Estaba muy enfadado, le supliqué, pero de nada sirvió. Así que me fui corriendo, llorando, a casa, cogí el vino y fui a tu encuentro. Te dije que estaba apenada, que necesitaba hablar y, como siempre, me acogiste cariñoso y saqué el vino y bebiste y, cuando perdiste el sentido, preparé la escena. Te desnudé, hice lo propio, preparé la capa de terciopelo a modo de cama junto al fuego y me abracé a ti hasta que despertaste en medio de la noche. Lo demás ya lo conoces.
Sara se quitó el anillo, lo dejó sobre la mesa.
—¿Eras tú la mujer que discutía con Abel junto a la escollera?
—Mi padre y yo discutimos junto a la escollera, pero eso fue hacia las diez. Él no tuvo su accidente hasta las diez y media. Yo ya estaba contigo.
—¿Y Cristóbal, el mayordomo? ¿Es cierto que te forzó?
Sara no se atrevió a contestar más mentiras, negó con la cabeza y echó a correr. Jaime salió de la casa de los De Nácar con la cabeza bien alta y recorrió los quince pasos que le llevaban al zaguán de Can Belfort.
Tana estaba en la biblioteca, buscando una solución a mis aflicciones. Jaime llegó hacia las doce. Acababa de visitar a Sara de Nácar y necesitaba poner en común con la cirujana algunas cuestiones del corazón. Celina les sirvió el té y enseguida se retiró, aunque le hubiera encantado quedarse a escuchar, porque el rostro de Sarriá le decía que traía noticias importantes. Tana quiso decir algo pero Jaime levantó la mano. Solicitaba silencio.
—Sé por qué mentía Luisita y quién asesinó realmente a la podenca pelirroja. También vengo a hablarte de Sara y de su embarazo.
—¿Has estado en su casa?
—Sí.
—¿Tenía yo razón?
—En todo.
—¿Has roto con ella?
—Para siempre.
—¿Estás bien?
—Mejor que nunca. Acabo de resolver el crimen, como te he dicho, de Laura Delgado, alias Narcisa Negrín, alias la podenca pelirroja.
—¿Y no lo había resuelto yo?
—Lo habías resuelto a medias. Yo he deshecho todos los nudos, literalmente.
—¿Qué nudos?
—Para ser precisos, un nudo de ballestrinque. El del cabo con el que el asesino, antiguo hombre de mar, amarró la plata a la cintura de la muerta —dijo Jaime—. Yo, personalmente, habría empleado un as de guía, pero soy muy particular para los nudos.
—No me entero de nada, pero lo cuentas… que es una delicia.
—Te lo pongo difícil, igual que haces tú conmigo cada día. También deliciosamente, por supuesto. Dime una cosa… ¿La primera vez que me viste… qué pensaste de mí?
—Nunca me pareciste una persona a la que le importe lo que piensen los demás.
—No lo soy. No se puede ser tartamudo y ser feliz si uno se preocupa de lo que piensen otros.
—¿Por qué?
—Porque todos creen que la tartamudez es la cojera de la mente.
—Yo no pienso eso.
—Ni Fani tampoco. Por eso no sé vivir sin vosotras.
Tana le miró tocada. Quiso cogerse a la mano de este hombre de hoja perenne. No podía. Amaba a otro primero. Era fiel a una vida de ensoñaciones. Yo soy su comandante. Me metí en su corazón una tarde caliente en Vilcashuamán, así que se agarró a su cruz de plata.
—Bien… Contesta. ¿Qué pensaste? —insistió el policía.
—Como dice a veces un policía amigo mío, puedo darte una respuesta muy larga y una muy corta.
—La larga creo que dolerá más. Dame la corta.
—Al verte pensé que quería quedarme en Palma para siempre.
Ambos se miraron disfrutando del cosquilleo de sus sentidos. Jaime sonrió con esos hoyitos que son como las estrellas.
—Ahora dame la larga.
Tana soltó una carcajada. Si hubiera estado con ellos, yo también habría reído. Nos reímos mucho los tres. Aún con la sonrisa a cuestas, la cirujana respondió:
—Que eras el intendente más atractivo que jamás había visto. Un buen hombre, irónico y diferente. Me dije que te habías quedado viudo y que echabas de menos a tu mujer aunque te perfumabas por otra con un suave aroma de jazmín. Me pregunté todas las preguntas y quise contestarlas. Me dije que quería que me apreciaras y que tenías unos ojos seguros y una tartamudez inteligente y exquisita…
—Sí era larga, sí. ¿Siempre piensas tantas cosas de un golpe de vista?
—Solo cuando el paisaje me fascina.
A Jaime a veces le costaba mirarla a los ojos, pero jamás dejaba de hacerlo. Sintió que el viento eran las miradas de la cirujana y que no podía perder la atención o su balandro se iría al garete.
—¿Recuerdas el día de la muerte de Abel de Nácar? No… Mejor dicho, ¿el día en que aquí mismo, junto a esa librería, Carlos me preguntó si me había enamorado? Esa mañana Sara de Nácar se desmayó frente a la botiga de don Rosendo Miró…
—No lo olvidaré. Se comió casi todos mis hojaldres, la muy desnutrida. También recuerdo que citaste en perfecto italiano un verso de Dante. El final de la inscripción en las puertas del infierno…
—Qué memoria.
—Te vi con otros ojos desde ese momento… Eres un paisaje cambiante, Jaime Sarriá… Un paisaje distinto según las estaciones de tu alma. Tú eres esta isla.
—No, no soy la isla, cirujana, ¿lo ves? Te equivocas de nuevo conmigo. Solo soy un velero que lucha por llegar a tierra y ya no puedo con este viento… Es una galerna que siempre arrecia desde el noroeste…
Jaime borró dos lágrimas de su rostro. Sentía que el mistral furioso soplaba desde los párpados de la cirujana y que el barco se abatía más y más a sotavento. Se acercó a las estanterías en busca de un libro.
—Ese fue el día de mi premonición. El día en que los astros confluyeron. Sara se desmayó, se acurrucó entre mis brazos, sentí el calor de su cuerpo, miré la bandeja de plata y los crisantemos, pensé en mi amor por Fani… y supe que me había enamorado de la segunda mujer de mi vida y que la joven con la que llevaba viéndome unos meses tenía demasiado que ver en el crimen de la podenca…
—Y te fuiste a navegar.
—No. Pasé un día en el purgatorio, Abel de Nácar murió esa noche y al amanecer, cuando llegué al lugar del crimen, Sara se colgó de mi cuello y me dijo algo al oído. Algo que terminó de cerrar detrás de mí las puertas del infierno con un aldabonazo.
—Ah… ¡Entiendo…! ¡Lo hizo en ese momento…! Por eso estabas de tan mal humor, te negaste a la autopsia, mirabas al suelo… Sí, recuerdo que te susurró algo al oído…
Jaime encontró al fin el libro que buscaba: La Divina Comedia de Dante, y lo abrió por el lugar adecuado. Como en un trance, herido pero resignado, comenzó a leer:
—«Por mí se va a la ciudad del llanto, por mí se va al eterno dolor, al lugar donde sufre la raza condenada, la justicia animó a mi sublime Arquitecto, la suprema sabiduría y el primer amor, y no hubo nada que existiera antes que yo, a excepción de lo inmortal y yo soy eterno…».
Tana terminó el último verso en italiano, conocía bien la cita. Era el mismo que Jaime suspiró aquel día, cuando Carlos, entre hojaldres y ensaimadas, le preguntó si estaba enamorado.
—Lasciate ogni sperantza o voi ch’entrate.
—«Oh, vosotros que entráis, abandonad toda esperanza» —dijo Jaime, y cerró el libro—. Sara me dijo al oído que estaba embarazada… y por eso me puse tan cerril con lo de la autopsia. Me fui a navegar y a hablar con Fani, confuso, herido, abatido por un viento inesperado que alejaba mi barco de tus ojos. Es un viento que persiste desde hace meses. ¿Lo ves…? No puedo mirarte sin llorar porque tú eres el viento.
Jaime le dio la espalda y fue ella quien quiso llorar. Como si también sufriera revelaciones, Tana entendió con un hachazo lo que era el amor.
—Oh… Al fin lo entiendo… Lo entiendo todo.
—Lo sé.
—No es un bastón, no es la expresión de una debilidad…
—No.
—El amor no son dos que se necesitan… no es eso en absoluto…
—No lo es…
—El amor no duele, no corta, no daña…
—Nunca daña.
—El amor verdadero son dos almas, dos, que no pueden vivir separadas.
—No. Tampoco.
—¿No?
Jaime le cogió la mano como si se tratase de un dragó que correteaba por una pared de piedra. Miraba sus dedos y le pareció que no le pertenecían ya a ella, sino a él, y que Jaime verdaderamente no notaba que no era una lagartija.
—El amor verdadero son dos que comparten una sola alma. Es el viento en las velas. Eso es el amor… —dijo Jaime recitando sus pensamientos—. Sin vela, el viento no tiene quien lo aprecie, y sin viento, la vela está dormida.
Tana sintió cómo se desbordaba su corazón al percibir el amor que ella misma sentía por Jaime, un cariño que le enseñaba a quererme más a mí. No, el agua no dejaba de brotar y él ya no la miraba. Sin Jaime nunca lo habría comprendido y le quería más y más por los sentimientos que sacaba de ella, y los tres formábamos un cabo fuerte con un alma o un as de guía con el que amarrarnos a lo bello de la vida o el triángulo en el horizonte que forman las montañas, el cielo y el mar en Valldemossa. Jaime se recompuso y siguió hablando:
—Todo se unió de golpe, la revelación de que te quería, la seguridad de que no amaba a Sara, la inesperada responsabilidad de un ser inocente, un niño, la puñetera bandeja de plata en el escaparate del anticuario. Esa mañana me hice a la mar con la vana pretensión de entender por qué mi esposa muerta me mandaba crisantemos, pero solo podía sentir tu viento.
Tana le miró emocionada. Amaba, sin duda, a dos hombres a la vez.
—¿Y ahora has… podido… pensar?
—Ahora no hago otra cosa que pensar —sonrió él—. Ahora sé que ese hijo no es mío y he c… entendido cómo podré estar cerca de ti sin sacrificar mi honor. Hoy lo veo todo y vengo a explicarte quién mató a la podenca y por qué. Sara se desmayó en plena calle no porque estuviese embarazada o desnutrida, que también. Se desmayó porque vio en el escaparate de Rosendo una bandeja de plata que ella hacía en el fondo del mar. Te contaré lo que pasó y los convocaremos a todos a una reunión para terminar de amarrar los cabos.
Es el momento de regresar de la mano de mi buen Jaime a la reunión medusiana. Tras recuperar a Sara de su particular purgatorio a base de hojaldres y recostarla en el canapé, el policía tomó la palabra:
—Buscando a su madre y deseosa de libertad, Sara se hizo con la plata… —Jaime Sarriá tomó un sorbo de jerez, hizo una pausa, se aclaró la garganta, siguió explicando lo sucedido. Llegábamos al crimen:
—Pero esta mujer, la pelirroja, que hasta el día anterior había sido la más dulce, de pronto trataba de librarse de una muchacha que realmente no le importaba un pito, así que le pidió aún más tiempo, le dijo que le diera la plata, que ella iría primero a Valencia y luego la mandaría llamar. Sara presentía desde hace días una verdad que trataba de ocultarse a sí misma y de pronto… su mirada se posó sobre la mesa y vio la carta de chantaje que Laura le había enviado a la marquesa. Entendió entonces que ella solo quería dinero. Que ya tenía la plata, probablemente el oro de la marquesa y que no la necesitaba. Cayeron todos los velos. Su madre era la borracha y ladrona chantajista que Abel siempre había descrito y le pidió explicaciones. Laura se rio de ella o dijo algo que la hirió profundamente o tal vez la amenazó. ¡La niña, hundida por el dolor, quizá reviviendo el sufrimiento que su madre le causaba con sus palizas, agarra el pesado candelabro de plata y la golpea!
—¡Que me parta un rayo como le partió a mi padre en el Gorch Blau! —gritó Luisita.
—¡Qué bien lo cuenta! —dijo la marquesa.
—¡Sin tartamudear! —añadió Adelaida, verdaderamente admirada.
Todos sonrieron, excepto los asesinos. Jaime siguió su relato:
—Laura cae. Son más o menos… las seis de la tarde. ¿Y después? ¿Quién te ayudó, Sara? ¿Acudiste a tu padre? No… Acudiste al mayordomo de tu padre, Cristóbal, antiguo lobo de mar y hábil con los nudos marineros. El hombre que te quiere en silencio. Él llegó, comprobó que estaba muerta, llamó a tu padre, y entre los dos le ataron la plata y la tiraron a la bahía… ¿Fue así?
—Así fue.
—Y después… Este hombre quiso su pago… en carne.
—Alto ahí, don Jaime…
—No, Cristóbal. Llegamos a la barriga de este elefante. Después, el amoroso y despreciable mayordomo, que como le corresponde a un mayordomo no era correspondido, entró en tu alcoba por la noche y consumó su mal llamado amor. ¿Es así?
—No supe rechazarle o no me dejó. ¡No pude! No después de que me ayudase a ocultar el crimen.
—Miserable… y la dejaste embarazada…
—Nos queremos…
—No es cierto… Yo no le quiero, ¡le odio! No sabía qué hacer —lloraba Sara—. Perdóname, Jaime… Te engañé. Engañé a todo el mundo. Yo soy la asesina. Palma entera debe saber que quise que pensaras que me habías deshonrado pero en realidad fue una trampa, estaba desesperada. Deben saber que fui a tu casa con una botella de vino drogada… Bebimos, te besé, te dormiste… Y amanecimos juntos, bajo mi capa roja, junto a la chimenea…
—Esto no es un elefante —dijo la marquesa—. Es el circo.
—No señora —dijo Celina—. ¡Es Hamlet!
—Pues prepárense, porque sea Shakespeare o sea el circo, en el entreacto habremos de salir los saltimbanquis.
Hubo alguna sonrisa. Tana aprovechó la pausa para decir:
—Pero Sara no la mató.
—¡¿Ah, noooo?! —dijeron todos. Luisita suspiró al borde del colapso.
—No —repuso Tana—. Laura Delgado fue arrojada con vida a la bahía, el golpe no fue tan fuerte. Sus pulmones estaban llenos de agua… Así que realmente quien la mató fue Cristóbal, que estaba deseando hacer algo grande por la muchacha para tenerla en su poder.
—¿No… murió del golpe? ¿Respiraba? —dijo Sara entrecortada.
—Sí a lo primero y no a lo segundo.
—Dirás al revés —susurró Jaime.
—Eso.
—¡Dijiste que estaba muerta! —gritó Sara tratando de arrojarse contra Cristóbal. Jaime la sujetó.
Imagino las expresiones de los presentes por lo que me han contado y me viene a la mente de nuevo La balsa de la Medusa… Esos náufragos abandonados por sus oficiales, asesinándose unos a otros, exclamando ayes y resoplando, confusos, desmayados, bebiendo vino en vez de agua, cortando trozos de cadáveres para subsistir, arrojando a los amigos heridos por la borda para ahorrar víveres…
Por suerte había viandas en el laboratorio. Tana sacó el jerez, la marfileña Celina trajo diez copas. Salieron más ensaimadas y circuló la sobrasada, dos elementos que en Mallorca son equiparables al agua en un desierto. Cuando todos se sentían algo más tranquilos, Jaime Sarriá les chafó el descanso:
—Ahora pasemos a la muerte de Abel de Nácar y su envenenamiento con cianuro.
Cristóbal hizo un movimiento hacia la puerta pero Prihuelas se encaró con él obligándolo a sentarse. Salió a relucir discretamente una pistola.
Dos celadores se llevaron al mayordomo con los grilletes puestos, mientras la cómplice Sara sufría medio desmayada en el canapé, Celina, la marquesa y Adelaida hacían piña y Luisita y Prihuelas disfrutaban de la mejor representación teatral de su vida. Un teatro que era un drama y que era verdad. Sara, agotada por las emociones, comenzó a hablar en cuanto se cerró la puerta.
—Mi padre cayó en la escollera un mes después de la muerte de Laura Delgado.
—Un testigo te vio con él, junto al malecón, suplicando… ¿Lo empujaste tú?
—No. Le suplicaba que no me enviara a un convento. Sospechaba ya mi relación con Cristóbal pero no le empujé. Me marché en busca de Jaime.
—Así que tenemos a Abel solo en el malecón. Es de suponer que después fue caminando hasta el puerto, pensando en lo sucedido en aquel mes, sabiendo que su hija había perdido la honra… —añadió Tana.
—Y alguien lo vio, quizá por casualidad, y pensó que quizá sería buen momento de abordarlo —dijo Jaime—. Alguien que no se había quedado conforme con la misteriosa desaparición de la plata robada. Alguien que había sumado dos más dos, alguien…
—¡Que «alguien» levante la mano! ¡Acabemos con esto! —interrumpió Adelaida.
Marcela se levantó despacio. Todos la miraron pasmados.
—¿Cómo pueden saberlo todo? —dijo Marcela.
Adelaida se aferró fuerte a su bastón. Ningún chiste vino a su mente.
—Cuéntanos, Marcela…
—Yo sabía que Sara se había llevado la plata. Se comportaba de forma muy extraña desde el robo. Un día la seguí, se reunió con la podenca pelirroja y comencé a vigilarlas… El día en que la mataron vi cómo Cristóbal y Abel metían a la huesuda en un carro y la tiraban al mar… Entonces fue cuando yo me convertí en chantajista. Le dije a Abel que siempre protegería a Sara pero que yo sabía… lo que sabía. La había visto salir de la Fonda del Mar el día del crimen, lo había adivinado todo y solo deseaba de él que diera su bendición a mi boda con Ramiro. Le expliqué que le quería por amor y no por su dinero y que aunque mis padres no fueran conocidos… Él me contestó que nada le gustaría más, que yo era una mujer espléndida… pero que esa boda era imposible porque yo… porque yo…
—Ay, Dios mío, marquesa… —dijo Adelaida en voz baja.
—Lo sé, lo sé…
—Porque yo era su hija natural. Le supliqué, le dije que eso no era verdad, que la marquesa nunca me habría ocultado algo así, pero él juraba que era cierto y que Ramiro y yo somos medio hermanos. Me volví loca, yo gritaba, como poseída… trató de sujetarme y me zafé. Perdió pie, fue un accidente, y se cayó en la escollera. Me marché corriendo a casa para que nadie me viera y Abel no me denunció porque sabía que si lo hacía corría el riesgo de que se supiera toda la verdad…
—¿Y días más tarde… lo… envenenaste? —preguntó con miedo doña Marta.
—No fui yo, fue… fue…
Marcela tenía lágrimas en los ojos cuando al fin dijo, insegura:
—Creo que fue Dios.
Los presentes se removieron en marejada. Celina se comía el resto de los hojaldres. Prihuelas manoseaba su pistola.
—¿Qué hiciste con las velas, Sara? —preguntó el amigo Jaime.
—¿Las velas? ¿Qué velas? —dijo Sara saliendo de su letargo. Realmente estaba agotada, como si llevase ya diez días entre caníbales, en el mar.
—Las velas de los candelabros robados… Vamos, Sara, haz memoria… las quitaste para que abultaran menos en tu equipaje, ¿no es así? Pensabas fugarte con tu madre…
—Ah… esas velas… no sé. Las dejé en la cocina, con las demás velas de mi casa…
—Y de ahí las sacó alguna criada y acabaron en el candelabro de Abel, en la alcoba de Abel.
—Imagino… no puedo saberlo.
—Yo sí lo sé —dijo Tana—. Y de esa forma, un asesinato imposible se convirtió en un accidente posible y quién sabe, quizás en justicia divina. Porque Marcela no averiguó que era hermana de Ramiro esa noche en que discutió con Abel. Las palabras de su padre avivaron la llama del odio, pero esa llama ya estaba encendida. ¿Verdad, querida amiga?
—Verdad… Sí. Yo ya lo sabía todo, pero me aferraba a una última esperanza de que fuese un malentendido. Por eso hablé con él y Abel me lo confirmó.
—Ya lo sabías todo por Sebastián. Porque el joven marqués robó dinero de la caja fuerte de su madre para pagar otro chantaje más de la podenca. La huesuda le contó al chico que doña Marta y su padre no habían estado nunca casados legalmente, lo que le convertía en hijo ilegítimo y, por tanto, en dudoso heredero del título y de la fortuna.
—Por eso tenía tanta prisa por heredar, casándose con Marcela o con quien fuera, para llevarse el dinero a algún sitio donde nadie se lo pudiera quitar… —añadió Sarriá.
—Sebastián me lo contó todo, sí —dijo Marcela—. Esa mujer tenía pruebas de lo que decía. Había visto el registro del matrimonio secreto de mi madre y de Abel en una parroquia de Oliva. Sebastián también me dijo que Abel de Nácar tuvo una hija con la marquesa, una niña que nació en Italia y que yo tenía que ser, sin duda, esa niña. Todas las piezas de mi vida encajaron. Las preguntas sin respuesta. Los regalos de don Abel. Sus miradas de afecto. Estaba tan llena de rabia que accedí a casarme con Sebastián con la condición de que me diese suficiente dinero para comenzar otra vida lejos de aquí tras el matrimonio…
—Oh… Señora… —logró susurrar Adelaida.
—Estoy anonadada —logró suspirar doña Marta.
—Y cuando supiste eso, mi querida Marcela, pusiste cianuro en las velas con las que tu madre adoptiva leía sus novelas románticas cada noche. Querías que enfermara y darle una lección igual que en una novela de intriga que leísteis hace poco en la que la dueña de una gran casa empieza a dar muestras de locura a causa de un fuerte veneno en los troncos de la chimenea. Tú pusiste cianuro, de ese que echaba Abel por los sótanos contra los roedores… en las velas junto a las que la marquesa leía cada noche. Lo hiciste por rabia, por frustración, porque amabas profundamente y se te había prohibido querer… Y nunca te imaginaste que Ramiro, que una vez más te había convencido de que lo que importa es el amor y no la sangre y quería fugarse contigo a pesar de las noticias… se llevaría ese candelabro…
—No lo habéis entendido… Yo no quería matar a mi madre. La quiero. Desprecio lo que hizo, pero la quiero. Lo que deseaba era matarme delante de ella.
—¿Qué?
—Planeaba mi suicidio. No tenía intención de marcharme con Ramiro. Es mi hermano… Y nuestro amor es imposible… ¡Yo quería la muerte! Puse veneno en las velas porque desde hace tiempo mi madre no es capaz de ver las letras y es demasiado coqueta para hacerse unos lentes, así que era yo quien le leía cada noche. Cambié las velas de su antecámara por otras con cianuro con la intención de envenenarme ante ella y que sufriera siempre al recordar tan terrible escena… Pero no funcionó.
—Gracias al cielo —suspiró doña Marta.
—El veneno en las velas no surtió efecto y, más tarde, Ramiro se llevó también ese candelabro. Al principio tuve mucho miedo cuando lo robó, pensé que era una señal, un castigo por nuestros deseos incestuosos o por mi intento de suicidio… creí que ocurriría una desgracia… pero pronto me dije que era lo mejor. Descarté que esas velas fuesen a parar al lugar equivocado. Las imaginé en un basurero o en el fondo del mar. En verdad, yo no quería hacerle daño a nadie…
—Pero cuando Abel murió en una habitación cerrada tu mundo cambió.
—Yo no me entero de nada, doña Adelaida… ¿Cómo murió este señor? —dijo Luisita.
—Cállate o te escabecho.
—Abel era un hombre rico, muy rico, que no nació con cuchara de plata en la boca ni mucho menos con apagavelas de bronce en su casa —decía Tana—. Él ha apagado las velas toda la vida chupándose las puntas de los dedos. Esa noche, cuando acabó de trabajar, de escribir una larga carta, se chupó los dedos, apagó una vela, se chupó de nuevo los dedos, apagó la siguiente, repitió la operación y lo que se apagó fue su vida para siempre porque cayó fulminado por la ingesta del veneno.
La marquesa estaba tan desolada que por primera vez en su vida había enmudecido. Adelaida bruñía con las palmas el puño del bastón. Marcela comenzó a hablar desde la paz que rezuma el alma al saberse liberada:
—Así son las tragedias griegas. Nacen, como un arroyo, de una simple mentira, una roca que oculta un enorme manantial. Hace años hubo otra historia de amor prohibido en esta ciudad. La de una joven de familia rica y un jovencísimo y pobre Abel de Nácar. Ambos se fugaron, se casaron en secreto y… muerto ya el marqués reanudaron su amor y concibieron una hija…
—¡Pero es que no fue así! —dice la marquesa—. Es un malentendido… Un malentendido, querida…
Celina le habló en voz baja a Gabriel.
—Muy clásicos también de las tragedias de Shakespeare, que bebe siempre de los manantiales clásicos que dice Marcela… los malentendidos, digo.
—Yo soy tu hija y tú me hiciste creer como a toda Palma que me sacaste de un orfanato italiano. ¡Ni siquiera me llamo Marcela Bocacci! ¿Verdad? ¿De dónde sale mi falso apellido? Yo te estaba tan agradecida… ¡Qué imbécil! Habría hecho cualquier cosa por ti… ¡Te adoraba! Hasta que llegó esta asquerosa borracha podenca, huesuda, chantajista, pelirroja. He pasado una vida entera siendo la más ecuánime, la más elegante, discreta, cuidadosa, cariñosa, estudiosa, sin perder mi lugar. Acomplejada siempre por tener que ganarme a pulso el amor… y de pronto, todo el cariño que yo sentía se esfumó. Desapareció así, de golpe, como si se lo llevase una de las olas que baten contra los muros de esta casa, y el hueco que dejó el cariño se llenó de rabia dañina y solo podía pensar en llorar en brazos de Ramiro mientras él no podía entender por qué de la noche a la mañana ya no quería estar con él.
—Mi pobre, pobre niña —acertó a decir Adelaida, destrozada.
—Las tragedias que nacen de una mentira de veinte años no son ya arroyos sino ríos imparables y los candelabros desaparecieron y las velas rodaron y esta obra de Esquilo salió de donde salen las tragedias, de la ocultación de la verdad, de la pérdida de la identidad, de los hijos robados, regalados, apostados a las cartas, extraviados en el culo de una pinta de cerveza, abandonados a su suerte… sin más. Esta tragedia nació de la falta de verdad. ¿Qué puede haber más importante que saber de dónde venimos? ¿Acaso podemos llegar a alguna parte sin saber de dónde hemos partido?
—No. No podemos —dijo Tana con lágrimas en los ojos.
—Le conté a Ramiro la verdad y aun así no le importó. Me quería. Me convenció para que nos fugáramos. ¿Qué es la sangre? —dijo Marcela—. La sangre no es nada, no cuenta, o soy hija y hermana para todo o no lo soy para nada, porque lo que importa es la verdad de la que nace el amor y lo único que merece la pena en la vida es querer y ser querido y decirlo y gritarlo ¡El amor! ¡El amor! ¡El amor! Y Abel ha querido y sin embargo nos destruyó a todos y Dios que es justo hizo llegar a sus labios el veneno porque él fue fiel a su personaje hasta el final. El hombre más rico de Palma nunca cambió, pese a tener el antídoto para la pobreza, todo el oro. El hombre más rico de Palma apagó las velas de su candelabro lamiéndose los dedos, como el pobre de alma que era y siempre fue, y porque no supo abrazar la verdad cayó fulminado.
Marcela se acercó a Ramiro y le besó en los labios. Sin que nadie pudiera evitarlo, la joven abrió la ventana y se lanzó al mar. Por primera vez en mucho tiempo, Tana sintió terror, pues Jaime Sarriá, por salvarla… se lanzó detrás.