XI

o habría más remedio que seguir adelante con lo que ya se había hecho y no se podía deshacer, procurando sacar el mayor provecho posible e intentando por todos los medios evitar lo peor. Nada había cambiado en la determinación de Yves de regresar a La Musarderie para liberar a Oliveros. Haría todo lo posible por impulsar el asalto. Se había pasado varias horas de la noche trazando planos del castillo y del terreno desde el cerro hasta el río, tratando de calcular con la mayor precisión posible la extensión del terreno desbrozado alrededor de la fortaleza y la distancia con la que deberían enfrentarse las máquinas de asedio. Había señalado incluso la torre del lienzo de la muralla en la que había observado unas obras de reparación a través de las cuales quizá se pudiera abrir una brecha. En cuanto Oliveros hubiera sido liberado sano y salvo, la emperatriz podría entrar en el castillo, pero no tendría ningún derecho a matar al castellano, a poco que Yves pudiera impedirlo. Interpelada por otros más atrevidos y más encumbrados que él, Matilde había señalado que el conde Roberto estaba tan ofendido como ella por la traición de Felipe y no vacilaría en aprobar la muerte. Pero aun así, se estaba dando mucha maña en acelerar los preparativos del asalto antes de que su hermano se enterara de la noticia, y no porque temiera a Roberto o no quisiera reconocer que sin él era incapaz de hacer nada. Lo había humillado numerosas veces en público con tanta arrogancia y crueldad como a cualquier otro. No, lo que ella quería era presentarle los hechos consumados de la muerte de su hijo para que ya no hubiera discusiones ni posibilidad alguna de redención, confirmando con ello de forma inequívoca y absoluta su supremacía, pues, durante todos aquellos años, a pesar de haber utilizado a su hermano en su propio beneficio, también lo había envidiado y se había sentido celosa de su preeminencia.

Yves durmió las pocas horas que le quedaron al finalizar el consejo, envuelto en su propia capa sobre un banco de la sala a oscuras, sin saber cómo evitar la venganza de la emperatriz, no solo porque semejante acto provocaría el alejamiento de sus seguidores e induciría a muchos a desenvainar unas espadas todavía no manchadas de sangre, prolongando con ello aquella envenenada guerra, sino también porque, aunque aquella noche estaba agotado y le faltaba la agudeza necesaria para indagar en sus propios motivos, él no deseaba la muerte de Felipe. Era un hombre temible, encerrado en sí mismo y muy difícil de conocer, pero en otras circunstancias lo hubiera podido apreciar. Oliveros también lo apreciaba, pero no lo conocía.

Tuvo un sueño muy agitado y se despertó una hora antes del amanecer. Con las primeras luces del alba se preparó y se incorporó al grueso del ejército de la emperatriz bajo el mando de Juan FitzGilbert, para dirigirse al asalto de La Musarderie.

La tarea del despliegue de las fuerzas de asedio alrededor del castillo se encomendó al mariscal, un hombre que conocía bien su oficio y supo colocar a los ingenieros y las catapultas en los mejores emplazamientos de la loma sin hacer ruido ni provocar movimientos que pudieran llamar la atención de los centinelas de las murallas, distribuyendo después estratégicamente todas las compañías desde los márgenes del río hasta las afueras de la aldea en lo alto de la loma, donde la emperatriz y sus damas se habían instalado en la casa del cura para no presenciar los ardores del asalto. La operación hubiera podido ser mucho más difícil y el secreto se hubiera divulgado antes de que terminara aquel día si a los aldeanos de Greenhamsted no les hubieran ido bien las cosas con los Musard y ahora hubieran estado dispuestos a avisar al actual castellano de La Musarderie. Pero el caso fue que aceptaron de buen grado la ocupación, sabiendo que ello les ganaría el favor de un bando que se había presentado ante ellos con unas fuerzas muy convincentes. Así pues, adoptaron una actitud circunspecta con los invasores y esperaron tranquilamente la marcha de los acontecimientos.

El despliegue se prolongó hasta el anochecer, pero las primeras hogueras del campamento de arriba, insuficientemente cubiertas, alertaron a los centinelas de la muralla. Un recorrido por los baluartes permitió descubrir unos destellos similares entre los árboles que rodeaban el perímetro del terreno desbrozado.

—El chico ha venido con todo el ejército de la emperatriz —le dijo serenamente Felipe a Cadfael en la torre del sur, contemplando los minúsculos destellos que señalaban la presencia de los sitiadores alrededor del castillo—. ¡Ha cumplido su palabra! Por lo visto, la emperatriz ha reunido un consejo de condes en Gloucester y éstos han juntado unas fuerzas que maldita la falta que me hacen a mí. Yo le invité al festín y ahora estoy preparado a pesar de mi inferioridad. Mañana ya veremos. Por lo menos, ahora ya estamos advertidos. —Volviéndose a mirar a su monástico huésped, le dijo cortésmente—: Si deseáis retiraros, hacedlo ahora que aún estáis a tiempo. A vos os respetarán y os recibirán con agrado.

—Agradezco vuestro amable ofrecimiento —contestó Cadfael con no menos cortesía—, pero yo no pienso irme de aquí sin mi hijo.

Yves abandonó su posición entre los árboles del lado norte cuando ya había oscurecido por completo y el cielo aparecía cubierto por unas nubes que ocultaban la luna y las estrellas. Nada ocurriría aquella noche. Con semejante despliegue de fuerzas no tendría más remedio que haber una demanda de rendición para no correr el riesgo de destruir una valiosa fortaleza. Hasta el amanecer entonces. Tenía solo aquella noche para establecer contacto, si pudiera.

Yves tenía una memoria excelente. Aún podía repetir palabra por palabra lo que Felipe le había dicho a propósito de su inesperado huésped: «Podrá rezar las horas tan fielmente en mi capilla como en Shrewsbury. Y eso es lo que está haciendo, sin olvidar tan siquiera el rezo de maitines a medianoche». Además, el joven sabía dónde tenía que estar la capilla, pues cuando le habían sacado e su celda en la torre del homenaje para conducirlo a la sala, había visto salir al capellán de un angosto pasadizo de piedra con el misal en la mano. En algún lugar de aquel pasadizo, cabía la posibilidad de que, con la ayuda de Dios, fray Cadfael rezara también aquella noche su solitario oficio antes de que se iniciara el fragor de la batalla. Aquella noche de todas las noches Cadfael no olvidaría sus oraciones.

La oscuridad era una bendición, pero el silencioso movimiento, por más que se envolviera en una negra capa, se podía percibir a través de un leve temblor o del simple desplazamiento del aire. Y la desnuda cuesta por la que tenía que subir se le antojaba en aquellos momentos una distancia de varias leguas. Sin embargo, una ladera desnuda también tiene ondulaciones y pequeñas hondonadas lo bastante profundas como para ofrecer un camino invisible desde el bosque hasta el lienzo de la muralla y el oscuro rincón de la torre del norte, donde crecía la gran enredadera. Hasta un hueco en el suelo puede ofrecer una cierta protección en medio de los distintos matices de las sombras. Pensó que ojalá pudiera ver la cabeza del centinela que paseaba en lo alto de la muralla entre las dos torres, pero la distancia era demasiado grande para eso. A medio camino, quizá pudiera distinguir la diferencia entre la sólida mole del castillo y el cielo, e incluso ver la borrosa silueta de las torres y las almenas y tal vez el movimiento de la cabeza del centinela que patrullaba en la parte superior de la muralla. Sin embargo, era absurdo esperar un mayor grado de visibilidad, pues ello significaría que a él también le podían ver.

Se arrebujó en la gruesa capa negra y salió de la arboleda. El ligero resplandor de las antorchas de los baluartes formaba un visible halo bajo el cielo fuertemente encapotado. Con los ojos clavados en él, avanzó, tanteando el invisible suelo con los pies tal como hacen los ciegos. Caminaba a buen ritmo y, por suerte, no soplaba el menor viento capaz de alborotarle el cabello o levantarle la capa y hacerle más visible aunque fuera desde lejos.

La negra mole estaba cada vez más cerca. Sus oídos empezaron a captar los rumores del interior y los de los centinelas del exterior en el momento del cambio de guardia. De repente, vio la repentina luz de una antorcha y oyó la voz de alguien que subía desde el baluarte. Se tendió en el suelo, se cubrió la cabeza, con la capa y permaneció inmóvil y en silencio como todo lo que lo rodeaba, por si a aquellos dos hombres se les ocurriera mirar a través de una saetera y, a través de algún signo infinitesimal, detectaran la proximidad de una criatura viviente. Pero el hombre de la antorcha volvió a bajar por la escalera y pasó el momento de peligro.

Yves se levantó con sumo cuidado y permaneció inmóvil un instante para respirar libremente antes de reanudar su silencioso avance. Ahora ya estaba lo bastante cerca como para distinguir la cabeza del centinela, paseando en lo alto de la muralla entre las torres, pues el movimiento hace perceptible en la oscuridad lo que no es visible en la inmovilidad. Allí, en el ángulo formado por la torre y la muralla, empezaba el matacán; había tomado buena nota de él antes de que cayera la noche y había observado cómo las gruesas ramas de la enredadera extendían sus nudosos brazos para abrazar la galería de madera que sobresalía de la muralla de piedra. Sería posible trepar hasta la galería mientras el centinela paseara en la otra dirección. Pero ¿y después?

Yves no iba armado. La espada y la vaina sirven de muy poco para trepar por una enredadera o por la muralla de un castillo y él no tenía la menor intención de atacar al centinela de Felipe. Solo quería entrar sin que le vieran y hacer la advertencia que tenía que hacer en nombre de las escasas posibilidades de paz que todavía quedaban después del desastre de Coventry. El hecho de que lo hiciera bien o mal dependería de la suerte que tuviera o de su propio ingenio.

El centinela de la muralla se estaba alejando hacia la otra torre. Yves aprovechó el momento para pegar una carrerilla sobre el accidentado terreno hasta llegar a la muralla y avanzar pegado a ella hasta la esquina e introducirse bajo un laberinto de las ramas. Allí la galería de arriba era para él una protección más que una amenaza. Aún debía de faltar casi una hora para la medianoche y podía permitirse el lujo de detenerse a respirar tranquilamente unos minutos y prestar atención a las débiles pisadas de arriba, cuyo rumor se perdía del todo cuando el centinela daba media vuelta para alejarse.

Tendría que desprenderse de la capa, pues encaramarse con ella hubiera sido molesto e incluso peligroso. Pensando en aquella necesidad, había tenido la precaución de vestirse con prendas de color negro. Dejó que las pisadas regresaran dos veces para calcular el intervalo, pues cada vez que el centinela volviera, tendría que detenerse en seco. La tercera vez, cuando el rumor se alejó, asió fuertemente las ramas y empezó a trepar.

La enredadera casi sin hojas apenas emitía el menor crujido y sus retorcidas y nudosas ramas eran extremadamente resistentes. Tuvo que detenerse en varias ocasiones durante el ascenso cada vez que el centinela de arriba se detenía brevemente antes de dar media vuelta para mirar hacia la desnuda ladera, tal como sin duda habría hecho a intervalos mientras Yves subía peligrosamente hacia la protección de la muralla. En determinado momento, al percibir un hueco en la redondeada mampostería de la torre, introdujo profundamente la mano en una aspillera y captó un atisbo de luz del interior a través de una puerta entornada. Inmediatamente se echó hacia atrás, temiendo que alguien le hubiera visto, pero todo estaba tan tranquilo como al principio y, cuando miró cautelosamente a través de la aspillera, no vio más que una parte de la puerta y la claridad de la luz que se filtraba a través de ella. Si hubiera alguna puerta abierta en la torre para entrar desde el baluarte… Habrían estado trasladando armas durante el día nada más enterarse del peligro que los amenazaba y él sabía que el lugar más indicado para los mandrones ligeros y las espingardas eran las murallas y las torres. Las piedras y las bolas de hierro para los mandrones ya debían de estar preparadas y también los dardos y las jabalinas para las espingardas…

Yves esperó un momento antes de volver a moverse y confió en que todo saliera bien.

Las torres de La Musarderie se proyectaban muy poco hacia fuera desde la muralla almenada, y la enredadera había crecido más allá del matacán, pegada constantemente a la piedra. Sin apenas darse cuenta, llegó a la sólida barrera de madera y se detuvo para mirar por encima de ella. Se encontraba a tres pasos del centinela cuando el hombre llegó al límite de su patrulla y dio media vuelta. Yves dejó que llegara a la mitad de su camino antes de atreverse a alargar el brazo hacia la barandilla y saltar al interior de la galería. Un intervalo más y podría saltar al baluarte. Se agachó bajo un merlón y dejó que los pies del centinela pasaran por su lado y regresaran de nuevo. Después se deslizó subrepticiamente a través de la tronera hasta el sólido piso de piedra y se volvió de cara a la torre. Allí los hombres de la guarnición habían amontonado los proyectiles para las máquinas de defensa, pero la puerta estaba cerrada y no cedió cuando él la empujó. No les había hecho falta la torre para subir los proyectiles, pues en la parte exterior de la muralla habían instalado un torno de carga y en la interior había una escalera. Solo había un medio de entrar antes de que el centinela diera la vuelta al llegar al final de su patrulla. Yves bajó apresuradamente los primeros peldaños y después se descolgó asiendo el borde con las manos y bajó peldaño a peldaño, colgando peligrosamente en el vacío.

Estaba todavía colgado cuando el centinela pasó y volvió a pasar. Prosiguió el doloroso descenso hasta un oscuro rincón del baluarte. En la lejana armería aún se veía luz, mientras las sombras de unas figuras iban y venían en silencio desde la sala a los almacenes y desde la fragua a la armería. La Musarderie se estaba preparando tranquilamente para el asedio sin darse plenamente cuenta del gran número de fuerzas reunidas contra el castillo. Yves se descolgó por los últimos peldaños de la escalera y se pegó a la muralla para examinar el terreno.

La torre del homenaje no estaba lejos, pero hubiera resultado demasiado sospechoso pegar una carrerilla hacia ella. Decidió salir de su escondrijo y caminar con rapidez y semblante preocupado tal como estaban haciendo otras silenciosas figuras a aquella hora de la noche. Evitaban utilizar antorchas porque conocían el camino, por lo que a Yves le bastaría con apartar el rostro de cualquier fuente de luz y apurar el paso como si se dirigiera a algún lugar de la fortaleza por un asunto de la máxima importancia para la guarnición. Lo cual puede que no fuera totalmente mentira. Llegó a la puerta abierta, entró sin que nadie se lo impidiera y lanzó un suspiro de alivio.

Estaba avanzando cautelosamente por el angosto pasadizo de baldosas de piedra cuando el capellán emergió de repente de una puerta del fondo con un frasquito de aceite en la mano, con el que acababa de alimentar la lámpara del altar. No había tiempo para escapar y el hecho de haberlo intentado hubiera despertado las sospechas del anciano sacerdote. Yves se pegó respetuosamente a la pared para dejarle sitio e inclinó la cabeza a su paso. Unos ojos de miope le miraron con afecto y una resignada pero serena voz le bendijo. Se quedó temblando y casi avergonzado, pero lo consideró un buen presagio. El anciano le había indicado incluso dónde estaba la capilla y le había mostrado el altar. Entró humildemente y se arrodilló para dar las gracias por las inmerecidas mercedes que le habían permitido llegar hasta allí. Olvidó incluso la precaución de estar atento a cualquier sonido y de pensar en su propia vida y en el medio que utilizaría para volver a salir. Estaba donde quería estar. Y Cadfael no le fallaría.

La capilla tenía una bóveda muy alta y era un lugar tremendamente frío, pero su austeridad quedaba ligeramente compensada por las gruesas colgaduras de lana de las paredes y la cortina que cubría la parte interior de la puerta. En la penumbra del rincón, donde los pliegues de la cortina se juntaban con los de las colgaduras de la pared, había espacio suficiente para que un hombre pudiera esconderse. El forastero solo correría el peligro de ser descubierto si alguien entrara y cerrara del todo la puerta a su espalda. Yves se ocultó entre los pliegues y se dispuso a esperar.

En los días que llevaba en La Musarderie Cadfael se había despertado y levantado a medianoche más que nada por costumbre, pero también por una necesidad de aferrarse por lo menos al recuerdo de su vocación y del lugar al que pertenecía su corazón. Si no pudiera volver a verlo, por nada del mundo querría romper aquel vínculo. Le consolaba un poco poder observar la regla monástica en soledad. El capellán rezaba todas las partes del oficio cotidiano a que estaba obligado un sacerdote secular, pero no rezaba las horas benedictinas. Solo la vez en que Felipe entró para hablar con Dios tuvo Cadfael que compartir la capilla con otra persona a la hora de maitines.

Aquella noche llegó temprano sin necesidad de despertarse. Casi nadie podría dormir en la guarnición de La Musarderie. Rezó el oficio y permaneció de rodillas no para elevar una oración personal sino más bien para reflexionar. Todas las plegarias que hubiera podido rezar por Oliveros ya las había rezado y repetido mentalmente sin cesar a modo de recordatorio para Dios. Y todo lo que hubiera podido suplicar para sí mismo carecía de importancia a aquella hora en que el día termina con todas sus inquietudes y las angustias del mañana aún no han llegado y no tienen por qué adelantarse.

Cuando se levantó y se volvió hacia la puerta, vio que los pliegues de la cortina se estremecían. Después atisbo que una mano apartaba el pesado lienzo. Cadfael no emitió ningún sonido ni se movió cuando Yves se presentó ante sus ojos sucio y desgreñado después de la subida por la enredadera, y le indicó con un apremiante gesto de la mano y con sus dilatadas pupilas que guardara silencio. Por un instante, ambos se miraron a los ojos. Después Cadfael apoyó la palma de la mano en el pecho del joven, empujándole de nuevo hacia su escondrijo mientras él asomaba la cabeza por la puerta para mirar arriba y abajo del pasadizo de piedra. La cámara de Felipe estaba cerrada, pero cabía dudar de que el joven se encontrara en ella en aquel momento. Allí nada se movía y la pequeña celda de Cadfael estaba apenas a unos pasos de distancia. Alargó la mano hacia atrás para asir la muñeca de Yves y lo arrastró apresuradamente por el pasadizo hacia su refugio, cerrando la puerta a su espalda. Una vez allí, ambos se abrazaron y prestaron atención, pero todo estaba en silencio.

—No levantes la voz y estaremos a salvo —dije Cadfael—. El capellán duerme muy cerca. —Los muros interiores de la fortaleza eran muy gruesos—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Y cómo has entrado? —Sujetaba la muñeca del muchacho con tal fuerza que incluso le hacía daño. Finalmente, la soltó e hizo sentar a su inesperado visitante en la cama, sosteniéndolo por los hombros como si, tocándolo, pudiera convertirlo en un ser inviolable—. ¡Eso es una locura! ¿Qué puedes hacer aquí? Y yo que me alegré de que te hubieras ido y ahora mira lo que has hecho.

—Trepé por la enredadera —explicó Yves en un susurro— y tengo que regresar por el mismo camino a no ser que vos conozcáis otro mejor. —Cadfael le sintió vibrar entre sus manos como la cuerda de un arco que poco a poco se va quedando inmóvil después del disparo—. No será una gran proeza… si alguien distrae al centinela mientras yo subo al matacán. Pero eso puede esperar. Tenía que venir para deciros una cosa, Cadfael. Hay que advertir a Felipe de lo que ella se propone hacer…

—¿A él? —preguntó Cadfael—. ¿A Felipe?

—A Felipe. ¿A quién si no? Tiene que saber lo que le espera. La emperatriz ha venido con una docena de barones que estaban en Gloucester y han traído todas sus fuerzas. Salisbury, Redvers de Devon, FitzRoy, Bohun, el rey de los escoceses, todos han reunido el mayor ejército de que ella haya dispuesto jamás en un año. Y quiere utilizarlo contra esta fortaleza. Puede que tenga que pagar un precio muy alto, pero tiene intención de apoderarse del castillo rápidamente, antes de que Gloucester se entere de lo que está sucediendo.

—¿Gloucester? —preguntó Cadfael con incredulidad—. Pero si ella le necesita y no puede hacer nada sin él. Tanto más cuanto que éste es su hijo, por muy grave que haya sido su rebelión.

—¡No! —exclamó Yves con vehemencia—. Es por eso precisamente por lo que ella quiere que su hermanastro se quede en Hereford sin enterarse de nada hasta que todo haya terminado. Quiere ahorcar a Felipe y acabar con él de una vez, Cadfael. Lo ha jurado y lo hará. Cuando Roberto se entere, lo único que podrá hacer será enterrar un cadáver.

—¡No se atreverá! —dijo Cadfael en un susurro.

—Vaya si se atreverá. ¡Yo la he visto y la he oído! Está decidida a matar y ya le ha hincado los dientes en el cuello. Dudo que Roberto la pudiera disuadir de su propósito, aunque ella no tiene la menor intención de darle la oportunidad de hacerlo. Todo terminará antes de que él se entere.

—¡Está loca! —dijo Cadfael, apartando las manos de los hombros del joven y sentándose para imaginar la cadena de excesos y atrocidades que se producirían como consecuencia de aquella muerte: todas las lealtades que le quedaran se apartarían de ella, todos los parentescos se romperían y se perderían las últimas esperanzas de reconciliación y de cordura. Roberto la abandonaría y cabía incluso la posibilidad de que se pusiera en contra suya.

Y aquello sería el final, pues los otros la obligarían a aceptar a la fuerza lo que no habían podido conseguir mediante un acuerdo. Pero probablemente su hermano no se atrevería y se limitaría a apartarse de ella con su dolor y su aflicción, dejando que otros la derribaran. La tarea sería muy larga y la agonía del país por el cual habían luchado ambos bandos se prolongaría hasta el máximo límite de la desesperación.

—Lo sé —dijo Yves—. Ella misma está destruyendo su propia causa y le echa la culpa de todo este caos a los hombres de ambos bandos, cuando bien sabe Dios que las pobres gentes de este país solo aspiran a cultivar sus campos y recoger sus cosechas, comprar y vender y criar a sus hijos en paz. Intenté decírselo cara a cara, pero ella se enfureció conmigo. No escucha a nadie. Por eso tenía que venir.

No solo para impedir aquella desastrosa política, pensó Cadfael, sino también porque aquella inminente muerte era una ofensa para él y deseaba impedirla por el simple hecho de ser una muestra de barbarie. Yves no deseaba la muerte de Felipe FitzRobert. Cierto que había acudido allí con hombres armados para liberar a Oliveros y trataría de conseguir su propósito hasta el último aliento que le quedara, pero no quería participar en la feroz venganza de su señora.

—Has venido a mí —dijo Cadfael—. ¿Qué es lo que quieres de mí ahora que estás aquí?

—Que lo aviséis —contestó Yves—. Decidle lo que ella se propone hacer con él y procurad que lo crea, pues la emperatriz jamás se echará atrás. Por lo menos, que sepa toda la verdad antes de que tenga que enfrentarse con las exigencias de mi señora. Ella preferiría tomar el castillo y ocuparlo intacto en lugar de arrasarlo, pero bien es cierto que lo arrasará si no tiene más remedio. Puede que él consiga concertar un acuerdo y salve la vida a cambio de ceder La Musarderie. —Sin embargo, él no creía que pudiera ocurrir tal cosa y Cadfael estaba seguro de que jamás ocurriría—. Decidle por lo menos la verdad para que él pueda tomar una decisión.

—Me encargaré de que comprenda sin el menor asomo de duda qué es lo que está en juego —dijo Cadfael con el semblante muy serio.

—A vos os creerá —dijo Yves, hablando con un curioso tono esperanzado. Después lanzó un profundo suspiro y apoyó la cabeza contra la pared—. Ahora será mejor que empiece a buscar la mejor manera de salir de aquí.

Para entonces, todo el mundo estaba acostumbrado a ver a Cadfael en La Musarderie y lo aceptaba como un ser inofensivo, apreciado por el señor del castillo y respetado por el hábito que vestía. Se mezclaba libremente con todos, recorría la fortaleza a su antojo y hablaba con quien quería, gracias a lo cual ahora podría ayudar a Yves a salir por el mismo lugar por el que había entrado.

La mejor manera de pasar inadvertido, dijo Cadfael, sería caminar como si tuviera perfecto derecho a ir al lugar adonde se dirigiera, sin tratar de disimular. De día hubiera sido mucho más peligroso, naturalmente, incluso en una guarnición en la que abundaban los jóvenes como él, pero, en medio de la oscuridad de la noche, cruzando baluartes menos iluminados que de costumbre para evitar que el enemigo pudiera calibrar sus defensas, sería mucho más fácil. Yves cruzó el baluarte muy despacio y con aire indiferente en compañía de Cadfael hasta llegar al pie de la escalera, donde se fundió con la oscuridad del rincón y se pegó a la muralla mientras Cadfael subía los peldaños para asomarse por la tronera abierta entre los merlones de la muralla y contemplar las hogueras dispersas entre los árboles del bosque. Al llegar al final de su patrulla, el centinela se detuvo para asomarse con él y hacer unos breves comentarios. Cuando el hombre dio media vuelta para regresar a la torre, Cadfael lo acompañó. Yves oyó desde abajo cómo sus voces se perdían poco a poco en la distancia. En cuanto le pareció que ya estaban lo suficientemente lejos, subió a toda prisa los peldaños, se deslizó por la cañonera y se tendió en el suelo del matacán al pie de un merlón. Se encontraba al final de la galería, pero, a pesar de que las nudosas y ennegrecidas ramas de la enredadera se inclinaban hacia él, no se atrevió a levantarse y a descolgarse por ellas hasta que el centinela dio otra vez media vuelta y se alejó, mientras Cadfael bajaba de nuevo al baluarte para irse a la cama y tratar de aprovechar las pocas horas nocturnas que le quedaban.

Por encima de su cabeza, Yves oyó su conocida voz, diciéndole en un susurro:

—Ya se ha ido. ¡Vete!

Yves se levantó, se encaramó al parapeto y se adentró entre las retorcidas ramas de la enredadera para descender poco a poco al terreno de abajo. Cuando el chico desapareció y cesó el leve murmullo de las ramas, Cadfael bajó los peldaños y, una vez en el baluarte, fue en busca de Felipe.

Felipe había efectuado la ronda de sus defensas en solitario, comprobando que estaban en tan perfectas condiciones como cabía esperar de los escasos medios de que disponía. El asalto se había producido muy pronto, lo cual significaba que el joven Hugonin había sido insólitamente persuasivo y que la emperatriz estaba insólitamente abastecida de hombres y armas, por cuyo motivo él no había tenido mucho tiempo para prepararse. No importaba, cuanto antes terminara todo, mejor.

Se encontraba en lo alto de la muralla por encima de la puerta cuando Cadfael lo encontró, contemplando el camino empedrado por el cual subiría a primera hora de la mañana el primer representante del enemigo, enarbolando la bandera de la tregua.

—¿Vos, hermano? —preguntó Felipe, ligeramente sorprendido—. Creía que a estas horas tan tardías ya estaríais durmiendo.

—No es una noche muy adecuada para dormir hasta que se haya hecho todo lo que hay que hacer —contestó Cadfael—. Falta todavía una cosa y yo he venido para cumplirla. Mi señor Felipe, debo deciros, y os ruego que lo creáis, pues es la pura verdad, que la emperatriz tiene mortales propósitos contra vos. Yves Hugonin ha venido con todas estas huestes para liberar a su amigo y pariente. ¡Pero ella no ha venido por eso! Y ni siquiera para tomar el castillo, aunque eso es lo primero que tendrá que hacer. Ha venido para apoderarse de vos y, cuando os tenga en sus manos, pretende ahorcaros.

Se produjo un silencio en cuyo transcurso Felipe miró hacia el este donde aparecerían las primeras luces grises poco antes del amanecer. Al final, Felipe dijo en un susurro:

—Decidme, hermano, si tanto sabéis, ¿es ésa también la intención de mi padre con respecto a mí?

—Vuestro padre no ha venido con este ejército —contestó Cadfael—. No sabe que la emperatriz se encuentra aquí y ella cuidará de que no se entere hasta que todo haya terminado. Vuestro padre está en Hereford con el conde Rogelio. Por una vez, ella ha actuado por su cuenta y riesgo. Y con razón, pues ha comprendido que tiene a su enemigo al alcance de la mano. Ha venido para destruiros. Y, puesto que se toma tantas molestias en ocultarle a su hermano su intención —añadió Cadfael—, cabe suponer que no está demasiado segura de lo que él piensa a este respecto.

Tras otra pausa de silencio, Felipe dijo sin volver la cabeza:

—La conozco lo bastante como para no llevarme ninguna sorpresa. No esperaba otra cosa mejor, llegado el caso. La menosprecié cuando me pasé al bando del rey, es cierto, pero no lo es tanto o, por lo menos, es solo una verdad parcial que me volví contra ella. La emperatriz no influyó para nada en mi decisión y eso es lo que cuenta. Aquí, aunque no en Normandía, Esteban es el que más posibilidades tiene de vencer. Si él puede ganar, cosa que ella no ha conseguido, y poner fin a este caos y esta devastación, cuantos más hombres se pasen a su bando, mejor. Cualquier cosa que permita a los hombres vivir, cultivar sus campos, recorrer los caminos y dedicarse tranquilamente a sus ocupaciones está por encima del derecho y el triunfo de cualquier monarca. Mi padre estableció el camino que yo tenía que seguir. Mil veces mejor Esteban que Matilde si él pudiera restablecer el orden. Pero comprendo la cólera de la emperatriz y todo el rencor que yo le inspiro. Tiene derecho a odiarme y acepto la situación.

Era la primera vez que Felipe hablaba con sincera ponderación y sin arrepentirse de nada.

—Si he conseguido convenceros de que ella busca una muerte ignominiosa para vos —dijo Cadfael—, mi misión está cumplida. Si conocéis toda la verdad, podréis disponeros a afrontarla. Ella quiere vencer y vengarse. Si os parece, podéis negociar.

—Hay cosas sobre las cuales no haré ningún pacto —dijo Felipe, volviéndose a mirar a Cadfael con una sonrisa en los labios.

—Pues entonces, escuchadme un momento —dijo Cadfael—. Me habéis hablado de la emperatriz. Habladme ahora de Oliveros.

La morena cabeza se apartó bruscamente. Felipe miró en silencio hacia el este donde no se podía ver más que la oscuridad, tal vez poblada por sus propios pensamientos.

—En tal caso, yo os hablaré de él —dijo Cadfael—. Conozco a mi hijo. Su temple es más sencillo que el vuestro y vos le pedíais demasiado. Creo que vos habíais compartido muchos momentos peligrosos con él y que ambos os apreciabais mutuamente y confiabais ciegamente el uno en el otro. Cuando vos cambiasteis de rumbo y él no pudo acompañaros, la separación fue doblemente amarga, pues cada uno de vosotros pensó que el otro le había fallado. El solo veía traición, y aquello que, según vos, fue un simple malentendido, él lo consideró también una traición.

—Ésa es vuestra interpretación, hermano —dijo Felipe, recuperando la calma—, no la mía.

—Aquí hay algo que me llama poderosamente la atención —dijo Cadfael—. Vos comprendéis el resentimiento de la emperatriz. ¿Por qué no aplicáis este mismo sentido de la justicia a mi hijo?

Felipe no le dio ninguna respuesta, pero él tampoco la esperaba, pues ya la conocía. Oliveros había sido profundamente amado. La emperatriz, en cambio, jamás lo había sido.