e imagino que ya sabréis —dijo Hugo, saliendo una vez más de completas con su amigo en medio de la oscuridad— que, si seguís adelante, yo no os podré acompañar. Tengo trabajo que hacer. Si vuelvo la espalda durante muchos días más a Madog de Meredudd, éste empezará a lanzar de nuevo miradas de codicia a Oswestry. Nunca ha dejado de ambicionarlo. Bien sabe Dios lo mucho que lamentaré no poder regresar con vos. Y vos sabéis que, si no respetáis el plazo que os dieron, arrancaréis vuestra propia vida de raíz.
—Pero, si no encuentro a mi hijo —dijo razonablemente Cadfael—, mi vida no tendrá valor. No, no os preocupéis por mí, Hugo, uno solo en esta empresa puede hacer tanto como una compañía de hombres armados y tal vez incluso más. Puesto que no he conseguido averiguar nada aquí, ¿qué otra cosa puedo hacer sino ir al lugar donde servía y donde fue traicionado y hecho prisionero? Allí alguien tendrá que saber qué fue de él. En Faringdon quedarán ecos, huellas e hilos que seguir, y yo los encontraré.
En un trozo de pergamino, del escritorio, Cadfael hizo cuidadosamente dos dibujos, uno de ellos del mismo tamaño que el original y el otro ampliado para que se pudieran distinguir todos los detalles del sello de la salamandra. No había ningún lema ni leyenda, solo el esbelto saurio en su nido de fuego. El sello estaría relacionado sin duda con la rendición de Faringdon y tendría algo que ver con la muerte de Brien de Soulis, si se pudiera interpretar su lenguaje.
Hugo trató de buscar alguna forma de ayudar a su amigo a resolver el desconcertante dilema que lo obligaba a emprender su involuntario exilio, pero no se le ocurría nada.
—¿Os habéis parado a pensar, Cadfael —dijo a falta de otra cosa mejor—, que, de entre todos los que podían odiar a De Soulis, no había nadie con más motivos que la emperatriz? ¿Y si ella hubiera inducido a algún atolondrado joven a acabar con él? Tiene todo un ejército de admiradores a su disposición. Bien pudo ser eso.
—Yo tengo por cierto que así fue —dijo Cadfael—. ¿Recordáis que mandó llamar a Yves aquella primera noche tras haber sido testigo de su ataque contra De Soulis? Creo que debió de ver en él a un buen candidato para hacer un trabajo más preciso que el que había hecho en su primer intento.
—¡No! —exclamó Hugo, deteniéndose en seco—. ¿Me estáis diciendo que Yves…?
—¡No, eso jamás! —contestó Cadfael, apresurándose a tranquilizarle—. Pero debió de comprender la insinuación, o eso creo yo, por lo menos, aunque seguramente después se debió de avergonzar de atribuirle a la emperatriz semejantes intenciones. ¡Él no lo hizo, por supuesto que no!
Ella hubiera tenido que abstenerse de hacerle semejante insinuación a un mozo tan ingenuo. ¡Pero el chico no es tonto! ¡La debió de entender muy bien!
—Pues entonces, ¿no creéis que pudo elegir a otro para que le hiciera el trabajo? —apuntó Hugo, un poco más animado.
—No, olvidaos de esta posibilidad. Ella está convencida de que Yves captó la insinuación y la libró de su enemigo. No, la solución no está aquí.
—¿Estáis seguro? —preguntó Hugo, dominado por la curiosidad—. ¿Cómo sabéis vos tantas cosas?
—Porque ella le regaló una sortija de oro. No es de gran valor, pero constituye una muestra de agradecimiento. Él la quiso rechazar, pero no tuvo el valor de hacerlo y no se le puede reprochar. Ninguno de los dos debió de decir nada directamente, él lo debió de negar, por supuesto, y ella debió de abstenerse de hacérselo confesar. El pobrecillo carece todavía de seguridad con las mujeres. Y está deseando deshacerse de su regalo en cuanto pueda. Sabe muy bien que la gratitud de la emperatriz es muy corta. Pero tened por cierto que ella no contrató a otro asesino porque estaba segura de que no lo necesitaría.
—Eso no debió de alegrar demasiado a Yves —dijo Hugo, haciendo una mueca de amargura—. Y a nosotros no nos ha ayudado a quitarle de encima el peso de la sospecha.
Habían llegado a la puerta de sus aposentos. El cielo estaba despejado, pero muy frío y, en la primera oscuridad de la noche, brillaban legiones de estrellas de tamaño infinitesimal. Era la última noche, pues Hugo tenía unos deberes ineludibles que cumplir en casa.
—Cadfael, pensad bien en lo que hacéis. Eso no es una simple cuestión de ir y venir. Allí adonde os dirigís, un hombre puede desaparecer y no volver jamás. Regresad conmigo y yo le pediré a Roberto Bossu que prosiga las indagaciones hasta el final.
—No hay tiempo —dijo Cadfael—. Tengo la convicción, Hugo, de que aquí hay más almas que una y más vidas que salvar que la de mi hijo, el tiempo apremia y el peligro está muy cerca. Y, si ahora regreso a casa, no habrá nadie que sea el eje central en torno al cual gire la rueda de todos esos destinos, ya sea ángel o bien demonio. Pero, de todos modos, lo pensaré bien antes de que os vayáis. Veremos qué nos trae la mañana.
Lo que les llevó la mañana en el momento en que todos salían de misa, fue un jinete manchado por el polvo del camino, a lomos de un exhausto caballo, que entró a medio galope desde la calle y se detuvo rígidamente y sin el menor donaire sobre los adoquines del patio. El caballo inclinó la cabeza, respirando afanosamente y arrojando vapor al gélido aire mientras la espuma de la boca goteaba sobre los adoquines de piedra. El jinete asió con sus dos manos cerradas en puño la perilla, y medio cayó de la silla, apoyándose en su montura para que no se le doblaran las rodillas.
—Mi señor obispo, os pido disculpas… —no pudo hacer la reverencia porque no se atrevía a separarse de su apoyo, pero inclinó la cabeza lo más profunda y respetuosamente que pudo—. Mi señora la emperatriz me manda deciros que ha llegado sana y salva a Gloucester con todos los de su séquito menos uno. Hubo graves acontecimientos por el camino, mi señor…
—Recuperad primero el resuello, pues hasta las malas noticias pueden esperar —dijo Rogelio de Clinton, haciendo un gesto con la mano a quien quisiera obedecerle—. Traedle algo de beber… que le preparen vino con especias y azúcar, pero que le traigan ahora mismo algo de beber. Y que algunos de vosotros lo ayuden a entrar y se encarguen de la pobre bestia antes de que se venga abajo.
Inmediatamente una mano se acercó a la colgante brida. Alguien corrió en busca de vino y el propio obispo prestó su sólido hombro para sostener el brazo derecho del mensajero y ayudarle a mantenerse en pie.
—Venid a descansar dentro.
En el gabinete más cercano del claustro, el correo se apoyó contra la pared y respiró hondo. Recordando algunos de sus largos y duros viajes desde Lincoln, Hugo se arrodilló con juvenil elasticidad y, con sus expertas manos, le quitó al jinete las pesadas botas de montar.
—Mi señor, en Evesham cambiamos nuestras monturas y tuvimos un buen viaje hasta el atardecer, en que ya estábamos muy cerca de Gloucester y pensábamos llegar allí al caer la noche. En un bosque de Deerhurst, cuando casi todos los nuestros lo habían atravesado, yo me encontraba en la retaguardia, una banda de hombres armados se nos acercó y se llevó a uno de los nuestros sin que apenas nos diéramos cuenta, alejándose con él en la oscuridad.
—¿Qué hombre era ése? —preguntó Cadfael, contrayendo todos los músculos de su cuerpo—. ¡Decidnos su nombre!
—Uno de sus asistentes, Yves Hugonin. El que le plantó cara a De Soulis, que ahora ya está muerto. Mi señor, estamos seguros de que algunos hombres de FitzRobert se han apoderado de él por considerarlo sospechoso de la muerte de De Soulis. Le creen culpable, por más que la emperatriz se empeñara en llevárselo incólume.
—¿Y vosotros no los perseguisteis? —preguntó el obispo, frunciendo el ceño.
—Lo hicimos, pero ellos estaban descansados y conocían el bosque. Los perdimos de vista y, cuando enviamos a alguien para que se adelantara e informara a nuestra señora, ella ordenó que uno de nosotros regresara para comunicároslo. Gozábamos de salvoconducto y eso ha sido una mala jugada después de la reunión que acabábamos de celebrar.
—Comunicaremos los hechos al rey —dijo con firmeza el obispo—. Él ordenará la liberación de ese hombre tal como ya hizo cuando FitzRobert se apoderó del conde de Cornualles. Entonces FitzRobert obedeció y ahora volverá a hacerlo aunque le duela.
Pero ¿lo haría?, se preguntó Cadfael. ¿Levantaría Esteban un dedo en aquel caso por un hombre sobre cuya culpabilidad no se había pronunciado ni en un sentido ni en otro y al que solo había permitido marcharse con salvoconducto a instancias de la emperatriz? No era un aliado muy valioso sino un simple joven del bando contrario. No, la propia emperatriz tendría que salvarle. ¿Hasta qué extremo llegaría para salvar a Yves? No hasta el extremo de tomarse la molestia de perder el tiempo por él. Su presunto e infame servicio ya había sido reconocido y debidamente recompensado, y ella no estaba en deuda con él. Y el chico se había incorporado voluntariamente a su cortejo para que se olvidaran cuanto antes de él.
—Creo que uno de sus jinetes nos debió de acompañar a escondidas un buen trecho del camino antes de que nos atacaran —dijo el correo—. Todo se hizo en un abrir y cerrar de ojos al llegar a un recodo del camino donde los árboles crecen muy cerca del sendero.
—¿Y cerca de Deerhurst? —preguntó Cadfael—. ¿Pertenece aquel lugar a las tierras de FitzRobert? ¿A qué distancia se encuentran sus castillos? Se fue muy temprano de aquí, con tiempo para preparar la emboscada. Ya lo debía de haber decidido desde el principio, pero aquí no podía hacerlo.
—El lugar debía de distar unas cinco leguas de Cricklade y unas cuantas más de Faringdon. Pero el que más cerca se encuentra de allí es su nuevo castillo de Greenhamsted, el que le arrebató a Roberto Musard unas cuantas semanas atrás. Ese debe de estar a menos de tres leguas de Gloucester.
—¿Estáis seguro de que se lo llevaron prisionero? —preguntó Hugo en tono levemente vacilante, mirando con inquietud a Cadfael.
—De eso no cabe la menor duda —contestó el correo—, lo querían entero y todo se hizo con mucha rapidez. No, últimamente no les interesa demasiado derramar sangre. Los hombres de un bando tienen parientes en el otro que podrían ofenderse y causar dificultades. No, estad tranquilos que no hubo ninguna muerte.
El correo se retiró a los aposentos del prior para comer y descansar y el obispo fue a su palacio para preparar las cartas con las que comunicaría la noticia a Oxford y Malmesbury, en la región en la que había tenido lugar aquella incursión. Cabía dudar de que Esteban se tomara la molestia de intervenir en aquel caso, pero alguien le comunicaría lo ocurrido al tío del joven en Devizes, el cual ejercía cierta influencia en la emperatriz. Se tenía que intentar todo.
—Bueno, pues —dijo Cadfael, estudiando la cariacontecida expresión de Hugo después de un prolongado silencio—. Ahora tengo dos rehenes que redimir. Si quería un signo, ya lo tengo. Y ahora ya no me cabe la menor duda acerca de lo que tengo que hacer.
—Y yo no os puedo acompañar —dijo Hugo.
—Vos tenéis un condado que defender. Que uno de nosotros quebrante su promesa ya es más que suficiente. Pero ¿puedo pediros que me prestéis vuestro caballo, Hugo?
—Siempre y cuando me prometáis devolverlo sano y salvo con vuestra persona sentada a su grupa —dijo Hugo.
Se despidieron en la misma entrada del priorato, Hugo para regresar al noroeste por el mismo camino que habían utilizado a la ida, seguido de sus tres oficiales, y Cadfael para dirigirse al sur. Ambos se abrazaron brevemente antes de montar, pero, al salir a la calle, se separaron y se alejaron cada cual por su camino sin volver la cabeza. A cada paso que daban, el tenue hilo que los unía se tensaba y se iba haciendo más delgado hasta casi alcanzar el punto de ruptura y convertirse en una fibra, un cabello, un filamento de telaraña, aunque sin llegar a romperse.
Durante las primeras fases del viaje, Cadfael cabalgó a buen ritmo, sin apenas fijarse en el paisaje que lo rodeaba, totalmente absorto en su intento de asimilar la rotura de la cuerda en el preciso instante en que él había decidido dirigirse al sur en lugar de regresar a casa. Era como si se hubiera roto una fuerte atadura que hasta entonces hubiera mantenido a salvo su vida, aunque a costa de mucho dolor; la brusca rotura de la cuerda le había producido una mezcla de alivio y terror, ambos muy intensos. Primero sintió el alborozo de andar libre por el mundo y después experimentó poco a poco el terror de su acción, pues había sido desleal y se había exiliado, sabiendo muy bien lo que hacía. Y ahora su única justificación sería la redención tanto de Yves como de Oliveros. Si fracasara en su intento, habría malgastado incluso su apostasía. Por vuestra cuenta y riesgo, le había dicho Radulfo, no por la mía. Los votos incumplidos y los hermanos abandonados e incluso despreciados.
La primera necesidad era reconocer lo que había ocurrido y la segunda, aceptarlo. Después podría seguir adelante e ir por su cuenta y riesgo, tal como había hecho en la primera mitad de su vida sin experimentar el deseo de volver a hacerlo más que en muy contadas ocasiones, hasta aquel momento en que se había dado cuenta de que la rebeldía le estaba produciendo una sensación de plenitud. La vida se podía y se debía vivir en tales condiciones durante algún tiempo y tal vez durante todo el tiempo que le quedara.
Tras haberlo decidido así, pudo volver a admirar el paisaje, prestar atención al camino y centrar sus pensamientos en la tarea que tenía por delante.
Cerca de Deerhurst habían separado a Yves de sus compañeros y, estrictamente hablando, no existían pruebas que pudieran demostrar quién lo había secuestrado, pero Felipe FitzRobert era el único que le guardaba rencor y estaba en condiciones de vengarse, pues tenía tres castillos, contaba con muchos seguidores en aquella región y podía llevar a cabo la incursión con impunidad para afianzarse mejor en el poder. No habría tenido que recorrer grandes distancias con el prisionero, pues lo habría encerrado en uno de sus castillos en el mayor secreto. Greenhamsted, había dicho el correo de la emperatriz, era el más próximo. Cadfael no conocía muy bien aquella región, pero había averiguado algunos detalles a través del mensajero. Deerhurst se encontraba a muy pocas leguas al norte de Gloucester, y Greenhamsted se encontraba a una distancia más o menos igual, pero hacia el sudeste. La Musarderie, había dicho el correo que se llamaba el castillo, por el nombre de la familia que lo tenía en su poder desde el registro de empadronamiento mandado hacer por Guillermo I. En Deerhurst había un priorato extranjero perteneciente a San Dionisio de París y, si él pernoctara allí, cabía la posibilidad de que obtuviera alguna información local. La gente del campo suele observar las tortuosas andanzas de sus señores, sobre todo, en tiempo de guerra civil. No tiene más remedio que hacerlo por su propio bien.
Estaba comprobado que en La Musarderie existía un castillo desde que el rey Guillermo entregó la aldea a Hascoit Musard poco antes de que se llevara a cabo el registro de las propiedades. Era una época lo bastante lejana como para que el castillo se hubiera construido en piedra en sustitución de la fortaleza de madera inicialmente erigida para afianzar la presencia de los propietarios en el lugar. Faringdon se había construido en pocas semanas durante el verano y había sido sometido a asedio casi antes de estar terminado. De adobe y madera, pues no había habido tiempo para otra cosa, aunque se había procurado que fuera lo más sólido posible. Y Cricklade, con independencia de cuál fuera su estado de conservación, no estaba tan cerca del lugar del secuestro de Yves como Greenhamsted. En fin, ya vería si alguien le podía aclarar alguna otra cosa acerca de todas aquellas cuestiones. Se levantó temprano con el propósito de cabalgar hasta muy tarde y recorrer un buen trecho del camino antes de que cayera la noche. No comió nada y dijo los oficios de tercia y sexta en la silla de montar. En determinado momento, coincidió en el camino con un mercader y su buhonero y recorrió con ellos un largo trecho en medio de un torrente de palabras que le entraba por un oído y le salía por el otro, puntuado por algunos murmullos de asentimiento por su parte mientras su mente se centraba en los desconocidos parajes que le esperaban en el valle del Támesis, donde estaban situadas las líneas de batalla. Cerca ya de Stratford, el mercader y su acompañante se alejaron para entrar en la ciudad y Cadfael volvió a cabalgar solo, cambiando aquí y allá algún saludo con otros viajeros que cabalgaban por aquel camino real relativamente seguro.
Al anochecer llegó a Evesham y entonces se le ocurrió pensar con aterradora claridad que había dado por sentada su acogida como monje de la orden, a pesar de no tener ningún derecho ni privilegio, pues había quebrantado deliberadamente el voto de obediencia, sabiendo muy bien lo que hacía. Desleal y autoexiliado, ni siquiera tenía derecho a vestir el hábito que llevaba como si fuera por pura caridad, para cubrir su desnudez.
Pidió un camastro en la sala común, alegando que estaba haciendo un viaje penitencial y no merecía mezclarse con los monjes del coro hasta que no lo hubiera terminado. Fue todo lo que pudo decir sin faltar demasiado a la verdad. El hospitalario tuvo la discreción de no exigirle más explicaciones que las que él quiso darle, le ofreció un confesor por si lo necesitara y le permitió conducir su caballo a las cuadras y cuidarlo antes de retirarse a descansar. Durante los rezos de vísperas y de completas, eligió un oscuro rincón de la nave del templo desde el cual se podía ver muy bien el altar mayor. Aún no estaba excomulgado más que por su propio juicio. Todavía no.
Pero, durante todo el oficio, sintió en su interior una imposible paradoja y un vacío más pesado que una piedra.
Por la tarde del día siguiente, atravesó los bosques que bordeaban el valle de Gloucester. Todos aquellos condados del centro de Inglaterra estaban llenos de bosques en los que abundaba la caza. En aquellas arboledas Felipe FitzRobert había cazado a un hombre. Otra pérdida lamentable para aquella desventurada muchacha encinta que ahora se había quedado sola en Gloucester.
Había dejado Tewkesbury a su derecha, siguiendo el camino más recto hacia Gloucester tal como habría hecho la emperatriz con su séquito. Los senderos del bosque eran muy anchos, aprovechaban el terreno llano y solo se estrechaban en algunos tramos muy cortos. En un recodo en el que los árboles crecían muy cerca del camino, había dicho el mensajero. Cerca ya del término de su viaje, la emperatriz habría acelerado el ritmo para llegar antes del anochecer y en Evesham habían cambiado los caballos. Los de la retaguardia habían quedado un poco rezagados y había sido muy fácil acercarse por ambos lados y apoderarse de un solo hombre. El hecho se había producido en aquellos parajes dos noches atrás y pronto desaparecerían las huellas dejadas por los distintos jinetes.
La parte más espesa del bosque se extendía al sur del sendero y la luz penetraba a través de las ramas, iluminando las plantas y la hierba del suelo. Alguien había elegido aquel favorable emplazamiento para abrir un claro. La cabaña se había construido hacia un lado entre los árboles, rodeada por una baja valla de estacas y con un establo al fondo. Cadfael oyó el satisfecho mugido de una vaca y observó que al otro lado se habían talado unos cuantos árboles para aprovechar la madera. El hombre de la casa estaba cavando en el interior de la cerca y enderezó la espalda al oír el suave rumor de los cascos del caballo en el sendero. Al ver a un monje benedictino, se tranquilizó visiblemente, echó los hombros hacia atrás, aflojó la presa con que sostenía la azada y levantó la voz para saludarlo.
—¡Buenos días os dé Dios, hermano!
—Que Él bendiga vuestro trabajo —replicó Cadfael, refrenando su montura y pasando por entre los árboles para acercarse un poco más.
El hombre soltó la azada, se sacudió el polvo de las manos, alegrándose de poder interrumpir un rato su tarea y charlar con un inofensivo viajero. Era un sujeto cuadrado y compacto con una cara tan arrugada como una nuez y unos perspicaces ojos intensamente azules. Parecía muy bien asentado en aquel lugar y debía de vivir solo, pues no se oía ni veía ninguna señal de la presencia de otra criatura ni en el huerto ni en el interior de la cabaña.
—Eso es una auténtica ermita —dijo Cadfael—. ¿No os falta a veces un poco de compañía?
—A mí me gusta la soledad. Y, cuando me canse de ella, tengo un hijo casado y establecido en Hardwicke a cosa de un cuarto de legua de aquí y los hijos vienen los días de fiesta. Ya disfruto de compañía a ratos, pero a mí me gusta la vida del bosque. ¿Adonde os dirigís, hermano? Pronto empezará a oscurecer.
—Pasaré la noche en Deerhurst —contestó plácidamente Cadfael—. ¿O sea que vos nunca tenéis dificultades con ciertos hombres muy aficionados también a la vida del bosque, aunque no por tan buenas razones como las vuestras?
—Yo trabajo con mis propias manos —contestó confiadamente el campesino— y soy una presa muy modesta para los forajidos. Pasan por este camino presas mucho más apetecibles. Aunque no suele haber muchos asaltos. La protección que ofrece el bosque de esta región es buena, pero insuficiente. Hay mejores terrenos de caza.
—Eso depende de la presa —dijo Cadfael, estudiando atentamente al hombre—. Hace un par de noches creo que pasó por aquí un grupo muy considerable de gente que se dirigía a Gloucester. Sobre esta hora quizá o tal vez una hora después. ¿Los oísteis pasar?
El hombre se tensó ligeramente y miró a Cadfael con expresión pensativa, recelando un poco, aunque no de las preguntas y tanto menos del que las estaba formulando, según le pareció entender a Cadfael.
—Los vi pasar —contestó el hombre en tono pausado—. Semejante movimiento no puede pasar inadvertido. No sabía quiénes eran entonces. Ahora lo sé. La emperatriz que quiere ser reina regresó a Gloucester con sus hombres desde el palacio del obispo de Coventry. Nada bueno pueden sacar los hombres como yo de su presencia aquí, y tampoco lo podrían sacar del rey Esteban. Los vemos pasar y damos gracias a Dios cuando se alejan.
—¿Y pasaron sin ningún contratiempo o acaso había otros que les tendieron una emboscada?
—Hermano —contestó el hombre muy despacio—, ¿qué interés tenéis vos en esos asuntos? Yo me quedo dentro de casa cuando pasan hombres armados y dejo en paz a los que me dejan en paz a mí. Sí, oí una especie de clamor, no aquí mismo sino un poco más allá. Unos gritos y una especie de revuelo entre los árboles, pero todo terminó en cuestión de unos minutos. Después pasó un hombre al galope, gritando que era portador de una noticia y, a continuación, pasó otro galopando a toda prisa. Hermano, si vos sabéis de eso más de lo que yo he oído, ¿por qué me hacéis preguntas?
—¿Y a la mañana siguiente, cuando ya era de día —prosiguió diciendo Cadfael—, fuisteis a ver el lugar donde se había producido el ataque? ¿Qué huellas descubristeis allí? ¿Cuántos hombres calculáis que había? ¿Y hacia dónde fueron después?
—Estaban aguardando pacientemente al acecho —contestó el hombre—, casi todos en el lado sur del sendero, pero también había unos cuantos hacia el norte. Los caballos habían pisoteado la hierba entre los árboles. Yo diría que eran unos doce en total. Y, una vez hubieron hecho lo que tenían que hacer, se reunieron y se alejaron al galope hacia el sur.
—¿Hacia el sur? —preguntó Cadfael.
—Y a toda prisa. Los hombres debían de conocer muy bien el camino, de otro modo no se hubieran atrevido a cabalgar al galope en la oscuridad. Y, ahora que os he dicho lo que vi y oí —de no ser por el hábito que lleváis, hubiera mantenido la boca cerrada—, decidme qué tenéis vos que ver con tales sorpresas nocturnas.
—Por lo que yo deduzco —contestó Cadfael, accediendo a satisfacer una curiosidad tan comprensible y urgente como la suya propia—, los que atacaron la retaguardia del séquito de la emperatriz y se alejaron a toda prisa hacia el sur, se apoderaron y llevaron consigo prisionero a un joven y querido amigo mío que no ha hecho nada para merecer el odio de Felipe FitzRobert. Y mi misión es averiguar adonde lo han llevado y conseguir su puesta en libertad.
—El hijo de Gloucester, ¿verdad? En esta región manda él, por supuesto, y en todas partes dispone de medios para escapar. Pero, hermano —añadió el campesino, consternado—, más os valdría ir a ver al mismo demonio que ir a La Musarderie para enfrentaros con Felipe FitzRobert.
—¿La Musarderie? ¿Es allí donde está? —repitió Cadfael como un eco.
—Eso dicen. Allí ya tiene a uno o dos rehenes y, si les ha añadido otro después de la refriega que hubo aquí, tenéis tan pocas posibilidades de liberarlo como de subir al cielo en cuerpo y alma. Pensadlo bien antes de aventuraros a ir allí.
—Lo haré, amigo mío. Y vos que vivís aquí, a salvo de todos los hombres armados, rezad de vez en cuando una plegaria por todos los prisioneros y cautivos y haréis una buena obra.
Allí entre los árboles la luz ya empezaba a declinar visiblemente. Sería mejor que reanudara su camino hacia Deerhurst, pensó Cadfael. Por lo menos, había averiguado algunos datos que le serían útiles en su misión. Allí ya había uno o dos rehenes y Felipe se encontraba en el castillo donde seguramente guardaba un perverso tesoro de amargura, odio y deseos de venganza.
Cadfael estaba a punto de conducir de nuevo su caballo al sendero del bosque cuando recordó otra cosa que le era muy necesaria averiguar. Sacándose el rollo de pergamino de la pechera del hábito, lo extendió sobre sus rodillas para mostrar los dibujos del sello de la salamandra.
—¿Habéis visto alguna vez esta divisa en algún pendón, guarnición o sello?
El hombre examinó detenidamente los dibujos y sacudió la cabeza.
—No sé nada de divisas de nobles como no sean los de esta región. No, jamás lo he visto. Pero, si vais a Deerhurst, allí hay un monje que estudia todas estas cosas y se enorgullece de conocer las divisas de todos los condes y barones del país. Él os podrá indicar sin duda a quién pertenece.
Salió de la oscuridad del bosque a la luz de los prados que bordeaban el mismo río Severn que él había dejado en Shrewsbury, solo que en aquel lugar era dos veces más ancho y caudaloso. Brillando a través de los árboles no muy lejos del río, Cadfael vio la plateada piedra de la torre de la iglesia, una sólida obra sajona tan fuerte como un castillo. Mientras se acercaba, distinguió la larga línea del tejado de la nave del templo y un ábside en su extremo oriental con una base semicircular y una parte superior poliédrica. Una casa de muchos siglos de antigüedad, fundada de nuevo y dotada por Eduardo el Confesor, a quien se la había cedido san Dionisio. El Confesor siempre se había sentido más inclinado hacia los normandos que hacia los ingleses.
Cadfael volvió a acercarse a regañadientes al ambiente benedictino que había sido su hogar durante tantos años, sintiéndose nuevamente indigno y sin ningún derecho a hacerlo. Sin embargo, su conciencia tendría que aceptar aquel engaño para que él pudiera hacer las indagaciones que necesitaba. Cuando lo hubiera hecho todo, en caso de que sobreviviera a la empresa, ya se enmendaría.
El portero que le franqueó la entrada al patio era un hombre grueso y afable de mediana edad, orgulloso de su casa y siempre dispuesto a mostrar las bellezas que encerraba la iglesia. Estaban haciendo obras al sur del coro, una especie de pabellón de mampostería pegado al muro del ábside, para el cual ya se tenían preparados los sillares. El portero le mostró con satisfacción los cimientos de los muros, señalándole las construcciones que se iban a añadir al edificio.
—Aquí estamos construyendo otra capilla sudoriental, y otra igual que le servirá de contrapunto en el lado norte. Nuestro maestro cantero es un hombre de la región y las obras de la iglesia son su mayor orgullo. ¡Un buen hombre! Da trabajo a algunos desventurados que otros maestros podrían considerar inútiles. Allí podéis ver, por ejemplo, a un hombre que se quedó cojo por culpa de una herida de guerra. Era soldado hasta hace poco tiempo, pero ahora ya no le es útil a su señor, y maese Bernardo lo acogió y no se arrepiente de haberlo hecho, pues el hombre trabaja duro y lo hace muy bien.
El obrero que cojeaba de la pierna derecha, seguramente por culpa de una fractura mal soldada, era, por lo demás, un vigoroso individuo dotado de una gran agilidad a pesar de su defecto. Debía de contar unos treinta años y tenía unas manos muy grandes y unos brazos muy largos. Se apartó cortésmente a un lado para cederles el paso y después terminó de cubrir la madera amontonada junto al muro y se encaminó con el maestro cantero hacia la puerta exterior.
Hasta aquel momento solo se habían producido algunas ligeras heladas, pues, de otro modo, las obras ya se hubieran interrumpido hasta que pasara el invierno, y los muros a medio construir se hubieran cubierto con turba, brezos y paja para que descansaran hasta la llegada de la primavera.
—En el interior del edificio habrá trabajo para ellos cuando llegue el invierno —explicó el portero—. Venid a verlo.
En el interior de la iglesia del priorato todo era sajón y en los centenarios muros de la nave aún no se apreciaba ninguna señal de estilo normando. Hasta que no le hubo mostrado todas las bellezas y curiosidades de su iglesia, el portero no acompañó a Cadfael hasta el hospitalario para que éste se encargara de proporcionarle una cama y lo acogiera en la cena de la comunidad en el refectorio.
Antes de completas, Cadfael preguntó por el doctor monje versado en las divisas y libreas de las nobles casas de Inglaterra y le mostró los dibujos que había hecho en Coventry. Fray Eadwino los estudió, sacudiendo la cabeza.
—No, éste no lo conozco. Hay entre las baronías algunas familias que utilizaban diversas variaciones personales para sus muchos miembros y ramas. Éste no es ciertamente uno de los más destacados. Jamás lo había visto.
Tampoco lo había visto el prior ni ninguno de los restantes monjes. Todos estudiaron los dibujos, pero no pudieron decir a qué familia o localidad pertenecía el sello.
—Si es de esta región —dijo fray Eadwino en su afán de ser útil—, puede que encontréis la respuesta no aquí dentro sino en la aldea. Algunas familias de menor rango tienen feudos en este condado lo mismo que otras de más alto rango. ¿Cómo ha caído este sello en vuestras manos, hermano?
—Figuraba entre las pertenencias de un difunto —contestó Cadfael—, pero no era el suyo. El original lo custodia ahora el obispo de Coventry hasta que podamos encontrar a su propietario y se lo devolvamos. —Volvió a enrollar la hoja de pergamino y la ató de nuevo con el cordel—. No importa. El señor obispo seguirá haciendo indagaciones.
Acudió al rezo de completas con los monjes de la casa, más preocupado por el dolor y el remordimiento de su autoexilio del mundo monástico que por la responsabilidad que voluntariamente había asumido en el mundo secular. El oficio lo consoló y el silencio de que pudo disfrutar a continuación fue un bálsamo para su alma. Decidió dejarlo todo para el día siguiente y permaneció tendido en medio de la quietud de la noche hasta que el sueño lo venció.
A la mañana siguiente después de misa, cuando los canteros empezaron a retirar la turba que cubría los sillares y la madera amontonada para aprovechar una nueva jornada de trabajo, recordó lo que le había dicho el portero acerca de maese Bernardo y pensó que, siendo éste un hombre de la región, merecería la pena desenrollar el pergamino sobre los sillares y llamar al maestro cantero para que examinara los dibujos y le diera su opinión. A veces, los canteros eran requeridos para trabajar en mansiones, graneros, alquerías e iglesias donde utilizaban signos y marcas que después veían reproducidos en otros lugares.
El cantero se acercó, echó un breve vistazo y dijo sin vacilar:
—No, no lo conozco. —Estudió el sello con indiferente interés y sacudió la cabeza—. No, este jamás lo he visto.
Dos de sus obreros que estaban empujando una carretilla cargada se detuvieron un momento para contemplar con natural curiosidad la hoja de pergamino que estaba examinando su patrón. El cojo, con el peso del cuerpo descansando en la pierna sana, estudió largo rato el pergamino y miró a Cadfael, encogiéndose de hombros con una sonrisa en los labios cuando éste le devolvió la mirada antes de que se alejara con su compañero.
—Entonces no pertenece a ninguna casa de la región —dijo Cadfael en tono resignado.
—Que yo sepa, no, y eso que he trabajado en casi todos los feudos de por aquí. —El cantero volvió a sacudir la cabeza mientras Cadfael enrollaba de nuevo el pergamino y se lo guardaba en la pechera del hábito—. ¿Es importante?
—Podría serlo. En algún lugar lo tienen que conocer.
Cadfael pensó que allí ya había hecho todo lo que podía hacer. Aún no había considerado y tanto menos decidido lo que iba a hacer a continuación. A juzgar por lo que le habían dicho, Felipe debía de estar en La Musarderie, donde sus hombres habrían llevado a Yves cautivo y donde, según el campesino del bosque, ya retenía a uno o más rehenes.
Era comprensible, a juicio de Cadfael, que un hombre de tan encendidas pasiones se encontrara en el lugar al que sus odios lo tenían amarrado. No cabía la menor duda de que Felipe consideraba culpable a Yves. Por consiguiente, si se le pudiera convencer de que era injusto con el chico, su propósito no tendría más remedio que cambiar. Era un hombre inteligente y se podía razonar con él.
Cadfael se llevó su conflicto a la iglesia a la hora de tercia y rezó el oficio en privado en un silencioso rincón del templo. En el momento en que abrió los ojos y se volvió para retirarse, sintió que una mano se apoyaba suavemente en su manga por detrás.
—Hermano…
El cojo, a pesar de sus dificultades para caminar, podía arrastrar en silencio sus zapatos de fieltro sobre las baldosas del suelo. Bajo una tupida mata de cabello castaño, su rostro mostraba una expresión extrañamente sombría.
—Hermano, vos estáis buscando al hombre que utiliza cierto sello en sus tratos. He visto el dibujo.
El tono de su voz parecía el propio de las confidencias.
—En efecto —contestó tristemente Cadfael—. Pero, por lo visto, aquí nadie puede ayudarme. Vuestro patrón dice que no lo reconoce como de alguien de por aquí.
—Él no —se limitó a decir el cojo—. Pero yo, sí.