XIV

 solas con Felipe, Cadfael buscó en la cómoda unas mantas de lana para envolver al paciente y protegerlo del frío y el aire de los caminos y lo amortajó con una sábana de lino, cubriéndole el rostro con una sola vuelta de la tela para que pudiera respirar. Otro muerto preparado para su entierro; ahora lo único que se tenía que hacer era llevarlo a la capilla con los demás o sacarlo al prado donde varios soldados estaban cavando una fosa común. No era fácil establecer cuál de las dos posibilidades era más arriesgada. Cadfael había cerrado la puerta mientras efectuaba los preparativos y ahora temía abrirla demasiado pronto, pero desde allí dentro no podía saber qué ocurría en el exterior. Debía de ser media mañana y los hombres de la guarnición ya se estarían organizando para la partida. En su rápido recorrido por la fortaleza, FitzGilbert habría tomado nota del peligroso estado en que se encontraba una de las torres y habría decidido enviar inmediatamente unos canteros para que aseguraran los muros, dejando las reparaciones propiamente dichas para más adelante.

Cadfael hizo girar la llave y entreabrió la puerta para echar un vistazo al pasadizo. Dos jóvenes de la guarnición se estaban dirigiendo a la puerta exterior de la torre del homenaje, transportando entre los dos uno de los postigos de las ventanas interiores, sobre el cual habían depositado un cuerpo envuelto en una sábana. La operación ya había empezado y Cadfael tenía que actuar con rapidez. Los hombres no iban armados, pues todas las armas ya estaban amontonadas en la armería, pero, por lo menos, habían salvado la vida y ahora transportaban a los menos afortunados con respetuosa tristeza. Después pasó uno de los oficiales de la guardia del mariscal, conversando con un parlanchín aldeano vestido con un coleto de cuero.

—Habrá que colocar enseguida unos apuntalamientos de madera —dijo el aldeano—. La piedra la pondremos después. Procurad que vuestros hombres no se acerquen por allí cuando entréis. Esta misma tarde mandaré a los mozos con los maderos para apuntalar.

Cuando el hombre pasó por su lado, Cadfael aspiró el olor de la madera que tanto abundaba en Greenhamsted. La mampostería de la torre, traspasada de parte a parte, sería apuntalada enseguida para asegurar su estabilidad en espera de los canteros. Por lo que he oído, pensó Cadfael, será mejor que me acerque por allí antes de que lleguen, pues entre los cascotes podría haber una capa con el águila imperial bordada en el hombro y lo que menos me interesa a mí en este momento es que los oficiales de la emperatriz empiecen a hacer preguntas. Cierto que tal prenda podría pertenecer a alguno de los sitiadores que consiguieron penetrar en el interior de la torre, pero no era lógico que alguien hubiera manejado el ariete con el impedimento de una capa. Cuantas menos preguntas se hicieran, mejor.

Pero, en aquel momento, su principal preocupación estaba allí y necesitaba rápidamente otro par de manos antes de que otros testigos aparecieran en escena. El oficial solo había acompañado al maestro de obras hasta la puerta de la torre del homenaje. Cadfael lo oyó regresar y salió al pasadizo para cortarle el paso, dejando la puerta abierta de par en par a su espalda. Su hábito le daba cierto derecho a manejar a los muertos y quizá también a recabar la ayuda del primero que tuviera a mano.

—Mi señor —le dijo cortésmente al oficial—, ¿tendríais la bondad de ayudarme y echarme una mano con éste de aquí? Ni siquiera nos ha dado tiempo para poder llevarlo a la capilla.

El oficial era un hombre de unos cincuenta y tantos años, con la suficiente experiencia como para mostrarse tolerante y respetuoso con los monjes benedictinos y estar dispuesto a hacer un pequeño favor, pues su trabajo consistía simplemente en vigilar el trabajo de los demás y en aquellos momentos se encontraba de muy buen humor, pues ya habían terminado los combates por La Musarderie. Miró a Cadfael, desplazó la mirada hacia la puerta abierta de la estancia y se encogió de hombros. La cámara era lo bastante fría y austera como para no parecer el dormitorio del señor del castillo. En su recorrido por la sala y otros aposentos, el oficial había visto cámaras mucho más cómodas y lujosas.

—Acordaos en vuestras oraciones de un honrado soldado, hermano —dijo el oficial—, aquí me tenéis para lo que gustéis mandar. Quiera Dios que alguien haga lo mismo por mí si alguna vez lo necesito.

—¡Amén! —dijo Cadfael—. No os olvidaré en el próximo oficio.

Era la pura verdad, habida cuenta del favor que le estaba pidiendo.

De este modo, uno de los oficiales de la emperatriz se acercó a la cabecera de la cama y se inclinó para tomar por los hombros el cuerpo envuelto en la sábana. Felipe parecía un auténtico muerto y Cadfael rezó para que siguiera en el mismo estado hasta que abandonara aquellas murallas. La inmovilidad de un cuerpo sin sentido, cuando solo un hilo de respiración marca la frontera que todavía no hay que cruzar, apenas se distingue de la inmovilidad que se produce cuando el alma abandona el cuerpo. Aquella reflexión le causó una extraña tristeza, como si fuera él y no Roberto de Gloucester quien hubiera perdido un hijo.

—Transportémoslo con el camastro y todo —le dijo al oficial—. Ya lo retiraremos después en caso necesario, pues sangró mucho y aquí la paja no falta.

El hombre desplazó las manos hacia la cabecera de la yacija y la levantó sin el menor esfuerzo como si el presunto muerto fuera tan liviano como un niño. Cadfael tomó los pies del camastro y, al salir al pasadizo, apartó un momento una mano para entornar la puerta. ¡Dios le librara de que alguien pudiera hacer demasiado pronto un descubrimiento accidental! Sin embargo, no podía entretenerse en cerrar la puerta bajo llave, pues semejante hecho hubiera despertado inmediatamente sospechas.

Pasaron por entre todo el ajetreo del baluarte y salieron por la caseta de vigilancia a la grisácea luz de diciembre, mientras el guardia del exterior les franqueaba el paso con aire indiferente. Los muertos no les interesaban; ellos solo tenían que vigilar que nadie se llevara armas ni objetos de valor cuando la guarnición abandonara la fortaleza y evitar que Felipe FitzRobert escapara, haciéndose pasar por uno de los heridos. A la izquierda de la calzada empedrada había una extensión de terreno llano donde se estaba cavando la fosa común, a cuyo borde se estaban depositando respetuosamente los muertos.

En el espacio que mediaba entre aquella fúnebre tarea y el lindero del bosque, varios habitantes de la aldea y quizá de otros lugares un poco más alejados se habían congregado para observarlo todo con distante curiosidad. Las gentes de aquellas comarcas no apreciaban demasiado a ninguno de los dos bandos, pero, de momento, la amenaza ya había pasado. Puede que algún Musard regresara a Greenhamsted. Cuatro generaciones habían conseguido que la familia todavía fuera aceptada por los lugareños.

Un carro tirado por dos caballos subió por la cuesta del valle del río y se acercó por la calzada empedrada a la caseta de vigilancia. El carrero era un corpulento barbudo de unos cincuenta años de edad, vestido con rústicas prendas oscuras, una capa corta y un capuchón de color verde, aunque todos los colores de las prendas estaban ligeramente apagados por el polvo de largos días pasados en la brumosa atmósfera de un molino de trigo. El mozo sentado a su espalda llevaba una arpillera sobre los hombros y se cubría la cabeza con un saco abierto por un costado a modo de capucha. El joven y larguirucho aldeano vestía el jubón y los calzones pardos propios de los hombres de campo. Cadfael los vio acercarse y dio gracias a Dios.

Contemplando la actividad que se estaba desarrollando en el prado, la hilera de cuerpos amortajados, algunos de los cuales acababan de ser depositados al lado de los demás, y al desconsolado capellán siguiéndolos con los hombros encorvados, el conductor del carro desvió directamente su tronco de caballos hacia la fosa. Una vez allí, saltó rápidamente al suelo y dejó al mozo al cuidado de los caballos. El molinero se dirigió a Cadfael, hablando en voz lo suficientemente alta como para que también le oyera el capellán.

—Hermano, yo tenía un sobrino sirviendo aquí a las órdenes de Camville y quisiera saber cómo está para tranquilizar a su madre. Nos hemos enterado de que ha habido muertos y muchos heridos. ¿Dónde me podrían dar noticias?

Cuando ya estaba un poco más cerca, bajó ligeramente la voz. Su rostro era tan inexpresivo como el de una figura de madera de roble.

—Librad vuestra mente de lo peor antes de seguir adelante —le dijo Cadfael, clavando la mirada en unos perspicaces e inteligentes ojos de color indefinido. Un poco más allá, el capellán se había detenido a conversar con el oficial de la guardia de FitzGilbert—. Seguidme y comprobad vos mismo si alguno de estos hombres es el vuestro —añadió Cadfael en tono pausado. Darse prisa hubiera equivalido a delatarse. Ambos recorrieron juntos la hilera, hablando en voz baja mientras se inclinaban aquí y allá para descubrir brevemente los rostros y, cada vez que lo hacían, el molinero sacudía la cabeza.

—Hace tiempo que no le veo, pero lo reconocería. —El hombre hablaba con soltura, inventándose un verosímil parentesco con alguien no tan próximo como para que su muerte fuera una pérdida irreparable o largo tiempo lamentada, aunque sin olvidar los derechos de la sangre a los que jamás se podía renunciar—. Treinta años tendría, moreno y bien parecido, muy hábil con la pica y el arco. Y no de ésos que prefieren mantenerse al margen. Él es de los que entran enseguida en la refriega.

Habían llegado al camastro de paja de Felipe, el cual estaba tan inmóvil que Cadfael dudó por un instante hasta que distinguió el súbito estremecimiento y oyó el leve crujido de la respiración.

—¡Aquí está!

El molinero había reconocido no al hombre sino el momento. Interrumpió sus palabras, retrocedió, se agachó detrás de la protectora pantalla del rechoncho cuerpo de Cadfael e hizo ademán de volver a cubrir el rostro de Felipe sin tocarlo. Después permaneció un buen rato inclinado sobre el cuerpo como si quisiera asegurarse de que era el que buscaba y finalmente se levantó muy despacio, diciendo con toda claridad:

—¡Es él! Es el chico de nuestra Nan. —El hombre siguió adelante con su hábil simulación, mostrándose casi tan indignado como afligido gracias a su larga, experiencia en una tierra donde la muerte solía presentarse inesperadamente a la vuelta de la esquina, eligiendo al azar a sus víctimas—. Ya sabía yo que ése nunca llegaría a viejo. Nunca se apartaba de los peligros. En fin, ¿qué le vamos a hacer? No podemos devolverles la vida.

El hombre que estaba cavando más cerca de ellos interrumpió un momento su tarea para recuperar el resuello y se volvió a mirar al molinero con expresión apenada.

—Es muy duro ver a un pariente acabar de esta manera. ¿Queréis enterrarle acaso con sus antepasados? Puede que os lo permitan. Mejor que estar en la tierra con todos ésos, sin un nombre tan siquiera.

La conversación había llamado la atención de los guardias. El oficial les estaba mirando y, en cuestión de un momento, pensó Cadfael, podía acercarse. Mejor evitarlo, acudiendo directamente a él con la historia ya preparada.

—Lo iré a preguntar si ése es vuestro deseo —dijo—. Es una obra de caridad cristiana que os llevéis al pobrecillo.

Seguido del molinero, se dirigió hacia la puerta con paso decidido. Al verles acercarse, el oficial interrumpió su charla con sus subordinados.

—Señor —le dijo Cadfael—, éste es el molinero de Winstone, al otro lado del río. Ha encontrado entre los muertos al hijo de su hermana y pide permiso para llevarse al chico y enterrarlo entre los suyos.

—¿De veras? —El oficial miró de arriba abajo al hombre, pero enseguida perdió el interés, pues se trataba de un hecho muy frecuente en los tiempos que corrían. Tras reflexionar un instante, se encogió de hombros con indiferencia—. ¿Por qué no? Uno más o uno menos… Ojalá pudiéramos sacarlos a todos de golpe. Sí, llevaos al chico. Ése ya no hará daño ni se lo harán.

El molinero de Winstone se acercó la mano a la frente en gesto de respeto y dio las gracias al oficial. Si hubo el menor asomo de burla en su gratitud, nadie se dio cuenta. Inmediatamente regresó junto al carro que el espigado mozo había acercado un poco más al lugar donde estaba el muerto. Entre los dos, levantaron el camastro en el que descansaba Felipe y, bajo la complacida mirada de los guardias del mariscal, lo depositaron cuidadosamente en el carro. Cadfael, sujetando los caballos, dirigió una sola mirada a las sombras del interior de la capucha de saco que llevaba el muchacho y vio en los negros ojos de reflejos dorados un destello de afecto y de promesa de triunfo. No se pronunció ni una sola palabra. Oliveros se sentó en el carro y apoyó la parte superior del camastro de paja sobre sus rodillas. El molinero de Winstone subió y desvió a sus caballos hacia el río, bajando por la pendiente cubierta de reseca hierba sin darse prisa ni volver en ningún momento la vista hacia atrás, en una viva representación de un hombre honrado que acabara de cumplir un sagrado deber y no tuviera que rendir cuentas a nadie por ello.

Al mediodía FitzGilbert se presentó ante la puerta de la fortaleza con una compañía de hombres para supervisar la salida de la guarnición de La Musarderie. Los soldados de Felipe habían montado a lomos de caballos a algunos heridos que podían cabalgar, pero no caminar, y a los demás los habían colocado en carros situados en el centro de la comitiva para que los que estaban sanos los pudieran atender en caso necesario. Cadfael no había olvidado reclamar la posesión del hermoso ruano que Hugo le había prestado y decidió quedarse en las cuadras por si alguien le hiciera alguna pregunta. Hugo me arrancaría las orejas, pensó, si permitiera que alguien me lo quitara. Por consiguiente, solo bien entrado el día, cuando la retaguardia ya estaba abandonando el castillo en presencia de las fuerzas victoriosas, pudo presenciar la retirada de La Musarderie.

A medida que iban saliendo, hombres y carros eran minuciosamente registrados por si llevaran espadas, arcos o lanzas ocultas, mientras Camville, curvando los labios en una mueca de desdén ante la desconfianza de los vencedores, lo observaba todo sin hacer el menor comentario. Solo protestó en los casos en los que le pareció que se trataba con cierta desconsideración a los heridos. Cuando todo terminó, Camville tomó el camino del este con su guarnición, cruzando el río para dirigirse a Winstone y, desde allí, a la calzada romana por la que seguramente regresaría a Cricklade, que en aquellos momentos no corría ningún peligro inmediato y era el centro de todo un círculo de castillos del rey tales como Bampton, Faringdon, Purton y Malmesbury, entre los cuales podría repartir a sus combatientes y heridos. Oliveros y el molinero de Winstone habían seguido el mismo camino, pero no tenían que ir tan lejos, solo a cosa de unas seis leguas de distancia.

Ahora Cadfael tenía otras cosas que hacer. No podía irse de allí hasta que algunos heridos demasiado frágiles o enfermos para marcharse con sus compañeros hubieran sido encomendados a los expertos cuidados de las fuerzas del mariscal. Tampoco le parecía justo abandonarlo todo antes de que la furia de la emperatriz se hubiera disipado y nadie corriera peligro de muerte a cambio de la muerte que a ella le habían escamoteado.

Faltaban pocos minutos para que las principales compañías de Matilde llegaran a la fortaleza para ocupar las cuadras casi vacías, examinar el botín de armas que habían obtenido e instalarse en el castillo. Cadfael regresó al baluarte adelantándose a ellos y se dirigió al roto cascarón de la torre. Caminando con cuidado entre los cascotes, encontró la capa doblada y guardada en una grieta de la obra de mampostería, donde Oliveros la había dejado en el momento de salir a la oscuridad de la noche para mezclarse con los sitiadores. La insignia del águila imperial seguía prendida en el hombro. Cadfael enrolló la prenda y se la llevó a su celda. Le pareció que todavía conservaba algunas trazas del calor del cuerpo de Oliveros.

Antes de que anocheciera, todos estaban en el interior de la fortaleza, todos menos los miembros de la corte de la emperatriz, cuyos servidores se habían adelantado y ya estaban ocupados en la tarea de colocar colgaduras y almohadones para que el menos espartano de los aposentos del castillo pudiera recibir dignamente a la imperial señora. La sala volvía a ser un lugar habitable y ofrecía casi el mismo aspecto que siempre había tenido. Los cocineros y los criados se entregaron enseguida a la tarea de atender y servir a la nueva guarnición tan filosóficamente como a la anterior. La torre dañada ya había sido apuntalada con maderos, y en ella se había colocado una guardia para evitar que algún imprudente asomara peligrosamente la cabeza a su interior.

Nadie había abierto todavía la cámara de Felipe y nadie sabía por tanto que estaba vacía. Tampoco nadie había tenido tiempo de reparar en el hecho de que tanto el capellán como el monje benedictino que había permanecido constantemente al lado del herido llevaban por lo menos tres horas paseando por el baluarte y las inmediaciones de la fosa común, lo mismo que el capellán. Todos habían estado demasiado ocupados como para preguntarse quién habría permanecido junto a su cama durante la ausencia de ambos. Era una cuestión en la cual Cadfael no había pensado demasiado, pero, ahora que ya se había hecho lo más urgente, éste empezó a comprender que él mismo tendría que hacer el descubrimiento para no perjudicar a los hombres de Felipe que todavía quedaban en la fortaleza. Sin embargo, convendría que lo hiciera en presencia de un testigo.

Se dirigió a las cocinas casi una hora antes de vísperas y pidió una medida de vino y un cubo de agua caliente para el enfermo, recabando la ayuda de un sollastre para llevar ambas cosas a la torre del homenaje.

—Tenía fiebre cuando lo dejé hace unas horas para ir a la fosa que estaban cavando para los muertos. Quizá se la podremos bajar un poco si lo baño y consigo que beba unas gotas de vino. ¿Tienes unos minutos para ayudarme a levantarlo y darle la vuelta?

El sollastre, un joven y desgreñado gigante de boca firmemente cerrada y rostro no menos cerrado a causa de la inquietud que le producía el hecho de tener que servir a unos nuevos señores todavía desconocidos, miró de soslayo a Cadfael, calculó perspicazmente lo que estaba viendo y dijo casi sin mover los labios, pero con toda claridad:

—Mejor que lo dejéis en paz, hermano, si le queréis bien.

—¿Tanto como tú? —preguntó Cadfael lacónicamente.

Era un pequeño arte extremadamente útil en algunas ocasiones.

Cadfael no obtuvo respuesta, pero tampoco la esperaba ni la necesitaba.

—¡Ánimo! Cuando llegue el momento, cuenta lo que has visto.

Cuando llegaron a la puerta de la desierta cámara, Cadfael la abrió, sosteniendo la botella de vino en la mano. A pesar de la escasa luz, se podía ver con toda claridad la cama vacía y desordenada, las mantas revueltas y la desnuda habitación en sombras. Cadfael estuvo tentado de dejar caer la botella de vino al suelo en una convincente muestra de sorpresa y alarma, pero enseguida recordó que los monjes benedictinos no suelen reaccionar a las crisis repentinas tirando cosas al suelo y tanto menos botellas de vino y, además, la confianza que le inspiraba su fortuito compañero le ahorraba la necesidad del engaño. Muchos de los servidores de la casa de Felipe se alegrarían de su desaparición.

Por consiguiente, ninguno de los dos hizo la menor exclamación. Antes al contrario, lo contemplaron todo en muda satisfacción y se intercambiaron una elocuente mirada, absteniéndose de hacer comentarios por si pasara por allí algún oído indiscreto.

—¡Ven! —dijo Cadfael, cobrando repentinamente vida—. Tenemos que comunicar lo ocurrido. Toma el cubo —añadió con decisión—. Los detalles son los que confieren mayor autenticidad al relato.

Después encabezó la marcha casi a la carrera mientras el sollastre galopaba a su espalda, derramando el agua del cubo a cada paso que daba. Al llegar a la puerta de la sala, Cadfael estuvo casi a punto de caer en los brazos de uno de los caballeros de De Bohun, a quien comunicó la noticia casi sin resuello.

—¿El señor mariscal… está aquí dentro? Tengo que hablar con él. Venimos de la cámara de FitzRobert. No está allí. El lecho está vacío y el hombre ha desaparecido.

En la gran sala del castillo, en presencia del mariscal, el senescal y una docena de condes y barones, la historia causó una fuerte conmoción y provocó un clamor de furia, exasperación y desconfianza; tanto más satisfactorio por cuanto su inutilidad era más que manifiesta. Cadfael habló por los codos y se mostró profundamente consternado, y el sollastre tuvo el suficiente ingenio y aplomo como para ofrecer en todo momento una imagen de estúpida perplejidad.

—Le dejé poco antes del mediodía para ir a echar una mano al capellán, que estaba supervisando el entierro de los muertos. Estoy aquí por pura casualidad, pues había pedido permiso para alojarme unas cuantas noches, pero poseo ciertos conocimientos de medicina y le presté de buen grado todos los cuidados que pude. Cuando le dejé, estaba completamente inconsciente, tal como ha estado desde que resultó herido. Por eso pensé que le podía dejar solo con toda tranquilidad. En fin, mi señor, vos mismo lo habéis visto esta mañana… Cuando he regresado a la cámara… —Cadfael sacudió la cabeza con gesto de incredulidad—. ¿Cómo ha podido ocurrir? Estaba sin sentido. Fui a la cocina por un poco de vino y agua caliente para bañarle y le pedí a este mozo que me acompañara para ayudarme a levantarlo. ¡Y ha desaparecido! Es imposible que se haya podido levantar solo, os lo juro. ¡Pero se ha ido! Este chico os lo podrá decir.

El sollastre asintió tantas veces y con tanta energía con la cabeza que el desgreñado cabello se agitó violentamente sobre su rostro.

—¡La pura verdad, señores! La cama está vacía y el cuarto también. Se ha ido.

—Id a verlo vos mismo, mi señor —dijo Cadfael—. No hay posibilidad de error.

—¡Que se ha ido! —estalló el mariscal—. Pero ¿cómo se puede haber ido? ¿No cerrasteis la puerta bajo llave cuando os fuisteis? ¿Ni se quedó nadie para vigilarle?

—No vi la necesidad, mi señor —contestó Cadfael en tono ofendido—. Os digo que no podía mover ni una mano ni un pie. Y además, yo no soy un servidor de la casa, no había recibido ninguna orden de nadie y mi actuación era absolutamente voluntaria, encaminada simplemente a curar.

—Eso nadie lo duda, hermano —dijo lacónicamente el mariscal—, pero cometisteis un fallo, dejándole varias horas solo. Vuestros conocimientos de medicina os indujeron a pensar erróneamente que un hombre tan activo estaba mortalmente enfermo y era incapaz de moverse.

—Podéis preguntárselo al capellán —dijo Cadfael—. Él os dirá lo mismo. El nombre estaba inconsciente y a dos pasos de la muerte.

—Y vos creéis sin duda en los milagros —dijo desdeñosamente De Bohun.

—Eso no lo voy a negar. Y razones tengo para ello. Tal vez vuestras señorías podrían meditar sobre éste —convino servicialmente Cadfael.

—Id a preguntarle al guardia de la entrada —ordenó el mariscal, reuniendo inmediatamente a unos cuantos oficiales— si algún hombre parecido a FitzRobert ha pasado entre los heridos.

—No ha pasado ninguno —dijo De Bohun con absoluta certeza.

Pese a lo cual, envió a tres de sus hombres para que confirmaran la severidad de la vigilancia.

—Y vos, hermano, venid conmigo. Vamos a examinar este milagro.

El mariscal abandonó la sala, seguido de una cola de cometa de inquietos subordinados, detrás de los cuales caminaban Cadfael y el sollastre con el cubo de agua prácticamente vacío.

La puerta de la estancia estaba abierta de par en par tal como ellos la habían dejado, y la cámara era tan sencilla y estaba tan escasamente amueblada que apenas era necesario cruzar el umbral para comprobar que no había nadie dentro. El montón de mantas revueltas disimulaba la inexistencia del camastro de paja y nadie se tomó la molestia de retirarlo, pues era evidente que lo que había debajo no era el cuerpo de un hombre.

—No puede estar muy lejos —dijo el mariscal, dando media vuelta con tanta furia como la que había puesto de manifiesto al entrar—. Tiene que estar aquí dentro, nadie puede haber pasado delante de las mismas narices de la guardia. Haremos salir a todas las ratas de los rincones de este castillo, pero lo encontraremos.

En cuestión de unos minutos, FitzGilbert distribuyó a sus hombres en todas direcciones. Cadfael y el sollastre se intercambiaron una significativa mirada, pero no se atrevieron a decir nada. El sollastre, con cara de palo por fuera, pero rebosante de alegría por dentro, se retiró para regresar sin prisa a la cocina y Cadfael, liberado de la tensión, lanzó un profundo suspiro de alivio, recordó que era la hora de vísperas y se refugió en la capilla.

La búsqueda de Felipe se llevó a cabo con toda la minuciosidad que había anunciado el mariscal y, sin embargo, cuando terminó, Cadfael no pudo por menos que preguntarse si FitzGilbert no se habría alegrado en su fuero interno de la desaparición del prisionero. No por simpatía hacia Felipe y tampoco porque no aprobara la feroz venganza de la emperatriz, sino porque tenía el suficiente sentido común como para comprender que el previsto acto multiplicaría y prolongaría las matanzas y convertiría la causa de la emperatriz en anatema, incluso para aquéllos que mejor le habían servido. El mariscal hizo lo que tenía que hacer con un gran despliegue de energía e incluso con aparente convicción. Una vez finalizada la infructuosa búsqueda con el resultado que él posiblemente esperaba, tendría que comunicarle aquella misma noche la noticia a su imperial señora, antes de que ésta hiciera ceremoniosamente su entrada en La Musarderie. Matilde utilizaría su peor veneno contra aquéllos a los que ni siquiera ella se atrevía a humillar y destruir por entero, antes de descargar su furia contra las almas más vulnerables que tenía a su servicio.

El agotado capellán de Felipe rezó de la mejor manera que pudo las oraciones de vísperas, mientras Cadfael procuraba concentrarse en las plegarias y la adoración. En algún lugar situado entre aquella fortaleza y Cirencester, tal vez en aquellos momentos ya a salvo en la abadía agustina de allí, Oliveros estaría cuidando y custodiando a su captor convertido en prisionero y a su amigo convertido en enemigo… Se llamara como se llamase, aquella relación sería tanto más firme e inviolable cuanto más cambiaran las circunstancias. Mientras ambos siguieran en contacto, cada uno de ellos protegería la espalda del otro contra el mundo, incluso en los momentos en que menos lograran comprenderse el uno al otro.

Yo tampoco lo comprendo, pensó Cadfael, pero ni falta que me hace. Confío, respeto y amo. Sin embargo, he abandonado y dejado a mi espalda aquello en lo que yo más confío y lo que más amo y respeto, y no sé si alguna vez lo podré recuperar. El tiempo lo dirá. Mi hijo está sano y salvo, se encuentra libre y está en manos de Dios. Yo lo he liberado y él ha liberado a su amigo, y lo que se rompió entre ambos se tiene que soldar. Ellos no me necesitan. Yo tengo necesidades, cuan estimadas, Dios mío, pero mis años se acaban, mi deuda ha crecido tanto que se ha convertido de altonazo en monte y mi corazón ansia regresar a casa.

—Suplicámoste, Señor, que nuestros ayunos te sean gratos y que por la expiación de nuestros pecados seamos dignos de tu gracia…

—¡Sí, amén! Al fin y al cabo, el largo viaje hasta aquí ha sido bendecido por Dios. Si el largo viaje de regreso a casa resultara fatigoso y terminara en repudio, ¿pondré reparos al precio?

Al día siguiente, la emperatriz hizo su entrada en La Musarderie cabizbaja y de mal humor, aunque para entonces ya había conseguido dominarse un poco. Al ver el espléndido trofeo que había ganado, se le suavizó ligeramente el frunce del entrecejo y debió de aceptar a regañadientes lo que había perdido.

Cadfael la vio entrar a lomos de su corcel y no pudo por menos que reconocer que, tanto a pie como a caballo, su regia figura causaba una fuerte impresión. Su belleza resplandecía incluso cuando estaba enojada, pero, si alguna vez quería seducir, poseía un encanto irresistible. Bien lo sabían por experiencia muchos jóvenes que se habían dejado atraer como Yves, hasta que ella les había hecho sentir la acerada fuerza de su látigo.

Espléndidamente montada y soberbiamente ataviada, llegó con un numeroso séquito y una escolta de honor para ella y sus damas. Cadfael recordó a las dos nobles señoras que la habían servido en Coventry y la habían acompañado a Gloucester. La de más edad era viuda desde hacía mucho tiempo y poseía una alta y esbelta figura en la que todavía perduraba toda la gracia de la juventud, aunque ahora sus rasgos fueran algo más angulosos y su cabello estuviera salpicado de algunas hebras grises. Su sobrina Isabeau, a pesar de la diferencia de años, se parecía enormemente a ella, hasta el extremo de ser probablemente el vivo retrato de Jovetta de Montors en su adolescencia, un retrato, por cierto, tan atractivo que más de un apuesto joven lo había admirado en Coventry.

Cuando las damas se detuvieron en el patio, FitzGilbert y media docena de sus mejores caballeros rivalizaron entre sí por ayudarlas a desmontar y escoltarlas a los aposentos que les habían preparado.

La Musarderie tenía ahora una castellana en lugar de un castellano.

Pero ¿dónde estaría en aquellos momentos el castellano y cómo se encontraría? En caso de que hubiera sobrevivido al viaje, Felipe se recuperaría. ¿Y Oliveros? Mientras hubiera alguna duda, Oliveros no lo abandonaría.

Entretanto, Yves había desmontado de su cabalgadura y la estaba conduciendo a las cuadras. En cuanto estuviera libre, se apresuraría a ir en busca de Cadfael. Había una noticia que Yves se estaría muriendo de ganas de conocer.

Ambos se sentaron juntos en la estrecha cama de la celda de Cadfael tal como ya hicieran en otra ocasión, para contarse el uno al otro todo lo que les había ocurrido desde el momento de su separación junto a las ramas de la enredadera, mientras el centinela paseaba a menos de veinte metros de distancia.

—Ayer me enteré de que Felipe se había desvanecido como la bruma —dijo Yves con el rostro arrebolado por la emoción—. Pero ¿cómo fue posible? Si estaba tan gravemente enfermo y no se podía mover… Matilde se ha salvado de la ruptura con el conde y de cosas mucho peores… Gracias a Dios. Pero ¿cómo? —El muchacho no acertaba a expresar su gratitud y no cabía en sí de contento, aunque volvió a ponerse muy serio al preguntar acerca de Oliveros—. ¿Qué ha sido de Oliveros, Cadfael? Pensaba verle con los demás en la sala. Le pregunté al mayordomo de De Bohun por los prisioneros y él me contestó que aquí no se había encontrado ningún prisionero. Por consiguiente, ¿dónde puede estar? Felipe nos dijo que estaba aquí.

—Y Felipe no miente —dijo Cadfael, repitiendo lo que con toda evidencia era un artículo de fe entre quienes le conocían, incluidos sus enemigos—. No, él no miente. Nos dijo la verdad. Oliveros estaba aquí, en el sótano de una de las torres. Ahora, si todo ha salido bien, ¿y por qué no tendría que haber salido si él tiene amigos en todas partes?, a estas horas tendría que estar en la abadía de los agustinos en Cirencester.

—¿Vos le ayudasteis a escapar antes de la rendición? Pero entonces, ¿por qué se ha ido? ¿Por qué se ha ido ahora que FitzGilbert y la emperatriz estaban a punto de llegar de un momento a otro y él pertenece a su bando?

—Yo no lo rescaté —explicó pacientemente Cadfael—. Cuando Felipe resultó herido y pensó que corría peligro de morir, se preocupó por la guarnición y le ordenó a Camville que negociara para ellos las mejores condiciones posibles, les asegurara, por lo menos, la vida y la libertad y entregara el castillo.

—¿Sabiendo que no habría clemencia para él?

—Sabiendo lo que la emperatriz se proponía hacer con él, según tú me dijiste —contestó Cadfael—, y sabiendo que, con tal de poder apoderarse de él, ella dejaría en libertad a todos los demás. Y, por si fuera poco, se acordó de Oliveros. Me dio las llaves y me dijo que fuera a liberarlo. Eso fue lo que hice y, con la ayuda de Oliveros, confío en haber podido enviar a FitzRobert a los canónigos de Cirencester donde, con el auxilio de Dios, espero que se pueda recuperar de sus heridas.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo conseguisteis sacarlo si las tropas de la emperatriz ya montaban guardia en la puerta? ¿Y él accedió a que lo sacarais?

—No tuvo más remedio que hacerlo —contestó Cadfael—. Solo conservó el conocimiento el tiempo suficiente como para tomar disposiciones sobre su propia vida a cambio de las vidas de sus hombres. Estaba completamente inconsciente cuando yo lo envolví en un sudario y lo saqué entre los muertos. Pero entonces no pude contar con Oliveros. Uno de los hombres del mariscal me ayudó a sacarlo. Por la noche, Oliveros consiguió salir subrepticiamente aprovechando el momento en que los sitiadores se retiraron y fue a buscar un carro del molino y, por la mañana, ante las mismísimas narices de los guardias, vino con el molinero de Winstone para reclamar el cuerpo de un presunto pariente y les concedieron autorización para llevárselo.

—Ojalá hubiera podido estar a vuestro lado —dijo reverentemente Yves.

—Pues yo me alegro mucho de que no estuvieras, hijo mío. Tú ya habías cumplido tu papel y yo le agradecí a Dios que uno de vosotros no tuviera que intervenir en esta peligrosa comedia. Ahora ya no importa, pues todo ha ido bien y, aunque Oliveros no esté, te tengo a ti por lo menos. Lo peor ya ha pasado. Con frecuencia eso es lo mejor que se puede esperar en esta vida y debemos conformarnos.

Cadfael se sintió de pronto muy cansado a pesar de su alivio y su satisfacción.

—Oliveros volverá —dijo Yves, acercándose afectuosamente a él—. Y en Gloucester Ermina os está esperando a él y a vos. Ahora ya estará próxima a dar a luz. Puede que muy pronto tengáis otro ahijado. —El joven ignoraba todavía que el niño sería mucho más que eso, un verdadero pariente de alma y cuerpo—. Puesto que ya habéis llegado tan lejos, tenéis que acompañarnos a casa donde tanto se os aprecia y quedaros algún tiempo con nosotros. Unos cuantos días más… ¿qué pecado puede haber en eso?

Pero Cadfael sacudió la cabeza un poco a regañadientes.

—No, no puedo. Cuando dejé Coventry para participar en esta empresa, traicioné el voto de obediencia a mi abad, el cual ya me había otorgado unos generosos privilegios. Ahora ya he hecho aquello por lo cual abandoné mi vocación, salvo quizá un pequeño deber que todavía me queda, y, si me demoro todavía más, seré traidor a mí mismo tal como ya lo he sido a mi orden, mi abad y mis hermanos. Seguramente algún día volveremos a reunimos. Pero ahora tengo que hacer una reparación y cumplir una penitencia. Mañana, Yves, tanto si las puertas de Shrewsbury se abren para mí como si no, pienso regresar a casa.