XII

a esperada embajada llegó al amanecer y su portador era el mariscal. El grupo surgió del bosque y se dirigió inmediatamente a la calzada empedrada donde fue avistado nada más salir de su refugio: un caballero con un blanco estandarte marchaba en cabeza, seguido de FitzGilbert y de tres oficiales sin cota de malla ni espadas para indicar claramente que en aquel momento no pretendían amenazar ni ser amenazados.

Desde el baluarte, Cadfael escuchó el intercambio que tuvo lugar a la entrada. El silencio en el interior de las murallas era como la calma antes de la tempestad, pues todos se habían detenido para escuchar con atención, no porque tuvieran miedo sino porque se sentían presa de una trémula emoción, tantas veces experimentada que ya casi se había convertido en algo habitual y no enteramente desagradable.

—FitzRobert —gritó el mariscal, deteniéndose a escasa distancia de la puerta cerrada para poder ver mejor al hombre al que estaba desafiando—, abrid vuestras puertas a Su Majestad la emperatriz y recibid a su enviado.

—Decidme desde aquí lo que tengáis que decirme —contestó Felipe—. Os oigo muy bien.

—Pues entonces os hago saber —dijo solemnemente FitzGilbert— que vuestro castillo está rodeado por nuestras fuerzas. No podréis recibir refuerzos y ninguno de vuestros hombres podrá salir de aquí sin autorización de Su Majestad. No cometáis ningún error, pues no estáis en condiciones de resistir el ataque que nosotros podemos lanzar y lanzaremos contra vos si os mostráis obstinado.

—Haced vuestra oferta —dijo Felipe sin inmutarse—, pues, si vos no lo tenéis, yo sí tengo trabajo que hacer.

FitzGilbert era demasiado experto en los tira y aflojas de la guerra civil como para dejarse impresionar o distraer por cualquier tono que se utilizara con él.

—Muy bien —dijo—. Vuestra señora la emperatriz os ordena entregar de inmediato este castillo so pena de que ella lo tome al asalto. Cededlo intacto o caed con él.

—¿Y cuáles son las condiciones? —preguntó Felipe—. Indicadme los términos.

—¡Rendición incondicional! Debéis someteros, junto con todos los que se encuentran aquí dentro, a la voluntad de la emperatriz.

—No entregaría a la voluntad de la emperatriz ni siquiera un perro que una vez se hubiera atrevido a ladrarle —replicó Felipe—. Si los términos fueran razonables, los podría tomar en consideración. Pero aun así, Juan, exigiría que vos los respaldarais.

—No habrá ningún trato —dijo categóricamente el mariscal—. Rendíos o pagad el precio.

—Decidle a la emperatriz que puede que el precio sea muy alto. No nos va a comprar por dos chavos.

El mariscal se encogió de hombros y dio media vuelta con su caballo para volver a bajar por la pendiente.

—¡No digáis que no fuisteis advertido! —gritó, volviendo la cabeza mientras bajaba hacia el bosque precedido por su heraldo y seguido por sus oficiales.

Después ya no tuvieron que esperar mucho. El asalto se inició con una lluvia de flechas desde todos los puntos del bosque que rodeaban el castillo. Las murallas estaban al alcance de un buen arquero y quienquiera que se hubiera asomado imprudentemente por alguna aspillera hubiera sido un blanco muy fácil, pero a Cadfael, que había subido a la torre del sudoeste, que era la más cercana a la cima de la colina en la que se asentaba la aldea, le pareció que los atacantes estaban arrojando flechas más que nada para intimidar, pues no debían de abrigar ningún temor de quedarse sin ellas. Los defensores, en cambio, no querían malgastar nada y solo disparaban cuando veían que algún posible blanco abandonaba incautamente su protección. Preferían reservar las espingardas, los dardos y las jabalinas para repeler un ataque masivo. Contra una compañía era fácil dar en el blanco mientras que, contra un hombre solo, los tiros se perderían y eso era algo que no se podían permitir. En las troneras se habían instalado ballestas de gran tamaño, cuatro en aquel lado sudoccidental, contra el que era más probable un ataque masivo, y otras dos en el este y el oeste.

Solo tenían dos catapultas, pero carecían de blanco para ellas a no ser que el mariscal cometiera la imprudencia de ordenar un asalto masivo. Las máquinas de asedio podían causarles grandes destrozos, pero, en caso necesario, el lanzamiento de pesadas piedras contra un grupo de hombres que corriera hacia las murallas hubiera podido provocar en las filas de los atacantes daños lo bastante graves como para obligarles a desistir de su intento.

La actividad de las primeras horas fue casi desganada, aunque uno o dos de los arqueros atacantes habían logrado dar en el blanco. De momento, solo algún que otro rasguño sufrido por los incautos jóvenes que se habían asomado imprudentemente entre dos merlones, si bien los expertos arqueros de las murallas también habrían causado alguna herida entre los hombres que se ocultaban en la arboleda de la loma. Pero todo aquello no era más que un tanteo.

De pronto, una primera piedra se estrelló sin fuerza contra el lienzo de la muralla por debajo del matacán y rebotó sin haber causado más daños que el desprendimiento de algunas esquirlas de mampostería. Después las máquinas de asedio fueron sacadas de su escondrijo del bosque y empezaron a atacar insistentemente las defensas del castillo. Tras haber lanzado varias pesadas piedras, los sitiadores consiguieron emplazar las máquinas a la distancia más apropiada, concentrándose en la torre en la que Yves había detectado señales de daños y obras de reparación. Aquellos ataques se prolongarían a lo largo de toda la jornada, pensó Cadfael, y, al llegar la noche, cabía la posibilidad de que el enemigo intentara acercar un ariete a las murallas para completar el trabajo. De momento, habían perdido a uno de sus ingenieros, el cual, dejándose llevar por su entusiasmo, había abandonado la protección del bosque. Cadfael había visto cómo lo arrastraban hacia los árboles.

Cadfael contempló la elevación detrás de la cual se ocultaba la aldea de Greenhamsted, tratando de descubrir algún movimiento entre los árboles o alguna señal de máquinas ocultas. Aquél era un campo de batalla en el que él no hubiera tenido que participar. Nada lo ligaba ni a los sitiadores ni a los sitiados, como no fuera el hecho de que todos ellos pertenecían a la humanidad y podían derramar sangre como él. Por consiguiente, sería mejor que procurara ser útil de la única manera que podía justificar su presencia allí. Mientras recorría la muralla, pasando cuidadosamente de un merlón a otro como un experto soldado que tratara de proteger su pellejo, no pudo por menos que aprobar el despliegue de los arqueros y las espingardas de Felipe y la habilidad con la cual los hombres de su guarnición estaban llevando la defensa de la fortaleza.

Abajo en la sala el capellán y un anciano mayordomo estaban curando las ligeras heridas que hasta entonces se habían producido, las magulladuras y los cortes provocados por las esquirlas de piedra arrancadas de los muros y una o dos heridas de flecha sufridas por soldados que habían dejado expuestos un brazo o un hombro por el borde de algún merlón. Pero nada grave todavía. Cadfael sabía muy bien que muy pronto ocurrirían cosas mucho peores. Se incorporó al equipo sanitario y se consoló al descubrir que, durante unas horas, tendría trabajo que hacer. Antes del mediodía los sitiados comprendieron con toda claridad que FitzGilbert tenía intención de utilizar contra La Musarderie todos los medios de ataque que tuviera a su disposición para asegurarse de este modo un rápido desenlace.

Solo se había llevado a cabo un ataque frontal contra la caseta de vigilancia a primera hora de la mañana, aprovechando la diversión de las piedras arrojadas contra la base de la torre occidental, pero las jabalinas lanzadas desde las espingardas instaladas por encima de la puerta habían sembrado el desconcierto entre las filas de los atacantes y éstos se habían visto obligados a retirarse, llevándose consigo a sus heridos. Sin embargo, la alarma había desviado la atención del principal ataque, induciendo a los defensores a abandonar otras posiciones para concentrarse en las torres de la entrada. Entonces los sitiadores de la loma aprovecharon la ocasión para sacar del bosque la más pesada de sus catapultas y lanzar contra las defensas pesadas piedras y toneles de fragmentos de hierro, apuntando sin cesar contra el matacán de madera, mucho más vulnerable que la sólida mampostería de la muralla. Desde el interior de la sala, Cadfael sintió estremecerse el suelo y los muros mientras el aire vibraba como si estuviera a punto de estallar un trueno. Si los atacantes apuntaran un poco más arriba y empezaran a arrojar proyectiles entre los edificios del interior del baluarte, puede que muy pronto ellos tuvieran que trasladar a los pocos heridos que tenían a la berroqueña solidez de la torre del homenaje.

Un joven arquero bajó con un brazo desgarrado y la manga ensangrentada y se sentó respirando afanosamente mientras cortaban el tejido para dejar al descubierto la herida y se la limpiaban y vendaban.

—El brazo que utilizaba para tensar el arco —explicó, haciendo una mueca—. Pero aún puedo disparar la espingarda si un compañero la inclina. Buena parte del matacán está astillado y hemos estado a punto de perder un mandrón por el borde cuando se desprendió el parapeto. Por suerte, hemos conseguido izarlo de nuevo a la tronera. Yo me asomé demasiado y recibí esta herida. Los arqueros de De Bohun nunca fallan.

Después, pensó Cadfael, alisando la venda alrededor del brazo herido, arrojarán flechas de fuego contra la madera astillada del matacán. La distancia, tal como ha demostrado este pobre muchacho muy a pesar suyo, está muy bien calculada y apenas sopla viento que pueda desviar las flechas. Es más, a juzgar por la inmovilidad del aire, es muy probable que se produzcan heladas, con lo cual la madera estará más seca que una yesca.

—¿No han intentado atacar la muralla de allí abajo? —preguntó Cadfael.

—Todavía no. —El joven dobló cuidadosamente el brazo vendado, hizo una mueca, se encogió estoicamente de hombros y se levantó para regresar a su deber.

—Tienen prisa, pero no tanta. Puede que lo intenten esta noche.

Al anochecer, bajo un encapotado cielo sin luna, Cadfael salió al baluarte, subió a la parte superior de la muralla y contempló desde un lugar protegido la galería del astillado matacán, combada hacia fuera en el ángulo formado por la torre y el lienzo de la muralla. En el bosque de más arriba ya se distinguía el resplandor de las hogueras y, de vez en cuando, en el momento en que las llamas se elevaban hacia el cielo, se podían ver las negras y siniestras sombras de las máquinas de asedio. La distancia las convertía en unos inofensivos juguetes, pero no disminuía su amenaza. De momento, sin embargo, todo estaba en calma. En lo alto de la muralla, los defensores salían cautelosamente de sus refugios detrás de los merlones para mirar hacia el cerro y la aldea de más arriba. La luz ya no era suficiente para los arqueros, a no ser que alguien les hubiera ofrecido un blanco irresistible, situándose directamente bajo la luz de una antorcha.

Para entonces, ya tenían a sus primeros muertos, depositados en la pétrea frialdad de la capilla y los pasadizos de la torre del homenaje. No los podrían enterrar.

Cadfael recorrió toda la longitud de la muralla entre las dos torres, contempló a los hombres esperando en medio de las sombras del crepúsculo y vio a Felipe donde el destrozado matacán colgaba del ángulo de la torre. Todavía con la cota de malla puesta, el joven estaba estudiando las copas de los árboles del bosque de más arriba, en busca del resplandor de las hogueras y del emplazamiento de las catapultas que la emperatriz había llevado consigo.

—No habéis olvidado lo que os dije, ¿verdad? —le preguntó Cadfael, acercándose a él—. Es la absoluta verdad.

—No —contestó Felipe sin volver la cabeza—, nunca lo he dudado. Ahora mismo lo estaba pensando. Si Dios no impide la acción de la emperatriz, habrá que pensar en la suerte de los que queden. —Volviendo la cabeza, el joven miró directamente a Cadfael con una leve sonrisa en los labios—. Vos no deseáis mi muerte, ¿verdad?

—No —contestó Cadfael—. No la deseo.

Una de las diminutas y distantes hogueras, semejante a la primera chispa de un pedernal, se convirtió súbitamente en un impresionante resplandor rojizo a cuyo alrededor danzaban unas sombras en movimiento, cual si fueran un pequeño remolino de un caos nocturno casi imperceptible mientras las ramas de los árboles se iluminaban, formando una tracería de fino encaje antes de volver a desaparecer en la oscuridad. Algo se elevó silbando en la noche, un temible cometa con una larga cola en llamas. Uno de los jóvenes arqueros situado muy cerca del lugar que ocupaba Cadfael, contemplaba el espectáculo fascinado, pues era casi un niño y no estaba acostumbrado a las máquinas de asedio. Felipe soltó un aullido de alarma y advertencia y se arrojó como una lanza para rodear con su brazo el cuerpo del muchacho y arrastrarlo consigo al refugio de la torre. Como todos los hombres que ocupaban posiciones bajo los merlones de la muralla, los tres se agacharon y se pegaron al ángulo formado por la muralla y las baldosas de piedra del pasillo. El cometa, escupiendo chispas y llameante líquido, cayó en el mismo centro de la maltrecha galería de madera y estalló, arrojando alquitrán ardiente a ambos extremos del combado matacán mientras las salpicaduras alcanzaban el pasillo de lo alto de la muralla a través de todas las troneras. Las llamas prendieron inmediatamente en la madera y se extendieron desde las planchas rotas y el destrozado parapeto hacia la muralla.

Felipe se levantó, arrastrando consigo al desconcertado muchacho.

—¿Puedes caminar? Pues baja enseguida y no pienses en el combate. ¡Ve por unas hachas!

Después habría que curar quemaduras y cosas peores, pero, en aquel momento, aquello era lo más urgente. El joven bajó a toda prisa al baluarte y Felipe, agachado bajo la muralla, recorrió toda la longitud de la parte incendiada, levantando a sus hombres y enviando a los más gravemente heridos al baluarte de abajo para que los atendieran. Allí arriba sería necesario cortar a hachazos la madera antes de que las llamas se extendieran al interior, prendieran en la obra de carpintería de las torres y escupieran alquitrán derretido hacia el baluarte. Cadfael bajó por la escalera, ayudando a bajar peldaño a peldaño a un joven herido cuyo cuerpo había envuelto previamente con su escapulario para evitar que la ropa se siguiera chamuscando lentamente y disipar el olor de carne socarrada. Abajo unos hombres estaban esperando al muchacho y a otros como él para conducirlos a lugar más seguro. Cadfael vaciló y estuvo a punto de volver a subir arriba, donde Felipe, en medio de los soldados que le quedaban, estaba cortando a hachazos la madera en llamas y pisando charcos de alquitrán derretido para alcanzar los trozos de madera que todavía seguían adheridos a la muralla.

No, él no pertenecía a la guarnición y no tenía ningún derecho a intervenir en aquella contienda en favor de uno u otro bando. Mejor ir a ver qué podía hacer por los quemados.

Aproximadamente media hora más tarde, entre los camastros instalados en la sala donde solo se aspiraba el hedor de la ropa de lana y de la carne quemada, Cadfael oyó el crujido de la madera del matacán al romperse y precipitarse fragorosamente al pie de la torre en toda una serie de crepitantes caídas.

Cansado de tanto respirar humo y con el rostro completamente ennegrecido, Felipe bajó un poco más tarde, pero solo se quedó allí el tiempo suficiente como para averiguar cómo estaban los heridos. Él también había sufrido quemaduras, pero apenas les prestaba atención.

—Intentarán abrir una brecha en la muralla antes del amanecer —dijo.

—Todo estará todavía demasiado caliente —señaló Cadfael sin interrumpir su tarea de aplicar ungüento a un brazo gravemente quemado.

—Pero todo eso no es más que madera y las horas nocturnas la enfriarán. Lo intentarán porque quieren terminar cuanto antes.

—¿Sin un barracón para el ariete?

No era posible que hubieran trasladado desde Gloucester un sólido barracón de madera lo suficientemente largo como para albergar y cubrir todo un equipo de hombres y un pesado ariete, dedujo Cadfael.

—Se habrán pasado todo el día construyéndolo. Disponen de madera en cantidad y, con medio matacán destruido, seremos muy vulnerables.

Felipe colocó su cota de malla sobre un magullado y chamuscado hombro y regresó a lo alto de la muralla para montar guardia durante la noche. Y Cadfael, lanzando finalmente un profundo suspiro, calculó que ya faltaba poco para la medianoche y rezó un breve, pero fervoroso oficio de maitines.

El asalto se produjo con las primeras luces del alba sin que los sitiadores contaran con la ventaja que les hubiera reportado el uso de un barracón, cosa que compensaron con creces aumentando el ímpetu y la rapidez del ataque. Un numeroso contingente de hombres salió del bosque, bajó a toda prisa por la pendiente en dirección a la muralla y, a pesar de las bajas que causaron las espingardas, consiguió llegar al pie de la torre, a escasa distancia de los humeantes restos de la quemada madera del matacán. Cadfael oyó desde la sala el sordo rumor del ariete contra la piedra y sintió que el suelo se estremecía bajo sus pies a causa de los golpes. En ausencia de la galería del matacán, los defensores sé verían obligados a correr peligro cuando levantaran las piedras hacia las troneras y arrojaran aceite y bengalas para alimentar las llamas. Cadfael ignoraba cuál debía de ser la marcha de la batalla, pero tenía trabajo más que suficiente allí donde estaba. Al despuntar el alba, el segundo comandante de Felipe, un caballero de la frontera procedente de una localidad cercana a Berkeley llamado Guy Camville, le rozó el hombro, despertándole de su duermevela para aconsejarle que se fuera a la relativa tranquilidad de la torre del homenaje y procurara dormir un par de horas mientras pudiera.

—Ya habéis hecho bastante en una pelea que no es la vuestra, hermano —le dijo amablemente.

—Ninguno de nosotros ha hecho jamás bastante… ni en la debida dirección —replicó tristemente Cadfael mientras se levantaba medio aturdido.

Antes de que se hiciera completamente de día, el equipo de asalto se retiró junto con el ariete, pero, para entonces, ya habían conseguido abrir una brecha, no en el lienzo de la muralla sino en la base de la torre. Un nuevo aproche a pleno día hubiera sido demasiado peligroso sin la protección de un barracón, pero a aquellas horas los sitiadores ya estarían construyendo a marchas forzadas una estructura de madera que les pudiera proteger en el siguiente asalto y, si la llenaran de ramas y maleza y prendieran fuego a estas últimas, cabía la posibilidad de que consiguieran penetrar con ella en el baluarte. Sin embargo, para atreverse a correr aquel riesgo, tendrían que esperar a que la brecha se hubiera enfriado lo bastante. El tiempo era lo único que les faltaba. Felipe emplazó sus propias catapultas a lo largo de la amenazada muralla sudoccidental y empezó a efectuar lanzamientos hacia el bosque para obstaculizar la construcción del barracón de madera y causar bajas en el enemigo o, por lo menos, obligarle a buscar refugio hasta que cayera la noche.

Cadfael lo observó todo, atendió a los heridos con la ayuda de algunos hombres que podían robar un poco de tiempo a sus deberes y comprendió que el final estaba muy cerca. La desigualdad era demasiado grande. Las armas que allí se gastaban, tanto jabalinas como piedras, no se podían reemplazar. La emperatriz controlaba todos los caminos y disponía de numerosos carros para el transporte de suministros. Nadie mejor que Felipe lo sabía. Tal y como estaba yendo aquella guerra, Matilde no hubiera concentrado toda su furia ni se hubiera tomado la molestia de reunir tantos hombres y medios por un simple castillo como La Musarderie. Solo un detalle justificaba el gasto, aunque algunos tuvieran que pagarlo con su vida: su más odiado enemigo estaba allí dentro. Y a ella ningún gasto le parecía excesivo con tal de conseguir su muerte. Eso Felipe también lo sabía sin necesidad de que nadie se lo hubiera dicho, pero Cadfael se alegraba de que Yves hubiera arriesgado su libertad y posiblemente su vida para hacerle la advertencia y de que él se la hubiera podido transmitir con toda fidelidad.

Mientras los asaltantes aguardaban la llegada de la noche para completar la brecha y los defensores se esforzaban por cerrarla, todas las máquinas de asedio emplazadas en el cerro reanudaron su monótono ataque, pero esta vez repartieron sus proyectiles entre la base de la torre y una nueva maniobra de diversión, elevando su trayectoria para arrojar piedras, toneles de fragmentos de hierro y barriles de alquitrán por encima de la muralla hacia el interior del baluarte. En dos ocasiones las llamas prendieron en unos tejados del interior, pero los incendios se pudieron apagar sin que hubieran causado graves daños. Los arqueros de las murallas habían empezado a elegir a sus presas con sumo cuidado para no malgastar las pocas flechas que les quedaban. Los ingenieros que manejaban las máquinas de asedio eran su principal blanco. De vez en cuando, un buen disparo les proporcionaba un momento de respiro, pero allá arriba había tantos hombres expertos que cualquier baja era inmediatamente sustituida.

Los sitiados pusieron manos a la obra, mojando todos los tejados de las edificaciones adosadas a la parte interior del lienzo de la muralla y trasladando a los heridos a la seguridad de la torre del homenaje. Tenían que pensar también en los caballos. Si se incendiaran las cuadras, tendrían que trasladar las bestias a la sala. En el baluarte reinaba una febril actividad a pesar de que los proyectiles seguían volando por encima de la muralla con riesgo de causar la muerte a quienes allí se encontraban.

En cuanto oscureció, Felipe salió de la dañada torre tras haber hecho todo lo que se podía hacer en previsión del inevitable asalto nocturno; se habían colocado barricadas contra la brecha y la torre se había cerrado bajo llave. Aunque el enemigo consiguiera penetrar en ella, pasarían varias horas sin que pudiera apoderarse de nada más. Felipe salió con el aprendiz del armero que se había encargado de ir a buscar y trasladar todo lo necesario para cerrar con hierro la brecha de la muralla. Entretanto, el armero y uno de sus herreros habían subido a lo alto de la muralla para asegurarse de que el enemigo no pudiera penetrar por allí. El muchacho iba tomado del brazo de Felipe, el cual le impidió echar a correr inmediatamente hacia la puerta de la torre del homenaje. Ambos esperaron un momento pegados a la muralla y después empezaron a cruzar a buen paso. Se encontraban a medio camino de la torre del homenaje cuando Felipe y todos los demás oyeron el sibilante aullido del que quizá sería el último proyectil que se arrojara aquel día por encima de la muralla. El proyectil se estrelló con asesina torpeza a escasa distancia de ellos sobre los adoquines. Sin embargo, antes de que se produjera el impacto, Felipe ya había tomado al chico en sus brazos, había girado en redondo sin tiempo para escapar y se había tirado al suelo, cubriendo al muchacho con su propio cuerpo.

Justo en aquel preciso instante, el tonel de madera estalló, arrojando a unos treinta metros a la redonda tornillos y retorcidos fragmentos de hierro, cenizas de horno y trozos de cadena. Los agotados hombres de la guarnición se pegaron a la muralla, cubriéndose como pudieron hasta que cesó la trémula vibración del último impacto en el interior del baluarte.

Felipe FitzRobert se quedó tendido sobre los adoquines con la cabeza y el cuerpo deformados por dos retorcidos trozos de hierro del regalo que le había enviado la emperatriz. Debajo de él, el aterrorizado muchacho jadeaba afanosamente sin haber sufrido el menor daño.

Lo levantaron mientras el joven rompía en sollozos a su lado y lo trasladaron a su austera cámara de la torre del homenaje donde lo depositaron sobre la cama, le quitaron con mucha dificultad la cota de malla y lo desnudaron para examinarle las heridas. Cadfael, que había llegado con retraso, fue autorizado a acercarse al lecho. Ahora todos estaban acostumbrados a su presencia y a la libertad de movimientos que su señor le había concedido, conocían algunas de sus habilidades y le agradecían que las utilizara para atender a cualquier hombre del castillo que hubiera resultado herido. De pie al lado del médico de la guarnición, Cadfael contempló el delgado y musculoso cuerpo, desfigurado ahora por una profunda herida en el lado izquierdo, y el exangüe y moreno rostro. Un fragmento de hierro se había hundido en su costado, rompiéndole probablemente un par de costillas, y una punta de lanza había penetrado en su negro y abundante cabello y se había clavado en el lado izquierdo de su cabeza a la altura de la sien. La operación de retirarla sin provocar peores daños les llevó un buen rato y, cuando al final consiguieron extraerla, no supieron si tenía el cráneo roto o no. Le envolvieron el cuerpo en un lienzo sin apretar demasiado y observaron con semblante preocupado la superficial respiración reveladora de unas graves lesiones internas. Felipe estaba inconsciente y no debía de sentir dolor. Le limpiaron y vendaron cuidadosamente la herida de la cabeza, pero él no parpadeó ni una sola vez ni movió un solo músculo del rostro.

—¿Vivirá? —preguntó el tembloroso muchacho desde la puerta.

—Si Dios quiere —le contestó el capellán mientras apoyaba una mano en su hombro y se retiraba con él, murmurándole al oído unas esperanzadoras palabras de consuelo. Pero, dadas las circunstancias, pensó tristemente Cadfael recordando el destino que aguardaba a aquel obstinado joven en caso de que Dios le concediera la gracia de sobrevivir a sus heridas, ¿quién de nosotros hubiera querido estar en el pellejo de Dios y quién hubiera podido decidir sobre su vida o su muerte?

Guy Camville, oprimido por el peso de la responsabilidad que había caído sobre sus hombros, preguntó por el estado de su señor, contempló el inmóvil descanso de Felipe, sacudió la cabeza y se retiró para cumplir su tarea de la mejor manera posible. Puede que aquella noche se produjera la crisis.

—Si recupera el conocimiento, comunicádmelo —dijo Camville antes de retirarse para defender la dañada torre y repeler el inevitable asalto.

Varios de sus hombres habían resultado heridos y solo le quedaban los más veteranos y otros que habían sufrido lesiones leves y se estaban dedicando a atender a los heridos más graves. Cadfael se sentó junto al lecho de Felipe y escuchó la dolorosa, breve y entrecortada respiración que, sin embargo, no lograba hacerle volver en sí de su desvanecimiento ni devolverle al mundo. Lo habían cubierto muy bien para protegerlo del frío, temiendo que le pudiera subir la fiebre. Cadfael humedeció sus apretados labios y la magullada frente bajo las vendas. Pese a su situación de desvalimiento, el severo rostro mostraba una expresión tan serena y apacible como la de algunos muertos.

Cuando ya era casi la medianoche, los párpados de Felipe se estremecieron y sus cejas se juntaron, formando una línea recta. Después, el joven empezó a respirar más hondo y, de repente, emitió una especie de silbido al percibir la dolorosa sensación de las heridas. Cadfael le humedeció los entreabiertos labios con vino y éstos agradecieron el servicio. Al poco rato, Felipe abrió los ojos y miró con aire distraído hacia el techo, estudiando los detalles de su cámara y al hombre que se encontraba sentado a su lado. Había recuperado el conocimiento y también la memoria, a juzgar por la inteligente expresión de sus ojos.

Primero abrió los ojos y después preguntó en un susurro:

—¿El chico… ha sufrido alguna herida?

—Está sano y salvo —contestó Cadfael, inclinándose hacia delante para oír y ser oído mejor.

Felipe movió ligeramente la cabeza y permaneció un instante en silencio. Después añadió:

—Que venga Camville. Tengo que resolver unos asuntos.

Procuraba no cansarse y decir muchas cosas en pocas palabras, por lo que, mientras esperaba, apretó los labios y cerró los ojos como si quisiera preservar la claridad de la mente y la fuerza que todavía le quedaba en el cuerpo. Cadfael percibió la intensidad con la cual contenía y administraba sus fuerzas y temió el derrumbamiento que pudiera producirse a continuación. Pero él estaba firmemente dispuesto a resistir hasta que lo hubiera dejado todo en orden.

Guy Camville acudió a toda prisa y, al ver a su señor despierto y consciente, le facilitó el informe que seguramente él más deseaba escuchar.

—La torre sigue resistiendo. Aún no han conseguido abrir ninguna brecha, pero están al pie de la muralla y han construido una estructura de protección para el ariete.

Tratando de hacer acopio de todas sus fuerzas, Felipe asió a su hombre de confianza por la muñeca para que éste se acercara un poco más a su lecho.

—Guy, os encomiendo todo lo de aquí. El acoso será implacable, pues ella no pretende apoderarse de La Musarderie sino de mí. Por consiguiente, me entregaré a ella y enseguida se podrán iniciar las negociaciones. Al romper el alba, enviad una señal a FitzGilbert para que venga a parlamentar. Procurad obtener las mejores condiciones posibles y rendíos a ella. Si me consigue a mí, la guarnición podrá salir con honor. Conducid a los hombres a Cricklade. Ella no os perseguirá, pues ya tendrá lo que quería.

—¡No! —protestó enérgicamente Camville.

—Yo digo que sí y aquí todavía mando yo. ¡Hacedlo, Guy! Que mis hombres escapen de sus manos antes de que ella los mate a todos para conseguirme a mí.

—Pero eso significa vuestra vida… —dijo Camville, conmovido y consternado.

—¡Sed razonable! Mi vida no vale la muerte de un solo hombre de aquí y no digamos la de todos. Yo ya me encuentro a dos pasos de la muerte y no lo lamento. He sido la causa de la muerte de muchos hombres de aquí a quienes yo apreciaba, ahorradme más sangre sobre mi cabeza antes de mi partida. ¡Pedid una tregua y procurad sacar lo que podáis! ¡Con las primeras luces del alba, Guy! En cuanto se pueda distinguir una bandera blanca.

No se le podía llevar la contraria. Hablaba completamente en serio y estaba muy lúcido, por lo que Camville no tuvo más remedio que callar. Solo cuando éste se retiró, trastornado, pero convencido, Felipe pareció encogerse súbitamente en su cama como si el esfuerzo le hubiera arrancado el poco aliento y la poca energía que todavía le quedaban. De pronto, empezó a sudar profusamente y Cadfael le enjugó la frente y los labios y le vertió unas gotas de vino en la boca. Durante un buen rato, solo se escuchó su afanosa y superficial respiración. Después, un hilillo de voz dijo con sobrecogedora claridad:

—¡Fray Cadfael!

—Sí, aquí estoy.

—Una cosa más y habré terminado. Aquel bargueño de allí… abridlo.

Cadfael se apresuró a cumplir la orden, aunque sin comprenderla. Lo más urgente ya estaba hecho. Felipe había desligado su guarnición de su propio destino. Pero, si algo le oprimía todavía la mente, convenía que se quitara el peso de encima.

—Dentro hay tres llaves… colgadas debajo de la cerradura. Tomadlas.

Las tres en un solo llavero, de tamaño decreciente, desde una muy grande y adornada hasta una muy pequeña y sencilla. Cadfael las tomó y cerró el bargueño.

—¿Y ahora? —preguntó Cadfael, acercándose a la cama—. Decidme qué es lo que deseáis y yo lo haré.

—En la torre del noroeste —dijo la espectral voz con toda claridad—. Dos tramos de escalera subterránea, la segunda llave. La tercera abre las cadenas. —Los negros y ardientes ojos de Felipe se clavaron en el rostro de Cadfael—. Convendría dejarle donde está hasta que ella entre en el castillo. No quisiera que lo acusaran de haber tenido parte en aquello de que la emperatriz me acusa a mí. Pero ahora ya podéis ir a ver a vuestro hijo.