on las primeras luces del alba Cadfael recogió sus escasas pertenencias y acudió a la presencia del mariscal. En una fortaleza militar que recientemente había sido objeto de disputa, convenía que informara debidamente de su partida para poder exhibir la autorización del castellano en caso de que alguien le hiciera alguna pregunta.
—Mi señor, ahora que el camino ya está abierto, debo regresar a mi abadía. Tengo un caballo aquí cuya propiedad los mozos podrán atestiguar aunque, en realidad, pertenece a las cuadras del castillo de Shrewsbury. ¿Cuento con vuestra venia para marcharme?
—Por supuesto que sí —contestó el mariscal—. Dios os acompañe por el camino.
Armado con el permiso, Cadfael efectuó su última visita a la capilla de La Musarderie. Había recorrido un largo camino desde el lugar adonde ansiaba regresar y no tenía la menor certeza de que pudiera vivir lo suficiente como para entrar de nuevo en él, pues nadie sabe el día ni la hora en que le van a exigir la vida. E incluso en el caso de que viviera y pudiera llegar hasta allí, cabía la posibilidad de que no lo recibieran. El hilo de la pertenencia, una vez estirado hasta el punto de la ruptura, no siempre se puede volver a juntar. Cadfael hizo su petición con gran humildad, aunque sin demasiada resignación, y permaneció un buen rato de rodillas con los ojos cerrados, recordando las cosas que había hecho bien y las que había hecho menos bien, y evocando por encima de todo con emoción y gratitud la imagen de su hijo disfrazado de rústico aldeano, tal como ya hiciera en otra ocasión, sosteniendo la cabeza de su enemigo sobre sus rodillas en el carro del molinero. Sin embargo, la mayor paradoja era el hecho de que ambos jóvenes no fueran enemigos. Habían hecho todo lo posible por convertirse en tales, pero no lo habían logrado. Mejor no devanarse demasiado los sesos tratando de entenderlo.
En el momento en que se estaba levantando con el cuerpo un poco entumecido a causa de la frialdad de la atmósfera y la dureza de las baldosas de piedra del suelo, oyó en el umbral el suave rumor de alguien que estaba empujando la puerta. La presencia de mujeres en el castillo ya se había dejado sentir en los ornamentos de la capilla, entre ellos un bordado mantel para el altar y un reclinatorio tapizado de verde para uso de la emperatriz. Ahora una de sus damas acababa de entrar con un pesado candelabro de plata en cada mano para colocarlos en el altar. Al ver a Cadfael, lo saludó con una leve inclinación de la cabeza y le dirigió una sonrisa. Llevaba el cabello recogido en una redecilla de gasa que despedía unos suaves reflejos plateados.
—Buenos días os dé Dios, hermano —dijo Jovetta de Montors, demorándose para mirarle con más detenimiento—. Yo a vos os he visto antes, ¿no es cierto? Estuvisteis en la reunión de Coventry.
—En efecto, señora —contestó Cadfael.
—Lo recuerdo —dijo la dama, lanzando un suspiro—. Lástima que no se llegara a un entendimiento. Oí decir que pertenecíais a la abadía de Shrewsbury. ¿Acaso algún asunto relacionado con aquella reunión os obligó a alejaros de vuestra casa?
—En cierto sentido, sí —dijo Cadfael—. Así fue.
—¿Y lo habéis resuelto? —comentó ella mientras se acercaba al altar para colocar un candelabro a cada extremo, al tiempo que se inclinaba sobre un arca que había junto al muro para sacar unas velas y una varilla de azufre con que encenderlas, tomando el fuego de la lámpara que ardía perennemente delante del crucifijo colocado en el centro.
—Lo he conseguido en parte —contestó Cadfael.
—¿Solo en parte?
—Había otra cuestión que todavía no se ha resuelto, pero que ahora es menos importante de lo que parecía al principio. ¿Recordáis al joven que fue acusado de asesinato en Coventry?
Cadfael se acercó un poco más a ella y la dama volvió hacia él su pálido y transparente rostro iluminado por unos grandes ojos profundamente azules.
—Sí, lo recuerdo. Ahora ya está libre de aquella sospecha. Hablé con él en Gloucester y nos dijo que Felipe FitzRobert había comprendido que no era culpable y lo había puesto en libertad, de lo cual yo me alegré. Pensé que todo había terminado cuando la emperatriz lo sacó sano y salvo de allí y, hasta que llegamos a Gloucester, no me enteré de que Felipe lo había secuestrado por el camino. Diez días más tarde, regresó para dar la voz de alarma sobre este castillo. Yo sabía que él no podía haberlo hecho —añadió la dama.
Después colocó las velas en los candelabros, modificó la posición de estos últimos y se apartó un poco, ladeando la cabeza para comprobar que estuvieran a la debida distancia. La varilla de azufre chisporroteó cuando la acercó a la llama de la lámpara y, al encenderse, iluminó su delicada mano surcada por unas finas venas. La dama encendió cuidadosamente las velas y, con la varilla de azufre todavía en la mano, contempló cómo se elevaban las llamas. En el dedo medio lucía una sortija con una piedra tallada. A pesar del pequeño tamaño de la piedra de azabache, la luz iluminó con toda claridad la figura tallada. La pequeña salamandra en su nido de estilizadas llamas miraba en la otra dirección, pero resultaba inconfundible para alguien que hubiera visto su complemento positivo.
Cadfael no dijo ni una sola palabra y la dama se quedó repentinamente inmóvil sin hacer el menor ademán de apartar la sortija de la luz que con toda precisión estaba realzando todos sus detalles. Después se volvió a mirarle, siguió la dirección de su mirada y volvió a clavar los ojos en su rostro.
—Yo sabía que él no era culpable —repitió—. No me cabía la menor duda. Y creo que a vos tampoco os cabía ninguna. Pero yo tenía motivos para saberlo. ¿Qué os indujo a vos a estar tan seguro en aquellos momentos?
Ensayándolas con sumo cuidado, Cadfael repitió todas las razones por las cuales Brien de Soulis tenía que haber muerto a manos de alguien a quien conocía y en quien confiaba, alguien que se había acercado a él sin despertar el menor recelo, cosa que Yves Hugonin no hubiera podido hacer tras haberle manifestado tan abiertamente su hostilidad. Tenía que haber sido un hombre que no representara una amenaza para él y que gozara de toda su confianza.
—O una mujer —dijo Jovetta de Montors.
Lo dijo con suave naturalidad, como si se limitara a plantear una posibilidad, sin insistir demasiado en ella.
Cadfael jamás hubiera podido imaginarlo. En aquella asamblea casi enteramente masculina en la que solo tres mujeres estaban presentes, todas ellas bajo el protector dosel de la emperatriz, jamás se le hubiera podido pasar por la cabeza. La más joven parecía dispuesta a jugar con fuego con De Soulis, pero sin la menor intención de permitir que las cosas llegaran demasiado lejos. Cadfael dudaba incluso de que hubiera concertado una cita con él; y sin embargo…
—Oh, no —dijo Jovetta de Montors—, Isabeau no tiene nada que ver con eso. Ella lo ignora todo. Lo único que hizo fue hacerle una media promesa… suficiente para que él considerara que merecía la pena aceptarla. No tenía la menor intención de reunirse con él. Bajo las sombras del crepúsculo y con la capucha de la capa puesta, no hay gran diferencia entre una mujer madura y otra más joven. Creo —añadió, esbozando una sonrisa— que no os estoy diciendo nada que vos no sepáis. Jamás hubiera permitido que el muchacho sufriera el menor daño.
—Pues yo os aseguro que ahora me entero —dijo Cadfael—. Acabo de comprenderlo ahora mismo, tras haber visto el sello que lucís. El mismo sello que se estampó en la rendición de Faringdon en nombre de Godofredo FitzClare. Que ya estaba muerto. Y ahora De Soulis, que fue el que estampó el sello y mató a FitzClare para poder hacerlo, también está muerto y Godofredo FitzClare ha sido vengado.
¿Por qué volver a remover las cenizas?, se preguntó en su fuero interno.
—¿No me vais a preguntar —dijo Jovetta— qué era para mí Godofredo FitzClare?
Cadfael guardó silencio.
—Era mi hijo —explicó Jovetta—. Mi único hijo, habido fuera de un matrimonio estéril y al que yo perdí en cuanto nació. Todo ocurrió cuando el anciano rey conquistó y devolvió la paz a Normandía hasta que el rey Luis subió al trono de Francia y se reanudaron las luchas. El rey Enrique se pasó más de dos años defendiendo su conquista y las fuerzas de Warrenne estuvieron con él. Mi esposo era un hombre de Warrenne. ¡Dos años estuvo ausente! El amor no pide permiso, yo me sentía muy sola y Ricardo de Clare fue muy amable conmigo. Cuando me llegó la hora, fui muy bien atendida en secreto y Ricardo se encargó de todo. Ni Aubrey ni nadie supo nada. Ricardo reconoció a su hijo y lo incorporó a su familia. Pero Ricardo ya no vivía para hacer justicia a su hijo cuando éste más lo necesitaba. Y yo tuve que ocupar su lugar.
Jovetta hablaba en tono sereno y pausado, sin enorgullecerse de lo que había hecho ni justificarlo. Al ver que los ojos de Cadfael seguían clavados en la salamandra en su purificador baño de fuego, esbozó una sonrisa.
—Es lo único que él recibió de mí. Procedía de los antepasados de mi padre, pero ya casi nadie lo utilizaba. Pocas personas lo conocerían. Le pedí a Ricardo que se lo entregara como divisa y él así lo hizo. Nos hizo honor a los dos. Hasta su hermano el conde Gilberto lo apreciaba y, a pesar de que ambos habían elegido bandos contrarios en esta disputa, siempre fueron buenos amigos. Los Clare han enterrado a Godofredo como uno de los miembros más estimados de la familia. Ellos ignoran lo que yo sé acerca de su muerte. Y lo que creo que vos también sabéis.
—Sí —dijo Cadfael, mirándola a los ojos—, lo sé.
—En tal caso, no es necesario explicar ni justificar nada —se limitó a decir Jovetta, volviéndose para enderezar una vela en su candelabro y retirar la apagada varilla de azufre—. Sin embargo, si alguien atribuyera alguna vez la muerte de ese hombre al chico, podéis hablar.
—Habéis dicho —le recordó Cadfael— que nadie supo jamás nada. ¿Ni siquiera vuestro hijo?
Antes de abandonar la capilla, ella se volvió a mirarle un instante, le miró con sus inmensos ojos intensamente azules y esbozó una sonrisa.
—Ahora él ya lo sabe.
En la capilla de La Musarderie se separaron dos que seguramente jamás volverían a verse.
Cadfael se dirigió a las cuadras y encontró a un desolado Yves ensillando el ruano e insistiendo en acompañar por lo menos a su amigo hasta el vado del río. Cadfael no tendría que preocuparse por Yves, pues las sombras de inquietud ya se habían disipado en su rostro, pero le quedaba la leve decepción de no poderse llevar consigo a Cadfael y el sobresalto que lo induciría durante algún tiempo a recelar de los favores de la emperatriz, aunque no a apartar la inquebrantable lealtad que lo ligaba a su causa. Su gallarda simplicidad no estaba hecha para las dolorosas complicaciones que suelen turbar a la mayoría de los seres humanos. Bajó caminando al lado del ruano por la calzada empedrada hasta el bosque y, mientras hablaba de Ermina y Oliveros y del niño que estaba a punto de nacer, se fue animando poco a poco al pensar en la inminente reunión.
—Puede que él llegue antes de que a mí me concedan permiso. ¿De veras está bien?, ¿no le ha ocurrido nada malo?
—No observarás en él el menor cambio —le aseguró Cadfael—. Está igual que siempre y él tampoco observará ninguno en ti. Creo que, entre los tres, no lo hemos hecho del todo mal —añadió, tranquilizándose más a sí mismo que al chico.
Pero el viaje de regreso a casa sería muy largo.
Se despidieron al llegar al vado donde Yves levantó el rostro y ofreció su tersa mejilla a Cadfael, el cual se inclinó para besarle.
—Ahora vuelve al castillo y no te quedes a mirarme mientras me alejo. Ya habrá otra ocasión.
Cadfael cruzó el vado, subió por la verde senda del otro lado, se adentró en el bosque y se dirigió a la aldea de Winstone para tomar el camino real. Sin embargo, al llegar allí, no giró a la izquierda hacia Tewkesbury y los caminos que conducían a casa sino a la derecha hacia Cirencester. Le quedaba otro pequeño deber que cumplir, o puede que, más allá de cualquier esperanza razonable, se aferrara como a un clavo ardiente a la convicción de que algo bueno podía surgir de su apostasía, algo capaz de justificar su falta.
Mientras recorría el camino de la altiplanicie de los Cotswolds, pasó por intermitentes celliscas bajo un cielo plomizo que no favorecía demasiado los pensamientos placenteros. Los colores invernales, sucios y desteñidos, se estaban posando como una grisácea bruma sobre el monótono paisaje. Viajar no resultaba muy agradable y apenas se encontraba uno a nadie a quien poder saludar por el camino. Tanto los hombres como las ovejas preferían el calor de la casa y el aprisco.
Ya era muy entrada la tarde cuando llegó a Cirencester, una ciudad de la cual solo sabía que era muy antigua, conservaba muchos vestigios romanos y gozaba de una gran prosperidad gracias al floreciente comercio de la lana. Tuvo que detenerse a preguntar por la abadía de los agustinos, pero, cuando la vio, no le cupo la menor duda acerca de su riqueza y bienandanza. El anciano rey Enrique la había refundado sobre los restos de una antigua y pobre casa de canónigos seculares. Los agustinos la habían embellecido y enriquecido sobremanera y el precioso pórtico, el inmenso patio y su espléndida iglesia hablaban bien a las claras de su celo y eficiencia. La abadía tenía apenas treinta años de antigüedad, pero llevaba camino de convertirse en la más importante de su orden en todo el reino.
Cadfael desmontó en la entrada y dirigió a su caballo a la garita del portero. Aquella serena calma era un bálsamo para su maltrecho espíritu después del azaroso asedio y la triste soledad de los caminos. Allí todo estaba ordenado y regulado, todo el mundo tenía un propósito y una norma y no dudaba ni por un instante de su propio valor mientras que todas las horas y las cosas cumplían una misión esencial para el funcionamiento del conjunto. Lo mismo ocurría en su casa de Shrewsbury, donde ansiaba regresar.
—Soy un monje de la abadía benedictina de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury —explicó humildemente— y vine a esta región a causa de las luchas de Greenhamsted, donde me alojaba cuando el castillo fue sometido a asedio. ¿Podría hablar con el enfermero?
El portero era un anciano de fría y arrogante mirada, no demasiado dispuesto a recibir sin más a un benedictino.
—¿Buscáis alojamiento para esta noche, hermano? —se apresuró a preguntarle.
—No —contestó Cadfael—. El asunto que me trae podría ser muy breve, pues me dirijo a mi abadía. No tenéis que preocuparos por mí. Pero yo envié aquí, al cuidado de otro, a Felipe FitzRobert, gravemente herido en Greenhamsted y en peligro de muerte. Me gustaría hablar con el enfermero para preguntarle cómo sigue. O —añadió conmovido— si vive todavía. Yo le atendí allí y necesito saberlo.
El nombre de Felipe FitzRobert indujo al portero a abrir con asombro unos fríos y reservados ojos grises que no se habían emocionado para nada al oír mencionar la orden benedictina o la abadía de Shrewsbury. Tanto si el joven era amado como si era odiado o simplemente tolerado como una inevitable complicación, la mano de su padre descansaba sobre él y podía abrir puertas muy cerradas y bien custodiadas. No era de extrañar que la casa vigilara estrechamente sus límites.
—Voy a avisar al hermano enfermero —dijo el portero, alejándose presuroso.
El enfermero, un amable joven que no debía de superar demasiado la treintena, se presentó de inmediato, estudió a Cadfael de arriba abajo de un rápido vistazo y asintió en gesto de aprobación.
—Ha dicho que podéis pasar. El joven os ha descrito tan bien que yo os hubiera podido reconocer entre muchos, hermano. Sed bienvenido. Nos habló del destino de La Musarderie y de la amenaza que pendía sobre nuestro huésped.
—O sea que consiguieron llegar a tiempo —dijo Cadfael, lanzando un profundo suspiro.
—Muy a tiempo. Los condujo el carro de un molinero, pero el molinero no recorrió el último trecho. Un trabajador no puede abandonar sus ocupaciones y a su familia —dijo el enfermero—, sobre todo teniendo en cuenta que acababa de arriesgar mucho más de lo que en justicia se le podía pedir. Parece ser que no hubo ningún contratiempo. En cualquier caso, el carro fue devuelto a su propietario sin ninguna dificultad.
—Confío en que no tenga ninguna —dijo sinceramente Cadfael—, pues es un buen hombre.
—Gracias sean dadas a Dios, hermano —dijo alegremente el enfermero—, pues los hay todavía, los ha habido y siempre los habrá. Hay más hombres buenos que malos en este mundo y su causa prevalecerá.
—¿Y Felipe? ¿Está vivo? —preguntó Cadfael, conteniendo la respiración, presa de una inquietud mucho más honda de lo que esperaba.
—Vivo y consciente. Está mejorando, aunque la recuperación será muy lenta. Pero vivirá y volverá a ser el de antes. ¡Venid a verlo!
En el exterior de una cortina parcialmente corrida que separaba una celda de la sala de la enfermería permanecía sentado un joven canónigo de la orden, leyendo con semblante muy serio un libro abierto sobre sus rodillas. El vigoroso joven de modesta apariencia, pero físico impresionante, levantó los ojos y volvió la cabeza al oír el sonido de unas pisadas. Al ver al hermano enfermero en compañía de un monje de otra orden, el joven bajó inmediatamente la mirada sobre su lectura con rostro impasible. Cadfael aprobó su comportamiento. Los agustinos estaban preparados tanto para proteger sus privilegios como a sus pacientes.
—Una simple precaución —explicó tranquilamente el enfermero—. Puede que ya no sea necesaria, pero mejor no correr riesgos.
—Dudo que ahora haya persecuciones —dijo Cadfael.
—Aun así… —El enfermero se encogió de hombros y acercó una mano a la cortina para descorrerla—. ¡Antes seguros que arrepentidos! Entrad, hermano. Está plenamente consciente y os reconocerá.
Cadfael entró en la celda y los pliegues de la cortina cayeron a su espalda. La única cama que había en la pequeña estancia había sido levantada para facilitar la atención al paciente. Felipe yacía recostado sobre unos almohadones, ligeramente vuelto de lado para aliviar las costillas rotas. Su rostro, más pálido y hundido que de costumbre, estaba libre de cualquier tensión y mostraba una admirable serenidad. Por encima del vendaje que le cubría la herida, su ensortijado cabello negro descansaba sobre los almohadones cuando volvió la cabeza para ver quién había entrado. Los ojos hundidos en las azuladas cuencas no parecieron sorprenderse.
—¡Fray Cadfael! —exclamó el joven con poderosa voz—. Casi os estaba esperando. Pero teníais un deber más importante que cumplir. ¿Por qué no regresáis a casa? ¿Merezco yo acaso el retraso?
Cadfael no contestó directamente a la pregunta. Se acercó a la cama y contempló a Felipe con satisfecha expresión de gratitud.
—Ahora que os veo vivo, regresaré a casa enseguida. Me han dicho que os vais a recuperar por completo.
—Por completo —convino Felipe, esbozando una triste sonrisa—. ¡Más que eso! Cabía la posibilidad de que padre e hijo hubierais malgastado vuestros esfuerzos. No temáis, no os voy a reprochar que me arrancarais de la horca en contra de mi voluntad. Yo no clamaré contra vos tal como él hizo, diciendo: «¡Me ha engañado!». Sentaos a mi lado, hermano, ahora que estáis aquí. Solo un momento. Ya veis que me voy a curar y vuestras necesidades están en otro sitio.
Cadfael se sentó en un escabel al lado de la cama y acercó el rostro al de Felipe, mirándole inquisitivamente a los ojos.
—Ya veo que sabéis quién os condujo hasta aquí —dijo.
—En determinado momento, abrí un instante los ojos y vi su rostro. En el carro, mientras nos dirigíamos hacia aquí. Después me hundí de nuevo en la oscuridad sin haber podido pronunciar ni una sola palabra. Puede que él ni siquiera se diera cuenta. Pero yo lo sé. De tal palo, tal astilla. En fin, los dos sois ahora dueños de mi vida. Decidme qué puedo hacer con ella.
—Yo creo que sigue siendo vuestra —dijo Cadfael—. Gastadla como consideréis conveniente. La tenéis tan firmemente en vuestro poder como la mayoría de los hombres.
—Pero ya no es la vida que tenía antes. Yo accedí a morir, no lo olvidéis. Y lo que ahora tengo es un regalo vuestro, amigo mío, tanto si vos lo queréis como si no. Estos últimos días he tenido tiempo para rememorar lo que ocurrió antes de mi muerte —dijo Felipe en tono pausado—. Era una insensatez pensar que el hecho de pasar de una nulidad a otra podría resolver alguna cosa. Ahora que he luchado inútilmente en ambos bandos, reconozco mi error. No hay salvación posible ni con la emperatriz ni con el rey. ¿Qué pensáis hacer conmigo ahora, fray Cadfael? ¿O qué tiene previsto para mí Oliveros de Bretaña?
—O tal vez Dios —apuntó Cadfael.
—¡Dios, por supuesto! Pero Él tiene mensajeros entre nosotros y sin duda me enviará algún presagio que yo pueda interpretar. —El joven esbozo una sonrisa sin la menor ironía—. He agotado mis esperanzas entre los príncipes de ambos bandos. ¿Adonde puedo ir ahora? —No esperaba todavía una respuesta inmediata. Levantarse de la cama sería para él como volver a nacer. Entonces tendría tiempo para decidir lo que quería hacer con el regalo—. Pero, puesto que hay otros hombres en el mundo aparte de nosotros, decidme qué ocurrió, hermano, después de que me salvarais.
Cadfael se acomodó en su escabel y le habló de la suerte que había corrido su guarnición, autorizada a abandonar libremente la fortaleza con sus heridos, pero sin las armas. Felipe había comprado las vidas de casi todos ellos, aunque al final no hubiera tenido que pagar el precio que él había ofrecido de buena fe.
Ninguno de los dos oyó el rumor de los cascos de unos caballos en el gran patio ni el tintineo de los arneses ni unas rápidas pisadas sobre los adoquines; la estancia estaba demasiado protegida por los muros como para que los sonidos pudieran llegar hasta allí. Solo cuando en el pasillo resonaron las rápidas pisadas de unas botas, Cadfael se incorporó en su asiento e interrumpió sus palabras alarmado. Pero no, el guardián de la puerta ni siquiera se había movido. Podía ver hasta el final del pasillo y lo que vio no le había producido la menor inquietud. El joven canónigo se limitó a levantarse de su asiento y se apartó a un lado para ceder el paso a los que se estaban acercando.
La cortina se descornó bruscamente ante la fuerte mano y el encendido rostro de Oliveros, ardiendo en silencio y deteniéndose en el umbral sin apenas respirar, medio alegrándose y medio temiendo la audaz acción que acababa de emprender. Sus ojos se clavaron en los de Felipe mientras sus labios esbozaban una tímida sonrisa expectante. Después se apartó a un lado sin entrar en la estancia, descorrió la cortina y Felipe vio lo que había al otro lado.
Por un instante, el triunfo y el repudio estuvieron equilibrados. Después, a pesar de que Felipe permaneció inmóvil sin decir nada ni hacer ningún gesto, Oliveros comprendió que no se había esforzado en vano.
Cadfael se levantó y retrocedió hacia un rincón de la estancia en el momento en que entró el conde Roberto de Gloucester. El corpulento conde, que era un hombre tranquilo y reposado, se acercó al lecho y contempló a su hijo menor con semblante inexpresivo. El capuchón le colgaba formando unos pliegues sobre los hombros, y tanto las hebras plateadas de su abundante cabello castaño como las dos franjas gemelas de pelo gris de su corta barba, húmedas a causa de la lluvia del exterior, captaban los reflejos de la escasa luz que todavía quedaba en la estancia. Soltó el broche de su capa, se la quitó y, acercando el escabel a la cama, se sentó como si acabara de llegar a casa, sin que ninguna tensión o agravio pudiera amenazar la bienvenida.
—Señor —dijo Felipe, utilizando con deliberada formalidad un tono seco y distante—, ¡vuestro hijo y servidor!
El conde se inclinó para besar la mejilla de Felipe con toda la naturalidad propia de un padre con su hijo. Y Cadfael, retirándose en discreto silencio, salió al pasillo donde fue recibido por los exultantes brazos de Oliveros.
Ahora todo lo que se tenía que hacer allí ya estaba hecho. Nadie, ni siquiera la emperatriz, se atrevería a tocar lo que Roberto de Gloucester hubiera bendecido. Padre e hijo salieron muy contentos al patio desde donde Cadfael se dirigió a las cuadras en busca de su caballo, pues a pesar de la inminencia del crepúsculo, se sentía obligado a recorrer un buen trecho del camino antes de que anocheciera, buscando algún lugar donde pernoctar en alguna granja de ovejas.
—Y yo os acompañaré —dijo Oliveros—, pues nuestro camino es el mismo hasta Gloucester. Compartiremos la paja juntos en algún granero. O, si llegamos a Winstone, el molinero nos proporcionará alojamiento.
—Yo pensaba —dijo Cadfael con asombro— que ya estarías en Gloucester con Ermina, tal como sería tu deber en estos momentos.
—Fui a verla, ¿cómo no iba a hacerlo? —dijo Oliveros—, para que viera por sí misma que nadie me había hecho el menor daño y entonces ella dejó que me fuera a cumplir con mi deber. Fui a buscar a Roberto en Hereford y él me ha acompañado hasta aquí, tal como yo estaba seguro que haría. La sangre es la sangre y no hay ningún vínculo más estrecho que el que los une a ellos dos. Ahora que todo está hecho, puedo volver a casa.
Viajaron juntos un par de días y durmieron dos noches el uno al lado del otro envueltos en sus capas, la primera en la cabaña de un pastor cerca de Bagedon, y la segunda en el hospitalario molino de Cowley. A primera hora del tercer día entraron en Gloucester. Y en Gloucester se separaron.
Yves le hubiera suplicado de mil maneras a Cadfael que se quedara a pasar la noche allí y permaneciera unas inestimables horas en compañía de las personas que tanto lo querían. Oliveros se limitó a mirarle y esperó su decisión con semblante resignado.
—No —dijo Cadfael, sacudiendo tristemente la cabeza—, tu casa está aquí, pero la mía no. Llevo demasiado tiempo ausente y no me atrevo a añadir lo peor a lo malo. No me preguntes por qué.
Y Oliveros no preguntó. En su lugar, cabalgó con Cadfael hasta el extremo norte de la ciudad, donde el camino se dirigía al noroeste hacia el distante Leominster. Todavía quedaba una media hora larga de luz diurna, el cielo mostraba un apacible color gris y apenas se percibía el menor soplo de viento. Se podría ganar una legua antes de que llegara la noche.
—Dios me libre de interponerme entre vos y aquello que necesitáis para el alivio de vuestro corazón —dijo Oliveros—, aunque el mío se desgarre por el hecho de no hacerlo. Id tranquilo y no os preocupéis jamás por mí. Ya habrá alguna ocasión. Si vos no venís a mí, yo iré a vos.
—¡Dios lo quiera! —dijo Cadfael tomando el rostro de su hijo entre sus manos para besarlo.
¿Cómo podía Dios no sentirse complacido de alguien como Oliveros? Como si hubiera muchos como él en este mundo.
Ambos habían desmontado para despedirse.
Oliveros tomó el estribo de Cadfael mientras éste montaba, y sostuvo un momento la brida de su caballo.
—¡Dadme vuestra bendición e id con Dios!
Cadfael se inclinó y trazó la señal de la cruz en la despejada y tersa frente de su hijo.
—Mándamelo decir cuando nazca mi nieto.