XIII

adfael no se movió hasta que llegó el capellán para relevarlo junto al lecho. El enfermo abrió por dos veces unos ojos que ahora estaban profundamente hundidos en unas azuladas cuencas y le vio sentado a su lado con las llaves en la mano, pero no dio la menor señal de asombro ni de reproche y no pronunció ni una sola palabra más. Él ya había cumplido su parte. Ahora le correspondía a Cadfael cumplir la suya. Poco a poco, Felipe se fue hundiendo en la inconsciencia, pues ya no tenía más asuntos que resolver. Por lo menos, ninguno que estuviera en su mano mejorar. Todos los entuertos que quedaran se tendrían que dejar en manos de Dios.

Cadfael lo estudió con inquietud, observando los profundos huecos bajo los pómulos, la palidez de su frente, la tensión de sus apretados labios y el profuso sudor. Una vida fuerte y tenaz no se podía apagar fácilmente. Puede que las heridas acabaran con ella, pero todavía no. Al mediodía FitzGilbert ya habría entrado en La Musarderie y Felipe sería su prisionero. Aunque la emperatriz tardara uno o dos días más en hacer su entrada en el castillo para dar tiempo a que le prepararan sus apartamentos, la tregua no podría prolongarse demasiado y ella sería implacable. Felipe la había despreciado y ella le haría pagar muy cara la injuria. Hasta un nombre que apenas puede tenerse en pie y está más muerto que vivo, puede ser arrastrado al cadalso y ser ahorcado para ejemplo de los demás.

Por consiguiente, quedaban todavía algunos asuntos vitales que resolver, tal como suele ocurrir ante la inminencia de una muerte. Y bajo la apremiante inspiración de Dios, ¿quién no haría lo posible por asegurarse la eterna gloria?

Cuando se presentó el capellán para relevarle, Cadfael tomó las llaves y salió de la relativa tranquilidad de la torre del homenaje al estruendo de la batalla en el baluarte. Como era de esperar, los sitiadores habían concentrado el asalto en el punto que ya habían debilitado, pero esta vez lo estaban haciendo con una estructura de madera construida a toda prisa para proteger el ariete y a los hombres que lo manejaban. El sordo e implacable ritmo del ariete sacudía el suelo bajo los pies, constantemente puntuado por el irregular estruendo de las piedras y los toneles de hierro arrojados sobre el techo de madera del barracón desde lo poco que quedaba del matacán y las troneras de lo alto de la muralla. Solo en muy contadas ocasiones se escuchaba la suave y repentina vibración de las cuerdas de los arcos y el silbido de las flechas. Ahora los arqueros ya casi no servían de nada.

De muralla a muralla, el rugido del acero y el rumor de las voces se extendían en sonoras oleadas desde la dañada base de la torre, pasando por la mole de la torre del homenaje hasta morir casi en silencio al pie de la otra torre, la torre del noroeste bajo la cual Oliveros yacía encadenado. Pero allí donde se estaba librando la batalla la masa de soldados, lanceros y piqueros se arremolinaba alrededor de la torre en cuyo muro se había abierto la brecha. Por encima de sus cabezas, enmarcados por las grotescas formas de los restos del destrozado muro exterior que todavía quedaban en pie, Cadfael pudo ver unos fragmentos de un cielo más pálido que la opaca negrura de la mampostería, teñidos con los últimos resplandores del fuego. El muro interior había sido traspasado y la puerta con la obra de piedra que la rodeaba había sido derribada y yacía en el suelo del baluarte entre la maraña de los defensores. El boquete no era muy grande y, al parecer, la arremetida había sido rechazada y la brecha se había llenado con hombres y espadas. No merecía la pena repararla si al día siguiente el castillo se iba a rendir, pero la resistencia era necesaria para evitar que hubiera más muertes. Felipe había actuado conforme a su obligación; estaba librando todas las vidas que podía de la situación que él mismo había provocado, aunque tuviera que hacerlo a expensas de la suya.

Cuando uno cruzaba el baluarte, convenía que se pegara a la muralla a pesar de que la lluvia nocturna de proyectiles ya había cesado y solo de vez en cuando el enemigo arrojaba alguna flecha de fuego por encima de la muralla para incendiar algún tejado y distraer a los defensores. Cadfael rodeó la torre del homenaje y salió al casi desierto rincón noroccidental del baluarte, donde solo había hombres en lo alto de la muralla y el matacán y apenas se oía el fragor de la batalla que se estaba librando en la brecha de la otra torre. Las llaves se le habían calentado en la mano, pues aquella noche no hacía demasiado frío. Al día siguiente, después de la rendición, quizá podrían enterrar a los muertos y dejar descansar a los muchos heridos.

La angosta puerta de la base de la torre se abrió con la primera llave sin el menor chirrido. Dos tramos de escalera, había dicho Felipe. Cadfael empezó a bajar. Una antorcha ardía en un soporte de la pared hacia la mitad de la escalera de caracol; nada se había descuidado a pesar de las tensiones del asedio. Al llegar a la puerta de la celda, Cadfael vaciló y respiró hondo. No se oía el menor sonido desde el interior, pues los muros eran muy gruesos, y tampoco llegaba ningún rumor del exterior. La luz pulsaba en silencio cuando la llama de la antorcha parpadeaba.

En el momento de introducir la llave en la cerradura, Cadfael notó que le temblaba la mano y súbitamente tuvo miedo. No de encontrar en el interior de la celda a un ser demacrado y extenuado. Su mente ya no albergaba semejante temor. Temía más bien haber alcanzado el objetivo de aquel viaje y que ahora el regreso a casa solo fuera un interminable y agotador descenso a una profunda oscuridad a cuyo término no hubiera más que una dolorosa sensación de pérdida. Se sentía casi al borde de la desesperación, pero solo le duró un momento.

El cautivo se había puesto en pie de un salto al ver el primer movimiento de la puerta de su prisión, esperando recibir a la única persona que ahora lo visitaba, aparte el carcelero que lo atendía. La inesperada aparición lo dejó totalmente desconcertado. Debía de haber oído, a través de la oblicua tronera que comunicaba su celda con el baluarte, todo el fragor de la batalla, se habría preocupado por su situación de impotencia y se habría preguntado qué estaría ocurriendo allí arriba. La mirada de furia que había clavado en la puerta se suavizó de repente, transformándose en una expresión de perplejidad. Pero, aun así, sentía un cierto recelo. Creía lo que estaba viendo, pero no lo comprendía. La mirada de sus grandes ojos dorados no acogía ni rechazaba nada de momento. Las cadenas que le rodeaban los tobillos emitieron un metálico sonido y enmudecieron.

Estaba más delgado y su contenida energía parecía emitir un brillo casi incandescente. La luz de la vela lo iluminaba de soslayo desde la repisa de roca, afilando los perfiles de su rostro y arrancando reflejos de los deslumbradores iris de sus ojos dilatados a causa del asombro y la sorpresa. Pulcramente vestido, perfectamente rasurado y en modo alguno desfigurado, solo las cadenas delataban su condición de prisionero. Se encontraba tendido en la cama en el momento en que la llave había girado en la cerradura, por cuyo motivo su sedoso cabello negro le enmarcaba las aceitunadas mejillas con unos alborotados bucles que arrojaban unas sombras azuladas sobre las hundidas mejillas por debajo de los suaves y pronunciados pómulos. Cadfael jamás lo había visto más hermoso, ni siquiera la vez que lo vio a través de la puerta abierta del priorato de Bromfield, inclinándose para acercar la mejilla a la de la joven que ahora era su esposa. Felipe no había podido por menos que respetar, valorar y preservar su elegancia corporal y espiritual, a pesar de que él se hubiera revuelto irrevocablemente contra él.

Cadfael se adelantó hacia la luz, sin estar muy seguro de que el joven le hubiera visto con toda claridad. La celda era más espaciosa de lo que él se había imaginado y, en un oscuro rincón, había una cómoda sobre la cual se podían ver unas prendas de vestir o unas guarniciones dobladas.

—¿Oliveros? —dijo Cadfael en tono vacilante—. ¿Me conocéis?

—Os conozco —contestó Oliveros en voz baja—. Me han enseñado a conoceros. Sois mi padre. —El joven desplazó la mirada hacia la puerta abierta y después hacia las llaves que Cadfael sostenía en su mano—. Ha habido combates —añadió, tratando de comprender todos aquellos caóticos factores que se agolpaban a su alrededor—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Acaso él ha muerto?

Él. Felipe. ¿Quién sino él se lo podía haber dicho? Y ahora Oliveros había preguntado por su antiguo amigo, suponiendo, pensó Cadfael, que solo después de su muerte aquellas llaves hubieran podido llegar a sus manos.

Pero la voz no revelaba la menor emoción o satisfacción sino tan solo una serena aceptación de algo que no se podía cambiar. Qué extraño, pensó Cadfael, contemplando con dolorosa intensidad a su hijo, que aquella compleja criatura hubiera sido desde un principio tan clara como el cristal para el padre que lo había engendrado.

—No —contestó dulcemente Cadfael—, no ha muerto. Él mismo me las dio.

Después avanzó cautelosamente hacia su hijo, casi como si temiera asustar a un pájaro y obligarle a levantar el vuelo, y extendió temerosamente los brazos. Al primer contacto, el rígido cuerpo se ablandó y le devolvió ardientemente el abrazo.

—¡Es cierto! —exclamó Oliveros, asombrado—. ¡Pues claro que es cierto! ¡Él nunca miente! ¿Y vos lo sabíais? ¿Por qué nunca me lo dijisteis?

—¿Por qué irrumpir en la vida de otro hombre cuando éste ya avanza por el noble camino de la gloria? Un simple soplo de viento contrario te hubiera podido apartar de tu ruta. —Cadfael le sostuvo el rostro entre sus manos y besó la ovalada mejilla respetuosamente inclinada hacia él—. Todo lo que necesitabas saber ya te lo dijo tu madre, mejorando la verdad. Pero ahora que todo ha quedado al descubierto, me alegro. Ven, siéntate aquí y deja que te quite estas cadenas.

Cadfael se arrodilló junto a la cama e introdujo la última llave para quitarle los hierros de los tobillos. En el momento de abrir los grilletes, las cadenas volvieron a emitir un discordante sonido metálico. Tomó las cadenas y las dejó caer en un rincón junto al muro de piedra. Los dorados ojos contemplaron su rostro con apasionada concentración, como si buscaran en él algún destello que confirmara la continuidad de la sangre que los unía. Poco después Oliveros empezó a hacer preguntas, no acerca de la verdad de aquel desconcertante descubrimiento sino de las circunstancias que lo rodeaban y del deslumbrador abanico de posibilidades que éstas ofrecían.

—¿Cómo os enterasteis? ¿Qué hice o qué dije para que vos me conocierais?

—Nombraste a tu madre —contestó Cadfael— y tanto el lugar como el momento coincidían. Cuando volviste la cabeza, la vi a ella.

—¡Y nunca dijisteis ni una sola palabra! Una vez le dije a Hugo Berengario que me habíais tratado como a un hijo. Y estaba tan ciego que no me estremecí al decirlo. Cuando Felipe me dijo que vos estabais aquí, le repliqué que no podía ser cierto, pues vos jamás hubierais abandonado la abadía a no ser que os lo hubieran mandado. «Es un renegado, un apóstata —me dijo—, y ha venido aquí sin contar con la bendición de su abad para redimirte». Y entonces yo me puse furioso —explicó Oliveros, recordando el carácter absurdo de su enojo—. ¡Dije que vos me habíais engañado! Por mí no hubierais tenido que renunciar a todo lo que más valorabais, ofreciendo vuestra vida y convirtiéndoos en un exiliado y un pecador. ¿Os parece justo haber cargado sobre mí el peso de esta terrible deuda? Ni con toda mi vida la podría pagar. En aquel momento, solo sentía el dolor de mi culpa. ¡Os pido que me perdonéis! ¡Os lo pido de todo corazón! Ahora ya sé que no es así.

—No hay ninguna deuda —dijo Cadfael, levantándose—. Cualquier tipo de cálculo o regateo es imposible entre nosotros.

—¡Lo sé!, ¡lo sé! Me sentía abrumado y herido en mi orgullo. Pero todo eso ya no existe. —Oliveros se levantó, estiró sus largas piernas y empezó a pasear arriba y abajo por la celda—. No hay nada que yo no pueda recibir de vos y por lo cual no pueda mostrarme agradecido, aunque jamás tenga ocasión de hacer algo por vos. Pero yo espero que esta ocasión se presente muy pronto.

—¿Quién sabe? —dijo Cadfael—, hay algo que yo deseo, si supiera de qué forma conseguirlo.

—¿Sí? —Oliveros se apresuró a olvidarse de sus propias inquietudes con penitente celeridad—. ¡Decidme! —Regresó a la cama y tiró del brazo de Cadfael para que se sentara a su lado—. Decidme qué está ocurriendo aquí. Decís que Felipe no ha muerto. ¿Él os dio las llaves? —Se le antojaba algo solo posible desde un lecho de muerte—. ¿Quién está asediando este lugar? Sé muy bien que se ganó muchos enemigos, pero estas murallas están siendo derribadas por un ejército.

—El ejército de tu señora, la emperatriz —dijo tristemente Cadfael—. Más poderoso que el que normalmente suele tener, pues varios de sus condes y barones la acompañaron hasta Gloucester. Al ser puesto en libertad, Yves se dirigió a Gloucester para pedirle a Matilde que acudiera a tu rescate y eso es lo que ha hecho, aunque no por ti. El chico le dijo que Felipe se encontraba aquí. Y ella ha jurado públicamente, aunque yo dudo mucho que quisiera hacerlo, tomar este castillo y apoderarse de Felipe para colgarlo en sus propias torres delante de sus hombres. No, Matilde no se retirará. Está firmemente decidida a hacerle prisionero, humillarlo y ahorcarlo. Y yo —añadió enérgicamente Cadfael— estoy no menos firmemente decidido a impedirlo, aunque todavía no sé cómo.

—No puede hacerlo —dijo Oliveros, consternado—. Sería una locura. Ella sabe muy bien que un acto semejante obligaría a todos los hombres que hubieran depuesto las armas a volver a empuñarlas y regresar nuevamente a la contienda. Los hombres más desalmados de ambos bandos dudarían mucho en matar a un hombre al que hubieran hecho prisionero. ¿Cómo sabéis vos que eso es cierto y que ella lo ha jurado?

—Lo sé a través de Yves que lo escuchó de sus propios labios. Habla en serio. Odia a Felipe por lo que ella considera una traición…

—Fue una traición —dijo Oliveros con más serenidad de la que Cadfael esperaba.

—A todos los efectos, lo fue. Pero es que fue algo más que una simple traición, por muy grave que sea este acto. Dentro de poco —dijo Cadfael en tono apesadumbrado—, algunos de los mejores y de los más influyentes personajes de ambos bandos serán acusados de traición por el mismo motivo. Puede que no se pasen a combatir en el bando contrario, pero el hecho de envainar sus espadas y negarse a seguir matando se denunciará también como traición. Cualquiera que sea la calificación que merezca el delito de Felipe, ella quiere hacerlo prisionero y acabar con su vida. Y yo estoy decidido a impedir que se salga con la suya.

Oliveros reflexionó un instante, frunciendo el entrecejo y mordiéndose los nudillos.

—Por su bien convendría que alguien lo impidiera —dijo finalmente, clavando su inquieta mirada en Cadfael—. No me lo habéis dicho todo. Hay algo más. ¿Hasta qué extremo ha llegado el ataque? ¿Ellos no habrán penetrado aquí dentro?

El uso del «ellos» pudo deberse al simple hecho de encontrarse por fuerza mayor al margen de la batalla en lugar de estar combatiendo con los demás por la causa que él había elegido, pero, en realidad, pareció situarle a una mayor distancia de los sitiadores. A Cadfael casi le vino a la mente el partidista «nosotros» en contraposición al «ellos».

—Todavía no. Han abierto una brecha en la torre, pero no han penetrado, o, por lo menos, aún no lo habían hecho cuando yo he bajado a librarte de tus cadenas —puntualizó—. Felipe no quería rendirse, pero sabe lo que ella se propone hacer con él…

—¿Y cómo lo sabe? —preguntó incisivamente Oliveros.

—Porque yo se lo dije. Yves me comunicó el mensaje, poniendo en peligro su vida. Y yo se lo transmití a Felipe sin poner en peligro la mía. Aunque yo creo que él ya lo sabía. Dijo que, si Dios no impedía la acción de la emperatriz, él debería pensar en la suerte de los hombres de su guarnición. Y así lo ha hecho. Ha cedido el mando de La Musarderie a su hombre de confianza Camville y le ha dado permiso, ¡no una orden sino un permiso!, de negociar los términos más favorables que pueda para la guarnición y la rendición del castillo. Y eso es lo que se hará mañana.

—Pero no creo que él… —Oliveros interrumpió su frase y exclamó súbitamente—: ¡Habéis dicho que no ha muerto!

—No, no ha muerto, pero está gravemente herido. Yo no digo que tenga que morir a causa de las heridas, aunque es posible. Lo que digo es que no morirá de las heridas con la suficiente rapidez como para evitar que lo levanten en la horca de la emperatriz, cualquiera que sea el estado en que se encuentre, tan pronto como ella haga su entrada en La Musarderie. Y él acepta sufrir esta muerte ignominiosa a cambio de la liberación de sus hombres. Con tal de que pueda apoderarse de Felipe, a ella los demás le dan igual. Se quedará con el castillo y las armas y dejará que los hombres se vayan sanos y salvos.

—¿Y él lo ha aceptado? —preguntó Oliveros en un susurro.

—Lo ha ordenado.

—¿Cómo se encuentra? ¿Qué lesiones ha sufrido?

—Tiene unas costillas rotas y temo que sufra algunas laceraciones interiores provocadas por la rotura de los huesos. Y tiene unas heridas en la cabeza. Arrojaron por encima de la muralla un tonel lleno de fragmentos de hierro, puntas de lanza rotas y cenizas de los hornos. Felipe se encontraba muy cerca cuando estalló. Tiene una herida grave en la cabeza causada por un trozo de lanza, y puede que se le encone. Recuperó el conocimiento el tiempo suficiente como para tomar las necesarias disposiciones, cosa que hizo con gran lucidez, y sus órdenes serán obedecidas. Cuando ellos entren mañana, Felipe será su prisionero. Su único prisionero, pues si FitzGilbert acepta las condiciones, él cumplirá su palabra.

—¿Y decís que está muy grave? ¿No puede montar a caballo? ¿Y ni siquiera puede sostenerse en pie y caminar? Aunque, ¿eso de qué iba a servir? —dijo Oliveros haciendo un gesto de impotencia—. Tras haber comprado la libertad de los hombres, sería incapaz de fugarse sin haber pagado el precio. Voluntariamente, jamás. ¡Le conozco muy bien! Pero que un hombre tan gravemente enfermo tenga que estar a merced de la emperatriz…

¡No creo que ella se atreva a cumplir su propósito! —dijo Oliveros, volviéndose a mirar a Cadfael—. ¿Vos la creéis capaz? —preguntó finalmente en tono dubitativo.

—Él la ha herido en su orgullo. Sí, me temo que sí. Pero, cuando me retiré de su cámara para venir a buscarte, Felipe ya había vuelto a perder el conocimiento y es posible que permanezca inconsciente varias horas e incluso varios días. El mayor peligro es la herida de la cabeza.

—¿Creéis que podríamos moverlo sin que él se diera cuenta? Pero ellos nos rodean por todas partes y no hay posibilidad de salir. No conozco muy bien este castillo. ¿Creéis que podríamos utilizar alguna poterna? Pero después necesitaríamos un carro. Conozco a algunos nombres de la aldea —continuó diciendo Oliveros—, pero puede que no aprecien demasiado a Felipe. En cambio, en el molino de Winstone me conocen y tienen carros. En plena noche, ¿creéis que habrá algún medio de salir de aquí? Si se consigue una tregua, por la mañana reducirán la vigilancia. Creo que algo se podría hacer.

—Se puede salir por la brecha de la torre —dijo Cadfael—, pues ya he visto el cielo a través de ella. Pero ellos todavía están al otro lado con el ariete y no han entrado porque las armas del interior se lo han impedido. Si un hombre de la guarnición intentara salir por allí, difícilmente podría encontrar un medio más rápido de morir. Aunque ellos se retiraran, no sería fácil que un hombre de aquí dentro pudiera unirse a ellos.

—¡Pero yo, sí! —exclamó Oliveros, levantándose de un salto con el rostro arrebolado por la emoción—. Yo soy uno de ellos. Saben que yo he guardado mi fidelidad. Llevo la divisa de la emperatriz en la empuñadura de mi espada y su insignia en mi sobreveste y mi capa. Puede que algunos me conozcan. —El joven cruzó la celda, se acercó a la cómoda y tomó la capa que cubría la espada, la vaina y la cota de malla, cuyos eslabones tintinearon bajo el roce de su mano—. ¿Lo veis? Todos los arneses, todo lo que llevaba cuando me sacaron de Faringdon, y los leones de Anjou que el anciano rey le entregó a Godofredo cuando éste se casó con su hija, están bien a la vista y me identifican como uno de los hombres de la emperatriz. Él no es capaz de tocar nada que pertenezca a otro hombre, aunque sí podría matar a un hombre. Armado y con la cota de malla, ¿quién podría establecer una diferencia entre mi persona y los sitiadores en la oscuridad de la noche al otro lado de la muralla? Si alguien me preguntara algo, podría decir que me he quedado rezagado después de la refriega. Y si no, podré dirigirme por mi cuenta al molino. Reinoldo me prestará un carro. Lo malo es que ya será de día cuando regrese aquí —dijo, frunciendo el entrecejo.

—Si hablas en serio —dijo Cadfael, dejándose arrastrar por el vendaval—, algo se podría intentar. En cuanto se firme la tregua, habrá movimiento de dentro afuera y viceversa, y también se reanudarán los intercambios con la aldea. Si no me equivoco, aquí dentro hay algunos aldeanos heridos e incluso muertos y sus parientes estarán deseando saber de ellos en cuanto se abran las puertas.

Oliveros empezó a pasear arriba y abajo, rodeándose el tronco con los brazos mientras pensaba.

—¿Dónde está la emperatriz ahora? —preguntó.

—Sentó sus reales en la aldea, según me han dicho. No creo que aparezca por aquí hasta dentro de un día por lo menos, pues seguramente querrá hacerlo con gran pompa y boato. Pero, aun así —dijo Cadfael—, solo nos queda el resto de esta noche y las primeras horas de la tregua, aprovechando el desconcierto inicial y la reducción de la vigilancia.

—En tal caso, tenemos que darnos mucha prisa —dijo Oliveros—. Y si conseguimos salir… ¿vos adonde lo llevaríais? ¿A algún lugar donde le prestaran los cuidados que necesita?

Cadfael ya había pensado en ello, aunque sin demasiadas esperanzas de poder hacerlo…

—Hay una casa de los agustinos en Cirencester. Sé que el prior de Haughmond mantiene habitualmente correspondencia con uno de los canónigos de allí, los cuales tienen fama de ser muy buenos médicos. Estando con ellos, su refugio sería inviolable. Pero ese lugar está a tres leguas de aquí o más.

—Pero es el mejor camino y el más rápido —dijo Oliveros con el rostro arrebolado por la emoción en medio de aquella apresurada planificación—, y no tendríamos que pasar cerca de la aldea. Una vez dejado atrás Winstone, podríamos seguir directamente hacia Cirencester. Pero ¿cómo lo vamos a sacar del castillo y mantenerlo vivo?

—Quizá como si fuera un muerto —contestó lentamente Cadfael—. Lo primero que habrá que hacer cuando se abran las puertas será sacar a los muertos y prepararlos para su entierro. Nosotros podemos saber cuántos hay, pero FitzGilbert no lo sabe. Si entre los muertos hubiera un hombre de Winstone ya amortajado, sería lógico que sus parientes acudieran a recogerlo en un carro para llevárselo a casa.

Sin apartar los ardientes ojos del rostro de Cadfael, Oliveros planteó la última pregunta y expresó su mayor temor:

—Y si él ha recuperado el conocimiento y nos lo prohíbe, tal como es muy capaz de hacer, ¿qué ocurrirá?

—Entonces me lo llevaré por lo menos a la capilla y amenazaremos con la excomunión a la emperatriz o a quienquiera de los suyos que se atreva a profanar su sagrado refugio. Más no puedo hacer, pues aquí no tengo ninguna medicina de ésas que pueden dejar a un hombre varias horas dormido. Y, aunque tuviera alguna, tú mismo dijiste que te había engañado, convirtiéndote en deudor mío sin tu conocimiento. Él también me podría acusar de haberle obligado a incumplir un deber para gran deshonra suya. Y yo no me atrevo a hacerle eso a Felipe.

—No —dijo Oliveros, esbozando una súbita sonrisa—. Lo cual quiere decir que tendremos que darnos prisa antes de que recupere el conocimiento. Eso también podría ser una extralimitación por nuestra parte, pero ya lo discutiríamos después. Si tengo que salir, será mejor que me dé prisa. Por una vez, padre mío, ¿querréis ser mi escudero y ayudarme a ponerme la armadura?

Se puso la cota de malla para pasar inadvertido entre los sitiadores que se estaban reagrupando en el exterior de las murallas con vistas a un nuevo ataque, y se colocó encima la sobreveste de lino que ostentaba los leones de Anjou. Cadfael ajustó el cinto de la espada alrededor de la cintura de su hijo y tuvo por un instante todo el mundo en sus brazos.

La capa era necesaria en el interior de las murallas para ocultar el blasón de Godofredo, pues solo Cadfael sabía que Felipe había dejado en libertad a su prisionero y cabía la posibilidad de que algún soldado, en un exceso de celo, atacara primero y preguntara después. Cierto que la capa ostentaba a la altura del hombro el águila imperial que la emperatriz jamás había accedido a abandonar tras la muerte de su primer esposo, pero la divisa era de color oscuro y apenas destacaba sobre la negrura de la capa. En caso de que consiguiera pasar inadvertido entre los defensores en medio de las sombras de la noche y del desconcierto que reinaba en el interior de la torre, Oliveros debería despojarse de la capa antes de salir para intentar acercarse a los atacantes, de tal forma que los leones destacaran claramente sobre el lino incluso de noche y él pudiera ser reconocido sin dificultad.

—Aunque yo preferiría pasar inadvertido —confesó el joven, echando los hombros hacia atrás bajo el peso de la cota de malla mientras se ajustaba el cinto de la espada alrededor de las caderas—. Necesitaré todos los momentos de esta noche y no quisiera perder ninguno con preguntas y explicaciones. Bien, padre mío, ¿vamos a probarlo?

Cadfael salió con Oliveros y cerró la puerta de la celda a su espalda. Después ambos subieron por la escalera de caracol. Al llegar a la puerta exterior, Cadfael apoyó una mano en el brazo de Oliveros y asomó la cabeza para mirar, pero alrededor de la torre del homenaje todo estaba tranquilo y solo se distinguían los movimientos de los centinelas en lo alto de la muralla.

—No te apartes de mi lado. Caminaremos pegados a la muralla hasta llegar al lugar donde están ellos. Una vez allí, aprovecha la primera oportunidad que se te ofrezca. Quizá sería mejor esperar a que empezara la siguiente acometida y los hombres se apretujaran en el interior de la torre para repeler el ataque. ¡Nada de adioses! ¡Ve y que Dios te acompañe!

—No será un adiós —dijo Oliveros. Cadfael lo sintió tenso y nervioso a su espalda, seguro de sí mismo y casi rebosante de entusiasmo. Después de aquel prolongado confinamiento, su contenida energía estaba deseando desahogarse—. Me veréis mañana con mi propia identidad o con otra. Le he guardado a Felipe las espaldas muchas veces y él me ha guardado las mías. Esta vez, con la ayuda de Dios y la vuestra, le prestaré el mismo servicio tanto si él quiere como si no.

Cadfael cerró también la puerta de la torre, dejándolo todo tal como hubiera tenido que estar. Atravesaron el baluarte en dirección a la torre del homenaje y la rodearon amparándose en su sombra para llegar a la amenazada torre del otro lado. Allí el clamor de la batalla se había transformado en el apagado murmullo que solía suceder a los ataques, pues todos aguzaban el oído a la espera de la siguiente acometida. Los hombres se movían incesantemente como las olas embravecidas del mar, hablaban en voz baja y mantenían los ojos clavados en las primeras filas que cerraban la mellada brecha de la base de la torre. Todo el suelo estaba cubierto de cascotes, pero el hueco no era todavía lo bastante grande como para provocar un derrumbamiento. La escasa luz de las pocas antorchas que aún quedaban y el apagado resplandor que el incendio de la mitad de la techumbre del barracón del ariete había proyectado hacia el cielo habían dejado el baluarte casi a oscuras.

Un súbito grito que, desde el interior de la torre, se extendió al baluarte, anunció el comienzo de la nueva acometida. La masa de soldados trató de cerrar la brecha con sus cuerpos. Cadfael, en la parte de atrás, sintió el instante en que Oliveros se apartó de su lado como un desgarro en su propia carne. El joven se mezcló silenciosamente con los hombres de la guarnición y se perdió de vista en un momento.

Pese a ello, Cadfael permaneció cerca de los soldados, confiando pacientemente en que los defensores consiguieran repeler al enemigo. En el interior de la torre hubo fuertes combates, pero ni un solo atacante consiguió penetrar en el baluarte. Tardaron más de media hora en rechazar por completo la acometida y empujar a los sitiadores a una considerable distancia de la muralla, pero después volvió a producirse un tenso y extraño silencio, tras el cual varios de los hombres que habían combatido en primera línea regresaron para recuperar el resuello en el interior del baluarte, a la espera de que se iniciara la nueva arremetida. Pero no así Oliveros, el cual, o bien estaría escondido en algún lugar del roto cascarón de la torre, o bien habría aprovechado la confusión para mezclarse con los invasores y alejarse con la ayuda de Dios hacia la espesura del bosque y, desde allí, a algún lugar donde pudiera cruzar el río y salir al sendero del molino de Winstone.

Cadfael regresó a la cámara de Felipe donde el capellán le hizo amablemente señas de que se sentara a su lado. La respiración de Felipe apenas levantaba la sábana que le cubría el pecho, y el ritmo era breve y acelerado. Su rostro, tan lívido como la arcilla, estaba impenetrablemente sereno, sin que el dolor lo obligara a arrugar la frente o a apretar los labios. En aquellos momentos, no tenía conciencia de cuestiones tan baladíes como el peligro, la cólera o el temor. Dios quisiera mantenerle todavía algún tiempo en semejante estado e impidiera el inminente peligro.

Necesitaría ayuda para trasladar el cuerpo a su lugar de descanso junto con los demás, pero no habría más remedio que hacerlo con la mayor naturalidad posible. Por un instante, Cadfael consideró la posibilidad de recabar la ayuda del capellán, pero rechazó la idea casi en el mismo momento de haberla concebido. No podía mezclar a aquel anciano en una empresa capaz de incurrir en la mortífera desaprobación de la emperatriz y situarle al alcance de su implacable cólera. Lo que se hiciera se tendría que hacer de tal forma que nadie más pudiera ser culpado ni experimentara la menor sensación de haber traicionado a alguien.

Pero en aquellos momentos lo único que se podía hacer era rezar y esperar la llamada para entrar en acción. Cadfael se sentó en un rincón de la estancia y observó cómo el anciano se quedaba adormilado y el joven herido se hundía en algo mucho más profundo que el sueño. Se encontraba todavía sentado en el mismo lugar cuando, con las primeras luces que preceden al amanecer, oyó el sonido de las trompetas, llamando la atención de las fuerzas atacantes sobre las blancas banderas que ondeaban al viento en las torres de La Musarderie.

FitzGilbert bajó con un ceremonioso séquito desde la aldea y habló con Guy Camville delante de la puerta. Fray Cadfael había salido al baluarte para escuchar los términos de la conversación y no se sorprendió demasiado cuando las primeras palabras que pronunció el mariscal fueron:

—¿Dónde está Felipe FitzRobert?

En tono brusco y apremiante, como si cumpliera una orden expresa.

—Mi señor está herido —contestó Camville desde lo alto de la muralla— y me ha autorizado a negociar con vos los términos de la rendición del castillo. Os pido que tratéis a la guarnición con justicia y honor. Si las condiciones son razonables, La Musarderie será entregada a la emperatriz, pero no estamos tan apurados como para aceptar un trato vergonzoso o humillante. Tenemos heridos y muertos. Os pido una tregua a partir de este momento y ahora mismo os abriremos las puertas para que podáis comprobar que estamos dispuestos a observar la tregua y deponer las armas. Si creéis que obramos de buena fe, concedednos las horas de la mañana hasta el mediodía para que podamos restablecer un poco el orden, atender a los heridos y sacar a los muertos para su entierro.

—Hasta ahora, vuestras peticiones son justas —dijo secamente el mariscal—. ¿Qué más?

—Nosotros no hemos sido los atacantes —dijo Camville— y hemos combatido conforme a nuestra lealtad. Os pido que este mediodía la guarnición sea autorizada a salir sin ningún impedimento y que podamos llevarnos a los heridos que estén en condiciones de ser trasladados. Pido que atendáis a los más graves de la mejor manera posible y que nos permitáis enterrar a nuestros muertos.

—¿Y si yo no accedo a vuestras peticiones? —preguntó FitzGilbert.

Sin embargo, el complacido tono de su voz permitía adivinar que estaba satisfecho de poder conseguir sin mayores esfuerzos ni pérdidas de tiempo aquello que las huestes de la emperatriz pretendían ganar. Los soldados de allí dentro solo hubieran significado más bocas para alimentar y un riesgo constante en caso de que algo fallara. Mejor que se fueran.

—En tal caso, tendríais que iros con las manos vacías —contestó audazmente Camville— y nosotros lucharíamos hasta el último hombre y la última flecha y os haríamos pagar muy cara la ruina de algo que hubierais podido recibir intacto si hubierais sabido elegir.

—Abandonaréis las armas —dijo el mariscal—, incluso las armas personales. Y no dañaréis ninguna máquina.

Animado por aquella indicación de asentimiento, Camville hizo una protesta sin la menor esperanza de que fuera aceptada y la retiró cuando fue rechazada.

—Muy bien, pues, saldremos desarmados.

—Os autorizamos a retiraros. ¡Todos menos uno! ¡Felipe FitzRobert se queda aquí!

—Pensaba, mi señor —dijo Camville—, que habíais accedido a que los heridos que no nos puedan acompañar permanecieran aquí y fueran debidamente atendidos. Supongo que no haréis ninguna excepción. Ya os he dicho que mi señor está herido.

—En el caso de FitzRobert no ofrezco ninguna garantía —dijo el mariscal—. Tendréis que entregarlo incondicionalmente a las manos de la emperatriz so pena de que no haya ningún acuerdo.

—A este respecto ya he recibido instrucciones de mi señor Felipe —dijo Camville— y es, obedeciendo sus órdenes y no las vuestras, por lo que lo dejo aquí a vuestra merced.

Se produjo un prolongado y peligroso silencio. Pero el mariscal era hombre muy ducho en el arte de adaptarse a las endémicas y embarazosas situaciones de la guerra civil.

—¡Muy bien! Os confirmo la tregua, pues ya he ordenado la interrupción de las acciones. Disponeos a salir al mediodía y podréis hacerlo sin ningún impedimento, pero, hasta el mediodía en que hagamos nuestra entrada oficial, yo dejaré una guardia en el exterior de la puerta para que controle qué objetos y qué hombres os lleváis. Tendréis que demostrar que cumplís los términos del acuerdo.

—Yo siempre cumplo los pactos —replicó Camville.

—En tal caso, no se reanudarán las hostilidades. Ahora abridme la puerta y dejadme ver en qué estado dejáis lo de aquí dentro.

Lo cual quería decir, pensó Cadfael, que le dejaran comprobar que Felipe estaba herido e indefenso y no podría escapar de las manos de la emperatriz. Cadfael captó la insinuación y regresó a toda prisa a la cámara para estar presente cuando llegara FitzGilbert, lo cual ocurrió casi de inmediato. El capellán y el monje flanqueaban el lecho cuando entraron Camville y el mariscal. La superficial respiración de Felipe se había transformado en un hueco estertor que le chirriaba en la garganta y el pecho. Sus ojos estaban cerrados y los arqueados párpados parecían de alabastro.

FitzGilbert se acercó y se pasó un buen rato examinando el enjuto rostro, pero Cadfael no pudo adivinar si lo hizo con ánimo satisfecho o pesaroso.

—Bien… —dijo al final, encogiéndose indiferentemente de hombros antes de dar media vuelta para retirarse.

Sus pisadas resonaron en los pasadizos de piedra de la torre del homenaje y en el baluarte del exterior. Había comprobado que el enemigo de la emperatriz no podía levantar ni un dedo para apartar el dogal que lo amenazaba, y tanto menos levantarse del lecho y alejarse al galope de la venganza que lo esperaba.

Cuando el mariscal se hubo retirado y las trompetas de ambos bandos empezaron a intercambiarse perentorias señales a través de la reseca hierba del espacio abierto entre el ejército de la emperatriz y el castillo, Cadfael lanzó un profundo suspiro y se volvió a mirar al capellán de Felipe.

—Ahora ya no podrá ocurrir nada peor. Todo ha terminado. Habéis permanecido en vela toda la noche. Id a descansar un poco. Yo me quedo con él.