VIII

n la sala de Felipe FitzRobert el servicio era espartano y los comensales exclusivamente varones. En la mesa más alta, Felipe presidía la cena con sus caballeros mientras los jóvenes que lo rodeaban le hablaban con confiada sinceridad y sin el menor temor. Comió con frugalidad, apenas bebió y habló libremente con sus iguales y se dirigió cortésmente a los criados. Cadfael, desde su lugar al lado del capellán en una mesa más baja, le observó y se preguntó qué pensamientos se encerrarían en aquella despejada frente y aquellos profundos ojos castaños que ardían como brasas, y en todo el misterio en modo alguno siniestro que lo rodeaba.

Felipe se levantó muy pronto de la mesa, dejando que los hombres de la guarnición siguieran conversando a sus anchas. En cuanto él se hubo retirado, la cerveza y el vino empezaron a correr con profusión y algunos que sabían de música fueron en busca de sus instrumentos para animar la velada. Pese a ello, no cabía duda de que la vigilancia debía de ser muy estricta y de que todas las puertas debían de estar cerradas y atrancadas. Musard, según le había contado el capellán a Cadfael, había salido insensatamente de caza y había caído directamente en la emboscada de Felipe, viéndose obligado a entregar el castillo a cambio de su libertad y posiblemente de su vida, a pesar de que las amenazas contra la vida a cambio de la posesión de una fortaleza solían quedarse en amenazas y raras veces se cumplían, pues a menudo tropezaban con una fuerte resistencia, aunque los cuellos ya estuvieran apersogados y el verdugo ya estuviera preparado, en la certeza de que nadie se atrevería a llevarlas a la práctica. Las lealtades familiares y las complejas alianzas matrimoniales impedían las más de las veces tales intentos. Pero Musard, que no tenía ningún poderoso pariente en el bando de Esteban cuya importancia fuera mayor para el rey que la del propio Felipe, no confiaba demasiado en su seguridad y prefirió ceder a las amenazas, cosa que Felipe jamás hubiera hecho, pues no conocía el temor, aunque no por ello dejaba las puertas sin atrancar ni olvidaba colocar buenos centinelas en lo alto de las murallas.

—Tengo que acudir a la presencia de vuestro señor, ahora que ya se ha retirado de la sala —le dijo Cadfael al capellán—. ¿Tendréis la bondad de indicarme el camino? Creo que no es un hombre muy dispuesto a esperar cuando él mismo fija la hora.

El capellán era un anciano que ya estaba curado de sorpresas. Nada de lo que hiciera su señor, nada de lo que negara o concediera, ningún príncipe al que rechazara y ningún humilde monje a quien acogiera amablemente parecía provocar la menor sorpresa en el castillo. Todo obedecía a una razón y, tanto si la razón era comprensible como si no, nadie la ponía en tela de juicio.

El anciano sacerdote se encogió de hombros y se levantó de la mesa para indicarle a Cadfael el camino.

—Suele levantarse temprano —explicó—. ¿Decís que él mismo ha fijado la hora? Habéis tenido suerte. De todos modos, es muy hospitalario con cualquiera que vista vuestro hábito o que venga en nombre de la Iglesia.

Cadfael se abstuvo de facilitar más detalles. Todos sabían que había estado en Coventry y probablemente suponían que era portador de alguna exhortación de su obispo para que se la insinuara al oído de Felipe. Mejor que lo creyeran así y que ello pudiera explicar satisfactoriamente su presencia en aquel lugar. Como si entre él y Felipe no pudiera haber ninguna simulación.

—Está allí dentro. Vive una existencia casi monacal —explicó el capellán—, en medio del frío de la torre del homenaje, cerca de la capilla, en lugar de rodearse de las comodidades de una solana.

Avanzaron por un angosto pasadizo de piedra, iluminado tan solo por una pequeña antorcha de la pared, y llegaron a una estrecha puerta abierta de par en par. Cuando el capellán llamó con los nudillos, una voz contestó desde el interior:

—¡Pasad!

Cadfael entró en una pequeña y austera estancia a través de cuya alta ventana ojival se podía contemplar un puro cielo cuajado de estrellas. La estancia se elevaba por encima del lienzo de la muralla de aquel resguardado costado del castillo. Bajo la ventana ardía una vela sobre una sólida mesa de madera, detrás de la cual Felipe permanecía sentado en un ancho escabel provisto de unos brazos de maciza madera labrada, con la espalda apoyada contra las oscuras colgaduras de la pared. El joven levantó la vista del libro que tenía delante. No era de extrañar que supiera leer, pues llevaba todas sus cualidades hasta el máximo límite.

—Pasad, hermano, y cerrad la puerta.

Su voz sonaba pausada y tranquila, y su rostro, iluminado lateralmente por la vela que tenía junto al codo izquierdo, estaba precisamente definido por unos planos de luz y unas profundas hondonadas de sombras bajo los pronunciados pómulos, y por los marfileños engastes de sus pensativos ojos oscuros. Cadfael volvió a sorprenderse de que fuera tan joven, justo de la misma edad que Oliveros. Algo de Oliveros podía verse también en su claro y severo rostro, petrificado en aquel instante en una inquisitiva expresión de curiosidad.

—Teníais algo que decirme. Sentaos, hermano, y hablad sin temor. Os escucho.

Con un movimiento de la mano, señaló un banco de madera adosado a la pared de la derecha y cubierto con una piel de oveja. Cadfael hubiera preferido permanecer de pie, mirándole directamente a la cara, pero obedeció el gesto y no tuvo necesidad de interrumpir el contacto visual, pues Felipe giró con él sin apartar la mirada de la suya.

—Bien, pues, ¿qué deseáis de mí?

—Deseo la libertad de dos hombres a quienes según creo vos tenéis prisioneros —contestó Cadfael.

—Decidme sus nombres —dijo Felipe— y yo os diré si vuestra suposición es cierta.

—El nombre del primero de ellos es Oliveros de Bretaña. Y el del segundo, Yves Hugonin.

—Sí —dijo Felipe sin la menor vacilación y sin modificar el reposado tono de su voz—. Los tengo a los dos.

—¿Aquí, en La Musarderie?

—Sí, aquí están. Y ahora decidme por qué razón los tendría que liberar.

—Hay razones para que un hombre justo se tome en serio mi petición —contestó Cadfael—. A juzgar por lo que yo sé de él, Oliveros de Bretaña no quiso cambiar de lealtad con vos cuando entregasteis Faringdon al rey. Hubo varios que se resistieron como él y no quisieron seguiros. Todos fueron dominados, hechos prisioneros y repartidos entre los seguidores del rey para que éstos los ofrecieran en rescate. Eso es lo que sabe todo el mundo. ¿Por qué razón Oliveros de Bretaña no ha sido ofrecido en rescate? ¿Por qué no se ha dado a conocer quién lo retiene?

—Yo os lo he dado a conocer a vos —dijo Felipe, esbozando una leve sonrisa—. Seguid.

—¡Muy bien! Es cierto que hasta ahora no os lo había preguntado y ahora vos no lo habéis negado. Pero nunca se dijo públicamente dónde estaba, tal como se hizo en el caso de los demás. ¿Es justo que a él se le dispense otro trato? Hay personas que gustosamente pagarían por su libertad.

—¿Por muy elevado que fuera el precio que yo pidiera? —preguntó Felipe.

—Decidme cuál es y yo me encargaré de que se reúna el dinero y se os pague.

Se hizo un prolongado silencio en cuyo transcurso Felipe miró a Cadfael con expresión impenetrable, y permaneció tan inmóvil que no le tembló ni un solo cabello de la cabeza.

—Una vida, tal vez —contestó en voz baja—. Otra vida en lugar de la suya para que se pudra solitariamente aquí dentro tal como él se pudrirá.

—Os ofrezco la mía —dijo Cadfael.

En el arco ojival de la alta ventana las nubes habían ocultado las estrellas y las paredes de la estancia eran ahora más pálidas que la noche del exterior.

—La vuestra —dijo Felipe con deliberada lentitud, no en tono de pregunta ni de exclamación sino de simple afirmación, como si se quisiera grabar la palabra en la mente—. ¿Y qué satisfacción me podría reportar a mí vuestra vida? ¿Qué agravio tengo yo contra vos para que me complazca en vuestra destrucción?

—¿Y qué agravio tenéis vos contra él? ¿Qué amargo placer os producirá el hecho de destruirle? ¿Qué es lo que os ha hecho, como no sea mantenerse fiel a su causa cuando vos abandonasteis la vuestra? O, por lo menos, cuando él así lo creyó —se apresuró a aclarar Cadfael—, pues os aseguro que yo no sé cómo interpretar todo lo que habéis hecho y sé muy bien que él lo pensaría, no una sino dos e incluso tres veces antes de juzgaros.

No, la aclaración era innecesaria. El desprecio de Oliveros habría sido motivo más que suficiente. Y también su orgullo, casi tan grande como el suyo, reprochándole su acción casi como si fuera la voz de su propia conciencia. Tal vez el único medio de quitarse aquella mortal herida de la cabeza había sido apartar de su vista y de su memoria el acusador.

—¡Vos lo apreciabais! —exclamó Cadfael, comprendiendo súbitamente algo que hasta entonces había ignorado.

—Lo apreciaba —repitió Felipe sin negarlo—. No es la primera vez que alguien a quien yo aprecio profundamente me rechaza y se aparta de mi lado. No es ninguna novedad. Es muy duro cortar los últimos lazos y seguir adelante en solitario. Pero ahora, puesto que vos me habéis hecho un ofrecimiento, ¿decidme por qué razón me ofrecéis vuestros viejos huesos para que se pudran en lugar de los suyos? ¿Qué es para vos Oliveros de Bretaña?

—Es mi hijo —contestó Cadfael.

En el largo y profundo silencio que se hizo a continuación, Felipe lanzó finalmente un suave y prolongado suspiro. La fibra que ambos habían tocado era compleja y muy dolorosa, pues Felipe también tenía un padre, del cual se sentía ahora separado y sin posibilidad alguna de reconciliación. Estaba también, por supuesto, la cuestión de su hermano mayor Guillermo, el heredero. ¿Habría sido éste la causa de la ruptura? El mayor siempre amado y consentido y el menor siempre olvidado y desatendido en sus necesidades, tal como había ocurrido con sus demandas de ayuda desde Faringdon. Puede que eso explicara en parte la furia de Felipe, pero tenía que haber algo más. La cosa no podía ser tan sencilla.

—¿Están los padres obligados a llegar a tanto por sus hijos? —preguntó secamente Felipe—. ¿Creéis que el mío levantaría un solo dedo para liberarme de la prisión?

—Por lo que yo sé y lo que vos sabéis —contestó resueltamente Cadfael—, creo que sí. Vos no os encontráis en ningún apuro. Oliveros, en cambio, sí, y merecería mejor trato de vos.

—Habéis caído en el error más común —dijo Felipe en tono indiferente—. No fui yo quien le abandonó a él sino él a mí y yo he aceptado su voluntad. Si él quería acabar la contienda de una forma tan abominable, ¿qué otra cosa podía hacer yo sino poner todo mi peso en el otro plato de la balanza? Y, si eso también me falla, ¿cómo lo podré resistir?

Hablaba casi como el conde de Leicester, aunque el remedio que él proponía no era el mismo. Roberto Bossu quería que las mentes más razonables y moderadas de ambos bandos llegaran a un compromiso que pusiera término a los enfrentamientos a través de un acuerdo. Felipe no veía otra posibilidad que no fuera una victoria total y, después de ocho años de inútiles combates, le importaba muy poco el bando que triunfara, siempre y cuando el triunfo devolviera la ley y el orden a Inglaterra. Y, de la misma manera que ahora Felipe había sido calificado de traidor y tránsfuga, algún día, cuando retirara sus fuerzas de la contienda para obligar a su rey a llegar a un entendimiento, Roberto Bossu recibiría el mismo calificativo. Sin embargo, puede que él y los que sustentaban sus mismas opiniones fueran nada menos que los salvadores de un país atormentado.

—Vos estáis hablando del rey y de la emperatriz —dijo Cadfael— y yo entiendo ahora la situación mucho mejor de lo que hasta este momento la había comprendido. Pero yo hablo de mi hijo Oliveros y os ofrezco por él el precio que vos me habéis pedido. Si habláis en serio, yo lo acepto. No creo, con independencia de cualquier otra cosa que pueda pensar de vos, que seáis capaz de echaros atrás en vuestros pactos, sean estos buenos o malos.

—¡Un momento! —dijo Felipe, levantando una mano—. Yo he dicho: «Tal vez una vida». Semejante afirmación no me obliga a nada. Y, perdonadme, hermano, pero ¿os consideráis a vuestra edad un precio equivalente al de la juventud y el vigor de vuestro hijo? Habéis apelado a mi sentido de la equidad. Yo hago ahora lo mismo con vos.

—Me doy cuenta del desequilibrio —dijo Cadfael. No desde el punto de vista de la edad, la belleza o el vigor, por muy llamativa que pudiera ser la diferencia, sino de la apasionada confianza y el afecto que el joven jamás podría pagar con el pasajero aprecio que ahora sentía por su desafiador. En el momento de la máxima prueba, ambos amigos se habían distanciado y semejante desintegración nunca se podría perdonar, pues grande había sido la esperanza del uno en la comprensión del otro—. Aun así, yo os he ofrecido lo que vos pedíais y más no os puedo dar, pues es todo lo que tengo. Ahora sed sincero y reconoced que es más de lo que esperabais.

—Es más —dijo Felipe—, y creo, hermano, que deberíais concederme un poco más de tiempo. Habéis sido una sorpresa para mí. ¿Cómo podía yo saber que Oliveros tenía semejante padre? Si yo os preguntara algo más sobre este hijo vuestro tan extrañamente engendrado, dudo que vos me dijerais algo.

—Pues yo creo que os lo diría —replicó Cadfael.

En los oscuros ojos se encendió un destello de interés.

—¿Tan fácilmente confiáis en los demás?

—No en todo el mundo —contestó Cadfael mientras el destello de los ojos de Felipe se iba convirtiendo poco a poco en un rescoldo.

El silencio que se produjo a continuación fue menos pesado para los sentidos que los anteriores.

—Dejémoslo así de momento —dijo bruscamente Felipe—. Sin resolver, pero pendiente de solución. Habéis venido a interceder por dos hombres. Habladme del segundo. Tenéis algo que decirme en defensa de Yves Hugonin.

—Lo que os tengo que decir en defensa de Yves Hugonin es que él no tuvo parte alguna en la muerte de Brien de Soulis. Con él os habéis equivocado por completo. En primer lugar, porque le conozco desde niño y sé que es tan directo en su actuación como una flecha. Vos no le visteis cuando entró en el priorato de Coventry y vio a De Soulis arrogantemente armado, le llamó traidor y desenvainó la espada para atacarle, pero cara a cara y en presencia de muchos testigos. De haber querido matarle, lo hubiera hecho de esta manera, no aguardando al acecho en la oscuridad con la espada desenvainada. Ahora recordad la noche en que murió ese hombre. Yves Hugonin dice que llegó con retraso al rezo de completa cuando el oficio ya había empezado y que se quedó en un oscuro rincón del fondo cerca del pórtico y que por eso salió primero para que pudieran salir los nobles. Dice que tropezó en la oscuridad con el cuerpo de De Soulis y se arrodilló para comprobar qué le había ocurrido y entonces nos pidió a gritos que lleváramos luces. Por eso lo sorprendimos con las manos ensangrentadas. Es la pura verdad, por más que vos podáis pensar otra cosa. Vos decís que no estuvo en la iglesia sino que mató a De Soulis, limpió su espada, la volvió a guardar en su aposento y regresó a tiempo para pedir socorro. Pero, si eso fuera cierto, ¿qué razón hubiera tenido para llamarnos? ¿Por qué se dejó sorprender al lado del cuerpo? ¿Por qué no en otro lugar, entre sus compañeros y rodeado de testigos que pudieran confirmar su inocencia?

—A pesar de todo, pudo ser así —dijo implacablemente Felipe—. Los hombres que no disponen de mucho tiempo para borrar sus huellas no siempre eligen el camino más infalible. ¿Qué reparo ponéis a mi suposición?

—Más de uno. Primero, aquella misma noche yo examiné la espada de Yves, la cual estaba envainada en el lugar que él había dicho. No es fácil limpiar los restos de sangre en una espada acanalada, y en eso os aseguro que tengo experiencia. No encontré ni rastro de sangre. Segundo, cuando vos os retirasteis, yo examiné el cuerpo de De Soulis con la venia del obispo. La herida no se hizo con una espada, pues ninguna espada ha hecho jamás un corte tan fino. Se hizo con una daga corta, pero lo bastante larga como para llegar al corazón. Y fue un trazo firme y hondo en el cual se retiró el arma antes de que la herida empezara a sangrar. La sangre empezó a manar cuando el cuerpo ya se había desplomado al suelo y la marca quedó perfilada sobre las baldosas. Y, tercero, decidme vos cómo es posible que un enemigo declarado se acercara tanto a De Soulis, teniendo éste tan a mano su espada y su puñal. Lo más lógico hubiera sido que desenvainara la espada al ver acercarse a su adversario, mucho antes de que éste pudiera atacarle con su daga. ¿Os parece un buen razonamiento o no?

—Bastante bueno por ahora —reconoció Felipe.

—Vaya si es bueno. Brien de Soulis iba armado porque aquella noche no tenía intención de asistir al rezo de completas sino que tenía otros planes. Esperaba en un gabinete del claustro y salió al pasillo cuando oyó y vio acercarse al otro hombre. Era un momento tranquilo para mantener una reunión en privado mientras todos los demás estaban en la iglesia. No con un enemigo declarado sino con un amigo, con alguien de su entera confianza, de quien jamás hubiera podido sospechar la menor maldad y tanto menos que le atravesara el corazón de una puñalada. Alguien que se alejó y lo dejó tirado en el suelo donde poco después un insensato joven tropezó con él y gritó para pedir auxilio, poniéndose de este modo la soga al cuello.

—Su cuello está todavía intacto —dijo secamente Felipe—, pues aún no he decidido qué voy a hacer con él.

—Confío en que yo no os esté facilitando la decisión, pues lo que os digo es verdad y vos no podéis por menos que reconocerlo tanto si queréis como si no. Y aún hay más cosas que contar que no le quitan a Yves Hugonin todos los motivos para odiar a Brien de Soulis, pero dejan la puerta abierta a muchos otros hombres que quizá tenían muchos más motivos que él para odiarle con toda su alma. Incluso entre sus antiguos amigos.

—Seguid —dijo serenamente Felipe—, os escucho.

—Cuando vos os fuisteis, nosotros reunimos todas las pertenencias de De Soulis en presencia del obispo para devolvérselas al hermano. Como era de esperar, entre ellas estaba su sello personal. ¿Conocéis la divisa?

—La conozco. Un cisne flanqueado por unos renuevos de sauce.

—Pero también encontramos otro sello con otra divisa. ¿Lo conocéis? —preguntó Cadfael, sacándose del interior de la pechera del hábito el rollo de pergamino, alisándolo sobre la mesa entre las largas y musculosas manos de Felipe—. El original se encuentra en poder del obispo.

—Sí, lo he visto —contestó Felipe con cauteloso desinterés—. Lo utilizaba uno de los capitanes de De Soulis en la guarnición de Faringdon. Conocía a aquel hombre, aunque no demasiado. Estaba al mando de una excelente compañía. Godofredo FitzClare, un hermanastro bastardo de Gilberto de Clare de Hertford.

—Y sabréis sin duda que Godofredo FitzClare fue derribado al suelo por su caballo y murió como consecuencia de las heridas el mismo día en que se rindió Faringdon. Dijeron que se había dirigido a Cricklade por la noche, tras haber estampado su sello en el documento, tal como habían hecho los demás capitanes en su propio nombre y en el de sus soldados. No regresó. De Soulis y unos cuantos hombres salieron en su busca al día siguiente y lo condujeron al castillo en unas parihuelas. Antes de aquella noche comunicaron su muerte a la guarnición.

—Lo sé —dijo Felipe con una cierta tensión en la voz—. Fue una desgracia que no pudiera llegar. Yo me enteré más tarde.

—¿Vos no lo esperabais? ¿No le habíais mandado llamar?

Felipe frunció el ceño, juntando sus negras cejas por encima de sus profundos ojos oscuros.

—No, no era necesario. De Soulis gozaba de plenos poderes. Decís que aún hay más. ¿Qué queréis insinuar?

—Quiero decir que vino muy bien que él muriera oportunamente al día siguiente de que su sello se hubiera estampado en el documento de cesión de Faringdon al rey Esteban. Eso si no murió por la noche, antes de que otra mano estampara su sello en el documento. Hay quienes juran —y yo he hablado con uno de ellos— que Godofredo FitzClare jamás hubiera dado su consentimiento a la rendición si hubiera tenido voz para proclamarlo o una mano para impedirlo. Y, si él hubiera tenido voz para proclamar y mano para impedir, sus hombres y quizá otros que no eran suyos se hubieran puesto de su lado y Faringdon jamás se hubiera cedido al rey.

—Estáis diciendo —dijo Felipe en tono pensativo— que su muerte no fue accidental y que fue otro y no él quien estampó el sello en el documento de la rendición junto con los demás. Cuando él ya había muerto.

—Eso es lo que estoy diciendo, pues él jamás lo hubiera estampado ni lo hubiera dejado en otras manos estando vivo. Y su consentimiento era esencial para convencer a la guarnición. Creo que murió en cuanto le plantearon aquella posibilidad y él se opuso. No había tiempo que perder.

—Pero al día siguiente salieron en su busca y lo condujeron a Faringdon a la vista de todos.

—Tendido en unas parihuelas y envuelto en una capa. Sus hombres le debieron de ver pasar y debieron de reconocer su rostro, pero no lo vieron de cerca y, cuando les comunicaron su muerte, no les mostraron el cuerpo. Un hombre al que se mata de noche se puede ocultar fácilmente en algún escondrijo y ser sacado de allí al día siguiente. El postigo que se abrió de noche para permitir la entrada a los negociadores del rey Esteban se pudo utilizar también para sacar el cuerpo de FitzClare y conducirlo a algún escondrijo del bosque. ¿Cómo y con qué propósito el sello de FitzClare hubiera viajado a Coventry con De Soulis en cuyas alforjas se encontró?

Felipe se levantó bruscamente de su asiento, rodeó la mesa y empezó a pasear arriba y abajo de la estancia. Se movía en silencio con una especie de contenida violencia, como si el movimiento fuera el único alivio para el torbellino que se agitaba en su interior. Paseó por la estancia como un gato al acecho hasta que, al final, se detuvo en el más oscuro rincón, de espaldas a Cadfael y a la vela que iluminaba la sala, con las manos apretadas en puño y los brazos cruzados sobre el pecho. Permaneció un buen rato en silencio, petrificado de una inmovilidad tan tensa como sus movimientos. Cuando se volvió, la serenidad de su rostro reveló bien a las claras que ya había asimilado todo lo que acababa de oír.

—No sabía nada de todo eso. Si es verdad, tal como me dice la sangre que corre por mis venas, yo no tuve la menor parte en ello y jamás lo hubiera permitido.

—Y yo jamás lo he creído así —dijo Cadfael—. Si la rendición fue por voluntad, ¡mejor dicho, por decreto vuestro!, ni lo sé ni lo pregunto, aunque vos no estabais allí y todo lo que se hizo fue por orden de De Soulis. Y tal vez por la propia mano de De Soulis. No hubiera sido fácil conseguir la connivencia de los otros cuatro capitanes que no podían arriesgarse a perder a sus hombres. Mejor apartarse con él de hombre a hombre y decir que había sido enviado a conferenciar con voz en Cricklade mientras uno o dos hombres que no tenían reparos que oponer a un asesinato en secreto sacaban al muerto junto con el caballo que más tarde se diría que él había montado en el transcurso de su misión nocturna. Pero primero se estampó su sello en el pergamino. No, yo jamás os creí capaz de connivencia en un asesinato, dejando aparte los restantes motivos que podáis tener. Pero FitzClare ha muerto y De Soulis también y creo que vos ya no tenéis la razón que creíais tener para llorar o vengar su muerte, como tampoco la tenéis para atribuírsela a un muchacho que era su leal enemigo. En Faringdon había muchos hombres que se hubieran alegrado de poder vengar el asesinato de FitzClare. Quién sabe si alguno de ellos estaba también presente en Coventry. Le apreciaban y servían con lealtad. Y no todos sus seguidores se creyeron la historia de su muerte.

—De Soulis estaba expuesto tanto a la venganza de esos tales como a la de Hugonin —dijo Felipe.

—¿Creéis que el joven se hubiera podido aproximar a él tras haberse declarado enemigo suyo? No, quienquiera que se acercara a él debió de tener buen cuidado de no dejar entrever sus intenciones. En cambio, Yves ya había proclamado a los cuatro vientos su enemistad. No, vos sabéis muy bien que jamás hubiera podido acercarse a él con una espada y tanto menos con una fina daga. Dejad en libertad a Yves Hugonin —dijo Cadfael— y aceptadme a mí como prisionero en lugar de mi hijo.

Felipe regresó lentamente a la mesa, se sentó y, al ver que el libro estaba todavía abierto, lo cerró muy despacio. Después, se sostuvo la cabeza con sus largas manos y volvió a clavar sus inquietantes ojos en el rostro de Cadfael.

—Sí —dijo, hablando más consigo mismo que con Cadfael—, sí, está también la cuestión de vuestro hijo Oliveros. No nos olvidemos de Oliveros. —Pero su tono no era muy tranquilizador—. Vamos a ver si el hombre a quien yo conocía y de quien tenía tan buen concepto es el mismo que el hijo que vos conocíais. El jamás me habló de su padre.

—Solo sabe lo que le dijo su madre en su infancia. Yo no le he dicho nada. De su padre solo conoce una benévola leyenda, pintada con los brillantes colores del afecto.

—Si mis preguntas fueran demasiado indiscretas, no me contestéis. Siento la necesidad de saber. ¿Un hijo del claustro?

—No —contestó Cadfael—, más bien un hijo de la cruzada. Su madre vivía y murió en Antioquía. Yo nunca supe que la había dejado preñada hasta que le conocí a él aquí en Inglaterra y me la nombró, me reveló las fechas y no me cupo ninguna duda. Lo del claustro vino más tarde.

—¡La Cruzada! —repitió Felipe como un eco mientras sus brillantes ojos de reflejos dorados se clavaban en la entrecana tonsura y el curtido y arrugado rostro de Cadfael—. ¿La Cruzada que fundó un reino cristiano en Jerusalén? ¿Estuvisteis vos allí? De entre todas las batallas, aquélla fue sin duda la más digna.

—La más fácil de justificar tal vez —convino tristemente Cadfael—. Yo no diría más.

La penetrante mirada estudió a Cadfael con súbita pasión personal, contemplando a través suyo el lejano mar Mediterráneo y los legendarios reinos francos de Ultramar. Desde la caída de Edesa, la cristiandad temía por la suerte de Jerusalén y tanto los papas como los abades se removían inquietos en sus lechos pensando en la acosada capital y levantaban los clarines de sus voces en defensa de la Iglesia. Felipe era todavía muy joven, pero ya se emocionaba al son de las trompetas.

—¿Cómo es posible que lo encontrarais aquí sin conocerle? ¿Solo una vez le visteis?

—Dos y, por gracia de Dios, habrá una tercera —contestó resueltamente Cadfael, refiriendo brevemente las circunstancias de ambos encuentros.

—¿Y él no sabe que vos sois su padre? ¿Jamás se lo habéis dicho?

—No hace falta que lo sepa. No tengo por qué avergonzarme de ello, pero tampoco es un motivo de orgullo. Él ya tiene el camino trazado. ¿Por qué desviarlo o sacudirlo con una conmoción?

—¿Y no pedís nada ni queréis nada de él?

La voz de Felipe se volvió a teñir de amargura al recordar todo lo que vanamente había esperado recibir de su propio padre. Un profundo amor transformado en violento odio impregnaba todas sus reflexiones acerca de las conflictivas relaciones entre padres e hijos, siempre demasiado cerca y demasiado lejos y jamás equilibradas.

—No me debe nada —dijo Cadfael—. Simplemente la amistad y el aprecio que nos profesamos el uno al otro por libre voluntad y confianza adquirida y no por los lazos de sangre.

—Y, sin embargo, es por la sangre —dijo suavemente Felipe— por lo que vos os creéis obligado, hasta el extremo de ofrecer vuestra vida por la suya. Hermano, creo que me estáis diciendo algo que yo conozco muy bien, aunque tardé años en aprenderlo. Nacemos de los padres que nos merecemos y ellos engendran los hijos que se merecen. Nos dicen que la primera guerra asesina del mundo estalló entre dos hermanos, pero la más larga y dolorosa es la que se libra entre padres e hijos. Ahora vos me ofrecéis el padre a cambio del hijo, pero eso equivale a ofrecerme algo que yo ni quiero ni necesito, en una moneda que no puedo gastar. ¿Cómo podría descargar mi cólera contra vos? Os respeto y os aprecio, incluso me podríais pedir ciertas cosas que yo os concedería con todo mi corazón. Pero no pienso daros a Oliveros.

Era una despedida. Ya no hubo más palabras entre ambos aquella noche. Desde la capilla se escuchó resonar en los pasadizos de piedra la campana de completas.