IV

iente —repitió Yves con el rostro todavía arrebolado por la furia, contemplando con displicencia el frugal almuerzo de la mesa del priorato—. No se retiró de las deliberaciones ni un solo instante —añadió, comiendo, sin embargo, con la voracidad propia de un joven—. ¿Cómo es posible creer que él no se quedara con ningún trofeo o qué se conformara con menos que lo mejor? Sabe muy bien quién retiene a Oliveros, pero si Esteban no puede, ¡o no quiere!, obligarlo a hablar, ¿quién podrá conseguir que lo haga?

—Hasta un mentiroso —sentenció Hugo—, ¡pues doy por sentado que probablemente lo es!, puede decir la verdad de vez en cuando. Parece ser que muy pocos o quizá nadie sabe qué fue de Oliveros. He estado indagando sin resultado y estoy seguro de que Cadfael habrá mantenido los oídos muy atentos entre los monjes. Creo que el obispo hará sus propias averiguaciones tras haber oído lo que tú has dicho esta mañana.

—Yo que tú —dijo Cadfael en tono meditabundo—, no expondría esta cuestión en la sala capitular. Es cierto que el rey y la emperatriz tendrán que decir algo y que a ninguno de los dos les hará la menor gracia que los incordien con preguntas sobre el destino de un escudero extraviado en un momento en que sus fortunas se están pesando en la balanza. Indaga más bien entre los que estaban en Faringdon. Yo hablaré con el prior. Los oídos monásticos suelen captar los rumores que circulan mucho mejor que los profanos, precisamente por el silencio que están obligados a guardar.

Pero Yves seguía en sus trece y no había modo de convencerlo.

—El traidor De Soulis lo sabe y yo se lo sacaré de la manera que sea, aunque se lo tenga que arrancar del corazón. ¡Ni digáis nada! —dijo el muchacho, adelantándose a cualquier cosa que Cadfael pudiera estar a punto de decir—. Ya sé que aquí está prohibido y no puedo tocarlo.

¿Por qué habría dicho como el que no quiere la cosa lo que todos sabían, se preguntó Cadfael, como si, en lugar de tranquilizar a otros, quisiera más bien recordárselo a sí mismo? ¿Y por qué aquella mirada normalmente sincera parecía volverse cautelosamente hacia adentro como si contemplara algo vagamente comprendido e infinitamente inquietante?

Fray Cadfael salió al bullicioso patio para dirigirse a la iglesia del priorato. Los dignatarios aún no se habrían levantado de la mesa para reanudar las discusiones de las que tan pocos resultados provechosos cabía esperar. Por consiguiente, disponía de tiempo para retirarse a un apartado rincón y aislarse un rato del mundo. Pero los rincones apartados no abundan demasiado, ni siquiera en la iglesia. Varios personajes de menor rango también habían considerado oportuno reunirse allí para hablar sin que nadie les oyera y ahora estaban conversando muy quedo junto a los altares y los gabinetes del claustro. Los clérigos visitantes estaban recorriendo la nave y el coro de la iglesia o admirando los ornamentos de los altares y algunos monjes que regresaban a sus ocupaciones tras la media hora de descanso del mediodía caminaban en silencio entre los forasteros. Delante del altar mayor, Cadfael vio a una joven con las manos modestamente cruzadas y los ojos inclinados al suelo. ¿Rezando tal vez? Cadfael lo dudaba. La lámpara del altar arrojaba una rosada luz sobre su leve y confiada sonrisa y el hombre que se encontraba a su lado le hablaba discreta y respetuosamente al oído, curvando las comisuras de los labios hacia arriba en una misteriosa sonrisa no menos enigmática. ¡Bueno! Una agraciada doncella entre tantos apuestos jóvenes, prácticamente la única de su sexo y edad en medio de aquella asamblea masculina, bien podía disfrutar de su privilegio y aprovechar las oportunidades que se le ofrecieran. Cadfael la había visto acompañando a misa a la emperatriz aquella mañana con el libro de oraciones imperial y un fino chal de lana por si a su señora le entrara frío en aquella vasta cueva de piedra antes de que finalizara el servicio. Le habían dicho que era la sobrina de la otra dama de compañía. Las tres damas, una de estirpe real y las otras dos pertenecientes a una baronía, eran las únicas mujeres entre toda la nobleza del país reunida en aquel lugar. Más que suficiente para que a una doncella le diera vueltas la cabeza.

Aunque, por su parte y su postura y por la seguridad con la cual escuchaba sin dar ninguna respuesta, Cadfael juzgaba que no estaría dispuesta a hacer la menor concesión ni a perder de vista sus verdaderas oportunidades. Escucharía y sonreiría e incluso insinuaría la posibilidad de ir un poco más lejos, pero su sensatez estaba asegurada. Habiendo más de cien jóvenes que la podían ver, admirar y halagar con sus atenciones, no era probable que los primeros y más audaces consiguieran gran cosa antes de que todos los restantes hubieran tenido ocasión de mostrar sus cualidades. Era lo bastante joven como para deleitarse con aquel juego y lo bastante astuta como para sobrevivir incólume.

Ahora la muchacha recordó la hora que era y las exigencias de su servicio y se retiró para acompañar de nuevo a su señora hasta la entrada de la sala capitular. Caminaba con paso lo suficientemente rápido y decidido como para dar a entender que no le importaba demasiado que su galanteador la siguiera o no, pero no tanto como para dejarle rezagado. Hasta aquel momento, Cadfael no había reconocido al hombre. El primero y el más audaz… sí, seguramente lo era. La rubia cabeza, el elegante y confiado paso y la sutil sonrisa medio condescendiente de Brien de Soulis siguió a la muchacha hasta el exterior de la iglesia con arrogante compostura, tan seguro de que no tenía por qué darse prisa y de que ella acudiría a su llamada cuando él quisiera como lo estaba ella de que podría jugar con él y después rechazarle sin el menor miramiento. Cabía hacer toda suerte de conjeturas acerca de cuál de aquellas dos presuntuosas criaturas se impondría sobre la otra.

Cadfael sintió la suficiente curiosidad como para seguirles hasta el patio. La otra dama de compañía había salido de la hospedería para ir en busca de su sobrina. Al ver a los jóvenes, los contempló con expresión impasible y se volvió para entrar de nuevo en la hospedería, girando la cabeza para asegurarse de que la muchacha la seguía. De Soulis se detuvo para inclinarse ante ambas en cortés reverencia y después se encaminó muy despacio hacia la sala capitular. Cadfael regresó al jardincillo del claustro y empezó a pasear por el reseco césped invernal con aire ensimismado.

La dama de la emperatriz no podía en modo alguno aprobar los coqueteos de su sobrina con un traidor y renegado de su señora. Seguramente reprendería a la joven por su locura. O, a lo mejor, la conocía lo bastante como para saber que era muy astuta y no haría nada capaz de poner en peligro su prometedor futuro en la casa de la emperatriz.

En fin, sería mejor que empezara a pensar en otros asuntos mucho más graves que las andanzas de una doncella a la que jamás había visto anteriormente. Ya era casi la hora del comienzo de la reunión de los dos bandos enfrentados. ¿Cuántos de los participantes de ambos bandos buscaban sinceramente la paz? ¿Y cuántos preferían alcanzar una victoria total por medio de la espada?

Cuando Cadfael se acercó todo lo que pudo a la puerta de la sala capitular, le pareció que esta vez el obispo De Clinton había cedido la presidencia de la sesión al de Winchester, quizá en la esperanza de que aquel poderoso prelado ejerciera más influencia en aquellas obstinadas mentes gracias a su sangre real y al prestigio adquirido en su calidad de recién nombrado legado papal en el reino de Inglaterra. El obispo Enrique se estaba levantando para pedir orden en la asamblea cuando unos apresurados pasos y una brusca, pero cortés petición de paso indujo a los espectadores del exterior a abrir camino a un recién llegado de elevada estatura, el cual se dirigió al centro de la sala capitular sin haberse quitado todavía la capa ni las botas de montar. A su espalda, en el patio, un mozo estaba conduciendo su caballo hacia las cuadras, mientras el rumor de los cascos se perdía poco a poco en la distancia.

El desconocido avanzó en silencio por el espacio que separaba a los representantes de ambos bandos, hizo una respetuosa reverencia ante el obispo que presidía la sesión, el cual la recibió con el ceño fruncido y una levísima inclinación de la cabeza, y se inclinó para besar la mano del rey sin poner en peligro ni por un instante su severa dignidad. El rey le sonrió con visible complacencia.

—Majestad, os pido perdón por el retraso. Tuve cosas que hacer antes de abandonar Malmesbury. —Hablaba en voz baja, pero con toda claridad—. Mis señores, os ruego disculpéis mi aspecto manchado por el polvo del camino. Esperaba poder presentarme ante esta asamblea en mejor estado, pero el retraso me ha impedido demorarme por más tiempo.

Se había dirigido a los obispos con respetuosa cortesía, pero a la emperatriz no le había dedicado ni una sola palabra, aunque le había hecho una ceremoniosa reverencia en la cual había quedado claramente de manifiesto toda la altiva arrogancia de su naturaleza. Había pasado por delante de su padre sin dirigirle ni una sola mirada, pero ahora se volvió y le miró con distante indiferencia como si jamás en su vida lo hubiera visto.

Era Felipe FitzRobert, el hijo menor del conde de Gloucester, al cual se parecía bastante, aunque ambos tenían distinta complexión. El muchacho era largo y nervudo, de movimientos bruscos, pero llenos de gracia y tez suavemente morena. Por encima de los rectos trazos de sus negras cejas, una despejada frente se elevaba hasta el nacimiento de su ondulado cabello y, por debajo de ellas, sus ojos brillaban como ardientes rescoldos. Pero el parecido era inequívoco, sobre todo en sus largos y apasionados labios y en el firme perfil de la mandíbula. Era la imagen de otra generación llevada hasta su máximo límite. Lo que en el padre era simple constancia, sería pura obstinación en el hijo.

Al parecer, su llegada había suscitado en los reunidos un curioso desconcierto que solo su iniciativa podría borrar. El joven se tomó la molestia de aliviar la momentánea tensión, haciendo un gesto de disculpa con la mano e inclinando la cabeza ante los obispos.

—Mis señores, os ruego que prosigáis, pues ya me retiro.

Dicho lo cual, se adentró en las filas de los seguidores del rey Esteban y se confundió con ellos en la parte de atrás. Aun así su presencia se palpó casi en el aire, provocando contracciones de columnas vertebrales, silbidos en los oídos y pelos erizados en las nucas. Muchos habían asegurado que no se atrevería a presentarse en el lugar en el que se encontraban su agraviado progenitor y su traicionada señora. Pero, por lo visto, había muy pocas cosas que el joven no se atreviera a hacer con una compostura tan impecable que nadie hubiera podido calificar de insolencia.

Había conseguido alterar incluso al obispo de Winchester, el cual solo vaciló un instante y enseguida elevó su autoritaria voz para convocar a los presentes a la oración y a la consideración de los graves asuntos por los cuales se encontraban allí reunidos.

De momento, los dos principales interesados no habían hecho otra cosa que no fuera exponer los fundamentos de sus respectivos derechos al trono. Ya era hora de que empezaran a revelar hasta dónde estaba dispuesto a llegar cada uno de ellos en el reconocimiento de las aspiraciones del otro. El obispo Enrique se acercó a la emperatriz con mucha circunspección. Sabía por experiencia lo imposible que resultaba manipular su voluntad y muchas veces se había roto la frente contra la muralla inexpugnable de su obstinación. Y sabía, por encima de todo, que no tenía que tratarla con el título de condesa de Anjou que ella consideraba indigno de su condición de hija de un rey y consorte de un emperador.

—Señora —dijo el obispo con semblante muy grave—, vos conocéis la necesidad y la urgencia. Este reino lleva demasiado tiempo desgarrado por las disensiones y, sin una reconciliación, difícilmente se podrán sanar las heridas. Unos primos reales deberían poder convivir en armonía. Os suplico que consultéis con vuestro corazón y nos hagáis saber qué camino debemos seguir para poner término a esta lamentable devastación de vidas y tierras.

—Ya he dedicado muchos años a pensar en estas mismas cuestiones —dijo secamente la emperatriz— y me parece que la verdad está más clara que el agua y que, por mucho que la examinemos, nadie la podrá cambiar y ningún argumento la podrá convertir en mentira. Es exactamente la misma que cuando mi padre murió. Era el rey legítimo e indiscutible y, debido a la muerte de mi hermano, yo era el único vástago vivo de su matrimonio con su legítima esposa Matilde, hija a su vez del rey de los escoceses. No hay nadie de los presentes que no lo sepa. Nadie en Inglaterra podría atreverse a negarlo. ¿Qué otro heredero de su reino hubiera podido haber a la muerte de mi padre?

Ni una sola referencia, por supuesto, pensó Cadfael aguzando el oído al otro lado de la puerta, a la docena larga de hijos bastardos que su anciano progenitor había repartido por el reino como fruto de sus relaciones con otras mujeres. Ésos no contaban, ni siquiera el mejor de ellos, el que había permanecido constantemente a su lado y la había apoyado en su lucha, hubiera podido superar a los dos regios contendientes, aun en el caso de que su genealogía hubiera cumplido las exigencias de las leyes y costumbres normandas. En Gales, Roberto de Gloucester, como hijo mayor de su padre, hubiera tenidos todos los derechos.

—Sin embargo, para estar más seguro —prosiguió diciendo la orgullosa y dominante voz de la emperatriz—, mi padre el rey dejó resuelta la cuestión de la sucesión nueve años antes de su fallecimiento, reuniendo en su corte en ocasión de la Natividad a todos los nobles de su reino con el fin de que me juraran solemnemente lealtad como heredera suya y futura reina, descendiente de catorce reyes. Y eso hicieron todos ellos hasta el último hombre. Mis señores obispos, fue Guillermo de Corbeil, el entonces arzobispo de Canterbury, el que primero les tomó juramento. Mi tío, el rey de los escoceses, fue el segundo. Y el tercero que me juró lealtad —añadió, levantando una voz tan afilada como una daga— fue mi primo Esteban, el que ahora viene aquí, exponiendo argumentos de legitimidad en contra de mi persona.

Se oyeron unos murmullos de voces nerviosas y exculpatorias por un lado y enfurecidas por otro.

—Éste no es el lugar más idóneo para plantear cuestiones pasadas —dijo con firmeza el obispo—. Ya ha habido suficientes, y no solo por una parte. Ahora nos encontramos en el lugar donde nos dejaron los fallos y las traiciones de distinto origen y tenemos que seguir adelante a partir de ahí, pues no nos queda otro remedio. Nuestro deber es sentar las bases que ahora nos permitan deshacer los entuertos. Tengámoslo en cuenta en todo lo que digamos y no busquemos venganzas por hechos pasados.

—No se puede renunciar a lo que no se tiene —gritó una voz de las últimas filas del bando de Esteban.

Inmediatamente se levantaron otras voces a uno y otro lado, profiriendo provocaciones, insultos y burlas hasta que Esteban descargó su puño sobre el brazo de su asiento y pidió orden con voz tronante sobre el trasfondo de las indignadas súplicas del obispo.

—Mi imperial prima tiene derecho a decir lo que quiera —proclamó con firmeza el rey— y lo ha hecho con gran audacia. Por mi parte, tengo algo que decir sobre los símbolos que, más que imponer un derecho a la corona por decreto, lo confieren y confirman. Para que la condesa de Anjou pudiera heredar la corona que ahora reclama por herencia, sería necesario privarme a mí de algo que ya tengo por haber sigo ungido, consagrado y coronado. La lealtad que a ella le prometieron, yo la pedí y la gané con justicia. El óleo que me consagró no se puede desperdiciar. Ése es el derecho que yo reclamo y poseo. Y lo que poseo, no lo pienso ceder. Y tampoco pienso renunciar a nada de lo que he ganado. No haré la menor concesión.

Una vez dicho lo que ambas partes habían dicho, la una reclamando sus derechos de sangre y la otra los adquiridos a través del reconocimiento eclesiásticos y secular y de la investidura, ¿de qué hubiera servido decir otras cosas? Y, sin embargo, lo intentaron. Tras su intervención, les tocó el turno a las voces más moderadas que no instaron a los rivales a perdonarse y amarse como hermanos o, mejor dicho, como primos, sino que se limitaron a exponer escuetamente los brutales hechos, pues, como se prolongara el estancamiento y prosiguiera la devastación, señaló Roberto Bossu con toda claridad, al final no quedaría nada que anexionar o retener sino tan solo una desolación absoluta, sobre cuyas cenizas y rescoldos se sentaría el vencedor, si tal se considerara el superviviente. No le hicieron el menor caso. La emperatriz, sabiendo que su esposo y su hijo mantenían firmemente en su poder toda Normandía y que casi todos aquellos nobles ingleses tenían tierras que proteger allí y que, para ello, no tendrían más remedio que conservar el fervor de la casa de Anjou, no abrigaba la menor duda a propósito de su victoria en Inglaterra. Y Esteban, plenamente consciente de su poder en Inglaterra después de las cuantiosas ganancias de aquel año, estaba igualmente seguro de que todo lo demás caería en sus manos y se mostraba dispuesto a arriesgar cualquier cosa que pudiera ocurrir allende el mar, en la certeza de que ya lo podría resolver más adelante.

Las voces de la fría razón estaban hablando, como de costumbre, a unos oídos sordos. Ahora lo único que estaban haciendo los representantes de ambos bandos era intercambiarse acusaciones. Enrique de Winchester procuraba mantener el equilibrio entre ambas partes y evitar los conflictos declarados, pero más no podía hacer. Cadfael observó que muchos escuchaban con la cara muy seria sin decir nada. Ni una sola palabra de Roberto de Gloucester, ni una sola palabra de su hijo y enemigo Felipe FitzRobert. Mutuamente escépticos, ambos se abstenían de perder el tiempo y gastar saliva en un esfuerzo inútil.

Cuando finalmente se clausuró la estéril sesión, los obispos rogaron a los presentes que, por lo menos aquella noche, se toleraran unos a otros y asistieran juntos a los oficios de vísperas y completas antes de irse cada cual por su camino a la mañana siguiente. Algunos que no estaban muy lejos de sus hogares abandonaron el priorato aquella misma noche, sabiendo que de nada serviría seguir perdiendo el tiempo y tal vez incluso alegrándose de que las inútiles discusiones no hubieran permitido llegar a ningún resultado. Cuando casi todos los hombres sueñan con la victoria total, los pocos que se conformarían con un acuerdo económico, no ejercen la menor influencia. Y, sin embargo, no tendrían más remedio que seguir aquel camino, tal como había dicho Roberto Bossu. Ningún bando vencería y ninguno perdería. Y, al final, se cansarían de desperdiciar el tiempo, las vidas y las tierras.

Pero allí, no. Todavía no.

Cadfael salió a la quietud del anochecer y vio a la emperatriz, cruzando el patio en dirección a sus aposentos, acompañada por la esbelta y delicada figura de Jovetta de Montors y seguida discretamente a dos pasos por la joven Isabeau. Aún disponían de una hora para pensar y descansar antes de vísperas. La dama se conformaría seguramente con los servicios de su propio capellán en lugar de asistir a los oficios en la iglesia del priorato, a no ser, por supuesto, que considerara oportuno presentarse en todo su esplendor en reivindicación de sus legítimos derechos, antes de sacudirse de encima el polvo de los acuerdos y regresar al campo de batalla.

Allí regresarán todos, pensó tristemente Cadfael, después de esta reunión de agravios. Habrá más asedios, incursiones y pillajes y esta pausa solo habrá servido para almacenar nuevas reservas de aliento, energía y odio. Las hogueras arderán durante algún tiempo, pero, al cabo de un año, volverá el cansancio. Y yo no he conseguido averiguar dónde yace cautivo mi hijo y tanto menos cómo emprender el largo viaje de su liberación.

Se encaminó solo hacia la iglesia sin ir en busca ni de Yves ni de Hugo. Ahora había suficientes rincones tranquilos para cualquier alma que buscara la santa soledad y el sonoro silencio de la presencia de Dios. Siempre que entraba en una iglesia que no fuera la suya, echaba de menos por un instante el pequeño altar de piedra y el cincelado relicario donde santa Winifreda estaba y no estaba. El solo hecho de posar los ojos en él bastaba para que se encendiera una llama de esperanza en su corazón. Allí tendría que prescindir de aquel consuelo y someterse a una bendición desconocida. Aun así, siempre había una respuesta para cada necesidad.

Buscó un oscuro rincón del crucero en un angosto saliente de piedra que apenas ofrecía espacio para sentarse, y allí se recogió en paciente silencio y cerró los ojos para evocar mejor el terso rostro aceitunado y los sorprendentes ojos negros con reflejos dorados del hijo de Mariam. Otros hombres engendraban hijos y disfrutaban del gozo de su infancia y adolescencia y de su transformación en adultos. En su vejez, a él solo le había sido dado contemplar al adulto en dos breves apariciones tan repentinas y cegadoras como una visión angélica, concedidas con la misma arbitrariedad con que se habían otorgado. Y él se había alegrado de que así fuera, pues era más de lo que se merecía. Mientras Oliveros andará libre y tranquilo por el mundo, su padre no necesitaba nada más. Pero el hecho de que Oliveros estuviera cautivo, apartado del mundo y privado de la luz, no lo podía resistir. El oscuro hueco que había quedado en el lugar previamente ocupado por él era una ofensa a la verdad.

No supo cuánto rato había permanecido sentado en la oscuridad, contemplando aquel doloroso hueco sin percatarse de la presencia de las personas que a aquella hora entraban y salían del templo. El crucero estaba más oscuro que al principio y su inmovilidad lo hizo invisible para el hombre que entró desde las sombras del claustro a la soledad del interior de la iglesia. Cadfael no había oído sus pisadas. Experimentó un sobresalto cuando un cuerpo lo rozó con su brazo y su rodilla y una mano se extendió súbitamente hacia su hombro para que ninguno de los dos cuerpos perdiera el equilibrio. No hubo la menor exclamación. Solo un instante de silencio mientras los ojos del desconocido se adaptaban a la oscuridad del interior.

—Os pido perdón, hermano —dijo una pausada voz—, no os había visto.

—Porque yo quería que no me vieran —replicó Cadfael.

—Más de una vez yo he deseado lo mismo —dijo la voz sin la menor extrañeza.

La mano apoyada en el hombro de Cadfael hundió fuertemente unos largos y fuertes dedos en su carne y se retiró. Cadfael abrió los ojos y vio una oscura y esbelta figura y un ovalado rostro de pronunciados pómulos y nariz aguileña, estudiándole con sus perspicaces ojos sin dar muestras de reticencia, pero tampoco de piedad. En presencia de un simple hombre que no fuera ni aliado ni enemigo suyo, Felipe FitzRobert contemplaba a la humanidad con una especie de curiosa, pero profunda, percepción de la cual resultaba muy difícil escapar.

—¿Acaso dentro de este sagrado recinto también hay pesares?

—Hay pesares en todas partes —contestó Cadfael—, tanto dentro como fuera. Así es el mundo.

—Bien lo sé yo —dijo Felipe, apartándose un poco a un lado sin quitarle a Cadfael los negros ojos de encima. A su manera, era un hombre muy bien parecido, tal vez demasiado joven como para poder dominar la impresionante inteligencia que albergaba su mente. Aún no habría cumplido los treinta años, la misma edad de Oliveros y, en medio de la semioscuridad de la iglesia, su figura parecía la imagen reflejada en un espejo del hijo de Cadfael.

—Quiera Dios que el pesar se borre de vuestra memoria, hermano —dijo Felipe—, cuando los forasteros abandonemos este lugar y os dejemos por lo menos en paz. Como también nos borraremos nosotros cuando muera en la distancia el rumor del último casco de los caballos.

—Dios lo quiera —dijo Cadfael, sabiendo que no iba a ser así.

Entonces Felipe se volvió y se alejó hacia la relativa luz de la nave del templo. Las velas iluminaron su esbelta y elástica figura en el momento en que rodeó el coro para subir al altar mayor. Cadfael se preguntó por qué razón, en aquel momento de curiosa camaradería en que sin duda el joven le había confundido con un monje de la casa, él no le había preguntado cara a cara al hijo del conde de Gloucester quién retenía prisionero a Oliveros de Bretaña. Y también se preguntó si mantuvo la boca cerrada porque aquél no era el lugar ni el momento o porque temía oír la respuesta.

El rezo de completas, el último oficio del día, que hubiera tenido que significar el cumplimiento del ciclo de adoración y el reconocimiento de los esfuerzos de la jornada, por muy imperfectos que éstos hubieran sido, y de los logros alcanzados, por muy modestos que hubieran sido, solo significó aquella noche una exhibición final de orgullo y arrogancia de un rival contra otro. Si todavía no podían triunfar en el campo de batalla, intentarían por lo menos superarse el uno al otro en esplendor y devoción. Puede que la Iglesia se beneficiara de la generosidad de sus limosnas, pero el reino no ganaría nada.

La emperatriz tampoco quería cederle aquel terreno final a su adversario. Se presentó con sombrío esplendor, acompañada no por sus damas sino por el más joven y apuesto asistente de su casa y seguida de todos sus más poderosos barones, dejando que los componentes de menos rango de su séquito se apretujaran al fondo de la nave del temió. Los tonos dorados y azul oscuro de su regio atuendo poseían el sombrío y acerado brillo de una armadura, y puede que los hubiera elegido a propósito, prescindiendo en tal ocasión de la compañía de las mujeres, las cuales no le hubieran servido de nada en un campo de batalla en el que se consideraba igual a cualquier hombre y en el que ninguna otra mujer se le hubiera podido comparar. Prefería no pensar en la heroica y capacitada esposa de Esteban que ejercía su dominio en el sudeste, conservando intacto el núcleo y el origen de la soberanía de su real consorte.

Esteban entró majestuosamente en el templo con su rubia cabeza descubierta y todo el inconfundible aire de un rey. Tenía a su derecha a un sonriente Ranulfo de Chester, el cual lo acompañaba con posesiva complacencia, como si ostentara un cargo real expresamente creado para un nuevo y valioso aliado. A su izquierda caminaban con más comedimiento su senescal Guillermo Martel y el condestable Roberto de Veré. La larga y confirmada lealtad no precisan de roces de mangas ni de besamanos. Transcurrieron unos minutos, observó Cadfael desde su oscuro rincón del coro, antes de que Felipe FitzRobert se adelantara sin prisas desde el lugar donde había estado esperando meditando y ocupara su puesto entre los seguidores del rey. No intentó acercarse al soberano para que éste se percatara de su presencia, sino que se quedó en las últimas filas donde, a pesar de su discreción, no pasó inadvertido.

Cadfael buscó a Hugo y lo descubrió entre los seguidores del conde de Leicester, que había reunido en torno a sí a todos los jóvenes oficiales de más valía. Pero a Yves no consiguió localizarlo. Había tanta gente en la iglesia cuando empezó el oficio que los más rezagados debieron de tener dificultades para encontrar sitio en algún rincón de la nave o el pórtico. Los rostros estaban ocultos en las sombras, y la oscuridad del exterior visible a través de los ventanales, era como un velo de separación entre el mundo y los oficios que se estaban celebrando en el interior del templo.

Al parecer, los obispos ya se habían resignado al fracaso de sus esfuerzos en favor de la paz, pues las palabras con que Rogelio de Clinton despidió a los fieles estaban teñidas de una solemne tristeza.

—Os ruego que tengáis un poco de paciencia esta noche antes de dispersaros y volver de nuevo vuestros rostros a la guerra y las contiendas. Fuisteis convocados aquí para considerar las dolencias del país y, aunque habéis desesperado de curarlas en estos momentos, no podéis librar vuestras almas del peso de los dolores de Inglaterra. Aprovechad esta noche para seguir rezando y meditando y, si cambiaran vuestros corazones, sabed que nunca es demasiado tarde para hablar y cambiar los corazones de los demás. Tanto vosotros los que mandáis como nosotros a quienes Dios ha encomendado el cuidado de las almas no podríamos eludir la culpa si incumpliéramos nuestros deberes para con las personas que tenemos a nuestro cargo. Id ahora y reflexionad acerca de todas estas cosas.

La bendición final fue casi una advertencia mientras la alta bóveda devolvía el eco de la vehemente voz del obispo cual si fuera un distante trueno de la cólera de Dios. Sin embargo, ni el rey ni la emperatriz se dejaron impresionar. Cierto que aquellas reverberaciones los mantuvieron inmóviles en su sitio casi hasta el momento en que los clérigos alcanzaron la puerta de la sacristía, pero olvidarían las advertencias nada más abandonar el templo y salir al exterior, rodeados de sus oficiales.

Algunos de los rezagados se habían apartado discretamente para permitir que los monjes avanzaran en ordenada fila y los príncipes se retiraran a sus aposentos. Después salieron por el pórtico sur a la oscuridad del claustro y el frío de la noche. De repente, desde el primer grupo que se encontraba en el pasillo norte, se oyó un agudo grito y el rumor de un tropiezo como de alguien que hubiera conseguido recuperar el equilibrio antes de caer al suelo. El grito no fue lo suficientemente desgarrador como para que pudiera escucharse desde el interior de la iglesia, pero las exclamaciones de alarma y consternación que lo siguieron sí llegaron hasta el coro. La misma voz empezó a gritar en tono apremiante:

—¡Auxilio! ¡Que traigan antorchas! Alguien se ha lastimado… Hay un hombre tendido en el suelo…

Los obispos oyeron las voces desde el umbral de la sacristía y permanecieron inmóviles un instante antes de dirigirse a toda prisa hacia el pórtico sur. Los que se encontraban más cerca ya se estaban apretujando en el pórtico e iban saliendo en todas direcciones como las semillas de un pericarpio dehiscente a medida que la presión del interior los iba expulsando hacia la oscuridad de la noche. Sin embargo, la apretura se dividió milagrosamente como el mar Rojo cuando apareció Esteban sin dignarse tan siquiera cederle el paso a la emperatriz, a pesar de que ésta se encontraba a su espalda, casi arrastrada por el ímpetu de sus pasos. Matilde salió furiosa al claustro, pero no dijo nada. En cambio, Esteban habló en voz alta y tono perentorio:

—¡Traed luces! ¡Daos prisa! ¿Acaso estáis sordos? —gritó, dirigiéndose al pasillo norte del claustro de donde procedía la voz de alarma que ahora ya había enmudecido.

Se detuvo ante la oscuridad de la bóveda justo lo suficiente como para que alguien acudiera corriendo con una antorcha, hasta que una gélida ráfaga de viento empujó súbitamente la llama hacia los dedos del portador, el cual lanzó un grito de dolor y la arrojó al suelo donde ésta se apagó.

Fray Cadfael había descartado la idea de las velas, sabiendo que fuera soplaba el viento, pero recordó haber visto en el pórtico una linterna de cuerno y tomó una palmatoria para ir a encenderla. A su lado se situó uno de los monjes que había sacado una antorcha de su soporte y uno de los jóvenes de Leicester, portando un farol de hierro del patio exterior. Juntos corrieron hacia la aglomeración del pasillo norte del claustro y se abrieron paso para arrojar luz sobre la causa de los gritos.

Sobre las baldosas del pasillo, a la altura del tercer gabinete del claustro, un hombre yacía sobre su costado derecho con las rodillas ligeramente dobladas, el rostro oculto por una mata de cabello castaño claro y los brazos extendidos sobre la piedra. Vestía lujosos ropajes oscuros y una espada envainada colgaba de su cinto sobre su cadera izquierda, rozando casi la entrada del gabinete con su punta, de la misma forma que las puntas de sus pies casi rozaban el umbral. Inclinado sobre él y a punto de levantarse, Yves Hugonin miró a los presentes con expresión desconcertada y el rostro tan pálido como la cera.

—He tropezado con él en la oscuridad. Está herido…

Se miró la mano y vio sangre en sus dedos. El hombre que yacía a sus pies permanecía indiferentemente inmóvil mientras el rey, la emperatriz y casi la mitad de los nobles del reino lo contemplaban con sobrecogida fascinación. Esteban se inclinó, apoyó una mano en el hombro del desconocido, ladeó un poco su cuerpo y volvió hacia la luz de las antorchas un rostro petrificado con clara expresión de asombro y un poderoso pecho en el que la sangre se estaba extendiendo lentamente ante sus ojos.

Detrás del hombro de Esteban se oyó un ahogado grito, mientras Felipe FitzRobert se abría paso para arrodillarse junto al cuerpo inmóvil y apoyar una mano sobre la piel todavía cálida de la frente y la garganta. Después levantó un párpado, examinó un ojo que no reaccionaba ni a la luz ni a la oscuridad y cerró casi con violencia los párpados de ambos ojos. Junto al cuerpo sin vida de Brien de Soulis, Felipe levantó los ojos y miró con sorda rabia a Yves.

—¡Le han traspasado el corazón sin darle tiempo tan siquiera a desenvainar la espada! Bien sabemos todos lo mucho que lo odiabas. Le atacaste nada más llegar aquí según me han dicho los que estaban presentes. Y después yo he visto con mis propios ojos la rabia que le tenías. ¡Majestad, mis señores obispos, ved lo que ha ocurrido en este sagrado lugar mientras adorábamos a Dios! ¡Si no mandáis detener a este hombre para que la ley le aplique el castigo que merece, permitid que yo me encargue de él y le arrebate con toda justicia la vida a cambio de la que él ha arrebatado!