ves se alejó, pero solo mantuvo su desdeñosa actitud mientras los del castillo le pudieran ver desde la puerta y el matacán de la muralla. En cuanto alcanzó la protección del bosque, buscó un lugar desde el que pudiera contemplar la pétrea silueta de la fortaleza. Desde allí abajo, parecía muy sólida, aunque no demasiado. Contaba con una buena guarnición y sus capitanes eran muy competentes, pero, con un adecuado contingente de fuerzas, se podría tomar. Felipe la había adquirido a muy buen precio, tendiendo una emboscada a su señor lejos de su territorio y obligándolo a cederla bajo amenaza. Allí un asedio no sería demasiado eficaz porque se hubiera tardado mucho en matar de hambre a una guarnición tan bien abastecida. Lo mejor sería un asalto total con todas las fuerzas disponibles y un rápido desenlace.
Pero, de momento, el bosque rodeaba la fortaleza por todas partes y ni siquiera el terreno desbrozado permitía ver las murallas desde una distancia suficiente como para que la excelente vista de Yves captara todos los detalles, las rampas e incluso los puntos débiles en caso de que Felipe hubiera dejado alguno. Si pudiera llevarse a Gloucester todas las observaciones más útiles, bien merecería la pena perder un par de horas con la inspección.
Examinó detenidamente las posibilidades de un aproche frontal, pues hasta entonces solo había visto el interior de una celda situada bajo una de las torres adonde lo habían conducido con la cabeza cubierta con una capa y los brazos atados. Las torres que flanqueaban la caseta de vigilancia ofrecían suficiente espacio para los arqueros desplegados a derecha e izquierda de la puerta a lo largo de la muralla hasta llegar a las siguientes torres. En aquella cara del castillo no había matacán, pues el aproche por la cuesta era el más difícil de llevar a cabo. Yves se adentró en la espesura para rodear el castillo, lo cual lo conduciría finalmente al cerro en el que se asentaba la aldea desde donde podría tomar el camino más rápido hacia Gloucester.
Desde los linderos del bosque pudo ver con toda claridad la torre situada más al norte y la muralla que había detrás de ella. En el ángulo entre ambas, una gigantesca enredadera ennegrecida ahora por la estación invernal y despojada de hojas trepaba hasta las almenas donde empezaba el matacán de madera. Era una enredadera muy vieja y tan sólida como un árbol. Cuando tuviera hojas, pensó Yves, cubriría, por lo menos parcialmente, una aspillera. No era un gran riesgo dejarla donde estaba. Con mucha cautela y al amparo de la noche, un hombre hubiera podido entrar en el castillo, pero hubiera sido muy difícil que otros le siguieran e incluso el primero hubiera corrido peligro. En lo alto de la muralla de aquel lado un centinela paseaba entre las torres. Vio el fulgor de la luz reflejada en el acero. Habría que tener en cuenta aquella posibilidad. Se preguntó cuál de las cuatro generaciones de los Musard habría plantado la enredadera. Siglos atrás, los romanos habían cultivado viñedos en aquellos condados fronterizos.
En el cerco de las murallas había cuatro torres, aparte las dos torres gemelas de la entrada, y un centinela montaba guardia en cada uno de los baluartes intermedios. En algún momento, Yves tuvo que adentrarse un poco más en la espesura para que no le vieran desde el castillo, pero, aun así, prosiguió tenazmente su inspección, buscando infructuosamente posibles puntos débiles. Cuando llegó a la altura de la última torre, ya se encontraba en terreno mucho más elevado que el del propio castillo y se estaba acercando a las primeras casitas de la aldea. Después de aquella última elevación, el terreno se nivelaba en la vasta altiplanicie de los Cotswolds, con sus rectos caminos, sus extensos campos y sus prósperas aldeas dedicadas al comercio de la lana. Allí, poco antes de llegar a la cima, se podrían desplegar unas catapultas y aquél sería también el mejor lugar para las minas o para un ariete, siempre y cuando se bajara rápidamente por la pendiente y se alcanzara de noche la muralla. Al pie de aquella última torre la mampostería era de distinto color, como si se hubieran efectuado obras de reparación. Si un ariete pudiera abrir una brecha en aquel lugar preciso, quizá se lograría derribar una parte de la torre.
Yves tomó nota de aquella posibilidad. Allí ya no podía hacer nada más. Ahora ya conocía la configuración del terreno y podría facilitar un informe detallado. Dejó las casas de la aldea a su espalda y se dirigió al este por el camino que le pareció más prometedor, llegando finalmente al camino real que conducía al noroeste hacia Gloucester y después seguía por el sudeste hacia Cirencester.
Entró en la ciudad por la Puerta Oriental a última hora de la tarde. Las calles le parecieron más bulliciosas y abarrotadas de gente que nunca. Antes de llegar a la Cruz, ya había visto las divisas o las libreas de varios de los más poderosos seguidores de la emperatriz, entre ellos las de su hermanastro menor Reginaldo FitzRobert, Balduino de Redvers, conde de Devon, Patricio de Salisbury, Humphrey de Bohun y el mariscal Juan FitzGilbert. Yves ya esperaba ver allí a los oficiales de la corte, pero pensaba que los seguidores más lejanos ya se habrían dispersado hacia sus propias tierras. Se sintió reconfortado al ver que no. Después del fracaso de los esfuerzos de los obispos por encontrar el camino de la paz, todos los que tenían que regresar al sur y al oeste se habrían detenido allí para deliberar acerca de la mejor manera de aprovechar el momento, antes de que sus enemigos se les adelantaran. La emperatriz disponía en aquellos momentos de unas fuerzas suficientes para amenazar fortalezas mucho más grandes que La Musarderie. Y en el castillo contaba con máquinas de asalto lo bastante ligeras como para poder desplazarlas con rapidez, siempre y cuando se utilizaran debidamente y su carga fuera lo bastante pesada como para abrir una brecha en una muralla. Y, por encima de todo, tenía la poderosa arma de la lealtad inquebrantable de Roberto de Gloucester, cuya persona podría enfrentarse con su hijo renegado para desarmarle y cuya sangre podría apelar a la de Felipe y sumirlo en la impotencia.
Felipe había combatido por el rey Esteban con el mismo denuedo con que lo había hecho por la emperatriz, pero jamás se había enfrentado cara a cara con el padre al que había abandonado. El único delito prohibido en aquella guerra civil era el de la muerte de los parientes más próximos, y ¿qué parentesco más próximo podía haber que el existente entre un padre y un hijo? La llamaban guerra fratricida, justo lo que no era. Cuando Roberto se diera a conocer a las puertas de La Musarderie y exigiera la rendición, poniendo su propia vida en peligro, Felipe tendría que ceder. Y, si luchara, lo haría solo a regañadientes, evitando en todo momento enfrentarse con su propio progenitor. Con amor o con odio, ése era el más sagrado e indisoluble de los vínculos humanos y nada podía romperlo.
Tendría que presentarse directamente ante el conde de Gloucester en la certeza de que éste sabría lo que habría que hacer. Por consiguiente, al llegar a la Cruz, se apartó de la abadía y se dirigió al castillo, bajando por la transitada Puerta del Sur hacia el río y los prados, que todavía conservaban su verdor a pesar de la cercanía del invierno. La gran mole gris del castillo miraba a las calles de la ciudad por un lado y, por el otro, a los embarcaderos, la orilla del río y el ancho y majestuoso curso de la corriente. La emperatriz prefería disfrutar de ciertas comodidades siempre que podía, por lo que seguramente se habría instalado con sus damas en los aposentos de huéspedes de la abadía. El conde Roberto se encontraba a gusto con sus hombres en la austeridad del castillo. A juzgar por el ajetreo que reinaba en las calles y por la abundancia de hombres armados y libreas que se veían por todas partes, un considerable número de nobles edificios habrían sido confiscados temporalmente para acoger a las fuerzas allí reunidas. Lo cual significaba que habría capacidad más que suficiente para asaltar en un abrir y cerrar de ojos La Musarderie.
Yves soñaba con trepar por la enredadera y quedarse dentro escondido el tiempo suficiente como para encontrar un postigo que se pudiera abrir o un centinela al que se pudiera inmovilizar y despojar de las llaves. Cuanto menos se combatiera, mejor y, cuanto menos tiempo se perdiera y menos destrucción se provocara, menos amarga sería después la animadversión y más fácil sería encontrar el camino del olvido. Entre uno y otro bando y entre padre e hijo. Puede que se produjera incluso una reconciliación.
Antes de llegar a las puertas del castillo, Yves fue saludado por varios compañeros suyos, escuderos de los distintos nobles, los cuales se asombraron de que la víctima de Felipe FitzRobert hubiera podido regresar sana y salva como si jamás hubiera caído en las manos de aquel formidable enemigo. Él les devolvió alegremente los saludos, pero no se entretuvo a charlar con ellos porque no quería retrasarse. Solo cuando entró en el baluarte exterior del castillo, refrenó su caballo junto a la caseta de vigilancia y se detuvo para hacer preguntas y responder a las que le hicieron. Sin desmontar, se inclinó desde la silla casi sin resuello a causa de la emoción del mensaje que traía y del placer de encontrarse de nuevo entre amigos.
—¿El conde de Gloucester? —preguntó—. ¿Dónde puedo encontrarle? ¡Traigo nuevas que debo comunicarle de inmediato!
El oficial de guardia que había salido para ver al recién llegado le miró con asombro. Un escudero del séquito del conde de Devon le llamó a gritos desde el otro baluarte y se acercó corriendo para sujetar la brida de su caballo.
—¡Yves! ¿Estás libre? ¿Cómo te has podido escapar? Nos enteramos de que te habían apresado, pero nunca hubiéramos imaginado poder verte de regreso tan pronto.
—¿O quizá nunca? —replicó Yves, soltando una carcajada ahora que el peligro ya había pasado—. Pues no, me han soltado para que todavía os siga incordiando un poco. Ya te lo contaré todo más tarde. Ahora tengo que ver enseguida al conde Roberto.
—No lo vas a encontrar aquí —dijo el oficial de la guardia—. Se encuentra en Hereford con el conde Rogelio y aún no sabemos cuándo regresará. ¿Qué es eso tan urgente?
—¿Que no está aquí? —preguntó Yves, apenado.
—Si es algo muy importante —dijo el oficial—, mejor será que vayas a ver a Su Majestad la emperatriz en la abadía. No le gusta que le antepongan a nadie, ni siquiera su hermano, y tú ya deberías saberlo si llevas algún tiempo a su servicio. No te dará las gracias si esta noticia tan urgente que traes la averigua a través de otro.
Eso era precisamente lo que Yves no quería hacer. El favor y el desaire de la emperatriz producían el mismo daño y era preferible evitar ambas cosas. Matilde se encontraría todavía bajo los efectos del inquietante servicio que él le había prestado, siguiendo sus inequívocas insinuaciones, y él había sido la desdichada causa de las alteraciones que se habían producido durante su viaje de regreso a Gloucester, por lo cual ella no le estaría precisamente agradecida. Y, si buscara el anillo en su dedo meñique y no lo encontrara, tampoco le haría demasiada gracia. Yves reconocía en su fuero interno que temía enfrentarse con ella, pero se indignaba de solo pensar que tal cosa pudiera ser cierta.
—Está en la abadía con sus damas. Yo que tú iría a verla enseguida —dijo astutamente el oficial de la guardia—. Bastante se disgustó cuando te apresaron. Preséntate ante ella para que se tranquilice por lo menos por eso.
—Te aconsejo que vayas —convino el escudero, esbozando una sonrisa mientras le daba una palmada en la espalda—. Cuando lo hayas hecho, vuelve aquí a descansar. No sabes cuánto nos alegramos de verte y lo preocupados que nos tenías a todos.
—¿Está FitzGilbert con ella? —preguntó Yves.
Si Roberto de Gloucester no estaba disponible, prefería hablar con el mariscal en lugar de hacerlo a solas con la dama. El mariscal le haría ver a la emperatriz la conveniencia de aprovechar aquella oportunidad.
—Y también De Bohun y su real tío de Escocia. Los miembros más íntimos de su consejo y nadie más.
Yves trató de quitar importancia a aquel breve e inevitable retraso y dio media vuelta con su caballo para regresar a la Puerta del Sur y la Cruz y dirigirse desde allí a la abadía, donde la emperatriz había instalado su corte. Lástima que no pudiera hablar directamente con Gloucester, pues la emperatriz no querría actuar por su cuenta y riesgo sin el consejo y el apoyo de su hermano, y Oliveros ya llevaba mucho tiempo prisionero. Sin embargo, procuraría sacar el mayor provecho que pudiera. La emperatriz disponía de medios para emprender una acción. Bien hubiera podido permitirse el lujo de reunir un contingente de fuerzas voluntarias para que intentaran actuar en secreto si ella no quería atacar directamente. Yves no abrigaba la menor duda acerca del coraje y el valor de la emperatriz, pero abrigaba muchas sobre su aptitud y sus dotes de mando.
Entró a lomos de su caballo en el bullicioso patio de la abadía y se dirigió a los aposentos de los huéspedes. Allí las armas y la presencia de hombres armados estaban discretamente limitadas, pero aun así se veían en el recinto tantos monjes como soldados, los cuales no podían disimular su aire inconfundiblemente marcial, aunque no llevaran armadura ni espada. La presencia de una guardia al pie de la escalinata de la gran puerta de la hospedería indicaba que todo el edificio había sido tomado para uso de Matilde y que los simples mortales solo podían comparecer ante ella tras haber justificado la validez de su pretensión. Yves se detuvo y se sometió al interrogatorio.
—Yves Hugonin. Sirvo en la casa de la emperatriz. Mi tío y señor es Laurence d’Angers, cuyas fuerzas se encuentran ahora en Devizes. Tengo que ver a Su Majestad para presentarle un informe. Fui primero al castillo, pero me dijeron que acudiera a verla aquí.
—¿Sois vos? —dijo el interrogador, entornando los ojos para examinarle con más detenimiento—. Recuerdo que, en el viaje de vuelta desde Coventry, fuisteis apartado de su séquito. Y ya no supimos más de vos a partir de aquel momento. Por lo visto, todo ha ido mejor de lo que temíamos. Bueno, creo que ella se alegrará mucho de veros. No todos los hombres tienen el honor de ser recibidos últimamente. Pasad a la sala y yo enviaré un paje para notificárselo.
En la sala había otros aguardando a ser recibidos por la emperatriz, entre ellos varios representantes de la pequeña nobleza, aparte algunos mercaderes de la ciudad que necesitaban pedir algún favor o tenían mercancías que ofrecer. Cuando instalaba su corte allí con todo su ejército de servidores, la emperatriz era una fuente de beneficios y de prosperidad para Gloucester, y sus ejércitos constituían una segura protección.
Siempre los hacía esperar un poco. La puerta de sus aposentos se abrió media hora después. Salió una joven, pronunció dos nombres e hizo pasar a dos representantes de la pequeña nobleza, no directamente a la presencia de la emperatriz sino a su antesala. Yves reconoció a la audaz y atrevida muchacha que a tan estrecho interrogatorio lo había sometido en Coventry antes de llegar a la conclusión de que era digno de ser recibido. Cabello oscuro con reflejos rojizos en sus bucles, brillantes ojos verde avellana que estudiaban de un vistazo a los hombres y rechazaban sin piedad a los que ya hubieran superado la treintena. Ella debía de tener unos diecinueve años, la misma edad que Yves. Mientras llamaba, estudiaba y hacía pasar a los dos señores, dedicó una prolongada mirada no del todo despectiva a Yves, pero él no se dio cuenta, pues tenía la cabeza en otra parte. La joven se retiró con los dos señores casi antes de que Yves recordara dónde la había visto. Probablemente era la dama preferida de la emperatriz, de la cual había copiado algunas características.
Transcurrió otra media hora durante la cual dos mercaderes se cansaron de esperar y se fueron antes de que la joven regresara para llamar a Yves.
—Su Majestad está todavía reunida, pero entrad y sentaos, pues ella no tardará en recibiros.
La siguió por un corto pasillo hasta llegar a una espaciosa estancia iluminada, donde tres muchachas, con los bastidores de sus bordados sobre el regazo, conversaban en voz baja, pues solo una cortina las separaba de la sala del consejo imperial. De vez en cuando, daban una indolente puntada. Aunque se exigía su presencia, ésta no tenía por qué ser una tarea agotadora. Las jóvenes centraron su interés en Yves, tanto más profundo por cuanto el muchacho mostraba un semblante preocupado y no parecía haberse fijado en ellas. Un breve silencio acogió su entrada, tras el cual las doncellas reanudaron su conversación en susurros, adoptando un circunspecto aire confidencial, prueba evidente de que él era el objeto de sus comentarios. Su guía lo abandonó allí y entró sola en la estancia interior.
Apartada de la conversación de las jóvenes, una mujer de más edad permanecía sentada sobre unos almohadones en un banco adosado a la pared. Sostenía un libro sobre su regazo, pero la luz diurna ya había empezado a declinar y no le permitía proseguir la lectura. La emperatriz necesitaba mujeres que supieran leer y escribir, y aquélla parecía un miembro esencial de su corte. Yves también la recordaba de Coventry. Tía y sobrina, le habían dicho, las únicas damas que habían acompañado a la emperatriz en una asamblea marcadamente masculina. La mujer le miró, le reconoció y esbozó una sonrisa, invitándole con un gesto de la mano a sentarse a su lado.
—¿Yves Hugonin? ¿Sois vos? Oh, cuánto me alegro de veros sano y salvo. ¡Y libre! Me enteré de que os habíamos perdido. Casi todos nos enteramos de la afrenta cuando ya habíamos llegado a Gloucester.
Su actitud era extremadamente comedida y no daba la impresión de ser una persona capaz de perder la compostura en ningún momento y, sin embargo, a Yves le llamó la atención por un instante la expresión de asombro y afecto de sus ojos en el momento de reconocerle. No parecía una mujer capaz de hacerse demasiadas ilusiones y más bien daba la impresión de estar curada de sorpresas, pero el destello de emoción que iluminó sus ojos le llegó a Yves hasta lo más hondo de su ser. Por lo visto, le había importado que, tras haberse acogido a la protección de la emperatriz en Coventry, su vida hubiera vuelto a correr peligro, y ahora se alegraba de que hubiera regresado tan inesperadamente a Gloucester sano y salvo.
—¡Venid a sentaros! Vale la pena, pues aquí se cansa uno de esperar. Me complace veros. Cuando os fuisteis de Coventry con nosotros y nadie intentó impedirlo, pensé que las dificultades ya se habían superado y que nadie se atrevería a volver a acusaros de una mala acción. Fue una desgracia que sospecharan de vos. Pero Su Majestad defendió con firmeza vuestro derecho y yo pensé que todo había terminado. Después hubo aquel asalto… Nos enteramos al día siguiente. ¿Cómo habéis podido escapar? Felipe estaba tan furioso con vos que temimos por vuestra suerte.
—No me he escapado —contestó Yves con toda sinceridad, sintiéndose infantilmente disminuido por el hecho de tener que reconocerlo. Le hubiera encantado haberse fugado de La Musarderie gracias a su ingenio y su audacia. Pero entonces no se hubiera enterado de la presencia de fray Cadfael en aquel lugar y no hubiera tenido la certeza de que Oliveros se encontraba prisionero allí ni hubiera lanzado el desafío de regresar por él con un contingente de hombres armados. Y todo aquello era mucho más importante para su amor propio—. Me puso en libertad el propio Felipe FitzRobert. De hecho, me ha absuelto de cualquier culpa en la muerte de De Soulis y ya no tiene ninguna cuenta pendiente conmigo.
—Eso le honra —dijo Jovetta de Montors—. Se le han enfriado los ánimos y ha entrado en razón.
Yves no comentó que Felipe había contado con la ayuda de un tercero para entrar en razón, pero aun así, su acción lo había honrado y era muy digno de encomio que, tras haber reconocido su error, hubiera actuado en consecuencia.
—Creía que yo había cometido el asesinato —explicó Yves, haciendo justicia a su enemigo no sin cierto resentimiento y cierta renuencia—. Y apreciaba mucho a De Soulis. Pero tengo con él otras pendencias que no se resolverán tan fácilmente. —Yves contempló el pálido perfil de la mujer que tenía al lado, su despejada frente bajo el cabello trenzado, la fina y recta nariz, la elegante línea de la mandíbula y, por encima de todo, la manera de fruncir los carnosos y sensibles labios para guardar un digno y reticente silencio sobre las cosas que había descubierto a lo largo de sus más de cincuenta años de vida—. ¿Vos jamás me creísteis un asesino? —preguntó, sorprendiéndose de lo mucho que ansiaba recibir una respuesta adecuada.
La dama se volvió a mirarle con semblante horrorizado y los ojos muy abiertos.
—¡No! —contestó—, ¡jamás!
Se abrió la puerta de la cámara y la joven Isabeau salió en medio de un revuelo de faldas de brocado.
—Su Majestad os va a recibir ahora mismo —dijo. Después añadió casi en silencio—: Están hablando de alta estrategia. Acercaos a ella, pero tened mucho cuidado.
Cuando Yves entró había cuatro personas en la estancia, aparte los dos escribanos que estaban recogiendo los instrumentos de su oficio y las hojas de pergamino esparcidas sobre la mesa. Dondequiera que la emperatriz instalara su morada, se tenían que redactar y testificar cédulas, repartir títulos y propiedades para comprar favores y ofrecer recompensas a los que se las merecían y pequeños sobornos a los que pudieran ser útiles en un futuro, todo lo cual era el inevitable fruto de los bandos y las contiendas. Los escribanos del rey Esteban se hallaban ocupados más o menos en las mismas tareas. Pero aquéllos ya habían terminado su jornada de trabajo, por lo que, tras haber despejado la mesa, salieron por otra puerta y la cerraron silenciosamente.
La emperatriz había empujado hacia atrás su gran escabel con brazos para permitir que los escribanos rodearan la mesa sin dificultad. Después permaneció sentada en silencio con las manos apoyadas en el brocado de los anchos brazos labrados de su asiento. Llevaba el negro y sedoso cabello recogido en dos largas trenzas entretejidas con hilo de oro, que le bajaban sobre los hombros y descansaban sobre su corpiño de color morado, estremeciéndose al compás de su tranquila respiración como si tuvieran vida propia. Parecía un poco cansada, como si poco antes se hubiera llevado un berrinche, pero ya estuviera empezando a olvidar sus sinsabores y a recuperar la calma. Detrás de su sombría magnificencia, el paño de la pared aparecía cubierto con ricas colgaduras y todos los bancos estaban provistos de mullidos cojines. Había traído consigo su mobiliario para crear una sala de audiencias en la estancia más grande que la abadía le había podido proporcionar.
Una vez finalizada la prolongada sesión tras haber redactado los escribanos el último título, dejándolo listo para su copia y testificación, los tres hombres que en aquellos momentos integraban su consejo se habían levantado de la mesa y se habían apartado un poco para descansar un momento. El rey David de Escocia se encontraba de pie junto a una de las ventanas, contemplando las sombras del crepúsculo mientras aspiraba una bocanada del gélido aire del exterior, medio de espaldas a su imperial sobrina. Había permanecido a su lado durante casi todos los largos años de lucha con inquebrantable lealtad familiar, aunque sin olvidar sus intereses personales y los de su país. Las disputas de Inglaterra no eran una mala noticia para un monarca cuyo principal propósito era sojuzgar Northumbria y empujar su frontera del sur hasta los Tees. Inteligente y taciturno, el anciano rey escocés era un hombre alto y apuesto a pesar de las hebras grises que le plateaban el cabello y la barba. Ahora echó los anchos hombros hacia atrás, tras haber permanecido mucho rato inclinado hacia delante estudiando aburridos pergaminos y polémicos mapas, y no se tomó la molestia de volver la cabeza, para ver qué nuevo visitante acababa de ser recibido a una hora tan avanzada del día.
Los otros dos permanecían de pie a ambos lados de la emperatriz. Eran su senescal Humphrey de Bohun y su mariscal Juan FitzGilbert. Ambos eran más jóvenes que el rey de Escocia y en ellos descansaba todo el peso del gobierno de la corte de la emperatriz, mientras sus más espectaculares paladines exhibían sus proezas bajo la fulgurante luz de la fama. Yves los había visto algunas veces durante las pocas semanas que había permanecido al servicio de la emperatriz y los respetaba por su eficiencia y su capacidad de ganarse la confianza de sus hombres. Ahora le miraron con expresión preocupada, pero benévola. Matilde, por su parte, tardó algún tiempo en recordar las circunstancias de su desaparición, pero de pronto las recordó, frunciendo el entrecejo como si él hubiera sido la causa de sus inquietudes.
Yves se adelantó unos pasos y se inclinó ante ella en profunda reverencia.
—Señora, regreso a mi deber y no sin noticias. ¿Puedo hablar libremente?
—Ya recuerdo —dijo lentamente la emperatriz, sacudiéndose de encima la distracción—. No habíamos vuelto a saber nada de vos desde que os perdimos al anochecer en el camino del bosque, cerca de Deerhurst. Me alegro de veros vivo y a salvo. Le atribuimos el secuestro a FitzRobert. ¿Fue así? ¿En qué lugar os ha mantenido prisionero y cómo habéis conseguido fugaros?
Parecía un poco más animada, pero no excesivamente preocupada, pensó Yves. El destino de un asistente e incluso su muerte no hubiera añadido gran cosa a la cuenta que ya tenía pendiente con Felipe FitzRobert. En sus ojos se encendieron unas llamas de furor al oír mencionar su nombre.
—Señora, me han mantenido prisionero en La Musarderie, en Greenhamsted, el castillo que Felipe les arrebató a los Musard hace unos meses. No puedo afirmar que me he escapado, pues él me ha soltado por su libre voluntad. Estaba convencido de que yo había matado a Brien de Soulis. —Yves se ruborizó al recordar lo que ella había creído y seguía creyendo de él, y trató de no pensar en la complacencia con la cual la emperatriz estaría escuchando aquella discreta referencia a la muerte de un enemigo. Probablemente no esperaba semejante sutileza por su parte. Puede que su reaparición le hubiera producido una cierta desazón y que de ello hubiera culpado a Felipe por no haber acabado con su prisionero—. Pero ahora ya no lo cree —se apresuró a añadir Yves, abreviando algo que ahora ya no tenía la menor importancia—. Me ha dejado en libertad y yo no me quejo, pues no he sido maltratado, teniendo en cuenta el agravio del cual me consideraba responsable.
—Habéis estado encadenado —dijo De Bohun, observando las señales de sus muñecas.
—Sí, pero no tiene nada de extraño tal y como estaban las cosas. Lo más importante, señora, mis señores, es que retiene a Oliveros de Bretaña, el esposo de mi hermana, en las mazmorras de ese castillo desde la caída de Faringdon y no está dispuesto a soltarlo ni a ofrecerlo en rescate. Muchos se alegrarían de comprar su libertad, pero él no ha puesto precio a Oliveros y yo creo, señora, que, a pesar de la solidez de La Musarderie, nosotros disponemos de fuerzas suficientes para tomarla por asalto con tal rapidez que ellos ni siquiera tendrán tiempo de pedir refuerzos a otros castillos.
—¿Por un solo prisionero? —preguntó la emperatriz—. Sería pagar un precio muy alto y, a lo mejor, no conseguiríamos comprarlo. Tenemos unos planes mucho más altos que el bienestar de un solo hombre.
—Oliveros ha sido muy beneficioso para nuestra causa —replicó Yves, evitando por los pelos provocar a la emperatriz, diciendo «vuestra causa». Hubiera sido una especie de reproche que ni siquiera sus más allegados y más respetados seguidores se hubieran atrevido a hacerle—. Mis señores —añadió el joven—, vosotros conocéis su temple y habéis visto su valor. Es una injusticia que esté retenido en secreto cuando todos los demás prisioneros de Faringdon han sido honrosamente ofrecidos en rescate según la costumbre. Y aquí se puede ganar algo más que un hombre. Hay un buen castillo y, si actuamos con rapidez, lo podríamos obtener casi intacto junto con las armas y las armaduras.
—Me parece un precio razonable —convino el mariscal con expresión pensativa— si se pudiera hacer por sorpresa. De lo contrario, no merecería la pena sufrir pérdidas. No conozco muy bien aquel territorio. ¿Lo conocéis vos? No es posible que hayáis visto demasiadas cosas desde una celda de un sótano.
—Mi señor —dijo ansiosamente Yves—, rodeé todo el castillo antes de regresar aquí. A su alrededor, el terreno ha sido despojado de toda vegetación, pero la distancia no es superior al alcance de una flecha, y si nosotros pudiéramos desplazar las máquinas hasta el cerro de arriba…
—¡No! —dijo enérgicamente la emperatriz—, yo no pienso mover ni un dedo por un solo cautivo, el riesgo es demasiado grande y las ganancias serían muy escasas. Ha sido una presunción por vuestra parte haberme pedido semejante cosa. El esposo de vuestra hermana tendrá que esperar, pues tenemos cosas más importantes que hacer en este momento y no podemos permitirnos el lujo de apartarlas a un lado por un desventurado caballero que, por lo visto, se ha ganado el odio de su adversario. No, no pienso hacer nada.
—En tal caso, señora, ¿me daríais vuestra venia para que yo reuniera un contingente menor de fuerzas y lo intentara por otros medios? Le he dicho a Felipe FitzRobert a la cara, e incluso se lo he jurado, que regresaré con una compañía de hombres armados para liberar a Oliveros. Se lo dije y tengo que cumplir mi palabra. Sé que algunos me acompañarían de muy buen grado si vos me lo permitierais —añadió Yves con el rostro arrebolado por la emoción.
No supo cuál de sus comentarios consiguió despertar el interés de Matilde, pero el caso fue que, de pronto, ella se inclinó hacia delante sobre la mesa, asiendo los curvados brazos del asiento mientras en su marfileño rostro se encendía un rubor de entusiasmo.
—¡Esperad! ¿Qué habéis dicho? ¿Se lo dijisteis a la cara? ¿Él estaba allí esta mañana? Yo no lo sabía. La orden la hubiera podido dar desde cualquiera de sus castillos. Hace días supimos que había regresado a Cricklade.
—No, no es así. Está en La Musarderie. Y no tiene la menor intención de irse a otro sitio.
De eso Yves estaba seguro. Felipe había decidido conservar a su lado a fray Cadfael, y fray Cadfael, sin duda por el bien de Oliveros, había optado por quedarse. No, Felipe no tenía ningún plan inmediato de abandonar Greenhamsted. Estaba esperando que él regresara al frente de una compañía de hombres armados. Ahora Yves comprendió los razonamientos de la emperatriz o creyó comprenderlos. Pensaba que su odiado enemigo se encontraba en Cricklade y que, para enfrentarse con él, hubiera tenido que desplazar sus fuerzas hacia el sudeste en el mismo anillo formado de las fortalezas de Esteban, rodeada de Bampton, Faringdon, Purton y Malmesbury, todas dispuestas a enviar compañías para repeler su ataque o, peor todavía, rodearla y convertir a los sitiadores en sitiados. En cambio, Greenhamsted se encontraba a menos de media hora de camino y, si se actuaba con decisión, se podía tomar y dotar de una nueva guarnición antes de que los refuerzos de Esteban tuvieran tiempo de llegar. La proposición era tan distinta que en sus ojos se encendió un brillo de interés, y los mechones de cabello escapados de sus trenzas se curvaron y estremecieron con la intensidad de su vehemencia y su determinación.
—Entonces lo tenemos al alcance de la mano —añadió Matilde con vengativo entusiasmo—. ¡Lo tenemos al alcance de la mano y nos apoderaremos de él! Aunque tengamos que utilizar todas nuestras fuerzas y todas las máquinas de asedio de que disponemos, merece la pena.
Merecía la pena para poder apoderarse de un hombre al que odiaba, pero no la merecía para redimir a otro que la había servido con absoluta lealtad y había perdido su libertad por ella.
Yves sintió que la sangre se le encendía de rabia en las venas. Sin embargo, ¿qué podría hacer ella con Felipe en cuanto lo tuviera en su poder sino entregarlo a su padre, el cual quizá lo confinaría, pero no le causaría el menor daño? La emperatriz se cansaría de su odio en cuanto quitara de en medio y derrotara a su traidor. Nada peor podía ocurrir. Puede que incluso se produjera una reconciliación cuando padre e hijo se vieran obligados a reunirse para llegar a un entendimiento o bien destruirse el uno al otro.
—Me apoderaré de él —dijo la emperatriz con feroz determinación— y tendrá que arrodillarse ante mí con toda su guarnición cautiva. Y entonces —añadió con furia—, lo mandaré ahorcar.
Yves se quedó sin respiración mientras reprimía un grito de consternación e incredulidad. Tragó aire para que le saliera la voz para protestar, pero no pudo articular ni una sola palabra. No era posible que la emperatriz hablara en serio. Felipe era el hijo de su hermano y, aunque se hubiera rebelado contra ella, era carne de su carne, pariente próximo suyo y nieto de un rey. Semejante comportamiento hubiera acabado con el único escrúpulo que hasta entonces había impedido que aquella guerra se convirtiera en un baño de sangre, por lo que el acuerdo tácito al que habían llegado ambos bandos por nada del mundo se podía romper. Los parientes podían avasallar, engañar, mentir y burlar a los parientes, pero no matarlos. Y, sin embargo, el rostro de la emperatriz reflejaba la férrea decisión de cumplir su propósito sin el menor escrúpulo y sin dar tiempo a que se aplacara su cólera.
El rey David de Escocia se volvió bruscamente, abandonando la distante contemplación de las sombras del crepúsculo para mirar primero a su sobrina y después al senescal y el mariscal, los cuales le miraron a los ojos, confirmándole el motivo de su alarma. Ni siquiera el rey se atrevía a expresar directamente lo que pensaba, pues conocía por experiencia la reacción de la emperatriz ante el menor atisbo de reproche y, aunque él no temiera su cólera, conocía su persistencia y obstinación y sabía que, una vez despertada, ya no era posible refrenarla.
—¿Te parece prudente? —le preguntó con la mayor suavidad que pudo—. Cierto que la ofensa es grave y tú estás en tu derecho, pero merecería la pena que en este momento actuaras con cautela. Puede que te libraras de un enemigo, pero otros doce se levantarían contra ti. Después de las conversaciones de paz, eso equivaldría a prolongar la guerra con más encarnizamiento que nunca.
—Y además, el conde no está aquí y no se le puede consultar —terció el senescal.
No, pensó Yves, comprendiendo repentinamente la situación, precisamente por este motivo ella querrá ponerse en marcha esta misma noche, mandará que se preparen las máquinas de asedio que se puedan transportar con mayor rapidez, reunirá a todos los hombres que pueda y abandonará todos sus restantes planes para asaltar La Musarderie antes de que el conde de Gloucester se entere. Y lo hará porque su osadía e ingratitud no tienen límite. Mandará ahorcar a Felipe y le presentará al conde Roberto el hecho consumado de la muerte de su hijo. ¡Se atreverá a hacerlo! Y entonces se producirá una horrible desintegración que destruirá en primer lugar su propia causa, pero a ella le dará igual con tal de poner una soga al cuello a su enemigo.
—Señora —gritó el joven, haciendo trizas la cautelosa moderación del rey David—, ¡no podéis hacer eso! Os he ofrecido la toma de un buen castillo y la liberación de un valeroso soldado para que pueda reincorporarse a vuestras filas, no una muerte que el conde Roberto lamentaría toda su vida. Tomadlo prisionero y entregádselo al conde para que él resuelva con su hijo los asuntos que tenga pendientes. Eso sería lo más justo. Lo otro… ¡no debéis y no podéis hacerlo!
La emperatriz se había levantado conteniendo su furia, pues Yves no era más que un pequeño insolente que bastaba con apartar a un lado sin necesidad de que ella se tomara la molestia de aplastarlo y, además, en aquel momento todavía le era útil. Yves la había visto encenderse de rabia con otros desventurados, pero ahora el fuego lo estaba quemando a él, por lo que, a pesar de su indignación, no pudo por menos que acobardarse.
—¿Vos me vais a decir lo que tengo que hacer, muchacho? Vuestra obligación es obedecer y lo vais a hacer si no queréis que os encadene y os arroje a una mazmorra mucho peor que aquélla de la que acabáis de salir. Mariscal, convocad inmediatamente a Salisbury, Reginald y Redvers y disponed que los ingenieros junten todas las catapultas que se puedan transportar con rapidez. Saldrán antes que nosotros y mañana al mediodía quiero que la vanguardia ya esté en camino y que el grueso del ejército ya se haya reunido. Quiero que mi traidor muera en cuestión de días, no descansaré hasta verlo ahorcado. Buscadme hombres que conozcan bien los caminos y el territorio de Greenhamsted, pues los necesitaremos. Y vos —añadió, clavando los ardientes ojos en Yves—, esperad en la antesala hasta que os llamen. Decís que podéis trazar planos de La Musarderie. Ahora lo tendréis que demostrar. ¡Cuidad de hacerlo bien! Si conocéis algún punto débil, decidnos cuál es. Dad gracias de que os deje en libertad y con el pellejo entero y sabed que, si no me proporcionáis lo que habéis prometido, perderéis ambas cosas. ¡Ahora retiraos y quitaos de mi vista!