ugo desmontó sin pérdida de tiempo, arrojando la brida sobre el cuello de su caballo para que un mozo la recogiera, y se adentró en el círculo de consternados espectadores que rodeaba a los contendientes, lejos del alcance de las relucientes espadas. Cadfael imitó su ejemplo con resignada paciencia, pero sin prisa, pues sabía que podría hacer tan poco para calmar los ánimos de los jóvenes como el propio Hugo. El combate no podría prolongarse hasta el extremo de resultar mortal, pues los poderes reales y eclesiásticos que allí se hospedaban no hubieran consentido que ocurriera un hecho tan indecoroso y, a juzgar por el ruido que ahora reverberaba por todas partes de uno a otro lado del patio, tales poderes se presentarían en cuestión de minutos y no tardarían en dejar oír su voz.
Aun así, una vez en el suelo, Cadfael se acercó a toda prisa al corro de espectadores, abriéndose paso entre éstos por si se le ofreciera alguna oportunidad de alargar el brazo y agarrar una manga, apartando a uno de los contendientes del peligro. El presunto De Soulis, el renegado de Faringdon, le llevaba doce años de ventaja a Yves y parecía muy ducho en el manejo de la espada, pues la experiencia enseguida se nota. Mientras seguía avanzando, Cadfael oyó vagamente a su espalda el rugido de una poderosa voz desde la entrada y le pareció ver el brillo de unos vistosos colores en la puerta de la hospedería, pero estaba tan ocupado en abrirse paso entre la demás gente que se perdió la intervención más eficaz que nadie hubiera podido imaginar, hasta que ésta pasó sin previa advertencia por encima de su hombro izquierdo y cayó en medio del juego de las espadas.
Una larga vara había sido lanzada con gran fuerza hacia delante, separando los cuerpos a su paso. La seguía un largo brazo pegado a un esbelto y vigoroso cuerpo. El plateado fulgor que brillaba en el extremo de la vara empujó fuertemente hacia arriba las espadas trabadas, magullando las manos que las empuñaban. A Yves le arrebató la espada de las manos y ésta cayó ruidosamente sobre los adoquines. De Soulis consiguió retener la suya, pero la empuñadura tembló en su mano y él saltó hacia atrás, lejos del alcance del pesado revestimiento de plata que remataba la vara, ahora enhiesta, entre ambos contendientes. Se hizo un respetuoso silencio.
—Deponed las armas —dijo el obispo Rogelio de Clinton sin apenas levantar la voz—. Vergüenza debería daros desenvainar las espadas en este lugar. Habéis puesto vuestras almas en peligro. Aquí hemos venido para hablar de paz.
Los antagonistas permanecían inmóviles, respirando afanosamente. Con el rostro arrebolado, Yves aún no había conseguido dominar su belicosidad, mientras que De Soulis miraba a su atacante con los ojos entornados y una gélida sonrisa en los labios.
—Mi señor —dijo De Soulis con suave cortesía—, no estaba en mi ánimo ofender a nadie hasta que este atolondrado joven me arrastró a la contienda. Sin motivo razonable, que yo sepa, pues jamás en mi vida le había visto. —De Soulis volvió a envainar fríamente la espada con un ceremonioso gesto de reverencia hacia el obispo—. Entra aquí desde la calle y, sin que yo le conozca de nada, empieza a atacarme como un perro fiero. Y yo he tenido que defenderme.
—Él sabe muy bien por qué le llamo tránsfuga, renegado y traidor de hombres honrados —dijo Yves, ardiendo de cólera—. Muchos buenos caballeros permanecen ahora encerrados en las mazmorras de distintos castillos por su culpa.
—¡Silencio! —gritó el obispo, siendo inmediatamente obedecido—. Cualesquiera que sean vuestras disputas, dentro de estos muros no se pueden dirimir. Aquí hemos venido precisamente para evitar estas divisiones entre hombres de honor. ¡Recoged vuestra espada y envainadla! No volváis a desenvainarla en este sagrado recinto. ¡Cualquiera que sea la provocación! Os lo ordeno en nombre de la Iglesia. Y aquí hay otros que os ordenarán lo mismo en su calidad de soberanos y señores vuestros.
La poderosa voz que había rugido las órdenes desde la entrada se había acercado al círculo de consternados espectadores bajo la figura de un alto, corpulento, rubio y encolerizado personaje. Cadfael lo reconoció de inmediato por haberle visto años atrás en su campamento del sitio de Shrewsbury, a pesar de que los años habían sembrado algunas hebras cenicientas en su rubio cabello y de que su hermoso y sincero rostro mostraba una perenne expresión de inquietud y preocupación. Era el rey Esteban, que se encendía con la misma facilidad con que se apagaba, un hombre valiente, impetuoso, pero inconstante, afable y generoso, que se había pasado todos los años de su reinado enzarzado en una guerra dolorosamente destructiva. Y aquel brillo de vivos colores de la puerta de la hospedería debía de ser, pensó Cadfael en aquel mismo instante, su rival, la mujer que le disputaba la soberanía a Esteban. Recortándose con su alta y erguida figura contra la oscuridad de la puerta de la hospedería, espléndidamente ataviada y en la flor de la edad, allí estaba la única hija legítima superviviente del anciano rey Enrique, la emperatriz Matilde por su primer matrimonio, y condesa de Anjou por el segundo, la soberana no coronada de los ingleses.
No se dignó bajar sino que permaneció inmóvil donde estaba, contemplando la escena con una desdeñosa y displicente expresión en el rostro y la cabeza levemente inclinada en respuesta a la reverencia del rey. En la majestuosa belleza de su rostro, rematado por el negro cabello recogido en la dorada redecilla de su tocado, destacaban unos grandes ojos de mirada tan fría, inquietante y hierática como la de una santa de un mosaico bizantino. Tenía cuarenta y tantos años y parecía tan dura y resistente como el mármol.
—No digáis nada ninguno de los dos, pues no pienso escucharos —dijo el rey, destacando por encima de los ofensores e incluso de la elevada estatura del obispo—. Dejad vuestras peleas para otro lugar y momento o, mejor todavía, olvidadlas para siempre. Aquí no hay espacio para ellas. Mi señor obispo, dad las órdenes oportunas sobre la tenencia de armas y anunciadlas oficialmente cuando mañana presidáis la reunión. Prohibid todas las armas si queréis, o estableced unas reglas sobre su tenencia, y yo me encargaré de que quienes incumplan vuestras órdenes sean debidamente castigados.
—Por nada del mundo quisiera yo privar a un hombre de su derecho a portar armas —dijo con firmeza el obispo—. Puedo, con plena justificación, tomar medidas para regular su uso dentro de estos muros y durante nuestras deliberaciones. Por la ciudad se pueden llevar espadas como de costumbre, pues los hombres podrían sentirse incompletos sin ellas. —Su vigorosa figura y su rostro de nariz aguileña hubiera podido pertenecer tanto a un guerrero como a un obispo. ¿Acaso no se decía de él que su corazón estaba firmemente decidido a desempeñar algo más que un papel pasivo en la defensa del reino cristiano de Jerusalén?—. Dentro de estos muros —añadió con deliberada lentitud— no se puede desenvainar el acero. En la sala de las deliberaciones no se podrá ni siquiera llevar y deberá dejarse en los aposentos. Y no se podrán llevar armas durante los oficios de la Iglesia. Cualquiera que sea el resultado, ningún hombre deberá desafiar a otro por ninguna razón hasta que los que se encuentran reunidos aquí vuelvan a separarse. ¿Le parece bien a Vuestra Majestad?
—Me parece muy bien —contestó Esteban—. Así debe ser. Y vosotros, caballeros, tenedlo en cuenta y procurad cumplirlo.
La clara mirada azul del monarca se posó en ambos jóvenes como si quisiera hacerles una muda advertencia. Sus rostros no significaban nada para él y ni siquiera sabía a qué bando pertenecía cada cual. Probablemente jamás les había visto y olvidaría sus semblantes en cuanto diera media vuelta.
—Pues entonces le plantearé la cuestión a la señora —dijo Rogelio de Clinton— y anunciaré las normas cuando nos reunamos mañana por la mañana.
—¡Hacedlo con mi beneplácito! —dijo el rey con entusiasmo, alejándose para reunirse con el mozo que estaba sujetando su caballo junto a la entrada.
La señora, observó Cadfael cuando volvió a mirar hacia la puerta de la hospedería, ya se había retirado arrogantemente de la escena para volver a sus aposentos.
Yves regresó en siniestro silencio a los aposentos que los tres ocupaban en una de las casas de peregrinos del recinto, medio avergonzado como un niño por haber sido reprendido en público y medio enfurecido como un hombre por haber tenido que abandonar la contienda.
—¿Por qué te enojas? —preguntó Hugo, llevándole juiciosamente la corriente al niño sin olvidar el agravio del hombre—. A De Soulis, si es que ése era efectivamente De Soulis, también le han tirado de las orejas. No cabe duda de que empezaste tú, pero él no hubiera tenido el menor reparo en hacerte daño a poca ocasión que hubiera tenido. Ahora tú mismo has provocado la prohibición.
Hubieras tenido que comprender que la Iglesia no toleraría el uso de la espada en su territorio.
—Lo sabía —reconoció Yves a regañadientes— y hubiera tenido que pensarlo. Pero al verle caminando por ahí como Pedro por su casa… nunca imaginé que tuviera la osadía de presentarse. ¡Dios sabe lo que habrá sentido la emperatriz viéndole pavonearse con tanta desvergüenza después de todo el mal que le ha hecho! ¡Ella le otorgó su favor y le concedió el puesto que ocupaba!
—También se lo concedió a Felipe —dijo severamente Hugo—. ¿Te abalanzarás contra su garganta cuando entre en la sala de la conferencia?
—Felipe es otra cosa —replicó Yves con vehemencia—. Ya sabemos que entregó Cricklade, pero toda la guarnición estaba de acuerdo. ¿Creéis acaso que no sé que un hombre puede tener sus buenas razones para cambiar de lealtad? Y razones honradas. ¿Creéis que es fácil servir a la emperatriz? La he visto comportarse con fría insolencia nada menos que con el conde Roberto, la he visto tratarlo como si fuera un siervo en más de una ocasión. ¡Y eso que él es su única fuerza y es capaz de soportarlo todo por ella!
El muchacho dejó entrever momentáneamente un dolor que Cadfael ya había adivinado. La señora de los ingleses era extremadamente hermosa y luchaba por los derechos de su hijo más que por los suyos propios. Todos aquellos ingenuos jóvenes que la rodeaban estaban un poco enamorados de ella, la veían como un ser perfecto y se indignaban cuando alguien insinuaba que no era tan santa como parecía, pero conocían en lo más hondo de sus corazones su arrogancia y su espíritu vengativo y no podían evitar el sufrimiento que ello les producía. Aquél, por lo menos, había tenido el valor de manifestar lo que pensaba de ella.
—En cambio, De Soulis —añadió Yves volviendo a la carga con renovada animosidad— conspiró en secreto para permitir la entrada del enemigo en Faringdon, y condenó al cautiverio a todos los honrados caballeros y escuderos que no quisieron ir con él. ¡Y entre ellos estaba Oliveros! Si hubiera sido honrado con su propia elección, hubiera dejado que los demás hicieran la suya, les hubiera abierto las puertas y dejado que se fueran con sus armas para luchar contra él desde otra fortaleza, pero no, él los vendió. Vendió a Oliveros y eso no se lo perdono.
—Procura tener paciencia hasta que averigüemos lo que más nos interesa saber, es decir, dónde buscarle —dijo fray Cadfael—. No te pongas a malas con nadie, pues ¿quién sabe cuál de los que aquí se han reunido podría darnos una respuesta?
Y cuando obtengamos la respuesta, pensó, contemplando con tolerancia el fruncido ceño y las apretadas mandíbulas del joven, es posible que las venganzas ya no sean necesarias ni tengan el menor significado.
—Ahora no me queda más remedio que respetar la paz —dijo Yves con resentida resignación.
Pero aún estaba dolido cuando un novicio del priorato acudió en su busca, rogándole que se presentara ante la emperatriz. El joven novicio la llamó con toda inocencia la condesa de Anjou, cosa que a ella no le hubiera gustado ni un pelo. A la muerte de su anciano primer marido, Matilde había conservado su título de emperatriz e insistido en que le dieran semejante tratamiento; su descenso al mero título de condesa por sus segundas nupcias le había molestado sobremanera.
Yves cumplió obedientemente la orden, debatiéndose entre la complacencia y la zozobra, medio esperando que le echaran un rapapolvo por la indecorosa escena del gran patio del priorato. La emperatriz jamás le había manifestado su desagrado por nada, pero una vez por lo menos él había sido testigo de los devastadores efectos que su cólera había ejercido en otros. Y, sin embargo, Matilde era capaz de seducir a los pájaros de los árboles cuando quería, y él había tenido ocasión de disfrutar de muchos momentos agradables durante su breve estancia en su corte.
Esta vez, una de las damas lo estaba esperando en el umbral de los aposentos que la emperatriz ocupaba en la hospedería del priorato. Era una hermosa y morena doncella de brillante mirada, a la que Yves no conocía y cuyo comportamiento parecía tan confiado y audaz como el de su señora. Estudió a Yves de arriba abajo con una rápida mirada que abarcó todos sus detalles y tardó un poco en esbozar una sonrisa, como si él tuviera que superar un examen antes de ser aceptado. Pero, cuando finalmente sonrió, su expresión le dio a entender que lo encontraba algo más que aceptable. La lástima fue que él apenas se dio cuenta.
—Os está esperando. Parece que el conde de Norfolk ha hecho grandes elogios de vos. Pasad. —Cruzando el umbral, la joven bajó discretamente la mirada y, con gracia incomparable, se inclinó en una profunda reverencia—. ¡Señora, mi señor Hugonin!
La emperatriz estaba sentada sobre un montón de almohadones en una especie de sitial, con el negro cabello derramándose desde el tocado sobre sus hombros en una gruesa y sedosa trenza. Lucía un holgado vestido de terciopelo azul oscuro, en contraste con el cual su marfileña tez resplandecía con suave fulgor. La luz de las velas la favorecía y su porte era, como siempre, el de una reina, aunque el de una reina no coronada.
—¡Retiraos! —les dijo Matilde a la joven y a otra mujer de más edad que permanecía de pie a su lado. Cuando ambas hubieron abandonado la estancia, añadió—: ¡Acercaos un poco más! Aquí hay demasiados oídos pegados a demasiadas puertas. ¡Un poco más cerca! Dejadme veros.
Yves permaneció nerviosamente de pie mientras los grandes ojos bizantinos lo estudiaban con aire pensativo cual si fueran la primera caricia de un cuchillo de desollar.
—Norfolk dice que cumplisteis bien la misión que os fue encomendada —dijo finalmente la emperatriz—. Como un diplomático nato. Cierto que yo estaba un poco en deuda con él, pero lo importante es que él ha venido. Sin embargo, esta tarde no os habéis comportado con mucha diplomacia en el gran patio.
Yves notó que se ruborizaba hasta la raíz del cabello, pero la emperatriz acalló las protestas o excusas que él hubiera podido aducir, esbozando una fría sonrisa al tiempo que levantaba una mano.
—¡No, no digáis nada! He admirado vuestra lealtad y vuestro arrojo, pero no puedo alabaros por vuestra discreción.
—He sido un insensato y me arrepiento —dijo Yves.
—En tal caso, todo está arreglado —dijo la emperatriz—, pues en estos momentos yo os estoy reprendiendo por vuestra locura y os estoy repitiendo unas órdenes del obispo, por las cuales vos, el agresor, tendréis que refrenar en adelante vuestro resentimiento. Para salvar por lo menos las apariencias, tal como sin duda Esteban le estará diciendo ahora al otro insensato. Muy bien, pues, ahora que ya me habéis comprendido y sabéis que no podéis afrentar o herir abiertamente a ningún hombre dentro de estos muros, podéis retiraros.
Un poco trastornado, Yves hizo una reverencia y se encaminó hacia la puerta cerrada de la estancia. A su espalda, una suave y penetrante voz dijo con toda claridad:
—Aun así, debo confesar que no lamentaría demasiado ver a Brien de Soulis muerto a mis pies.
Yves salió medio aturdido, pero la suave y felina voz lo persiguió hasta que cerró la puerta. A escasa distancia de allí, esperando pacientemente con los brazos cruzados a que su señora la volviera a llamar, la dama de compañía de más edad volvió su ovalado rostro hacia él y le miró con sus oscuros e impenetrables ojos sin preguntar nada ni revelar nada. Sin duda habría visto a muchos jóvenes salir de la presencia imperial en distintos estados de mortificación, alivio, fidelidad y desesperación, y se había abstenido, tal como estaba haciendo en aquel momento, de hacerles saber lo bien que sabía interpretar las señales. Yves procuró serenar su alterado espíritu y trató de disimular, saludándola con una rígida inclinación de cabeza al pasar por su lado.
No se detuvo para respirar hondo hasta que llegó al patio envuelto en las sombras del frío anochecer de noviembre. Entonces recordó con aterradora claridad todas las palabras que se habían pronunciado en el transcurso de aquel breve encuentro.
¿Habría oído la noble dama de la emperatriz las palabras de la despedida? ¿Cabía la posibilidad de que las hubiera oído, por lo menos en parte, en el momento en que él había abierto la puerta para salir? ¿Y las habría interpretado por un instante tal como las había interpretado él? ¡No, no era posible! Recordó de pronto quién era, la dama de más confianza de la emperatriz, viuda de un caballero de la casa del conde de Surrey, perteneciente a una rama secundaria de la familia de Balduino de Redvers, conde de Devon y partidario de Matilde. De nobilísima cuna y muy digna de servir a una emperatriz. Y lo bastante discreta y prudente como para ser la fiel depositaría de sus secretos. ¡Demasiado prudente tal vez para oír lo que había oído! En caso de que hubiera captado las últimas palabras, ¿cómo las habría interpretado?
El joven cruzó lentamente el patio mientras la suave e insistente voz seguía resonando en sus oídos. No, era él quien estaba interpretando erróneamente las palabras de la emperatriz, la cual se habría limitado sin duda a expresar amargamente el lógico odio que sentía hacia el hombre que la había traicionado. ¿Qué otra cosa podía esperarse de ella? No, ella no le había insinuado una acción, y tanto menos se la había ordenado. Eran cosas que se decían sin pensar y sin la menor mala intención.
Y, sin embargo, ella le había dado unas instrucciones muy claras: «No podéis afrentar ni herir abiertamente…». Y después: «Pero no lamentaría demasiado… Ahora ya podéis retiraros. ¡Yves Hugonin! Sois lo bastante inteligente como para haberme comprendido».
¡Imposible! Estaba ofendiendo a la emperatriz con sus pensamientos, él era quien tenía una mente retorcida y atribuía a sus palabras un sentido que no tenían. Tenía que apartar aquellas indignidades de su mente y de su recuerdo.
No les hizo el menor comentario ni a Hugo ni a Cadfael, pues se hubiera avergonzado de hurgar abiertamente en la herida. Se encogió indiferentemente de hombros y esbozó una leve sonrisa sin permitir que le tiraran de la lengua, cuando Hugo le dijo en tono de chanza:
—¡Bueno, por lo menos, no te ha devorado vivo!
Pero ni siquiera durante el rezo de completas en preparación para la conferencia del día siguiente en medio de los obispos y los dignatarios, logró borrar por entero la zozobra de su mente.
Al término de una solemne misa, los soberanos y la nobleza de Inglaterra se reunieron en la sala capitular del priorato de Santa María. La sesión estaba presidida por tres obispos, el de Winchester, el de Ely y Roger de Clinton, de Coventry y Lichfield. Los tres eran inevitablemente partidarios de uno de los dos bandos contendientes, pero habían hecho un sincero esfuerzo por apartar a un lado los intereses y concentrarse en profunda oración en un intento de llegar a un acuerdo. Fray Cadfael, buscando sitio al otro lado de la puerta abierta donde los observadores estaban autorizados por lo menos a ver y oír las deliberaciones del interior, consideró un signo de mal agüero que los participantes en la reunión mostraran una cierta tendencia a agruparse en actitud defensiva con los de su propio bando, la emperatriz y sus aliados a un lado, formando una sólida falange, y el rey Esteban, sus dignatarios y sus gobernadores al otro. Tan acusada inclinación a disponerse como en orden de batalla no presagiaba nada bueno, por más que, a la salida de la sala capitular, los amigos cruzaran la divisoria y volvieran a reunirse. Allí estaba Hugo, codo con codo con el conde de Leicester y a solo cuatro o cinco asientos del rey, e Yves al otro lado, formando parte del grupo de Hugo Bigod, conde de Norfolk, el cual lo había elogiado ante la emperatriz por lo bien que había sabido cumplir su misión. En cuanto finalizara la sesión, ambos volverían a reunirse con toda naturalidad, pero dentro tenían que pertenecer a bandos enfrentados.
Cadfael estudió a los grandes personajes con gran curiosidad, pues la mayoría de ellos le eran desconocidos. Conocía al conde de Leicester Roberto Beaumont, asentado en su puesto desde la edad de catorce años, inteligente, ingenioso y prudente, quizá uno de los pocos que se esforzaban verdaderamente en buscar un compromiso justo y razonable. Roberto Bossu lo llamaban, Roberto el Jorobado, debido a la deformidad de uno de sus hombros, a pesar de que dicho defecto no le impedía actuar en el combate como cualquier otro hombre y apenas afectaba a la compacta simetría de su cuerpo. A su lado estaba Guillermo Martel, el senescal del rey, el que años atrás había cubierto la retirada del soberano en Wilton, donde él había sido hecho prisionero y rescatado por Esteban a cambio de un valioso castillo. Guillermo de Ypres, el capitán de las tropas flamencas del rey, se encontraba sentado a su lado y, a continuación, estirando el cuello y mirando a través de las cabezas de otros observadores, Cadfael alcanzó a ver a Nigel, obispo de Ely, recién reconciliado con el rey después de varios años de enemistad, y deseoso sin duda de conservar su lugar entre los fieles partidarios del monarca.
Al otro lado, Cadfael podía ver con toda claridad al hombre que era el corazón y el espíritu de la causa de la emperatriz: Roberto, conde de Gloucester, constantemente al lado de su hermanastra y defendiendo su causa en todas las reuniones, tal como la defendía luchando por ella en el campo de batalla. Contaba cincuenta años, poseía una vigorosa figura, vestía con sencillez y en su cabello castaño se observaba alguna que otra hebra gris, mientras que su hermoso semblante mostraba unas acusadas huellas de cansancio. En su corta barbita se veían algunas canas que acentuaban el fuerte perfil de sus mandíbulas con dos trazos plateados. Junto a su hombro estaba su hijo y heredero Guillermo. En caso de que su hijo menor Felipe estuviera presente en la sala, debía de encontrarse en el bando contrario. Guillermo era tan fornido como su padre y se le parecía mucho de cara. Con ellos estaban también Humphrey de Bohun y Rogelio de Hereford. Más allá, Cadfael ya no podía ver nada.
Pero sí podía oír las voces e incluso identificar algunas cuyos tonos había oído en otras ocasiones. El obispo De Clinton abrió la sesión, dando la bienvenida a aquella casa, de la cual él era no solo abad titular sino también obispo, y repitiendo, tal como había prometido hacer, la prohibición de llevar armas en la sala y en la iglesia. Después cedió la palabra a Enrique de Blois, obispo de Winchester y hermano menor del rey Esteban. Cadfael jamás había oído su sonora y autoritaria voz, a pesar de que sus palabras llevaban muchos años influyendo en las vidas de los ingleses, tanto seglares como eclesiásticos.
No era la primera vez que Enrique de Blois intentaba sentar juntos a su hermano y a su prima para que llegaran a un acuerdo que pusiera término por lo menos a la guerra activa, aunque para ello fuera preciso mantener un reino dividido y en constante peligro de sublevaciones locales. Pero jamás lo había conseguido. Pese a ello, afrontaba aquel nuevo esfuerzo con el mismo rigor y entusiasmo de siempre. Trazó ante los presentes la deplorable imagen de un país devastado por una contienda absurda a lo largo de muchos años de luchas que no habían reportado el menor beneficio a ninguno de los dos bandos y que habían supuesto una pérdida absoluta para el pueblo llano. Describió una batalla que no podría ser ganada mi perdida por ninguno de los dos bandos, sino que tan solo se podría resolver mediante un acuerdo entre ambas partes. Se mostró elocuente, incisivo y breve, y todos le escucharon con atención, aunque siempre le habían escuchado sin jamás hacerle caso, quizá por no haberle entendido o tal vez por no haberle creído. A veces, el obispo había dudado y cambiado de lealtad, cosa que todo el mundo sabía. Ahora reprendía a ambos contendientes con análoga aspereza. Al terminar su discurso con una cadenciosa entonación que invitaba a una respuesta, se produjo un breve silencio en el cual parecieron dejarse sentir dos celosas presencias, buscando la forma de manipular sus palabras en beneficio propio. ¡Aquello no presagiaba nada bueno!
Fue la emperatriz la que aceptó el desafío, elevando su fría y acerada voz. Esteban, pensó Cadfael, le había permitido iniciar las deliberaciones, no tal como alguien hubiera podido suponer, con la aviesa intención de aprovecharse de la circunstancia, pues el primero que habla suele ser el que primero se olvida, sino por su incorregible gentileza con todas las mujeres, incluso con aquélla. Con suave dulzura, la emperatriz estaba defendiendo su derecho a ser oída en aquella reunión o en cualquier otro lugar donde se discutieran los intereses de Inglaterra. Se guardó mucho de revelar sus más afiladas armas en su primera intervención y se refirió con mucha circunspección a la lamentable pérdida años atrás del único heredero legítimo del anciano rey Enrique en el naufragio del Barco Blanco en aguas de Barfleur, dejándola a ella como única e indiscutible heredera del reino, condición que el rey se había encargado de asegurar en vida, reuniendo a todos sus nobles para comunicarles su voluntad y hacerles jurar lealtad a su futura reina. Los nobles así lo hicieron, pero después lo pensaron mejor, se negaron a aceptar a una mujer como soberana y se sometieron a Esteban sin demasiada resistencia cuando éste, por una vez en su vida, actuó con rapidez y decisión, se instaló en el trono y ciñó la corona. Aquella pequeña semilla había proliferado, dando lugar a todo aquel caos.
Los reunidos hablaron y Cadfael les escuchó. Esteban reivindicó con su habitual sinceridad su derecho a la corona, pero se abstuvo también de provocar heridas. Unas cuantas voces defendieron sin demasiado entusiasmo la causa de los pobres, sobre cuyos hombros había caído la carga más pesada. Roberto Bossu, abundando en el mismo tema, habló sin tapujos de la ruina económica que suponía el hecho de malgastar los recursos del país, mientras que varios de sus jóvenes seguidores, entre ellos, Hugo, confirmaron sus palabras y reforzaron sus argumentos, comentando la situación de sus respectivos condados. Se habían pronunciado tantas palabras como para escribir una Biblia, pero los términos «acuerdo», «compromiso», «razón» y «paz» apenas se habían escuchado.
Yves eligió bien el momento. Esperó a que Rogelio de Clinton, tras estudiar en silencio a los presentes, se levantara para declarar cerrada la primera sesión, aliviado y tal vez incluso animado por el hecho de que no se hubiera producido aparentemente ningún roce. Entonces se oyó repentinamente la voz de Yves, hablando con serena deferencia. Esta vez, el joven estaba muy tranquilo. Cadfael trató infructuosamente de cambiar de posición para verle y juntó las manos en una ferviente plegaria, rezando para qué aquella calma pudiera perdurar.
—Mis señores, Majestad…
El obispo le cedió cortésmente la palabra.
—Mis señores, si me permitís plantear una cuestión con toda humildad…
Era la última cualidad de la que hubiera podido hacer gala aquel impetuoso joven, pero, por lo menos, lo estaba intentando.
—Hay algunas cuestiones menores que quizá podrían favorecer la reconciliación si se pudieran aclarar ahora. Un acuerdo justo acerca de un detalle forzosamente inducirá a llegar a un acuerdo acerca de otros asuntos de mayor importancia. Hay prisioneros retenidos en ambos bandos. Mientras se respeta esta tregua con vistas al laudable propósito de la paz, ¿no os parecería justo y conveniente decretar una liberación general?
El murmullo que se elevó entre los representantes de ambos bandos acabó transformándose en un rugido. No, ningún bando accedería a devolver a las filas contrarias a unos buenos combatientes que en aquellos momentos estaban desarmados y se encontraban a buen recaudo. La emperatriz rechazó la idea con un gesto de la mano.
—Eso son cuestiones que hay que incluir en los acuerdos de paz —dijo—, no prioridades.
El rey, por una vez conforme con ella en no estar de acuerdo, dijo con firmeza:
—Hemos venido aquí para llegar a un entendimiento sobre la cuestión principal. Este asunto se discutirá y negociará después.
—Mi señor obispo —dijo Yves, recurriendo juiciosamente al único aliado con quien podía contar, tratándose de la apurada situación de unos cautivos—, si tal intercambio debe ser aplazado, ¿me sería permitido por lo menos solicitar información sobre ciertos caballeros y escuderos hechos prisioneros el pasado verano en Faringdon? Algunos de ellos se encuentran en poder de personas desconocidas. ¿No os parece justo que a los amigos y parientes que desean rescatarlos se les ofrezca esta oportunidad?
—Si se les retiene por interés —dijo el obispo sin poder disimular el desagrado que le inspiraba semejante situación—, no cabe duda de que aquéllos que los retienen serán los primeros en ofrecerlos a cambio de un precio. ¿Decís que eso no se ha hecho?
—No en todos los casos, mi señor. Creo —añadió Yves sin andarse por las ramas— que algunos están retenidos no por interés sino por odio, por alguna venganza personal contra una ofensa real o imaginaria. De las divisiones surgen muchas enemistades privadas.
El rey se removió con impaciencia en su asiento y repitió, levantando la voz:
—Aquí no nos interesan las enemistades privadas. Eso no tiene aquí la menor trascendencia. ¿Qué es el destino de un hombre, comparado con el destino de un reino?
—El destino de todo hombre es el destino del reino —replicó audazmente Yves—. Si se comete una injusticia con uno, se comete con todos. Todos sufren el daño y el reino se resiente.
En medio del creciente murmullo de voces, el obispo levantó autoritariamente las manos.
—¡Silencio! Tanto si el momento y el lugar son apropiados como si no, el joven dice verdad. Una ley justa se tiene que extender a todos. —Dirigiéndose a Yves, presa de una gran inquietud, pero firmemente dispuesto a no ceder terreno, el obispo añadió—: Creo que vos pensáis en un caso concreto. El de uno de los que fueron hechos prisioneros tras la caída de Faringdon.
—Sí, mi señor. Alguien que está retenido en secreto y por el cual no se ha pedido rescate. Ni sus amigos ni mi tío, su señor, saben dónde buscarle para pagar el precio. Si Su Majestad pudiera decirme quién lo retiene…
—Yo no repartí mis prisioneros bajo mi propio sello —gritó el rey, cada vez más nervioso, en parte porque estaba deseando que le sirvieran el almuerzo, pensó Cadfael, y en parte porque no tenía demasiado interés por la causa que lo estaba demorando. Era muy típico de él que, tras haber ganado un considerable número de valiosos trofeos, se los echara a sus codiciosos partidarios y diera media vuelta, dejando que éstos se disputaran el botín—. Solo conocía a unos cuantos y no recuerdo sus nombres. Dejé que mi castellano los repartiera equitativamente.
Yves se apresuró a aprovechar la oportunidad que se le ofrecía.
—Majestad, vuestro castellano de Faringdon se encuentra presente en esta sala. Concededme la gracia de que él me responda. —Hizo inmediatamente la pregunta antes de que se lo pudieran impedir—. ¿Dónde está Oliveros de Bretaña y quién lo retiene?
Hasta aquel momento, el joven había procurado no alterarse y conservar la calma, pero ahora arrojó el nombre cual si fuera una lanza, no contra el rey sino directamente contra el rostro de De Soulis, cruzando el espacio abierto que separaba los dos bandos. Para poder obtener una respuesta, necesitaba la tolerancia de Esteban. El rey podía mandar allí donde otros solo podían rogar. Y la paciencia del rey se estaba acabando por momentos, no por culpa de aquel insistente joven, sino de la larga duración de la sesión.
—Me parece una petición razonable —dijo el obispo en tono todavía cortante.
—En nombre de Dios —convino el rey sin poder disimular su irritación—, decidle a este hombre lo que quiere saber y terminemos de una vez.
La voz de De Soulis se elevó con obediente prontitud de entre las filas de los acompañantes de menor rango del rey, lejos del alcance de la vista de Cadfael, y tan modestamente apartada que a duras penas se podía oír.
—Majestad, gustosamente lo haría si conociera la respuesta. En Faringdon yo no tomé ninguna determinación sino que dejé el asunto en manos de los caballeros de la guarnición. De los que regresaron a vuestra lealtad, por supuesto —añadió De Soulis con ácida dulzura—. No les pregunté qué decisiones habían tomado y, aparte los que ya han sido ofrecidos en rescate y debidamente redimidos, no conozco el paradero de ninguno. Puede que el escribano haya elaborado una lista, pero yo nunca le he pedido que me la mostrara.
Mucho antes de que terminara de hablar, la acerada alusión a los hombres de la guarnición de Faringdon que se habían mantenido fieles a su señora, ya había suscitado un siniestro murmullo de cólera de los partidarios de la emperatriz, entre cuyas filas se observaron unos movimientos que muy bien hubieran podido corresponder al acto de desenvainar las espadas, si tales armas no hubieran estado prohibidas en la sala. La voz de Yves, elevándose con apasionada pero contenida furia, provocó un murmullo de respuesta entre los partidarios del rey.
—¡Miente, Majestad! ¡Él estuvo allí en todo momento y dio personalmente las órdenes! ¡Miente como un bellaco!
Un poco más y se hubiera producido una batalla, incluso sin otras armas que los puños, los pies y los dientes. Pero el obispo de Winchester se acababa de levantar presa de la indignación para apoyar a Rogelio de Clinton en su atronadora exigencia de orden y silencio. El rey y la emperatriz se levantaron también, profiriendo amenazas contra los alborotadores hasta que, poco a poco, cesaron los murmullos, dejando en el aire el acre olor de la rabia y el odio.
—Vamos a aplazar la sesión y no añadamos palabras totalmente fuera de lugar en esta sala —dijo el obispo De Clinton, tras aguardar unos minutos a que se restableciera el silencio—. Nos volveremos a reunir después del mediodía y os ruego a todos que regreséis con disposición más cristiana y que, después de la reunión, cualquiera que haya sido el resultado, todos los que creéis con sinceridad en la búsqueda de la paz que proclaman vuestras bocas, asistáis al rezo de vísperas desarmados, con buena voluntad y sin sentir inquina contra nadie para rezar por la ansiada paz.