adfael ya había abierto la boca para interrogar ansiosamente al cojo, aprovechando aquella inesperada oportunidad, cuando recordó que el hombre estaba trabajando y tenía suerte de haber encontrado un patrón de cuya buena voluntad dependía.
—Os echarán en falta —se apresuró a decirle—. No quisiera que os reprendieran por mi culpa. ¿Cuándo estaréis libre?
—En la sexta descansamos y aprovechamos para comer. Tiempo más que suficiente —contestó el cojo, esbozando una breve sonrisa—. Temía que os fuerais de aquí antes de que yo os pudiera decir lo que sé.
—No pienso moverme —dijo con firmeza Cadfael—. ¿Dónde os parece? ¿Aquí? Decidme el lugar y allí os esperaré.
—El último gabinete del pasillo, junto al lugar donde ahora estamos trabajando.
Con los sillares y la madera amontonada a su espalda, pensó Cadfael, a la vista de cualquiera que acertara a pasar por el claustro. Aquel hombre, por un natural recelo o por justificada cautela, se guardaba las espaldas y mantenía la boca cerrada.
—¿No le habéis dicho nada a nadie? —preguntó Cadfael, contemplando los sinceros ojos grises.
—Han ocurrido demasiadas cosas en esta región como para que un hombre se vaya de la lengua. Una palabra pronunciada en oídos equivocados puede ser un cuchillo en una espalda equivocada. No quisiera ofender vuestro hábito, hermano. Gracias a Dios, sigue habiendo hombres buenos.
El cojo dio media vuelta y se alejó renqueando para reanudar su tarea a mayor honra y gloria de Dios.
En la relativa calidez del mediodía, ambos se sentaron juntos en el último gabinete del pasillo norte del claustro desde donde podían ver todo el pasillo hasta el pequeño jardín central, cuya hierba aparecía seca y agostada después de un otoño casi sin lluvia, aunque ahora el cielo estaba encapotado y presagiaba un cambio.
—Mi nombre —dijo el cojo— es Forthred y soy de Todenham, una dependencia de este feudo de Deerhurst. Serví a la emperatriz a las órdenes de Brien de Soulis y estuve en Faringdon con sus fuerzas durante las pocas semanas en que el castillo se mantuvo fiel a su señora. Allí vi el sello que vos habéis dibujado. Dos veces lo vi estampado en documentos de los que él fue testigo. No hay ninguna posibilidad de error. Lo vi por tercera vez en el acuerdo que se selló para la entrega de Faringdon al rey.
—¿Tan solemnemente se hizo? —preguntó Cadfael, extrañado—. Yo creía que se habían limitado a dejar entrar a los sitiadores durante la noche.
—Eso hicieron, pero ya tenían preparado el acuerdo para mostrárnoslo a los hombres de la guarnición de tal manera que quedara constancia de que los seis capitanes que nos mandaban habían aceptado el cambio, incluyéndonos a nosotros en él. De no haber sido por eso, dudo que hubieran podido salirse con la suya. Hubiera bastado la negativa de uno o dos de los mejores para que sus hombres se alzaran en armas y entonces el rey Esteban hubiera tenido que pagar un precio muy alto por Faringdon. No, todo se planeó y se acordó de antemano.
—Seis capitanes y compañías —dijo Cadfael en tono pensativo—. ¿Todos bajo las órdenes de De Soulis?
—En efecto. Más unos treinta y tantos caballeros sin seguidores personales, solo con sus armas.
—Ya sabemos lo que ocurrió con ésos. Casi todos se negaron a cambiar de bando y ahora son prisioneros de los hombres del rey. Pero ¿los seis que tenían hombres bajo sus órdenes estaban de acuerdo y estamparon sus sellos en el documento de la rendición?
—Todos y cada uno de ellos. De otro modo, no se hubiera podido hacer tan fácilmente. La soldadesca común es leal a sus capitanes y va donde estos quieren. Si hubiera faltado un solo sello en aquel pergamino, hubiera habido conflictos. Y, si hubiera faltado uno en particular, hubiera estallado una batalla. Uno que era el más importante, aquél a quien más apreciábamos y en quien más confiábamos.
Las palabras del cojo, al hablar de aquel hombre, transmitían mucho más de lo que decían. Cadfael rozó con la mano el rollo de pergamino.
—¿Éste?
—Ni más ni menos —contestó Forthred sin añadir más.
Después permaneció en silencio un instante, contemplando la hierba del jardincillo del claustro mientras sus ojos miraban hacia dentro más que hacia fuera.
—¿Y él estampó su sello en el documento de la rendición como todos los demás?
—Su sello, este sello, estaba allí y yo lo vi con mis propios ojos. De lo contrario, no lo hubiera creído.
—¿Y su nombre?
—Su nombre es Godofredo FitzClare, hijo de Ricardo de Clare, el que fuera conde de Hertford, y el actual conde Gilberto es su hermanastro. Un bastardo de la casa de Clare. A veces, los hijos bastardos son mucho mejores que los legítimos. Aunque Gilberto es un buen hombre, según tengo entendido. Por lo menos parece ser que él y su hermanastro siempre se han respetado y apreciado a pesar de que todos los Clare son acérrimos partidarios de Esteban y este hermanastro optó por servir a la emperatriz. Se criaron juntos, pues el conde Ricardo llevó a su bastardo a casa cuando era prácticamente un recién nacido y la abuela cuidó de él y, cuando creció, se encargaron de darle un buen acomodo. Ése es el hombre cuyo sello lleváis o su dibujo, por lo menos.
El cojo no preguntó de dónde lo había copiado Cadfael.
—¿Y ahora dónde se podría encontrar a este Godofredo? —preguntó Cadfael—. Si se entregó con sus hombres a Esteban junto con los demás, ¿pensáis que está todavía con la guarnición en Faringdon?
—Seguro que está en Faringdon —contestó el cojo con una voz tan cortante como un cuchillo—, pero no con la guarnición. Al día siguiente de la rendición, lo condujeron al castillo en unas parihuelas, tras haber sufrido una caída de su caballo. Murió antes del anochecer. Ahora está enterrado en el cementerio de Faringdon y ya no necesita el sello.
El silencio que se produjo entre ambos quedó en suspenso, como un contenido suspiro, sobre los sentidos de Cadfael antes de que se empezaran a escuchar los ecos, no de las palabras que se habían pronunciado sino de las que no se habían dicho y jamás sería necesario decir. Ambos habían llegado a un entendimiento que no precisaba de ninguna forma ritual. El hombre necesitaba mantener la boca cerrada, pues, aunque tenía cosas muy peligrosas que contar, había quedado lisiado y vivía todavía demasiado cerca de hombres poderosos que tenían muchas cosas que ocultar. Forthred había llegado demasiado lejos en su confianza con el benedictino y no se le podía acosar para que dijera abiertamente lo que ya había dejado entrever con suficiente claridad.
Ni siquiera sabía de qué forma Cadfael había entrado en contacto con el sello de la salamandra.
—Contadme —añadió cautelosamente Cadfael— qué ocurrió a lo largo de aquellos días. La sucesión de los acontecimientos es muy importante.
—Es cierto que nos sentíamos un poco agobiados porque hacía mucho calor y la guarnición no estaba muy bien abastecida de agua. Felipe, desde Cricklade, le había estado pidiendo repetidamente ayuda a su padre sin obtener la menor respuesta. Aquella mañana vimos a los oficiales del rey a los que se había permitido entrar en el castillo durante la noche, y Brien de Soulis nos pidió que no opusiéramos resistencia, mostrándonos el documento del acuerdo con su sello y el de los cinco capitanes, es decir, todo el mando de la guarnición menos los jóvenes que solo contaban con su pericia para defenderse. Los que se mostraron contrarios al cambio de lealtad fueron hechos prisioneros tal como todo el mundo sabe. Los demás poco podíamos hacer, pues nuestros capitanes ya nos habían entregado.
—¿Y el sello de Godofredo estaba allí junto con los demás?
—El sello estaba —contestó Forthred—, pero él no. No, eso Cadfael ya lo había adivinado, pero probablemente habrían dado alguna explicación.
—Nos dijeron que por la noche había cabalgado a Cricklade para informar a Felipe FitzRobert de lo que se había hecho, pero que, antes de irse, había estampado su sello en el acuerdo. Siendo el primero entre iguales, él mismo lo había estampado con su propia mano.
Sin su sello, el paso de la emperatriz al rey no hubiera sido nada fácil y, sin su consentimiento, sus hombres y los demás se hubieran puesto de su parte y hubiera habido una batalla.
—¿Y qué ocurrió al día siguiente? —preguntó Cadfael.
—Al día siguiente, él no regresó. Y ellos aparentaron preocuparse… como todos nosotros —contestó Forthred sin la menor inflexión en la voz—. Después, De Soulis y dos de sus más íntimos colaboradores salieron para seguir el camino que él hubiera tenido que seguir. Al anochecer, lo llevaron al castillo en unas parihuelas, envuelto en su capa. Dijeron que lo habían encontrado malherido en el bosque a causa de una caída de caballo y conducían a la bestia sin jinete. Murió por la noche.
Por la noche. Pero ¿la noche de qué día?, se preguntó Cadfael, sintiendo en su interior el mismo amargo convencimiento que sentía el hombre sentado a su lado. Un muerto se puede trasladar fácilmente de noche a algún lugar apartado, por ejemplo, la noche de la traición en la cual él no quiso participar, y ser conducido públicamente a la noche siguiente como si hubiera resultado herido a causa de un trágico accidente.
—Y ahora está enterrado en Faringdon —añadió Forthred—. No nos mostraron el cuerpo.
—¿Tenía esposa o algún hijo? —preguntó Cadfael.
—No, ninguna de las dos cosas. De Soulis envió un correo a los Clare para comunicarles su muerte, pues Faringdon pertenecía ahora a su bando. Ellos mandaron celebrar misas en su honor, dado que con la casa de Clare no tenía ninguna querella.
—Tengo la extraña sensación —dijo cautelosamente Cadfael— de que aquí hay algo más. ¿Cómo resultasteis vos herido… tan poco tiempo después?
Una triste sonrisa se dibujó, en el sereno rostro del cojo.
—Una caída. Sufrí una grave caída. Desde la torre de homenaje al foso. Mi nuevo servicio no me gustaba tanto como el antiguo, pero no era prudente darlo a entender. ¿Cómo se enteraron? ¿Cómo es posible que siempre se enteren de todo? Siempre había alguien entre mi persona y la puerta. Me estaba descolgando por la muralla cuando alguien cortó la cuerda.
—¿Y os dejó allí sin socorreros?
—¿Por qué no? Otro accidente de los muchos que solían ocurrir. Pude salir arrastrándome y unos hombres honrados me encontraron. La fractura se me soldó mal, pero estoy vivo.
Algún día alguien tendría que pagar unas monstruosas deudas por el precio de una vida y el precio de un cuerpo deliberada y fríamente mutilado. Cadfael sintió de pronto el peso de su propia deuda, pues aquel hombre había confiado resueltamente en él sin recibir nada a cambio. Sin embargo, él sabía algo que, de una perversa e imperfecta manera, quizá pudiera demostrar que la justicia, por muy indirecta que sea o por mucho que se haga esperar, al final siempre se impone.
—Tengo que deciros una cosa que vos no me habéis preguntado, Forthred. Este sello que se utilizó para confirmar una traición se encuentra ahora en manos de mi obispo en Coventry. Llegó allí en el equipaje de un hombre que asistió a la reunión y fue asesinado sin que nadie sepa por quién. Llevaba consigo su propio sello, lo cual no tiene nada de extraño, pero también el otro que yo he dibujado. El sello de Godofredo FitzRichard de Clare viajó desde Faringdon a Coventry en las alforjas de Brien de Soulis y Brien de Soulis murió en Coventry con el corazón traspasado por una daga.
Hacia el fondo del pasillo del claustro vieron al maestro cantero regresando a su trabajo. Forthred se levantó muy despacio y, por un instante, esbozó una sonrisa de júbilo que enseguida reprimió para regresar a su pétrea indiferencia habitual.
—Dios no es sordo ni ciego —dijo en voz baja— y nunca olvida. ¡Alabado sea por siempre!
Después salió al desierto pasillo y cruzó renqueando el césped del jardincillo central, mientras Cadfael se lo quedaba mirando con aire meditabundo.
Cadfael ya no tenía ningún motivo para permanecer allí ni una hora más, ni tenía la menor duda acerca del lugar adonde debería dirigirse. Fue en busca del hospitalario, se despidió de los monjes y se dirigió al patio de las cuadras para ensillar su caballo. Hasta entonces, no había pensado en lo que iba a hacer cuando llegara a Greenhamsted, pero hay más de una manera de entrar en un castillo y, a veces, la más sencilla es la mejor. Sobre todo, para un hombre que ha renunciado a las armas y ha hecho unos votos que le prohíben la violencia y el engaño. La verdad es un amo muy exigente y al que cuesta mucho servir, pero simplifica todos los problemas. Incluso un apóstata puede considerar honroso mantener los votos que todavía no se han quebrantado.
El joven y hermoso ruano de Hugo se alegró de ponerse nuevamente en camino y, cuando salió danzando de su casilla, la luz le plateó el blanco pelaje, matizando el fulgor de su manto. Desde Deerhurst se dirigieron hacia el sur. Tendrían que cubrir unas cinco leguas, calculaba Cadfael, y convendría que dieran un rodeo y dejaran Gloucester a su derecha. Por la tarde el cielo se empezó a nublar y resultaría agradable cabalgar a buen ritmo. Subieron desde los extensos prados del valle a los parajes que bordeaban los montes, cruzando las altas aldeas donde los mercaderes de lana encontraban sus mejores vellocinos. Ya estaban muy cerca del campo de batalla y la agricultura de la zona se había resentido de ello, aunque buena parte de los combates consistían en incursiones llevadas a cabo por las guarniciones de los castillos de las bandas rivales en toda una serie de desastrosos intercambios, en los cuales Faringdon había desempeñado el principal papel en representación de la emperatriz y ahora equilibraba las líneas de Esteban, manteniendo abiertas las comunicaciones entre Malmesbury y Oxford. Cansado ya de la guerra, pero destilando todavía veneno, el conde Roberto Bossu había tenido razón al decir que, al final, ambos bandos deberían llegar a un acuerdo, pues ninguno de ellos era capaz de derrotar al otro.
¿Sería ésa, se preguntó Cadfael, una vez asimilada, una razón sensata para cambiar de bando y transferir a un bando todo el poder y las armas del otro? Haciéndose, por ejemplo, la siguiente reflexión: «Llevo nueve años luchando por la emperatriz y sé que no hemos avanzado ni un paso hacia una victoria capaz de restaurar el orden y el gobierno de este país. Me pregunto si, en caso de que yo me pasara con mis hombres al otro bando, éste sería capaz de conseguir lo que a nosotros nos ha sido imposible, resolviendo todo el conflicto para que todos pudieran deponer finalmente las armas». Cualquier cosa con tal de poner término a esta inútil devastación. «Sí, creo que merecería la pena intentarlo». Sin embargo, sería necesario que los exhaustos partidarios de ambos contendientes ya estuvieran al borde de la desesperación y hubieran llegado al convencimiento de que cualquier cosa que pusiera término a aquella anarquía sería mejor que nada.
¿Qué podría ocurrir después, cuando la nueva alianza demostrara ser tan horriblemente inútil e incapaz como la antigua? Solo un desengaño total de ambos bandos y un deseo de apartarse de ellos y dedicar las últimas energías a otra cosa que mereciera más la pena.
El camino era llano y se perdía en la distancia tan recto como una flecha. Las aldeas eran prósperas gracias al comercio de la lana, pero estaban muy desperdigadas y solían estar muy apartadas del camino. Cadfael se vio obligado a abandonarlo para buscar una casa donde pudieran facilitarle alguna indicación. El campesino que le abrió la puerta le miró con curiosidad cuando él le preguntó por La Musarderie.
—Vos no sois de esta región, ¿no es cierto, hermano? Probablemente no sabéis que el castillo ha caído en otras manos. Si queréis hablar con los Musard, no los vais a encontrar. Roberto Musard fue apresado en una emboscada hace ya varios meses y se vio obligado a ceder el castillo al hijo del conde de Gloucester, el que últimamente se ha pasado al bando del rey Esteban.
—Eso me han dicho —dijo Cadfael—, pero yo tengo un asunto que resolver allí. Me da la impresión de que el cambio no ha sido muy bien acogido por aquí.
El campesino se encogió de hombros.
—Él dejará en paz a la Iglesia y a la aldea siempre y cuando ni el cura ni el alcalde le entorpezcan el camino. Pero los Musard llevaban allí desde que el primer rey Guillermo le cedió el feudo al bisabuelo de Roberto y ahora nadie espera que el cambio sea para mejor. Por consiguiente, andaos con cuidado, hermano, si no tenéis más remedio que ir. Felipe recelará de cualquier forastero antes incluso de que os acerquéis a sus murallas.
—De mí poco puede temer —dijo Cadfael—. Yo, por mi parte, estaré preparado para lo que pueda ocurrir. Gracias, amigo, por la advertencia. Y ahora decidme, ¿cómo puedo llegar hasta allí?
—Regresad al camino —contestó el campesino, encogiéndose de hombros ante su malhadada insistencia— y seguid adelante aproximadamente media legua hasta que encontréis a la derecha un sendero que os llevará a Winstone. Cruzad el río por el vado, atravesad el bosque del otro lado y, en cuanto dejéis los árboles a vuestra espalda, veréis el castillo en lo alto de la loma. La aldea está todavía más arriba, en la cima del monte. Tened mucho cuidado y regresad sano y salvo.
—Así lo espero con la ayuda de Dios —dijo Cadfael, agradeciéndole una vez más su amabilidad antes de dar media vuelta con su caballo para regresar al camino.
Hay varias maneras de entrar en un castillo, pensó Cadfael mientras atravesaba la aldea de Winstone. La más sencilla de todas para un hombre desarmado y sin ningún otro medio de coacción es acercarse a la puerta y pedir que le abran. Es evidente que yo no llevo armas, el día ya empieza a declinar hacia un gélido anochecer y la hospitalidad es un deber sagrado. Y la nobleza está obligada más que nadie a dar techo y comida a los clérigos y monjes que lo necesiten. Ya veremos hasta dónde alcanza la nobleza de Felipe FitzRobert.
Siguiendo el mismo razonamiento, pensó: Si quieres hablar con el castellano, lo mejor que puedes hacer es pedirlo y el medio más eficaz para que te reciba es la verdad. Retiene a dos hombres, ¡de eso ahora ya no cabe la menor duda!, dos hombres a quienes él no les desea ningún bien. Tú quieres que los deje en libertad sin causarles ningún daño y tienes motivos para adivinar la razón por la cual él podría reconsiderar su actitud para con ellos. ¿Por qué complicar las cosas con rodeos?
Pasado Winstone, el camino se desviaba prácticamente hacia el oeste hasta convertirse en un sendero muy bien hecho y visiblemente transitado. Desde las arboledas y los brezales, el sendero se adentraba súbitamente en un espeso bosque y bajaba a un profundo valle, serpeando entre los árboles. Oyó el rumor de una corriente no muy caudalosa sobre un pedregoso lecho y llegó a la herbosa orilla donde una angosta lengua de tierra penetraba en el agua, señalando el vado. Al otro lado, el sendero subía por una cuesta casi tan empinada como la pendiente por la que Cadfael había bajado, y unos viejos árboles impedían ver lo que había más adelante.
Cadfael empezó a subir y, de pronto, la luz y el aire se filtraron entre los árboles y él dejó atrás el bosque y salió a una extensión de tierra en la que ni siquiera crecían los arbustos, al final de la cual el castillo de La Musarderie se elevaba en lo alto de un promontorio.
No se había engañado. Cuatro generaciones en posesión de la misma familia habían permitido que el castillo se construyera en piedra de la región y que se ampliara y fortificara. Las primeras empalizadas de madera construidas a toda prisa setenta y cinco años atrás para asegurar y consolidar la propiedad ya no existían desde hacía mucho tiempo. La impresionante mole tenía una muralla almenada, dos achaparradas y fuertes torres gemelas, una a cada lado de la puerta que miraba al oeste, y otras torres almenadas que rodeaban la alta torre de homenaje del interior. Más allá, el sendero seguía subiendo por una empinada cuesta de complicados repliegues y niveles hasta una alargada cima, desde la cual Cadfael pudo distinguir, por encima de las copas de los árboles, la parte superior de la torre de una iglesia y algún que otro tejado de la aldea de Greenhamsted. Un recto y empinado camino conducía directamente a las puertas del castillo. Nadie hubiera podido acercarse a La Musarderie sin ser visto, pues el terreno que rodeaba el castillo había sido despojado de toda su vegetación.
Cadfael empezó a subir muy despacio, deseando que lo vieran y le dijeran algo. Felipe FitzRobert no hubiera tolerado un servicio ineficaz. Le vieron mucho antes de que estuviera al alcance de sus voces. Oyó el breve sonido de una cuerna desde el interior. La gran puerta de doble hoja estaba cerrada. El día ya declinaba y era natural que todo estuviera bien atrancado, pero quedaba un portillo abierto lo bastante ancho y alto como para permitir la entrada de un hombre a caballo, incluso de un hombre perseguido que entrara al galope, un portillo fácil de cerrar y atrancar en cuanto el hombre hubiera entrado. En las dos achaparradas torres gemelas que flanqueaban la puerta había unas aspilleras desde las cuales se podía efectuar un doble ataque contra cualquier perseguidor. Cadfael aprobó aquella precaución, mientras su instinto regresaba a los lejanos enfrentamientos jamás olvidados.
A semejante entrada, por muy inocente que pareciera, un hombre tenía que acercarse siempre con discreción, manteniendo ambas manos bien a la vista y sin apresurarse ni demorarse en exceso. Cadfael recorrió muy despacio el último trecho y se detuvo en el exterior, a pesar de que nadie había salido ni a recibirle ni a cerrarle el paso.
—¡Paz a esta casa! —gritó a través del portillo abierto, acercándose y entrando sin esperar la respuesta.
Vio a unos hombres situados a ambos lados de la oscura arcada abovedada de la puerta y, nada más salir al baluarte, observó que otros le estaban esperando en apacible, aunque vigilante, actitud para tomar la brida de su caballo y ayudarle a desmontar.
—Y a quienquiera que venga en son de paz —contestó el oficial de la guardia, saliendo del cuarto de la guardia con una sonrisa un tanto forzada en los labios—, tal como sin duda venís vos, hermano. Vuestro hábito habla por vos.
—Y dice la verdad.
—¿Qué os trae por aquí? —preguntó el sargento—. ¿Y adonde os dirigís?
—Aquí, a La Musarderie —contestó Cadfael sin andarse con rodeos—, si me concedéis alojamiento hasta que pueda hablar con vuestro señor. Vengo solo para eso, para pedir audiencia a Felipe FitzRobert, pues me han dicho que se encuentra en este castillo. Estoy a vuestra disposición y a la suya cuando él lo considere conveniente. Esperaré todo el tiempo que haga falta.
—¿Venís en nombre de alguien? —preguntó el sargento con indiferente curiosidad—. Acaba de regresar tras reunirse con todo un grupo de obispos. ¿Habéis venido acaso para hablar en nombre de los vuestros?
—En cierto modo, sí —reconoció Cadfael—, pero también en el mío propio. Si tenéis la bondad de transmitirle mi petición, estoy seguro de que él accederá a recibirme.
Los hombres lo rodearon desde una tolerante distancia mientras el sargento estudiaba sin prisas qué pensar de él y qué hacer con él. La muralla no era muy gruesa, pero el vasto territorio despejado que rodeaba el castillo compensaba con creces aquella deficiencia. Desde el matacán de la muralla, la vista debía de abarcar un panorama lo suficientemente amplio como para poder descubrir la presencia de unas fuerzas atacantes y permitir que los arqueros, que serían numerosos en aquella guarnición, las hostigaran sin piedad. Los cobertizos, almacenes, armerías y cuartos de alojamiento adosados a la parte interior de la muralla estaban construidos principalmente en madera. Un incendio, pensó Cadfael, hubiera podido ser una amenaza, aunque muy remota. La sala, la torre del homenaje y los lienzos de la muralla eran todos de piedra. Se preguntó por qué razón estaba estudiando aquel lugar como si fuera un objetivo bélico o una fortaleza a conquistar. Puede que eso fuera para él, aunque no de aquella manera.
—Desmontad y sed bienvenido, hermano —dijo amablemente el sargento—. Aquí nunca rechazamos a los hombres que visten vuestro hábito. En cuanto a nuestro señor, tendréis que esperar un poco, pues ha salido a dar un paseo a caballo, pero enseguida le transmitiremos vuestra petición, perded cuidado. Dejad que Pedro se encargue de vuestro caballo y traslade las alforjas a vuestro aposento.
—Yo mismo cuido de mi caballo —dijo plácidamente Cadfael, recordando la precaución de saber dónde encontrarlo en caso de necesidad, a pesar de que el sargento estaba seguro de que él no era más que un simple mensajero monástico, del cual no cabía esperar ningún engaño—. Fui soldado en mis tiempos y, una vez aprendido, el hábito jamás se olvida.
—Muy cierto —dijo el sargento, llevándole indulgentemente la corriente a aquel antiguo soldado—. En tal caso, Pedro os indicará el camino y, cuando hayáis terminado, encontraréis a alguien en la sala que os atenderá en todo lo que necesitéis. Si habéis llevado armas, estaréis acostumbrado a la vida de un soldado.
—Y me complacerá poder evocarla —convino cordialmente Cadfael, alejándose con su caballo en pos del mozo, alegrándose de encontrarse en el interior del castillo. No le pasó inadvertida la buena organización y el estado de alerta que imperaba en la fortaleza de Felipe. Recordando la oscura y cortés presencia que tan brevemente había encontrado en la iglesia del priorato de Coventry, no podía esperar otra cosa. Todos los castillos poseían una vida multiforme que se desarrollaba sin el menor contratiempo en el pozo, la tahona, la armería, los almacenes y los talleres, siguiendo dos disciplinas distintas, la militar y la doméstica. Allí, en aquella región de incesantes batallas, por muy esporádicos que pudieran ser los peligros, la faceta doméstica de la vida en La Musarderie se había reducido al mínimo, por lo que casi no había mujeres. El mayordomo de Felipe debía de tener una esposa en alguna parte, la cual debía de estar al mando de las pocas criadas que pudiera haber en el recinto del castillo, pero la economía general era acusadamente militar y austeramente masculina y se desarrollaba con una despiadada eficiencia que, sin duda, habría sido impuesta por su señor. Felipe no estaba casado y no tenía hijos, lo cual le permitía entregarse en cuerpo y alma a aquel diabólico e interminable conflicto. Y el castillo constituía un reflejo de su obsesión.
Pese a todo, la actividad humana del castillo era incesante y los hombres entraban y salían de la sala y las cuadras en medio de una babel de voces tan constante como el zumbido de las abejas alrededor de una colmena. El mozo Pedro era muy cordial y parlanchín y ayudó a Cadfael a desmontar y desatar las alforjas y a almohazar, dar de beber e instalar el caballo en su casilla. Al terminar, le indicó amablemente la sala. El criado que le recibió con una momentánea expresión de sorpresa y un aquiescente encogimiento de hombros, como si acogiera a un inesperado, pero inofensivo visitante, se apresuró a ofrecerle una cama y le mostró el camino de la capilla, pues, aunque ya había pasado la hora de vísperas, Cadfael necesitaba dar gracias a Dios por todas la bendiciones que hasta aquel momento había derramado sobre su persona e invocar su ayuda en futuras contiendas. ¿Qué tenía de extraño y qué interés podía suscitar el hecho de que un benedictino buscara cobijo para pasar la noche, por más que tales huéspedes voluntarios no fueran demasiado frecuentes?
La capilla se encontraba en el centro de la torre del homenaje y a Cadfael le extrañó un poco que le permitieran entrar allí sin vigilancia. La guarnición de Felipe no había dudado en facilitar a un monje el acceso a las defensas centrales del castillo e incluso le había ofrecido un cuarto en la misma torre del homenaje y la explicación no podía ser otra que la confianza en su honradez y el respeto por su hábito. Ello le indujo a examinar con más detenimiento sus propios motivos y métodos y le confirmó la bondad de los planteamientos directos. Lo mejor era la verdad, tanto si esta conducía al éxito como si llevaba a la ruina.
Rezó con retraso sus oraciones en la fría capilla de piedra, arrodillado delante de un austero altar iluminado tan solo por una pequeña lámpara. Contempló la bóveda perdida en la oscuridad y sintió que el frío le aguzaba la mente y le obligaba a contraer los músculos del cuerpo. «Señor Dios mío, ¿cómo debo acercarme y cómo debo dirigirme a este hombre que, al despojarse de una capa, se ha quedado desnudo ante el reproche y la condena y, al cubrirse con otra, solo ha ocultado sus heridas y no las ha sanado? No sé qué pensar de este Felipe».
Se estaba levantando cuando oyó desde el baluarte exterior el rumor de los cascos de un solo caballo. Un solo hombre como él, que tampoco temía acercarse y entrar en el castillo en una región donde los castillos eran trofeos de los que uno se apoderaba a la primera ocasión y prisiones que convenía evitar a toda costa. Cadfael oyó cómo conducían el caballo a las cuadras y después se hizo de nuevo el silencio. Se volvió para salir de la capilla, cruzó los cuartos de la guardia y la puerta de la torre del homenaje y vio la pálida luz del crepúsculo iluminando los negros pilares del pórtico. Salió a una relativa claridad diurna y allí se cruzó en el camino de Felipe FitzRobert, el cual acababa de desmontar y se estaba dirigiendo a la sala con la capa colgada del brazo. Ambos se detuvieron a una distancia de unos dos o tres metros y se miraron con curiosidad.
El viento del anochecer había alborotado el negro cabello de Felipe, pues el joven había cabalgado a cabeza descubierta. Los cortos mechones que le cubrían la frente le obligaban a fruncir el entrecejo. A pesar de su sencillo atuendo de color oscuro y sin adornos, su porte era extremadamente distinguido. Físicamente, tanto inmóvil como en movimiento, Felipe poseía una esbelta elegancia y sus músculos estaban tan tensos como la cuerda de un arco.
—Me han dicho que tenía un huésped —dijo Felipe, entornando sus ojos de color castaño oscuro—. Creo que os he visto antes, hermano.
—Estuve en Coventry, entre muchos otros —dijo Cadfael—, aunque no pensaba que hubierais reparado en mí.
Se produjo una breve pausa de silencio en cuyo transcurso ninguno de los dos se movió.
—Estuvisteis presente —dijo Felipe—, pero no hablasteis. Os recuerdo porque estabais allí cuando descubrimos a De Soulis muerto.
—Sí.
—Y ahora habéis venido para hablar conmigo. Eso me han dicho. ¿En nombre de quién?
—En nombre de la justicia y de la verdad —contestó Cadfael—, por lo menos, según mi entender. En nombre de mí mismo y de otros de quienes soy defensor. Y, en último extremo, señor, tal vez incluso del vuestro.
Los ojos entornados en medio de las sombras del anochecer le estudiaron en silencio un instante sin descubrir aparentemente ningún fallo en sus audaces palabras.
—Tiempo tendré de escucharos después de cenar —dijo Felipe sin que el cortés tono de su voz dejara traslucir la menor curiosidad—. Venid a verme cuando me retire de la sala. Cualquier hombre de la casa os podrá indicar dónde encontrarme. Y, si así lo deseáis, podréis asistir a mi capellán en el rezo de completas. Respeto vuestro hábito.
—No puedo hacer tal cosa —replicó Cadfael—, pues no he sido ordenado sacerdote. Y ahora ni siquiera puedo reclamar el pleno derecho a llevar este hábito. Me he ausentado de la abadía sin la venia de mi abad. Soy un apóstata.
—¡Habrá sido por alguna razón! —dijo Felipe, mirándole fijamente a los ojos sin poder disimular del todo su interés. Después añadió bruscamente—: ¡Aun así, venid a verme!
Dicho lo cual, dio media vuelta y se alejó en dirección a la sala.