l largo camino de regreso a casa se prolongó durante varias leguas, varias horas y varios días seguidos, pues el invierno, que hasta entonces se había abstenido de manifestar lo peor, con solo alguna que otra cellisca que ni siquiera llegaba a cuajar, empezó de repente a mostrar su duro rostro, con caprichosas alternancias de fuertes nevadas, torrenciales lluvias, ríos desbordados y vados excesivamente llenos como para poder cruzarlos sin peligro. Cadfael tardó tres días en llegar a Leominster, pues había tenido que superar muchos obstáculos por el camino. Una vez allí, se vio obligado a permanecer dos noches en el priorato para hacer descansar al caballo de Hugo.
A partir de aquel momento, las cosas fueron un poco más fáciles, aunque no más cómodas, pues, si bien la nieve y la escarcha desaparecieron, la lluvia siguió cayendo con insistencia. Al cuarto día, llegó a las tierras de Lacy y Mortimer, cerca de Ludlow, y el hecho de ver ante sus ojos aquellos lugares conocidos le reconfortó el alma. Pero el hilo que lo atraía hacia casa tiraba dolorosamente de su corazón, aunque seguía sin estar seguro de que hubiera algún lugar donde pudiera encontrar la paz.
«He pecado —se decía todas las noches antes de quedarse dormido—. He abandonado la casa y la orden a las que juré lealtad. He despreciado las reglas del abad que juré obedecer. He seguido mis propios deseos y, aunque esos deseos estuvieran encaminados a la liberación de mi hijo, he pecado al anteponerlos al deber que libre y voluntariamente acepté. Sin embargo, si tuviera que volver a hacerlo, ¿me comportaría de manera distinta a como lo he hecho? No, haría lo mismo. Mil veces haría lo mismo y mil veces sería pecado.
»En distintos grados, todos somos pecadores. Reconocer y aceptar esta carga es bueno. Puede que, además, se nos exija reconocerlo y aceptarlo sin avergonzarnos ni arrepentimos de ello. Aunque digamos: “Sí, volvería a hacer lo mismo”, estamos emitiendo un juicio que quizá otros podrían condenar. Pero ¿cómo podemos saber si Dios lo condenaría? Sus juicios son inescrutables. ¿Qué se dirá en el último día de Jovetta de Montors, que también emitió un juicio cuando mató para vengar la muerte de su hijo a falta de un padre que pudiera librarla de aquella carga? Ella también había antepuesto el amor a su hijo a la ley de los hombres y los mandamientos de Dios. Y ella también podría preguntarse: “¿Lo volvería a hacer?”. Y seguramente respondería que sí. Si el pecado es de tal naturaleza que, a pesar de toda nuestra voluntad de hacer el bien, no podemos arrepentimos de haberlo cometido, ¿puede ser realmente un pecado?».
Eran reflexiones demasiado profundas para él. Luchó contra ellas noche tras noche hasta que, de puro cansancio, se quedó dormido. Al final, no queda más remedio que reconocer con toda claridad lo que uno ha hecho, sin avergonzarse ni arrepentirse de ello, y decir: «Aquí estoy y eso es lo que soy. Haced conmigo lo que queráis. Estáis en vuestro derecho. El mío es confesarlo y pagar el precio».
Uno hace lo que tiene que hacer y paga el precio. Por consiguiente, las cosas son muy sencillas en último extremo.
Al quinto día de su viaje penitencial, llegó al paisaje que tanto ansiaba contemplar, entre las cadenas montañosas del sur y el oeste del condado. Quizá hubiera tenido que hacer otra parada para descansar, pero no podía soportar la espera estando ya tan cerca, por lo que siguió adelante a pesar de que ya era de noche. Cuando alcanzó San Gil, ya eran más de las doce, pero para entonces sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad, y las conocidas siluetas del hospicio y la iglesia se recortaban con toda precisión contra un despejado y gélido cielo al borde de la escarcha. El frío de la noche había inducido a las furtivas criaturas nocturnas a abandonar sus actividades y a quedarse bien calentitas en sus casas. Toda la desierta barbacana estaba a su disposición y, a cada paso que daba, él la saludaba con respetuosa reverencia.
Tanto si él tenía derecho a entrar en el recinto de la abadía como si no, por caridad deberían aceptar el cansado caballo de Hugo y ofrecerle el cobijo de las cuadras hasta que pudiera ser devuelto al castillo. Si las grandes puertas que comunicaban el recinto de la feria de caballos con el cementerio hubieran estado abiertas, él hubiera entrado por allí para dirigirse a los establos sin necesidad de rodear la muralla hasta llegar a la caseta de vigilancia, pero le constaba que estarían cerradas. No importaba, tenía toda la longitud de las murallas para repetir una acción de gracias, desde la esquina del recinto de la feria de caballos hasta la puerta, paso a paso, como las cuentas de un rosario, mientras la estimada mole de la iglesia de la abadía parecía brillar a su izquierda como un cálido rayo de luz.
Dentro todo estaba oscuro y en silencio, pues, de lo contrario, él hubiera podido distinguir el reflejo en las vidrieras superiores. O sea que ya se habían rezado maitines y laudes y solo ardían las lámparas del altar. Los monjes habrían regresado a sus camas y volverían a levantarse al amanecer para el rezo de prima. ¡En fin! Así tendría más tiempo para prepararse.
El silencio y la oscuridad de la caseta de vigilancia le causaron un extraño temor, como si dentro no hubiera nadie y no hubiera ningún otro medio de entrar, como si no solo las puertas sino también la iglesia, la orden y la almenada abadía del interior se hubieran cerrado contra él. Tuvo que hacer un esfuerzo para tirar de la cuerda de la campana y turbar la paz del claustro. Tuvo que esperar unos minutos a que el portero se levantara, pero el primer rumor de unas sandalias arrastradas por el suelo y el chirrido de la tranca de la puerta fueron para él como una música celestial. Se abrió el portillo de par en par y el hermano portero se asomó por la abertura para comprobar qué suerte de viajero podía llamar a semejante hora de la noche. Tenía todo el cabello que le rodeaba la tonsura alborotado, y de punta a causa del roce de la almohada, en su mejilla izquierda se veían las marcas de los pliegues de la almohada y sus ojos estaban medio adormilados. Sencillo, amable y benévolo, pura expresión de la fraternidad que reinaba en el interior del recinto, pensó Cadfael. ¡Quién le diera poder entrar de nuevo en aquel lugar a pesar de su fuga!
—Llegáis muy tarde, amigo —dijo el portero, desplazando la mirada desde la sombra de un hombre a la sombra de un caballo mientras el vapor de su aliento se congelaba en el aire.
—O muy temprano —contestó Cadfael—. ¿Me conocéis, hermano?
Por la voz o por la silueta y el hábito, o porque ya se le estaba aclarando la vista, el portero le nombró de inmediato.
—¿Cadfael? ¿De veras sois vos? Creíamos haberos perdido. ¿Ahora habéis llegado de pronto al umbral? No os esperábamos.
—Lo sé —dijo tristemente Cadfael—. Ya veremos cuál es la decisión del abad sobre mí. Pero permitidme por lo menos que atienda a esta pobre bestia tan cansada. Pertenece al castillo, pero, si la pudiera dejar esta noche en las cuadras de aquí, mañana la podría llevar a su casa, con independencia de la decisión que se tome sobre mi persona. No os preocupéis por nada más, no necesito una cama. Abridme la puerta, permitidme que lleve el caballo a las cuadras y vos volved a la vuestra.
—No pienso dejaros fuera —dijo el portero—, lo que ocurre es que a esta hora tardo un poco en despertarme. —Introdujo la llave en la cerradura de la puerta principal y abrió una sola de sus hojas—. Cuando hayáis terminado con el caballo, aquí os podré ofrecer una manta.
El agotado ruano pisó delicadamente los adoquines del interior, emitiendo unos leves sonidos. La pesada puerta volvió a cerrarse a la espalda de Cadfael y la llave giró en la cerradura.
—Volved a la cama —le dijo Cadfael al portero—. Tardaré un rato en atender al caballo. Todo lo demás lo dejaremos para mañana. Tengo una palabra que decirles a Dios y a santa Winifreda que me mantendrá ocupado en la iglesia todo el resto de la noche. —Casi en contra de su voluntad, preguntó—: ¿Me han desterrado de aquí por mi mala conducta?
—¡No! —contestó en el acto y enérgicamente el portero—. ¡No hay tal!
Pero no esperaban su regreso. Desde que Hugo volviera de Coventry sin él, debían de haberse despedido de su persona, tanto los que eran amigos suyos como los que no le apreciaban demasiado e incluso los que no lo apreciaban en absoluto. Fray Winfrido debía de haberse sentido abandonado y traicionado en el herbario.
—Pues han sido muy amables —dijo Cadfael, lanzando un suspiro mientras se alejaba con el caballo hacia las cuadras.
En medio del calor de las cuadras, procuró no darse prisa. Resultaba agradable estar allí dentro con las bestias y oír los rumores de los animales de los establos contiguos. Una criatura, por lo menos, sería bien recibida. Cadfael tardó más de lo necesario en almohazar a la bestia, apoyando la cabeza contra su lustroso cuello. Estaba a punto de quedarse dormido allí dentro, pero no podía permitirse aquel lujo. Abandonó a regañadientes el calor vivo del cuerpo del caballo, salió de nuevo al frío de la noche y cruzó el patio para dirigirse al claustro y al pórtico sur de la iglesia. Si fuera reinaba el cortante frío de la escarcha, en el interior de la nave de la iglesia imperaba el pesado y solemne frío de las piedras, la oscuridad casi absoluta y un silencio total. Casi la imagen de la muerte, de no haber sido por el rojizo resplandor de la lámpara constantemente encendida en el altar parroquial. Más allá, en el coro, ardían dos velas de altar casi a punto de extinguirse. Cadfael permaneció de pie en la soledad de la nave central del templo. Durante los oficios nocturnos, él siempre se había sentido misteriosamente dilatado, como si su alma llenara todos los rincones y los huecos de la alta bóveda hasta la cual no alcanzaban las luces, o como si el espíritu rebasara los límites del cuerpo de un hombre a punto de alcanzar la vejez o, mejor dicho, de un viejo sometido a todos los males que hereda la humanidad. No tenía ningún derecho a subir la grada que lo elevaría al paraíso monástico. Su lugar estaba allí abajo, entre los seglares, pero no le importaba: había conocido entre los humildes algunos espíritus que superaban con creces a los de muchos arzobispos y tan dignos de honor como los de los condes. Solo la necesidad de aquella paz especial y aquel servicio común le dolía como una herida mortal.
Se arrodilló con el rostro contra el suelo mientras su cabello excesivamente largo rozaba la grada del coro, su frente recibía la frialdad de las baldosas y los pelos sin rasurar de su tonsura se levantaban tan punzantes como espinas. Después extendió los brazos asiendo los desiguales bordes de las baldosas del suelo tal como los hombres a punto de ahogarse tratan de agarrarse a la hierbas flotantes. Rezó pronunciando palabras inconexas por todos aquéllos que se encontraban atrapados entre lo bueno y lo conveniente, el deber y la conciencia, los afectos de la tierra y las abnegaciones del cielo; por Jovetta de Montors, por su hijo fríamente asesinado para dejar vía libre a la voluntad de los demás, por Roberto Bossu y los que se esforzaban por la paz en medio de la decepción y la desesperación, por los jóvenes que no sabían adonde ir y por los viejos que lo habían probado y desechado todo. Por Oliveros e Yves y por otros como ellos que, en su despectiva y despiadada pureza, rechazaban las manipulaciones de las almas más sutiles; por Cadfael, antiguo monje benedictino de la abadía de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury, que había hecho lo que tenía que hacer y ahora tendría que pagar el precio.
No se durmió, pero, poco antes del amanecer, experimentó en su estado de duermevela algo muy parecido a un sueño, como si el sol hubiera salido antes de su hora e hiciera tanto calor como en una mañana de mayo llena de espinos floridos, y una doncella de cabello tan rubio como las prímulas caminara descalza por los prados de la orilla del río con una dulce sonrisa en los labios. Cadfael no podía o no quería acercarse a ella en su altar del coro, pues no había sido absuelto de su culpa, pero, por un instante, tuvo la extraña sensación de que ella se había levantado y se estaba aproximando a él. Sus blancos pies pisaron la grada justo al lado de su cabeza y ella se inclinó para tocarle con su blanca mano en el momento en que sonaba la campanita del dormitorio para despertar a los hermanos y convocarlos al rezo de prima.
El abad Radulfo, levantándose más temprano que de costumbre, fue el primero en entrar en la iglesia. Un frío sol de un rojo tan encendido como el de la sangre acababa de asomar por el horizonte oriental, mientras hacia el oeste las gélidas estrellas perduraban todavía en un cielo color gris paloma por debajo del negro azulado del cénit. El abad entró por el pórtico sur y descubrió a un monje tendido con los brazos en cruz delante del coro.
El abad se detuvo y lo contempló un buen rato en silencio, después se acercó al hombre y le miró con sombría expresión. El cabello castaño que rodeaba la tonsura había crecido más de lo conveniente y puede que tuviera más hebras grises que la última vez que él había contemplado el rostro que ahora tan resueltamente se ocultaba a su mirada.
—Vos —dijo, limitándose a reconocer al monje sin que su voz dejara traslucir ni aceptación ni repudio—. Venís muy tarde —añadió—. La noticia se os ha adelantado. El mundo sigue cambiando.
Cadfael volvió la cabeza y apoyó la mejilla en la piedra.
—¡Padre! —exclamó sin pedir ni prometer nada ni arrepentirse de nada.
—Algunos que salieron un día o dos antes que vos —dijo Radulfo en tono pensativo— habrán tenido mejor tiempo y ocasión de cambiar los caballos por el camino. Todas las noticias que llegan al castillo, Hugo Berengario me las comunica a mí. El conde de Gloucester y su hijo se han reconciliado. Unos combatientes que corrían peligro se han podido salvar. Aunque no podamos gozar todavía de paz, estas mercedes son por lo menos un motivo de gratitud. —El abad hablaba en tono mesurado, sereno y meditabundo, pero Cadfael aún no había levantado los ojos para mirarle a la cara—. Felipe FitzRobert en su lecho de enfermo —prosiguió diciendo Radulfo— ha renunciado a las contiendas entre reyes y emperatrices y ha decidido defender la Cruz.
Cadfael contuvo la respiración y lo recordó todo. Un buen lugar adonde ir cuando uno perdía la esperanza en los príncipes. Aun así, el joven descubriría que los príncipes de este mundo gobernaban y malgobernaban la causa de la cristiandad con el mismo desacierto con que malgobernaban la causa de Inglaterra. Tanto más deseable era la paz y la tranquilidad del claustro, donde la batalla entre el cielo y el infierno se libraba sin derramamientos de sangre y con las solas armas de la mente y el espíritu.
—¡Ya es suficiente! —dijo el abad Radulfo—. Levantaos y subid con vuestros hermanos al coro.