V

resa del sobresalto y la incredulidad, Yves había retrocedido un paso ante la encolerizada voz y la enfurecida mirada. Confiando plenamente en la armadura de su posición y sus privilegios, ni siquiera se le había ocurrido pensar en la posibilidad de que sospecharan de él. En su inocencia, había estado casi a punto de esbozar una sonrisa de incredulidad e incluso de soltar una carcajada antes de que la verdad lo azotara en pleno rostro y lo dejara más blanco que su camisa. Al mirar a su alrededor, vio el mismo cauteloso convencimiento en la docena de pares de ojos que lo rodeaban. Respiró hondo y consiguió articular unas palabras.

—¿Yo? ¿Vosotros creéis que yo…? Acabo de salir ahora mismo de la iglesia. He tropezado con él. Estaba tendido aquí, tal como lo veis…

—Tienes las manos manchadas de sangre —dijo Felipe entre dientes—. ¡Y es natural que las tengas! ¿Quién si no hubiera podido hacerlo? Estás aquí junto a su cuerpo y aquí afuera no había nadie más. Tú, que lo odiabas a muerte tal como todo el mundo sabe.

—Lo he encontrado tal como lo veis —protestó desesperadamente Yves—. Me arrodillé junto a él en la oscuridad, pues no sabía si estaba vivo o muerto, y grité cuando tropecé con él. ¡Todos me habéis oído! Pedí que vinierais con luces por si fuera posible ayudarle…

—¿Qué mejor manera de aparentar inocencia —replicó amargamente Felipe— que llamar a gritos a unos testigos? Te seguíamos de cerca, no hubieras podido huir y dejar al muerto aquí sin que nadie te viera. ¡Yo apreciaba mucho a mi oficial! Y, si no se hace la debida justicia, yo me la tomaré por mi mano.

—Os digo que acababa de salir de la iglesia y tropecé con él. Llegué tarde y estaba cerca del pórtico. —El muchacho ya se había serenado un poco tras haber comprendido la apurada situación en la que se encontraba—. Aquí tiene que haber otros rezagados. Ellos os podrán confirmar que yo acababa de salir al claustro. De Soulis lleva una espada. ¿Acaso yo voy armado? ¡Miradme bien! ¡No llevo espada ni daga ni cuchillo! Las armas están prohibidas durante los oficios de la iglesia. Acudí al rezo de completas y dejé mi espada en nuestros aposentos. ¿Cómo puedo haberlo matado?

—Mientes —dijo Felipe, levantándose—. No creo que estuvieras en la iglesia. ¿Quién lo puede corroborar? No oigo a nadie. Mientras nosotros estábamos dentro, tuviste tiempo más que suficiente para limpiar la hoja de la espada, llevarla a tu cuarto durante el oficio y después llamarnos a gritos para que lo viéramos ensangrentado en el suelo y te encontráramos desarmado y echándole la culpa del asesinato a un enemigo desconocido. ¡Tú eres el enemigo conocido! Nada demuestra que eso no pueda ser obra tuya.

Cadfael, apretujado entre los cuerpos que lo oprimían, no pudo abrirse camino hasta el rey y la emperatriz ni hacerse oír por encima del clamor de una docena de voces que estaban discutiendo en el claustro. Podía ver entre las cabezas el implacable rostro de Felipe, iluminado por la luz de las antorchas. Entre los gritos de emoción y consternación, los obispos habrían elevado infructuosamente su voz, suplicando que se impusiera la razón, pero nadie les debió de hacer caso. Fue necesario un autoritario rugido de Esteban para traspasar los gritos y cortar cualquier otro sonido.

—¡Silencio! ¡Callaos todos!

El silencio cayó tan pesadamente como una lápida. Por un instante, todos los movimientos quedaron petrificados y todo, el mundo contuvo la respiración. Pero fue solo un instante. Después, las mangas empezaron a rozarse, los pies se restregaron por el suelo, los suspiros se escaparon de las gargantas e incluso se reanudaron los comentarios en voz baja, pero Esteban había conseguido imponer el orden y seguía dominando la situación.

—Ahora dejemos un poco de espacio para la reflexión antes de acusar o exonerar a nadie. Y, por encima de todo, dejemos que alguien que posea los necesarios conocimientos para ello compruebe que este hombre ya no puede beneficiarse de ninguna ayuda, pues, de lo contrario, todos seríamos culpables de su muerte. El mozo que le cayó encima en la oscuridad, tanto si él descargó el golpe como si no, no puede emitir un veredicto de médico. Comprobadlo vos, Guillermo.

Guillermo Martel, con larga experiencia de muertes por acero de espada en muchas campañas, se arrodilló junto al cuerpo y lo tomó por el hombro para tenderlo boca arriba, de tal forma que la antorcha iluminara el ensangrentado pecho, el jubón rasgado y la alargada herida. Después levantó un párpado y examinó la inmóvil mirada.

—Muerto. Con el corazón traspasado seguramente. Nada se puede hacer por él.

—¿Desde hace cuánto rato? —preguntó el rey.

—No puedo decirlo con exactitud, pero muy poco.

—¿Durante el oficio de completas?

El oficio no solía ser muy largo, pero aquel fatídico anochecer se había alargado más de la cuenta.

—Yo le he visto vivo pocos minutos antes de entrar en la iglesia —dijo Guillermo Martel—. Pensé que él también había entrado. No me di cuenta de que iba armado.

—Por consiguiente, si se demuestra que este joven asistió a todo el oficio —dijo con toda lógica el rey—, no es posible que él sea culpable de este asesinato. No fue un combate justo, pues De Soulis no tuvo tiempo de desenvainar la espada. Fue un asesinato.

Una mano rozó suavemente la manga de Cadfael. Hugo se había estado abriendo poco a poco camino hasta él.

—¿Podéis declarar en su favor? —le preguntó en tono apremiante—. ¿Estaba dentro? ¿Le visteis vos?

—¡Qué más quisiera! Él dice que llegó con retraso. Yo estaba en el coro, había mucha gente y los rezagados debían de estar apiñados junto al pórtico.

En rincones oscuros y probablemente sin que allí detrás hubiera personas que los conocieran o pudieran responder de ellos, era muy fácil pasar inadvertidos en aquel lugar, y no tenía nada de extraño que Yves hubiera sido uno de los primeros en salir al claustro y hubiera tropezado con el muerto. El simple grito de alarma que había emitido al caer hubiera tenido que hablar en su favor. Solo un minuto después había aclarado a gritos la causa de su caída.

—¡No importa! —dijo Hugo en un susurro—. Esteban ha hecho la pregunta más apropiada. Alguien sabrá algo seguramente. Y, si fallara todo lo demás, la emperatriz jamás permitirá que Felipe FitzRobert le toque un solo cabello a uno de los suyos. ¡Y encima por la muerte de un hombre al que ella aborrecía con toda su alma! ¡Miradla!

Cadfael tuvo que estirar el cuello, pues, a pesar de la elevada estatura de la emperatriz, los hombres que la rodeaban eran mucho más altos que ella. Sin embargo, en cuanto la localizó bajo la luz de la antorcha, observó que, a pesar de la severa expresión de su bello semblante, sus grandes ojos brillaban con comedido júbilo y las comisuras de sus labios estaban curvadas hacia arriba en una austera sombra de sonrisa exultante. No, ella no tenía el menor motivo para lamentar la muerte del hombre que había entregado Faringdon, ni para compartir el dolor y la cólera del señor que había entregado el castillo de Cricklade al enemigo. Mientras Cadfael la observaba, la emperatriz volvió ligeramente la cabeza y estudió con perspicaz atención a Yves Hugonin. Por un instante la sutil curva de las comisuras de sus labios se intensificó y se pudo ver con toda claridad su sonrisa. Pero no hizo nada, todavía no. Que otros testigos lo hicieran por ella si fuera posible. No tenía por qué tomarse ninguna molestia mientras no fuera necesario. Tenía a un lado a su hermanastro Rogelio de Hereford y al otro a Hugo Bigod, unas fuerzas más que suficientes para impedir cualquier acción contra su protegido.

—¡Hablad! —dijo Esteban, contemplando el círculo de cautelosos ojos que lo rodeaba, mientras éstos estudiaban de soslayo a sus vecinos más próximos y miraban temerosamente al rey—. Si hay alguien aquí que haya visto a este hombre en la iglesia durante el rezo de completas, que lo diga y le haga justicia. Dice que no acudió armado a la iglesia para adorar a Dios y que estuvo con nosotros hasta el final del oficio. ¿Alguien puede confirmar lo que dice?

Nadie hizo el menor movimiento como no fuera para volver la cabeza y observar la reacción de los demás y nadie dijo nada.

—Como veis, Majestad —dijo Felipe rompiendo finalmente el prolongado silencio—, aquí no hay nadie dispuesto a confirmar lo que dice. Y no hay nadie que le crea.

—Eso no demuestra que esté mintiendo —terció Rogelio de Clinton—. Con frecuencia la verdad no tiene testigos y nadie la cree. Yo no digo que este joven haya dicho la verdad, pero tampoco se ha demostrado su mentira. Aquí no contamos con el testimonio de todos los hombres que asistieron al oficio de completas esta noche, pero, aunque contáramos con él, tampoco quedaría demostrado sin el menor asomo de duda que el joven miente. En cambio, si alguien se adelanta para decir: «Yo estuve a su lado cerca del pórtico hasta que terminó la última oración y salimos al claustro para permitir la salida de los demás», la verdad quedaría claramente demostrada. Tenemos que seguir investigando, Majestad.

—No hay tiempo —dijo el rey, frunciendo el ceño—. Mañana abandonaremos Coventry. ¿Por qué demorarnos? Ya se ha dicho todo lo que se tenía que decir.

Ya estamos otra vez en el campo de batalla, pensó Cadfael, perdiendo por un instante la esperanza de que alguna vez se pudiera llegar a un acuerdo, ahora que las hogueras se habían vuelto a reavivar a causa de aquel hecho.

—Dentro de estos muros —replicó Rogelio de Clinton levemente alterado— prohíbo la violencia, incluso en respuesta a la violencia, y, fuera de ellos, os ruego que os abstengáis de tomaros venganza. Si no se puede llevar a cabo una indagación imparcial, hasta los culpables que pueda haber entre nosotros deberán quedar en libertad.

—No hay por qué —dijo Felipe en tono sombrío—. Yo exijo un precio de sangre por la muerte de este hombre. Si Vuestra Majestad quiere hacer justicia, que este hombre sea puesto a buen recaudo y que los alguaciles de la ciudad lo examinen y lo retengan para que comparezca en juicio. ¿Acaso las leyes de este país no cuentan con medios para hacer justicia? Pues entonces, ¡utilizadlas! Entregadlo a la justicia, pues está claro que ha quebrantado la ley y tiene que pagar una muerte con la suya. ¿Cómo podéis dudarlo? ¿Quién había aquí afuera? ¿Quién había discutido con Brien de Soulis o quién se sentía agraviado por él? ¿Le sorprendemos al lado de un muerto sin que hubiera nadie más en el claustro y aún seguís dudando?

Cadfael tuvo la impresión de que el amargo convencimiento de Felipe estaba arrastrando incluso al rey. El soberano no tenía ningún motivo para creer en las protestas de inocencia de un joven desconocido, el cual pertenecía por si fuera poco al otro bando y era sospechoso de haberle robado a un útil combatiente que tan señalados servicios le había prestado. Por consiguiente, era comprensible que quisiera descargar aquella carga sobre otros hombros y regresar cuanto antes a los asuntos de la guerra. La mera insinuación de que no estaba haciendo cumplir las leyes en sus propios dominios lo inducía a entregar a Yves a las autoridades seculares y a desentenderse por entero de su suerte.

—Yo tengo algo que decir —dijo la emperatriz, levantando la voz para que se la oyera con toda claridad—. Esta conferencia se convocó con la premisa de que los salvoconductos entregados por ambas partes nos permitirían reunimos sin temor. Cualquier cosa que haya ocurrido aquí no puede romper el acuerdo. Yo me presenté con un determinado número de personas y me iré mañana con el mismo número, pues todas estaban protegidas por los salvoconductos y no se ha demostrado que ninguna de ellas haya cometido el menor delito, ni este joven asistente ni nadie. Si le ponéis las manos encima, lo haréis sin ningún derecho. Si lo detenéis, seréis unos perjuros y unos felones. Mañana nos iremos los mismos que vinimos.

Dicho lo cual, la emperatriz actuó con gran decisión y, apartando a un lado a los que se interponían en su camino, alargó la mano hacia Yves, rozando desdeñosamente con su manga el brazo del enfurecido Felipe mientras el joven, con la cara más pálida que la cera, correspondía su gesto y daba media vuelta para acompañarla donde ella quisiera. El grupo se dividió para abrirle paso. Felipe la vio mirar con una sonrisa a su escolta y se sorprendió de que el mozo la mirara a su vez con semblante inexpresivo, sin dar la menor muestra de gratitud, adoración o alegría.

Yves regresó a sus aposentos media hora más tarde, pero la emperatriz no permitió que recorriera sin escolta la breve distancia que lo separaba de ellos, por temor a que Felipe o cualquier otro enemigo agraviado tratara de vengarse. Aunque su interés por él, pensó tristemente Yves, probablemente no duraría demasiado. Lo protegería celosamente de cualquier peligro hasta que todo su séquito hubiera emprendido el camino de regreso a Gloucester y después se olvidaría de él. Quería demostrarse a sí misma que tenía poder para garantizarle la inmunidad. De esta manera le pagaría con creces la deuda que creía haber contraído con él. Yves no tendría para ella una importancia permanente.

Y, sin embargo, el roce de su mano con la suya, apartándole arrogantemente de sus enemigos, no había podido por menos que encenderle la sangre en las venas. Pero ahora se le estaba volviendo a enfriar de solo pensar en lo que ella creía de él y más valoraba en él. De entre todos los que le creían sinceramente culpable del asesinato de Brien de Soulis, la emperatriz Matilde era la más convencida. Seguía escuchando la tentadora voz, insinuándole indirectamente una orden. Debió de pensar que aquel fiel seguidor suyo sería como arcilla en sus manos y ella podría conseguir de él cualquier cosa que le insinuara, en la absoluta certeza de que él la comprendería y la obedecería. Y después lo negaría, por supuesto, incluso delante de ella, pues el mozo sabía cuál era su obligación. No se podía hablar de la muerte de De Soulis y tanto menos confesarla.

Nadie le hizo preguntas aquella noche, ni siquiera sus amigos; mejor dicho, sus amigos menos que nadie. Ellos también temían por su seguridad, por lo que permanecieron constantemente a su lado con intención de no perderle de vista hasta que a la mañana siguiente se incorporara al séquito de la emperatriz, camino de Gloucester.

Antes de irse a dormir, Yves recogió sus escasas pertenencias.

—Tengo que irme —dijo sin otra explicación—. Y no hemos conseguido averiguar qué han hecho con Oliveros.

—Yo no he terminado todavía con este asunto —dijo Cadfael—. Pero es mejor que te vayas de aquí y no te preocupes.

—¿Con esta mancha sobre mi nombre? —preguntó tristemente Yves.

—Con eso tampoco he terminado —contestó Cadfael—. Al final, se descubrirá la verdad, pues ésta no puede permanecer perennemente oculta. Puesto que tú no has matado a Brien de Soulis, entre nosotros hay alguien que lo hizo, y quienquiera que descubra su nombre eliminará la sombra que oscurece el tuyo. Si es que hay alguien que de veras te cree culpable.

—Sí, lo hay —dijo Yves, esbozando una doliente sonrisa—. ¡Una persona, por lo menos!

Fue lo máximo que pudo decir sin desvelar el nombre de aquella persona. Cadfael prefirió no insistir.

A la mañana siguiente, todos se fueron, formando distintos grupos. Antes de que sonara la campana de prima, Felipe se fue tan solo como había llegado y sin despedirse de nadie. El rey Esteban asistió primero a misa mayor antes de reunir en torno a sí a todos sus barones y emprender viaje a Oxford. Algunos señores del norte se fueron a asegurar sus tierras antes de prestar su atención al rey o a la emperatriz. Matilde salió hacia Gloucester a media mañana. Había preferido esperar a que su rival abandonara la ciudad, pues no quería que este aprovechara la ocasión para obtener apoyos a su espalda.

Cuando el grupo se empezó a reunir, Yves se encaminó solo a la iglesia y Cadfael, siguiéndole a una discreta distancia, lo encontró arrodillado junto a un altar del crucero, rezando con devoción antes de la partida. La desolada expresión del rostro del joven lo indujo a acercarse un poco más, prescindiendo de la discreción. Yves oyó sus pasos y se volvió para dirigirle una leve sonrisa antes de levantarse.

—Ya estoy preparado —dijo.

La mano apoyada en el banco lucía una sortija que Cadfael jamás había visto. Un estrecho aro de oro trenzado, tan pequeño y sencillo que el muchacho había tenido que ponérselo en el dedo meñique. El tipo de obsequio que una mujer le podía hacer a un paje como recompensa a cambio de algún servicio especial. Yves observó la dirección de la mirada de Cadfael e hizo instintivamente ademán de apartar la mano, pero lo pensó mejor y la dejó donde estaba. Después bajó la mirada y contempló el fino aro con semblante inexpresivo.

—¿Te lo ha regalado ella? —preguntó Cadfael, comprendiendo que le estaba permitido hacer aquella pregunta y que el joven incluso la esperaba.

Medio resignado y medio agradecido, Yves se limitó a contestar:

—Sí. —Después añadió—: Intenté rechazarlo.

—Anoche no lo llevabas —dijo Cadfael.

—No, pero ahora ella esperará que… No tengo valor para enfrentarme con ella y rechazarlo —explicó tristemente Yves—. Cuando ya estemos a medio camino de Gloucester, ella ya se habrá olvidado por entero de mí y entonces podré donar la sortija a algún santuario… o regalársela a algún pordiosero del camino.

—¿Y eso por qué? —preguntó Cadfael, hurgando deliberadamente en la herida—. ¿Ha sido acaso por algún servicio prestado?

Yves volvió bruscamente la cabeza como si quisiera dirigirse al pórtico, pero antes añadió en voz baja:

—Era inmerecido. No me lo había ganado.

Todos se habían ido, los últimos cortesanos y capitanes, los reyes y los hacedores de reyes, los dos obispos visitantes, Nigel de Ely a su propia diócesis y Enrique de Blois con su regio hermano a Oxford antes de proseguir viaje a su sede de Winchester. Se habían ido sin haber resuelto ni acordado nada y sin haber dado ningún paso hacia la lejana paz. Un muerto yacía en la capilla mortuoria del priorato hasta que lo colocaran en un ataúd y lo enviaran al lugar donde su familia, en caso de que la tuviera, decidiera enterrarlo. El gran patio estaba más tranquilo que de costumbre, pues aún no se habían reanudado los habituales intercambios entre la ciudad y el priorato tras la partida de la doble corte de un país todavía dividido.

—Quedaos uno o dos días más —le rogó Cadfael a Hugo—. Hacedme este favor, pues, si regreso con vos, habré cumplido las condiciones. Bien sabe Dios que no rebasaría el límite que me ha sido impuesto si pudiera. Es posible que un solo día me baste para averiguar lo que quiero saber.

—¿Aunque el rey, la emperatriz y sus respectivos seguidores hayan alegado ignorar el paradero de Oliveros? —preguntó suavemente Hugo.

—A pesar de eso. Aquí había más de uno que lo sabía —dijo Cadfael sin dudarlo ni por un instante—. Pero, además, está la cuestión de Yves, Hugo. Cierto que la emperatriz lo ha cubierto con su manto protector y se lo ha llevado consigo, pero ¿creéis que es suficiente? No respiraré tranquilo hasta que se descubra quién cometió el hecho que él no cometió. Concededme unos cuantos días más y dejadme, por lo menos, reflexionar un poco acerca de esta muerte. He pedido a los monjes de aquí que me digan todo lo que saben sobre la rendición de Faringdon. Dadme tiempo, por lo menos, para que corra la voz y obtenga una respuesta en caso de que alguien de aquí me la pueda dar.

—Puedo alargar mi estancia uno o dos días —dijo Hugo en tono dubitativo—. Y lamentaría mucho tener que irme sin vos. A ver si, por lo menos, podemos tranquilizar al muchacho y echarle la culpa a quien corresponda. Siempre y cuando se considere un grave delito haber borrado a De Soulis de la faz de la tierra. ¡No, no digáis nada! Un asesinato es un asesinato y daña tanto al autor como a su víctima. No es cosa que pueda tomarse a la ligera, quienquiera que sea el muerto. ¿Queréis volver a echarle un vistazo? Una certera herida en el pecho, no una emboscada por la espalda. Pero el claustro estaba muy oscuro. El asesino sabía manejar muy bien la espada y, oculto en la oscuridad, debió de cumplir su tarea sin ninguna dificultad.

Cadfael lo pensó un poco.

—Sí, vamos a echar otro vistazo a ese hombre. ¿Tenía alguna pertenencia? ¿Están todavía bajo la custodia del prior? ¿Creéis que podríamos rogarle que nos las mostrara?

—El obispo lo podría autorizar. Le hace tan poca gracia como a vos tener a un asesino suelto dentro de este recinto.

Brien de Soulis yacía sobre la lápida de piedra de la capilla, cubierto con una sábana de lino, pero todavía sin amortajar. Las manos de los carpinteros aún estaban haciendo el ataúd. Alguien había dejado dinero para que se celebrara un solemne funeral. ¿Felipe tal vez?

Cadfael apartó la sábana para examinar la herida, que ahora era una simple hendidura negroazulada de bordes ligeramente desgarrados y longitud no superior a la uña de un dedo pulgar. El cuerpo, que no mostraba ninguna otra señal, era muy musculoso y bien proporcionado y el rostro conservaba su displicente hermosura, pero estaba tan duro y frío como el alabastro.

—Eso no lo hizo una espada —sentenció Cadfael sin el menor asomo de duda—. La sangre lo ocultaba cuando lo hemos encontrado en el claustro. Eso se ha hecho más bien con una daga no demasiado larga, pero lo suficiente como para penetrar en el corazón. Y de hoja muy fina, por cierto. La empuñadura ni siquiera lo rozó. El arma se clavó y retiró enseguida, antes de que empezara a brotar la sangre y manchara al agresor. Es inútil buscar ropa manchada de sangre, pues una herida tan fina no mana como una fuente. Cuando la sangre empezó a salir con fuerza, el atacante ya se había retirado.

—¿Y creéis que no esperó un poco para asegurarse de la eficacia de su trabajo? —preguntó Hugo.

—Ya estaba seguro. Debía de ser alguien muy frío, experto y decidido. —Cadfael volvió a cubrir el inmóvil rostro con la sábana—. Aquí no hay nada más. ¿Vamos a ver otra vez el lugar donde ocurrieron los hechos?

Cruzaron el pórtico sur y salieron al pasillo norte del claustro. El cuerpo había sido encontrado a la altura del tercer gabinete, con los pies casi rozando el umbral. Todavía se observaba una mancha ligeramente rosada, de aproximadamente una mano de anchura, en el lugar donde la sangre había resbalado bajo su costado derecho sobre las baldosas. Alguien se había apresurado a limpiarla, pero la huella aún resultaba claramente visible.

—Sí, es aquí —dijo Hugo—. Aunque en la piedra no quede ninguna señal, apuesto a que no hubo lucha. El agresor lo pilló por sorpresa.

Ambos se sentaron juntos en el gabinete para intentar reconstruir la escena.

—Lo atacaron de frente —dijo Cadfael— y, cuando el agresor extrajo la daga, él cayó hacia delante desde el gabinete al pasillo. Debía de estar esperando a alguien aquí dentro. Iba armado con la espada y la daga, lo cual quiere decir que no se dirigía al rezo de completas. Si se citó con alguien en este lugar, debió de ser con alguien de quien se fiaba, pues, de lo contrario, no se habría acercado tanto a él. Si hubiera sido Yves —aunque nosotros sabemos que no fue él—, De Soulis hubiera desenvainado la espada mucho antes de que el chico se pusiera a su alcance. La hostilidad abierta que existía entre ambos no debía de ser la única. Dentro de estos muros debía de haber cincuenta almas que odiaban a ese hombre por lo que había hecho en Faringdon. Muchos de los que estaban aquí y escaparon a tiempo y muchos otros seguidores de la emperatriz que no estaban aquí, pero le odiaban por su traición. Seguramente recelaba de cualquier hombre al que no conociera muy bien y solo se fiaba de los nombres de su propio bando.

—Y cometió una fatal equivocación —dijo Hugo.

—¿Cómo puede la traición enfrentarse con una contratraición? Él traicionó a la emperatriz y ahora uno de los suyos lo ha traicionado a él. Y se ha engañado tanto como ella se engañó con él. Son cosas que ocurren.

—Supongo —dijo Hugo, estudiando a su amigo con el semblante muy serio— que nosotros podemos aceptar y aceptamos que todo lo que ha dicho Yves es cierto. Yo estoy dispuesto a creerlo porque le conozco. Pero ¿no os parece que tendríamos que tomar en consideración lo que puedan haber pensado los que no lo conocen?

—Por supuesto que sí, aunque ello no nos podría inducir a dudar. Cierto que nadie ha reconocido haberle visto entre los últimos que entraron en la iglesia, pero es muy posible que nadie le viera. Dice que llegó con retraso y que no habló con nadie porque el oficio ya había empezado. Se situó en un oscuro rincón junto al pórtico y por eso fue uno de los primeros en salir para dejar el camino libre a los que le seguían. Oímos su grito de alarma y sorpresa cuando tropezó con el cuerpo. Si no hubiera asistido al rezo de completas y hubiera tenido tiempo suficiente para actuar mientras casi todo el mundo estaba en la iglesia, ¿por qué razón hubiera gritado? ¿Para aparentar inocencia tal como Felipe insinuó? Yves es muy listo, pero carece de astucia. Teniendo todo el claustro a su espalda, disponía de tiempo suficiente para escabullirse y dejar que otros descubrieran al muerto. No iba armado y su espada se encontró, tal como él había dicho, en su cuarto, limpia y envainada y sin la menor señal de manchas de sangre. Felipe dijo que aprovechó el rezo de completas para utilizar la espada, limpiarla y volver a dejarla en su sitio. Pero yo examiné la hoja y no vi el menor rastro de sangre. No, si hubiera aprovechado el rezo de completas para cometer su acción, no hubiera lanzado el grito de alarma sino que hubiera tenido buen cuidado de alejarse del muerto y situarse más bien entre los testigos.

—Y, si salió de la iglesia tal como él dice, no tuvo tiempo de matarlo y, además, no llevaba ni espada ni daga.

—Por supuesto. Creo que vos sabéis, como yo, que la muerte se produjo un poco antes, aunque es difícil saber cuándo. La víctima había tenido tiempo de sangrar, aún se ve la huella del charco que se formó debajo de su cuerpo. No, tranquilizaos. Lo que sabéis del muchacho es cierto.

—Y casi todos los que se hospedaban en ésta inmensa casa se encontraban en la iglesia —dijo Hugo en tono pensativo—. Aunque quizá no estuvieran todos. Y, tal como vos decís, aquí la víctima tenía enemigos y uno de ellos por lo menos era mucho más discreto y peligroso que Yves.

—Alguien —dijo Cadfael, completando la conjetura— de quien no recelaba. Alguien que se acercó a él y no despertó ninguna sospecha, pues él le debía de estar esperando en este gabinete, salió confiadamente a su encuentro y fue atacado en el mismo umbral.

Hugo evocó en silencio el ángulo de la caída, la posición del cuerpo en el suelo y el siniestro borde de la mancha de sangre, y no pudo descubrir el menor fallo en la reconstrucción de los hechos. En sus bienintencionados esfuerzos por conseguir reconciliar todo el poder, la fuerza y la pasión de los bandos enfrentados, los obispos habían creado involuntariamente dentro de aquellos muros una gran caldera de odio y maldad junto con distintas posibilidades de ulteriores traiciones.

—Habrá más intrigas y maquinaciones —añadió Hugo con aire resignado—. Si dos se reunieron aquí en secreto mientras todos los demás asistían al oficio, no debían de tramar nada bueno. ¿Qué otra cosa podemos hacer aquí? ¿Decís que queréis ver las pertenencias de De Soulis? Venid, vamos a hablar con el obispo.

—Las pertenencias que poseía este hombre —dijo el obispo— se encuentran bajo mi custodia y estoy esperando las disposiciones de su hermano desde Worcester sobre el entierro. Estoy seguro de que su hermano se hará cargo de todos estos objetos. Pero, si vosotros creéis que el examen de sus efectos personales puede arrojar alguna luz sobre la forma en que murió, conviene que los examinemos. No podemos pasar por alto ningún medio de descubrir la verdad. ¿Vosotros estáis plenamente convencidos de que el joven que nos llamó a gritos no es culpable de la muerte? —preguntó ansiosamente el obispo.

—Mi señor —contestó Hugo—, por lo que yo sé de él, es el ser más incapaz de engaño y malicia que jamás he conocido en mi vida. Vos mismo le visteis el día en que llegó, cómo desmontó de su caballo y se fue directamente hacia su enemigo para enfrentarse cara a cara con él. Ésa es su forma de actuar. Además, no llevaba armas encima. Vos no le conocéis como nosotros, pero tanto fray Cadfael como yo estamos completamente seguros de su inocencia.

—Sea como fuere —convino el obispo—, no estará de más examinar el equipaje del difunto por si algo pudiera arrojar alguna luz sobre lo que se proponía hacer al salir de aquí o sobre los asuntos que se llevaba entre manos. ¡Muy bien, pues! Las alforjas están aquí, en el cuarto de las vestiduras.

En la cuadras había también un espléndido caballo que sería entregado, junto con todo lo demás, al hermano menor de De Soulis en Worcester. El obispo desabrochó las correas de la primera bolsa con sus propias manos y la colocó en un banco.

—Uno de los monjes recogió las pertenencias y lo trajo todo aquí desde la hospedería donde el difunto se alojaba. Podéis examinarlo —dijo el prelado, quedándose en la estancia tal como era su deber, siendo ahora el responsable de todo lo que se hiciera con aquellos objetos.

Cuando las extendieron sobre el banco, tratándolas con el cuidado debido a las posesiones de los demás, observaron que las pertenencias de Brien de Soulis eran de una austeridad espartana. Unas mudas de camisa y calzón, los objetos de aseo necesarios para un caballero y una bolsa de dinero muy bien provista. Estaba claro que viajaba muy ligero de equipaje y era un hombre muy ordenado. En una bolsa de cuero de la segunda alforja había una caja de compartimientos que contenía mecha y pedernal, cera y sello. Los hombres de cierta alcurnia que viajaban a lejanos lugares, jamás lo hacían sin su sello personal. Hugo lo sostuvo en la palma de su mano para que el obispo lo examinara. El sello, bellamente labrado, era un cisne de curvado cuello que miraba a la izquierda y estaba enmarcado por dos renuevos de sauce.

—Eso es suyo —confirmó Hugo—. Lo vimos en la hebilla del cinto de la espada cuando trasladamos el cuerpo. Pero grabado en relieve y mirando hacia el otro lado, claro. Y ya no hay nada más.

—Un momento —dijo Cadfael, buscando a tientas a lo largo de las costuras de la bolsa vacía—. Aquí al fondo hay un pequeño objeto. —Lo sacó y lo acercó a la luz—. ¡Otro sello! ¿Para qué necesitaba dos durante el viaje?

—¿Para qué, en efecto? El riesgo de llevar dos, en caso de que hubiera mandado labrar dos, equivalía a correr el peligro de que uno de ellos se extraviara o fuera robado y a la posibilidad de que cayera en manos del enemigo o de un estafador y de que fuera utilizado en perjuicio de su propietario.

—No es el mismo —observó Hugo, acercándolo a la ventana para examinarlo con más detenimiento—. Es una lagartija semejante a un pequeño dragón… no, una salamandra, pues se encuentra rodeada de toda una serie de llamas puntiagudas. No hay reborde sino tan solo una línea en el extremo. El grabado es muy profundo… lo cual significa que no se ha utilizado demasiado. Jamás lo había visto. ¿Vos lo conocéis, mi señor?

El obispo lo estudió, sacudiendo la cabeza.

—No, me es desconocido. ¿Con qué propósito debía de llevar otro sello personal? A no ser que el propietario se lo hubiera confiado para que lo utilizara en representación suya en algún documento.

—Aquí no, por supuesto —dijo tristemente Hugo—, pues no ha habido ningún documento que sellar ni se ha llegado a ningún acuerdo acerca de nada, por desgracia para nosotros. ¿Vos le veis algún significado, Cadfael?

—Un hombre puede desprenderse de muchas cosas, pero no es muy probable que se separe de su sello —contestó Cadfael—. En él está su sanción, su honor y su reputación. En caso de que se lo confíe a un amigo íntimo, lo más normal es que éste lo guarde cuidadosamente y no lo deje tirado de cualquier manera en un rincón de su alforja. Sí, Hugo, me gustaría mucho averiguar a quién pertenece este objeto y cómo llegó a las manos de De Soulis. Su historia reciente no lo muestra como un hombre de quien los amigos pudieran fiarse demasiado, y tanto menos como un hombre a quien alguien pudiera convertir en representante de su honor.

Cadfael estudió el pequeño objeto que sostenía en la mano. Era un pequeño círculo de diámetro equivalente a la longitud de la primera articulación de su pulgar, provisto de un mango de lustrosa madera oscura que encajaba perfectamente en la palma de la mano. El grabado era muy preciso y las llamitas estaban finamente cinceladas. La cabeza con la boca abierta y la lengua fuera miraba a la izquierda. El positivo miraría a la derecha. Las imágenes que son como el reflejo de otras, los rostros secretos de los seres reales, contienen significados aterradores. Cadfael tuvo la sensación de que las pequeñas llamas que ascendían alrededor de la salamandra estaban quemando los dedos de quienes las tocaban y pidiendo a gritos que las identificaran y comprendieran.

—Mi señor obispo —dijo muy despacio—, ¿os lo puedo pedir prestado bajo mi juramento de devolvéroslo a no ser que encuentre a su legítimo propietario? En lo más hondo de mi conciencia, siento esta necesidad. O, si tal cosa no me fuera permitida, ¿podría dibujarlo con todo detalle para mostrar el dibujo?

El obispo le dirigió una larga y penetrante mirada y después contestó con deliberada lentitud:

—Por lo menos una copia no podrá causar ningún daño, aunque apenas tendréis ocasión de indagar acerca de su muerte o del paradero de los prisioneros que estáis buscando, si, tal como yo supongo, pensáis regresar a Shrewsbury ahora que la conferencia ha terminado.

—No estoy muy seguro de que vaya a regresar a casa, mi señor —dijo Cadfael.