IX

a costumbre indujo a Cadfael a despertarse a medianoche sin necesidad de que sonara la campana de maitines. Recordó que lo habían instalado en una minúscula celda de las inmediaciones de la capilla y reparó en el profundo significado de algo que antes le había pasado inadvertido. Le había revelado a Felipe con toda sinceridad su apostasía y, pese a ello, Felipe lo había alojado en una celda que hubiera podido ofrecer amablemente a cualquier clérigo que se encontrara hospedado en el castillo. Y, puesto que estaba tan cerca y habían sido tan considerados con él, ¿por qué no rezar por lo menos maitines y laudes delante del altar? No había renunciado a su fe y tampoco la había puesto en peligro, aunque hubiera perdido sus derechos y privilegios.

El simple hecho de arrodillarse en medio de la soledad y la fría austeridad de la piedra y de pronunciar las conocidas oraciones casi en silencio le consoló y tranquilizó mucho más de lo que esperaba. Si la gracia no hubiera estado cerca de él, ¿cómo hubiera podido levantarse, sintiéndose tan libre de las dudas e inquietudes de la jornada y de cualquier sombra de incertidumbre a propósito del día siguiente?

Se encontraba a uno o dos pasos de la puerta que se había abstenido de cerrar por temor a que su crujido despertara a alguien, y ya se disponía a retirarse cuando uno que estaba despierto y se movía con tanto sigilo como él le miró directamente a los ojos. La mortecina luz fue suficiente para que ambos se vieran el uno al otro con toda claridad.

—Para ser un apóstata —dijo Felipe en un susurro—, observáis estrictamente las horas, hermano. —El joven se cubría la desnudez con una pesada vestidura de piel y caminaba descalzo sobre la piedra—. No, no me habéis molestado. Me acosté muy tarde anoche. De eso sí podéis echaros la culpa si queréis.

—Hasta un renegado —dijo Cadfael— puede aferrarse a las orlas de la gracia. Pero siento haberos impedido el sueño.

—Puede que en ello haya algo mejor para vos que este sentimiento que ahora os embarga —dijo Felipe—. Mañana seguiremos hablando. Espero que os hayan ofrecido todo lo necesario y que vuestro lecho sea por lo menos tan blando como el del dormitorio de vuestra abadía. No hay gran diferencia entre el lecho de un soldado y el de un monje, según me han dicho. Yo solo he probado uno de ellos desde que alcancé la edad adulta.

Muy cierto, pues antes de cumplir los veinte años, el joven había tomado las armas en aquella interminable contienda en apoyo de su padre.

—Pues yo he conocido los dos —dijo Cadfael— y no me quejo de ninguno.

—Eso me dijeron en Coventry algunos que os conocían. Yo, en cambio, no os conocía —dijo Felipe, arrebujándose en su larga vestidura—. Yo también tenía una palabra que decirle a Dios —explicó, pasando junto a Cadfael para entrar en la capilla—. Acudid a verme después de misa.

—Esta vez no detrás de una puerta cerrada —dijo Felipe tomando del brazo a Cadfael al salir de misa—, sino públicamente en la sala. No, vos no tendréis que decir nada, ya habéis interpretado vuestro papel. He considerado todo lo que se sabe acerca de Brien de Soulis e Yves Hugonin y, si una de las cuestiones, la de la culpabilidad o la inocencia aún está por resolver, la otra está demasiado clara como para poder pasarla por alto. Dejemos que Brien de Soulis descanse todo lo que pueda, pues ya es tarde para acusarle, por lo menos aquí. En cuanto a Hugonin… no cabe la menor duda. Ya no le acuso ni me atrevo a hacerlo. Venid a presenciar su liberación para que pueda incorporarse a su bando cuando quiera.

En la sala de La Musarderie se retiraron las mesas de tijera y los bancos, dejando todo el espacio vacío y la chimenea del centro encendida, pues el invierno estaba dejando sentir su presencia por medio de las heladas nocturnas y, a pesar de la protección del profundo valle del río, los vientos se filtraban por todos los postigos y las rendijas. Al ver entrar a su señor, los oficiales le miraron con rostro impasible mientras un grupo de soldados aguardaba sus órdenes.

—Maestro de armas —dijo Felipe—, traednos a Yves Hugonin desde su celda. Que os acompañe el herrero y le quite las cadenas. Se me ha demostrado que con toda probabilidad he cometido una injusticia al considerarle culpable de la muerte de De Soulis. Por lo menos, mi duda es suficiente como para que le deje en libertad y le absuelva de toda culpa contra mí. Id a buscarle.

Ambos se retiraron de inmediato con la indiferente celeridad propia de todos los hombres que servían a Felipe. Su presteza no se debía en modo alguno al temor. Si alguien le hubiera temido, se hubiera ido a otro sitio.

—No me habéis dado la oportunidad de manifestaros mi gratitud —dijo Cadfael al oído de Felipe.

—Aquí no hay lugar para la gratitud. Si lo que me habéis dicho es verdad, se trata de un deber. A veces me precipito, pero no lo hago con el propósito de escupir en la cara a la verdad. —Dirigiéndose a unos hombres que aguardaban junto a la puerta, Felipe añadió—: Que le ensillen el caballo y le proporcionen unas alforjas bien abastecidas. No, esperad. Puede que tarde un poco en prepararse y nosotros tenemos que despedir a nuestros huéspedes bien alimentados y con el mejor aspecto posible.

Cumpliendo sus órdenes, los hombres calentaron agua, la llevaron a un aposento vacío y colocaron allí la alforja que llevaba el caballo de Yves cuando éste había sido hecho prisionero. El muchacho tardó más de media hora en ser conducido a la sala en presencia de su captor. Al ver a Cadfael al lado de Felipe, se quedó boquiabierto de asombro.

—Aquí hay alguien que dice que he cometido un grave error contigo —dijo Felipe sin andarse por las ramas— y yo estoy empezando a creerlo. Te hago saber que eres libre de irte, pues ya no te considero mi enemigo ni quiero que seas perseguido dentro de mi jurisdicción.

Yves miró de uno a otro, totalmente perplejo ante el hecho de que lo hubieran liberado tan inesperadamente. Llevaba tan poco tiempo cautivo que apenas se le notaban las huellas. Tenía las muñecas magulladas a causa de los hierros, pero solo se veía una fina línea azulada y, o bien lo habían mantenido en algún lugar limpio y seco, o bien le habían permitido cambiarse de ropa. El cabello todavía húmedo se le rizaba alrededor del rostro confiriéndole la apariencia de un niño. Sin embargo, se advertían ciertas sombras de cólera y recelo en la rigidez de su rostro cuando miró a Felipe.

—Le habéis ganado en buena lid —le dijo Felipe a Cadfael, esbozando una leve sonrisa al ver la sombría mirada del joven—. ¡Podéis abrazarle!

Desconcertado y receloso, Yves se tensó al percibir el roce de las manos de Cadfael sobre sus hombros, pero enseguida se ablandó e inclinó una arrebolada y todavía medio renuente mejilla para recibir un beso.

—¿Qué habéis hecho? —preguntó en un trémulo susurro—. ¿Qué os trajo? No hubierais tenido que seguirme.

—¡No hagas preguntas! —le dijo Cadfael, apartándole a la distancia de su brazo para poder examinarle mejor—. ¡No es necesario! Acepta lo que te ofrecen y alégrate. Aquí no hay engaño.

—Dice que me habéis ganado en buena lid. —Yves se volvió a mirar a Felipe, frunciendo el entrecejo con expresión enojada—. ¿Qué ha hecho? ¿Cómo se las ha arreglado para que vos me soltarais? No creo que lo hayáis hecho a cambio de nada. ¿Qué ha ofrecido a cambio?

—Es cierto que fray Cadfael me ofreció una vida —contestó fríamente Felipe—. Pero no por ti. Me ha hecho recapacitar, amigo mío, y no se ha pagado ningún precio. Y tampoco se ha exigido.

—Es verdad —dijo Cadfael.

Yves los miró a los dos, dudando entre si creer al uno o no creer al otro.

—Decís que por mí no se ha ofrecido nada. Entonces es cierto, tiene que ser cierto. ¡Oliveros está aquí! ¿Quién sino él?

—Oliveros está aquí —convino Felipe—. Y aquí se quedará —añadió resueltamente.

—No tenéis ningún derecho. —Yves se había dejado arrastrar hasta tal extremo por los sentimientos que ya no le quedaba espacio para la cólera—. Lo que me reprochabais a mí era creíble, por lo menos. Contra él, en cambio, vuestra actitud no está justificada. Dejadle libre. Retenedme a mí, si queréis, pero dejad libre a Oliveros.

—Yo seré el juez —dijo Felipe, frunciendo el entrecejo aunque sin modificar para nada el tono de su voz—, yo decidiré si tengo motivos de agravio contra Oliveros de Bretaña. En cuanto a ti, ya tienes el caballo ensillado y las alforjas bien provistas. Puedes ir a donde quieras, junto a tu emperatriz si así lo deseas, pues ninguno de mis hombres te lo impedirá. Tienes la puerta abierta. Vete cuando quieras.

La frialdad de la despedida encendió las tersas mejillas de Yves, y Cadfael temió por un instante los efectos de la recién adquirida madurez del joven. ¿De qué hubiera servido protestar si la situación solo permitía una digna obediencia? Solo unos meses atrás, el muchacho, en la peligrosa transición de niño a hombre, hubiera podido perder imprudentemente los estribos. Sin embargo, bajo las torres de La Musarderie, Yves había culminado su desarrollo. Ahora se enfrentó a su adversario con semblante sereno y actitud comedida.

—Permitidme por lo menos preguntar —dijo— qué os proponéis hacer con fray Cadfael. ¿Acaso él es también prisionero vuestro?

—Fray Cadfael se encuentra perfectamente a salvo conmigo. No temas por él. Pero, de momento, deseo conservarle a mi lado y creo que él accederá a mi deseo. Es libre de irse cuando quiera o de quedarse todo el tiempo que quiera. Podrá rezar las horas en mi capilla con tanta fidelidad como en Shrewsbury. Y eso está haciendo —añadió Felipe con una leve sonrisa en los labios, recordando el encuentro de la víspera—, sin olvidar tan siquiera el rezo de maitines a medianoche. Deja que fray Cadfael decida por sí mismo.

—Tengo todavía unos asuntos que resolver aquí —explicó Cadfael, mirando al muchacho cuyos ojos aparecían enormemente abiertos como si quisieran captar más significados que el que las simples palabras transmitían.

—Pues entonces me iré —dijo Yves—. Pero os hago saber, Felipe FitzRobert, que regresaré por Oliveros de Bretaña con una compañía de hombres armados.

—Hazlo si quieres —replicó Felipe—, pero después no te quejes del recibimiento.

Se fue sin volver la vista hacia atrás, con una mano en la brida, un pie en el estribo, un ágil salto para sentarse sobre la silla, las riendas en la otra mano y los talones sin espuelas clavados en los flancos del caballo tordo. Los soldados y criados se separaron para abrirle camino, e Yves cruzó la puerta y bajó nacía la arboleda del valle del río. Una vez abajo, cruzaría el río, subiría por el otro lado y atravesaría el bosque que rodeaba Greenhamsted por todas partes. Se iría por el mismo camino que Cadfael había utilizado a la ida hasta llegar a la ancha y recta calzada que los romanos habían construido muchos siglos atrás sobre la altiplanicie de los Cotswolds y, una vez allí, giraría a la izquierda hacia Gloucester para regresar a sus deberes.

Cadfael no se acercó a la puerta para verle alejarse. Lo último que vio de él aquel día fue su espalda tan erecta como una lanza recortándose contra un cielo encapotado antes de que se volvieran a cerrar y atrancar las puertas.

—Habla en serio —dijo Cadfael a modo de advertencia, pues algunos jóvenes dicen cosas que no creen y los que no saben distinguir entre la verdad y la simulación pueden vivir para lamentarlo—. Volverá.

—Lo sé —dijo Felipe—. No le reprocharía su fanfarronada aunque no fuera más que una fanfarronada.

—Aquí hay algo más que todo eso. No os lo toméis tan a la ligera.

—¡Dios me libre! Cuando vuelva, ya veremos. Depende de las fuerzas que ahora tenga en Gloucester y de la presencia de mi padre al lado de la emperatriz.

Felipe hablaba fríamente de su padre, limitándose a calcular las posibles fuerzas con las que tendría que enfrentarse.

Los hombres de la guarnición ya habían regresado a sus distintas ocupaciones. En el patio se aspiraba el aroma del pan recién hecho y colocado en bandejas y se escuchaba el metálico sonido de los martillos desde la armería.

—¿Por qué deseáis retenerme a vuestro lado? —preguntó Cadfael—. Soy yo quien tenía asuntos pendientes con vos, no vos conmigo.

Felipe abandonó sus cavilaciones para estudiar con profunda atención no solo la pregunta sino también al qué la había formulado.

¿Y vos por qué habéis optado por quedaros? Os dije que podíais iros cuando quisierais.

—Vos ya conocéis la respuesta a esta pregunta —contestó pacientemente Cadfael—. En cambio, yo ignoro la respuesta a la mía. ¿Qué queréis de mí?

—No estoy demasiado seguro —confesó Felipe con una sonrisa—. A lo mejor, quiero conocer vuestra mente. Me interesáis más que la mayoría de las personas.

En caso de que tal afirmación fuera un cumplido, Cadfael lo hubiera podido devolver con toda sinceridad. El conocimiento de la mente de aquel joven hubiera podido ser una revelación. Quizá el hecho de comprender al hijo hubiera ayudado a conocer un poco mejor al padre. Si Yves encontrara a Roberto de Gloucester en la ciudad con la emperatriz, ¿le pediría a la emperatriz que atacara a Felipe con tanta dureza como la de Felipe, o más bien intentaría calmar su animosidad para salvar al hijo de Roberto?

—Espero, hermano —dijo Felipe—, que utilicéis mi casa como si fuera la vuestra mientras estéis aquí. Si necesitáis alguna cosa, no tenéis más que pedirla.

—Una cosa me falta —dijo Cadfael, situándose delante de Felipe para que éste le pudiera ver y oír con claridad y, en caso necesario, se negara a acceder a su petición, mirándole directamente a los ojos—. Mi hijo está retenido. Dadme permiso para verle.

—No —contestó Felipe sin levantar la voz.

—Me habéis dicho que utilice vuestra casa como si fuera la mía. ¿Ahora me ponéis límites dentro de estas murallas?

—No, no os pongo ninguno. Id a donde queráis, abrid cualquier puerta que no esté cerrada bajo llave. Puede que lo encontréis, pero no podréis entrar a verle —dijo Felipe sin la menor emoción en la voz— y él no podrá salir.

En medio de las sombras del crepúsculo antes del rezo de vísperas, Felipe efectuó un recorrido por su fortaleza y comprobó que todas las guardias estaban en su sitio y todas las defensas aseguradas. En el lado occidental, donde el terreno se elevaba bruscamente hacia la aldea situada en lo alto de la loma, la parte superior de la muralla estaba reforzada con una ancha galería de madera, pues era el lado más vulnerable a los ataques con arietes o minas. Felipe paseó por el matacán para comprobar que todas las trampas del suelo, a través de las cuales los defensores podían atacar desde arriba a los sitiadores que consiguieran llegar hasta la muralla sin exponerse a las flechas de los arcos enemigos, estuvieran libres de cualquier obstáculo y se pudiera ver a través de ellas la desnuda roca de abajo, libre de maleza y de cualquier tipo de vegetación. Claro que el matacán también se podía incendiar y él hubiera preferido sustituir la madera por piedra, pero, aun así, se alegraba de que Musard hubiera mandado construir por lo menos aquella defensa provisional. La enredadera que trepaba por la muralla oriental cubriendo una esquina en la que sobresalía una torre no había sido arrancada, pues los aproches por aquel lado, subiendo por una empinada cuesta libre de vegetación, no suponían una gran amenaza.

En aquel lado, Felipe había mandado eliminar toda la vegetación de una buena franja de la ladera para que las máquinas de asedio desplegadas en la base de la colina tuvieran que situarse a una cierta distancia para no ser alcanzadas. Sin embargo, a no ser que las pesadas máquinas se acercaran considerablemente, las murallas de La Musarderie quedarían lejos de su alcance.

Los centinelas de las torres se sentían a gusto con él, tan seguros de su competencia como de la suya propia, respetados y respetuosos. Muchos de los hombres de la guarnición llevaban varios años a su servicio y le habían acompañado hasta allí desde Cricklade. Faringdon había sido otra cosa, una nueva guarnición creada con hombres de varías fortalezas, de los que Felipe no podía esperar una absoluta confianza y comprensión. A pesar de lo cual, el hombre a quien más apreciaba y en quien más confiaba y en cuya comprensión más esperanzas tenía depositadas, era el que le había vuelto la espalda con más desprecio, poniendo en contra suya a los renegados. ¿Un error de lenguaje? ¿Un error en el contacto mental? ¿Un error de visión? ¿Un error en la interpretación de las fases del descenso hacia la desesperación? Un fallo en el afecto. Eso, seguro.

Felipe contempló desde la muralla los baluartes del castillo donde las antorchas ya se habían encendido, disipando la oscuridad con sus resinosas llamas. Por encima de las torres del lado occidental, se habían agrupado unas densas nubes que quizá llevaran consigo alguna nevada. Los centinelas de la muralla iban envueltos en sus capas y soportaban estoicamente el gélido viento. A aquellas horas, el gallardo e insensato muchacho ya habría llegado a Gloucester, en caso de que efectivamente se dirigiera a Gloucester.

Felipe recordó la obstinada simplicidad de Yves con una leve sonrisa en los labios. No, el benedictino habría dicho casi con toda certeza la verdad. Hubiera sido una insensatez pensar que semejante criatura fuera capaz de matar a traición, pues era una especie de copia reducida del otro, todo valor y lealtad. En ellos no había espacio para que una mente turbada buscara algún medio de salir del laberinto de destrucción menos digno que el uso de la espada. Todo era o blanco o negro y no había sitio para los mezquinos matices de gris que suele utilizar la inmensa mayoría de los mortales. Bueno, si algunas de las almas más imperfectas y mutiladas pueden encontrar el camino de un futuro mejor para los valerosos y arrogantes inocentes, ¿por qué reprocharles que lo hagan? Sin embargo, ¿por qué, tras haber hecho este esfuerzo mental, resulta tan difícil alcanzar la valiente resignación que debería acompañarlo? Las pasiones encendidas nunca son fáciles de reprimir.

La actividad en el baluarte de abajo, tan eficiente como de costumbre, estaba cerrando La Musarderie para las horas del descanso nocturno mientras unas pequeñas figuras entraban y salían de los edificios adosados a la muralla y de la sala y la torre del homenaje. Sobre los adoquines del exterior de la fragua, el horno del herrero arrojaba un pequeño reflejo rojizo. Dos figuras envueltas en oscuros ropajes talares se acercaron a la entrada de la torre del homenaje. El capellán y el monje benedictino dirigiéndose juntos al rezo de vísperas. Un hombre muy curioso aquel benedictino de Shrewsbury, un monje que había renunciado a su condición de tal y que, siendo padre, no era sacerdote y habría conocido el enfrentamiento con un progenitor en su juventud, pues sin duda habría sido engendrado como todo el resto de la humanidad. Y ahora se había pasado veinte años sin saber que era padre hasta que, de pronto, había descubierto a su vástago en la plenitud de la virilidad sin haber tenido que pasar por las angustias, frustraciones e inquietudes que suelen acompañar el desarrollo de un hombre. Y menudo hombre, perfecto y entero, aunque algo amansado por la levadura de la desconfianza en uno mismo que es la fuente de la humildad. De eso yo no tengo demasiado, pensó tristemente Felipe.

Bueno, ya había llegado la hora, pensó. Bajó por la angosta escalera de piedra del matacán y se acercó a ellos para participar en el rezo de vísperas.

Aquella noche fueron muy pocos los que asistieron al oficio, pues la vigilancia había sido reforzada y los herreros aún estaban trabajando en la fragua y la armería. Felipe escuchó atentamente la lectura del salmo por parte del monje benedictino de Shrewsbury. Era el día seis de diciembre, festividad de san Nicolás.

«Ya me cuentan entre los que bajan a la fosa; soy ya hombre sin fuerzas.

»Me has puesto en lo más hondo del hoyo, entre las tinieblas y las sombras del abismo…».

Incluso aquí me lo recuerda, pensó Felipe, aceptando el presagio. Y, sin embargo, el salmo era el propio del día y no lo había elegido Cadfael.

«Has alejado de mí a mis conocidos, me has convertido en un ser despreciable para ellos; estoy encerrado y no puedo salir».

Qué fácil hubiera sido convencerse de que Dios había puesto deliberadamente aquellas palabras en el oficio del día para que las pronunciara la persona más indicada. Otra forma de sortes. Pero yo, pensó Felipe, debatiéndose entre el pesar y el desafío, no lo creo. Todo este mundo caótico avanza a tientas siguiendo los dictados del ciego azar.

«¿Harás algún prodigio para los muertos? ¿Se levantarán las sombras para alabarte?».

¿Y bien?, pensó Felipe, lanzando un silencioso desafío, ¿lo harán?

Después de cenar en la sala, Felipe se retiró solo a sus aposentos, tomó la más secreta de sus llaves y salió de la torre del homenaje para dirigirse a la torre del ángulo noroccidental del lienzo de la muralla. Estaba cayendo una fina cellisca que cubría fugazmente los adoquines con una tenue capa blanca, aunque a la mañana siguiente ya habría desaparecido. El centinela de la torre observó el paso de la alta figura y permaneció inmóvil, sabiendo quién era y adonde se dirigía. Había un nombre desterrado de las conversaciones, pero no de la mente. El centinela se preguntó sin excesiva curiosidad qué lo habría hecho recordar aquella noche.

La puerta de la torre que se abría con la primera llave era alta y estrecha. Un solo hombre armado con una espada y un arquero situado tres peldaños más arriba a su espalda apuntando por encima de su cabeza la hubieran podido defender contra todo un ejército. Una antorcha ardía en la pared del interior, iluminando el hueco de la escalera de caracol. Hasta los dos respiraderos de la gruesa muralla a través de los cuales penetraba oblicuamente la luz en los dos niveles inferiores, daban al baluarte interior y no al exterior del castillo. Aunque un hombre pudiera librarse de sus cadenas y pasar dolorosamente a través de la estrecha abertura, solo podría salir para ser arrojado de nuevo a su prisión. Allí no había ninguna posibilidad de escapar.

Al llegar al nivel inferior, Felipe introdujo la segunda llave en la cerradura de otra puerta muy baja y estrecha. La llave funcionaba con la misma suavidad que todas las demás cosas que tenía a su servicio. Al entrar, ni siquiera se molestó en cerrar la puerta a su espalda.

Más de la mitad de la altura de los muros de la celda inferior había sido excavada en la roca, el techo era de piedra y había espacio suficiente para que un captor pudiera visitar a un prisionero encadenado, lejos del alcance de su mano. Dentro hacía un frío muy seco. En un candelero fijado a la sólida roca ardía una gruesa vela bien apartada de la gélida corriente de aire que penetraba desde una rejilla, abierta en el muro de la torre a través de una oblicua tronera, pero fácilmente accesible desde la repisa de roca donde se encontraba el camastro del prisionero. En el borde del candelero había una vela nueva, pues la otra se terminaba.

Incorporado en la cama al oír el chirrido de la llave en la cerradura y con los ojos clavados como jabalinas en la puerta, estaba Oliveros de Bretaña.

—¿A mí no me saludas? —preguntó Felipe. La llama de la vela parpadeó, movida por la contracorriente que él había arrastrado consigo al entrar—. ¿Después de tanto tiempo? Te había olvidado.

—Vos sois siempre bienvenido —contestó Oliveros con gélida cortesía. Los tonos de ambas voces, un poco confusos a causa de un inmediato pero distante eco, se fundían y chocaban entre sí. El eco era como una molesta tercera presencia en la estancia—. Lamento no poder ofreceros ningún refrigerio, mi señor, pero estoy seguro de que ya habréis cenado.

—¿Y tú? —preguntó Felipe, esbozando una breve sonrisa—. He visto cómo retiraban las fuentes vacías. Me tranquiliza que no hayas perdido el apetito. Sufriría una decepción si alguna vez se debilitara tu voluntad de conservar todas tus fuerzas intactas para el día en que me puedas matar. No, no digas nada, no es necesario. Reconozco tu derecho, pero yo aún no estoy preparado. No te muevas, deja que te mire.

Con el semblante muy serio, Felipe estudió durante un buen rato a Oliveros mientras éste clavaba sus grandes, redondos y dorados ojos de halcón en los suyos. Oliveros estaba delgado, pero poseía la nerviosa esbeltez de la energía contenida, no a causa de las privaciones corporales sino de la intolerable presión de la rabia, la cólera y el odio. Desde un principio, la pérdida había sido mutua y la cólera y la angustia había sido la misma en los dos, pues ambos se habían sentido igualmente desolados y afligidos. Hasta en eso eran idénticos y formaban una pareja perfecta. Oliveros iba pulcramente vestido, su cama contaba con suficientes mantas y su dignidad estaba preservada gracias a una vasija de piedra, una bolsa de cuero para sus necesidades físicas y la vela que le proporcionaba luz y oscuridad a voluntad, pues junto a su cama tenía un estuche de madera con yesca, pedernal y afilón. El fuego es un peligroso regalo, pero ¿por qué no? No puede prender en la piedra y nadie en su sano juicio que estuviera encerrado en una celda de piedra hubiera prendido fuego a su propia cama o a cualquier otra cosa que pudiera arder, estando él dentro. Oliveros estaba completamente cuerdo, hasta el extremo de que solo podía ver las cosas según su estricto criterio y nunca veía las esperanzas, las desesperaciones y los torpes y lamentables esfuerzos con que otros hombres más vulnerables que él trataban de enfrentarse con la dureza del mundo.

El confinamiento, el rencor y la obligada paciencia solo habían servido para pulir su belleza, acentuar sus huesos y suavizar la marfileña tersura de su piel. Su negro y lustroso cabello le enmarcaba las sienes y las hundidas mejillas como unas tensas y amorosas manos negroazuladas. Diariamente se sumergía en el agua que le llevaban como un nadador en el mar, deseoso de presentar un aspecto impecable cuando su enemigo le viera, jamás dispuesto a hundirse, someterse o suplicar. Eso por encima de todo.

Allá en Oriente, pensó Felipe estudiándole, debió de heredar de su madre siria esta voluntad de hierro que no se oxida ni pudre y que jamás se doblega ante la humillación. ¿Y si la hubiera heredado de ese monje galés al que yo no he permitido asistir a este encuentro? Menuda pareja debieron de formar para haber tenido semejante hijo.

—¿Tanto he cambiado? —preguntó Oliveros, mirando con expresión desafiante a su enemigo.

Cuando se movió, las cadenas chirriaron levemente. Tenía las manos libres, pero sus tobillos estaban aherrojados y unidos a una larga cadena sujeta a una argolla fijada en el muro de piedra al lado de su camastro. Conociendo su temple y su ingenio, Felipe no quería correr ningún riesgo. Aunque sus compañeros pudieran llegar hasta allí, tendrían muchas dificultades para sacarle de aquella prisión. No tenía la menor intención de lastimarle ni herirle, pero quería conservarlo en su poder y no estaba dispuesto a cederlo a cambio de ningún precio.

—No has cambiado —dijo Felipe, acercándose un poco más a él hasta quedar al alcance de su mano.

Oliveros poseía unas hermosas manos, grandes, fuertes y elegantes; si hubiera rodeado con ellas una garganta, no hubiera sido fácil que alguien pudiera librarse de su presa. Quizá la tentación y la provocación hubieran sido más irresistibles si aquellas manos hubieran estado encadenadas. Una fina cadena alrededor de una garganta hubiera podido ayudarle a estrangular con mayor eficacia si cabe.

Pero Oliveros no se movió. Felipe le había tentado infructuosamente varias veces desde la irremediable ruptura de Faringdon. La consecuencia inmediata hubiera sido probablemente la muerte de Oliveros, pero Felipe no sabía si era por eso por lo que éste se abstenía de atacarle.

—No has cambiado, no. —Pero Felipe le miraba con renovado interés, buscando los sutiles elementos de las dispares criaturas que habían sido el origen de su arrogante esplendor—. Tengo en la sala a un huésped que ha venido para interceder por ti, Oliveros. Estoy aprendiendo ciertas cosas sobre ti que no creo que tú sepas. Y creo que ya sería hora que las supieras.

Oliveros le miró con hostilidad sin decir ni una sola palabra. No le extrañaba que lo buscaran, pues era consciente de su valor y muchos estarían deseando recuperarle. Lo que más le extrañaba era que alguien hubiera conseguido localizarle en aquel lugar por casualidad o por un deliberado esfuerzo. Si Laurence d’Angers había enviado a alguien para preguntar por su perdido escudero, habría disparado el arco al azar y la flecha no habría dado en el blanco.

—En realidad —añadió Felipe— son dos los que se han interesado por tu suerte. A uno de ellos ya lo he despedido con las manos vacías, pero dice que regresará en tu busca junto con hombres armados. No tengo motivos para dudar de que cumplirá su palabra. Es un joven pariente tuyo llamado Yves Hugonin.

—¿Yves? —preguntó Oliveros, tensando los músculos—. ¿Yves ha estado aquí? ¿Cómo es posible? ¿Qué lo ha traído aquí?

—Vino como invitado. Un poco a la fuerza, me temo. Pero no te preocupes, está tan entero como cuando vino, y a estas horas ya debe de estar en Gloucester reuniendo un ejército para venir a sacarte de tu encierro. Pensé al principio que tenía una cuenta pendiente con él —añadió Felipe en tono pensativo—, pero ahora he descubierto que estaba en un error. Y, aunque no lo hubiera estado, la causa ya había perdido su valor.

—¿Lo juráis? ¿Ha vuelto sano y salvo junto a los suyos? No, retiro mis palabras —dijo Oliveros—. Sé que vos no mentís.

—A ti nunca, en cualquier caso. Está a salvo y me odia con toda su alma por tu causa. Y el otro, ya te he dicho que eran dos, es un monje benedictino de Shrewsbury y todavía se encuentra aquí en La Musarderie por voluntad propia. Se llama Cadfael.

Oliveros se quedó totalmente perplejo. Movió los labios, repitiendo aquel conocido pero inesperado nombre. Cuando al final le salió la voz, estaba tan desconcertado que no logró expresarse con coherencia.

—¿Cómo puede estar aquí? Un monje de una abadía… no van a ningún sitio a no ser que se lo ordenen… los votos se lo impiden… ¿Y por qué aquí? ¿Preguntando por mí? ¡No, no es posible!

—¿O sea que le conoces? Sus votos… dice que es un renegado, que se ha ausentado sin la bendición de su abad. Y tú eres la causa. Sé sincero conmigo, ya que tú mismo has dicho que yo no miento. Vi a ese monje en Coventry. Quería averiguar noticias tuyas, como el muchacho. No sé muy bien por qué medios consiguió localizarte aquí, pero lo hizo y vino con la intención de redimirte. He pensado que debías saberlo.

—Es un hombre a quien yo respeto —dijo Oliveros—. Le he visto un par de veces y me he alegrado de estar a su lado, pero no me debe nada en absoluto.

—Eso pensé yo y así se lo dije —convino Felipe—. Pero él piensa otra cosa. Vino aquí a pedir directamente lo que quería. Tu persona. Dijo que muchos se alegrarían de comprar tu libertad y, al preguntarle yo si lo harían a cualquier precio, me contestó que le indicara cuál y él se encargaría de que me lo pagaran.

—No entiendo nada y me parece inconcebible —dijo Oliveros.

—Entonces yo le dije: «Una vida tal vez». Y él replicó: «¡Tomad la mía!».

Oliveros se sentó muy despacio sobre las mantas de la cama, perdido entre la presente realidad invernal y unos recuerdos que se agolpaban en su mente con primaveral esplendor. Un monje benedictino, vestido con hábito y cogulla, que lo había tratado como si fuera su hijo. Ambos esperaban juntos la medianoche para asistir al rezo de maitines en el priorato de Bromfield y entretenían la espera, dibujando unos planos en el suelo en los que se mostraba el camino que debería seguir Oliveros para sacar a los muchachos que tenía a su cargo sanos y salvos del territorio de Esteban y conducirlos de nuevo a Gloucester. La última vez, ambos se encontraban bajo los manojos de hierbas que colgaban de las vigas del techo de la cabaña de Cadfael cuando, de una forma inesperada, Oliveros había acercado la mejilla para que Cadfael le diera el beso propio de un pariente cercano y él se lo había devuelto de todo corazón.

—Entonces yo le pregunté: «¿Por qué me ofrecéis vuestros viejos huesos para que se pudran en lugar de los suyos? ¿Qué es para vos Oliveros de Bretaña?». Y él me contestó: «Es mi hijo».

Tras un prolongado silencio, la moribunda vela chisporroteó de repente mientras la cera se derretía y el pabilo se inclinaba hacia un lado sobre el charco, en medio de una última llama azulada. Felipe tomó la otra vela y la acercó para encenderla con la mortecina chispa antes de que la celda se sumiera en la oscuridad, soplando para apagar el rescoldo y fijando la renovada luz sobre los restos medio solidificados de la antigua. El rostro de Oliveros, brevemente oculto en medio de las sombras, volvió a iluminarse cuando la llama adquirió fuerza y empezó a elevarse con brillo constante. Se había quedado petrificado y sus asombrados ojos parecían perdidos en una infinita distancia.

—¿Es eso cierto? —preguntó casi en silencio, pero no a Felipe, pues sabía que éste nunca mentía—. Jamás me dijo nada. ¿Por qué no me lo dijo?

—Ya tenías tu camino trazado en la vida. Un padre inesperado que te agarra de la manga hubiera podido inducirte a desviarte de tu senda. Prefirió no decir nada. Mientras no supieras nada, nada le deberías. —Felipe ya se había retirado hacia la puerta con la llave en la mano, pero se detuvo un instante para rectificar su última frase—. Nada, dice él, como no sea lo que hayáis podido adquirir libremente de hombre a hombre. Mientras tú no supieras nada, las relaciones tendrían que ser ésas. Sé que ahora las cosas ya no serán tan fáciles entre padre e hijo. Las deudas proliferan y los precios que se exigen suelen ser demasiado elevados.

—Pero ha venido a ofrecerlo todo por mí —dijo Oliveros, luchando casi con furia contra aquella paradoja—. Ha venido sin autorización, se ha exiliado, abandonando su vocación, su tranquilidad y su paz espiritual para ofrecer su vida a cambio de la mía. ¡Me ha engañado! —exclamó casi ofendido.

—Eso lo tendrás que decidir tú —dijo Felipe desde la puerta abierta—. Tienes toda la noche para pensar en caso de que no puedas conciliar el sueño.

Después se retiró muy despacio y volvió a cerrar la puerta bajo llave.