II

a reunión de Coventry se fijó para el último día de noviembre. Antes de aquella fecha ya se habían observado signos inequívocos de que la perspectiva de un acuerdo de paz no era en modo alguno universalmente aceptada, y que unos poderosos intereses estaban firmemente preparados y dispuestos a dar al traste con ella. Felipe FitzRobert había hecho prisionero a Reginaldo FitzRoy, otro de los hermanastros de la emperatriz y conde de Cornualles, a pesar de que el conde era pariente suyo, aprovechando que éste se dirigía a cumplir una misión por encargo de la emperatriz, portando un salvoconducto del rey. El hecho de que, al enterarse de lo ocurrido, Esteban hubiera ordenado liberar al conde y su orden hubiera sido inmediata y debidamente cumplida, no bastaba para borrar aquel mal presagio.

—Si eso es lo que piensa —le dijo Cadfael a Hugo el día en que se recibió la noticia—, jamás acudirá a Coventry.

—Vaya si acudirá —replicó Hugo—. Se presentará para poner toda clase de trabas bajo los pies de todos los que hablan de paz. Mejor y más eficaz será su intervención desde dentro que desde fuera. Por lo que yo sé de él, acudirá para enfrentarse con su padre cara a cara, ahora que tanto le odia. Felipe estará presente, no os quepa la menor duda. —Hugo miró inquisitivamente a su amigo, cuyo rostro solía leer sin dificultad, pero esta vez la severidad de su semblante le produjo una cierta desazón—. ¿Y vos? ¿De veras queréis ir conmigo? ¿Aun a riesgo de demorar vuestro regreso? Sabéis de sobras que yo cumpliría con sumo gusto vuestro encargo. Si algo se pudiera averiguar sobre Oliveros, yo lo descubriría. No es necesario que pongáis en peligro algo que me consta valoráis tanto como vuestra propia vida.

—La vida de Oliveros —dijo Cadfael— aún tiene que cubrir más de la mitad de su carrera con la ayuda de Dios, y su valor es para mí mucho más alto que mis años pasados. Vos tenéis un deber que cumplir y yo tengo otro. Sí, iré con vos y el abad lo sabe. No me promete nada ni me amenaza con nada. Ha dicho que, si me alejo de Coventry, iré por mi cuenta y riesgo, pero no ha dicho lo que haría él en mi lugar. Y, puesto que voy sin su plena autorización, iré sin nada que sea suyo si vos, Hugo, me proporcionáis una cabalgadura, una capa y comida para mi bolsa.

—Y también una espada y un camastro en el cuarto de la guardia si después el claustro os rechaza —dijo Hugo, procurando quitar importancia a aquella posibilidad—. Tras haber recuperado a Oliveros, por supuesto.

La sola mención de aquel nombre siempre evocaba en la mente de Cadfael la primera visión que había tenido de su ignorado hijo por encima del hombro de una joven a través del portillo de la puerta del priorato de Bromfield, en medio de la nieve de un crudo invierno. Un suave rostro alargado de despejada frente, con una nariz en forma de cimitarra, una boca delicadamente curvada, orgullosa y vehemente, unos negros ojos con reflejos dorados como los de un halcón y un lustroso casquete de cabello negro azulado. Oro aceitunado fundido en excelente bronce. El hijo de Mariam había heredado el rostro de su madre y hacía honor a su memoria. Catorce años tenía cuando abandonó Antioquía tras la celebración de los ritos fúnebres de su madre y se fue a Jerusalén para abrazar la fe de su padre al que nunca había visto más que a través de los ojos de Mariam. Ahora debía de andar por los treinta años. Puede que también fuera padre gracias a su unión con la joven Ermina Hugonin, a quien él había guiado a través de la nieve hasta Bromfield. Los nobles parientes de la doncella habían comprendido su valor y se la habían ofrecido en matrimonio. Ahora ella y el posible nieto de Cadfael se habían quedado sin él. Lo cual era algo tan inconcebible que en modo alguno se podía dejar en manos de terceros.

—Bien —dijo Hugo—, no será la primera vez que vos y yo cabalgamos juntos. Preparaos, pues. Disponéis de tres días para solventar vuestras diferencias con Dios y con Radulfo. Por mi parte, yo os buscaré lo mejor de los establos del castillo en lugar de una mula de la abadía.

Dentro del recinto de la abadía los monjes se mostraban divididos a propósito de la empresa que Cadfael iba a emprender con solo una parcial y limitada sanción, y sin la menor promesa de obediencia a las condiciones establecidas. En el capítulo, el prior Roberto había expuesto con toda claridad los términos exactos del permiso concedido a Cadfael para su asistencia a la reunión de Coventry, haciendo especial hincapié en ese extremo como si hubiera intuido que su cumplimiento ya estaba amenazado. No se le podía reprochar su temor, pues tal posibilidad ya se adivinaba en la incompleta información que le había facilitado el abad. No se había dado ninguna explicación sobre la razón por la cual se había autorizado aquel viaje, aunque fuera a regañadientes. La confianza otorgada a Cadfael era un asunto entre el propio Cadfael y Radulfo.

La curiosidad insatisfecha daba pie a las peores conjeturas a propósito de aquellos hechos. Todos se mostraban aparentemente escandalizados y contemplaban con mirada pesarosa a un hermano que ya era casi un renegado. Los que habían ingresado en la abadía en su infancia habían reaccionado con temor, mientras que los que se habían incorporado más tarde y a veces se sentían incómodos en su confinamiento experimentaban unos comprensibles celos. Sin embargo, fray Edmundo el enfermero, que había ingresado como oblato a los cuatro años de edad, aceptaba lealmente aquellos desconcertantes hechos y solo temía perder temporalmente a su boticario. Fray Anselmo el chantre, que apenas reconocía otras alteraciones que no fueran una nota desafinada o una garganta irritada entre sus mejores voces, aceptaba todos los restantes acontecimientos con absoluta serenidad, esperaba siempre lo mejor, deseaba el bien a todos los hombres y jamás se preocupaba por nada.

El prior Roberto censuraba cualquier desviación de la severa Regla y llevaba muchos años reprobando los privilegios otorgados a fray Cadfael y la libertad de que éste gozaba para moverse entre las gentes de la barbacana y la ciudad cuando alguien se ponía enfermo. En otros tiempos, su capellán fray Jerónimo se hubiera apresurado a añadir leña al fuego de su resentimiento, pero, a principios de aquel año, el orgullo de fray Jerónimo había sufrido un duro golpe y, al término de una larga penitencia, el monje se había visto despojado de su condición de confesor de los novicios, sumiéndose en una inesperada mansedumbre[2].

Ahora, por lo menos, era mucho más fácil convivir con él, pues se mostraba mucho menos proclive que antes a denunciar las faltas de los demás. No cabía duda de que, con el tiempo, recuperaría su habitual santurronería, pero en esta ocasión Cadfael se libró de sus reproches.

Por consiguiente, Cadfael tuvo que librar su combate más encarnizado con su propia conciencia. Cierto que había hecho unos votos cuya fuerza se había dejado sentir con toda claridad en el mismo momento en que él había contemplado la posibilidad de abandonar su encierro. Había dicho toda la verdad al exponerle el caso al abad; todo se había dicho y hecho con la máxima sinceridad. Pero ¿bastaba eso para absolverlo? Edmundo y fray Winfrido tendrían que sustituirle, preparar las medicinas, abastecer la leprosería de San Gil, cuidar del huerto de hierbas medicinales y encargarse no solo de sus propias tareas sino también de las del hermano ausente. Y todo ello tendría que ser así en caso de que su ausencia se prolongara más allá del tiempo que le había sido concedido. El simple hecho de pensar en aquella posibilidad le hizo comprender que la estaba deseando. Antes de que abandonara la abadía, su decisión ya era una cuestión de vida o muerte.

Pero él supo en todo momento que iría, cualesquiera que fueran las consecuencias.

La mañana del día señalado, Hugo se presentó inmediatamente después de prima, acompañado de tres de sus oficiales muy bien montados y un caballo para Cadfael. El gobernador observó con satisfacción que los preocupados ojos de su amigo se iluminaban de gozo al ver el soberbio ruano casi tan alto como su bayo, con sus briosos andares, su arrogante mirada y una alargada estrella en el aristocrático hocico. Envuelto en una capa y con las botas ya puestas, Cadfael ajustó las alforjas y montó con visible complacencia, a pesar de la ligera rigidez de sus piernas. Hugo se abstuvo discretamente de ofrecerle su ayuda. Sesenta y cinco años son una edad que merece respeto y reverencia de los jóvenes, pero aquéllos que ya la han alcanzado no siempre agradecen que se la recuerden.

Nadie les observó directamente mientras cruzaban la puerta, pero quizá varios ojos se posaron en ellos desde el claustro o la enfermería o incluso desde los aposentos del abad. Mejor seguir la habitual rutina de la jornada como si aquél fuera un día como cualquier otro y a nadie le cupiera la menor duda de que el hermano que se iba regresaría a su debido tiempo para reanudar sus deberes igual que antes. Y, si la paz regresara a casa junto con él, tanto más calurosa sería la bienvenida.

En cuanto rebasaron San Gil y dejaron a su espalda la ciudad y la barbacana, Cadfael contempló la distante mole del Wrekin y experimentó en su corazón una serena resignación, abierta a cualquier cosa que pudiera ocurrir, pues muchos eran los consuelos capaces de compensar sus posibles amarguras. A pesar de la cercanía de diciembre, los campos conservaban todavía el verdor, el tiempo era templado y sin viento, él montaba un espléndido caballo y cabalgar al lado de Hugo era un placer cuajado de recuerdos compartidos. El camino estaba expedito, ambos conocían los parajes que tendrían que atravesar, por lo menos hasta el bosque de Chenet, y Hugo había iniciado el viaje tres días antes del comienzo de la reunión.

—Viajaremos despacio —dijo— y llegaremos temprano. No me vendrá mal intercambiar unas palabras con Roberto Bossu antes de que se expongan oficialmente los asuntos. Es posible incluso que nos tropecemos con Ranulfo de Chester cuando nos detengamos a pasar la noche en Lichfield. Me han dicho que tiene que darle un consejo de última hora a su hermanastro de Lincoln. Guillermo cuidará de las ganancias territoriales de ambos en el norte mientras él asiste humildemente a la reunión de Coventry.

—Hará bien en no vanagloriarse de sus triunfos —dijo Cadfael en tono pensativo—, pues habrá muchos enemigos suyos en la reunión.

—Sabrá ganarse su favor. En estas últimas semanas ya ha hecho varias concesiones a los mismos barones a quienes justo el año pasado despojó de tierras y privilegios. Cambiar de bando sale muy caro —dijo cínicamente Hugo—. El rey es solo el primero de los muchos a los que tiene que seducir, pero el rey suele acoger a los aliados con los ojos cerrados y los brazos abiertos, y siempre da más de lo que recibe. Todos los que se han mantenido constantemente a su lado y han visto la traición de Ranulfo no le saldrán muy baratos. Algunos de ellos recibirán las dádivas que él les ofrece, pero se abstendrán de entregarle los bienes que él cree haber comprado. Yo, Ranulfo, todavía me pasaría un año procurando mostrarme lo más dócil y sumiso que pudiera.

Cuando llegaron al anochecer a las hospederías diocesanas de Lichfield, observaron un cierto ajetreo y vieron varias divisas nobiliarias entre los mozos y servidores en los aposentos comunes donde descansaban los oficiales de Hugo. Pero no había nadie de Chester. O Ranulfo siguió otro camino desde la casa de su hermanastro en Lincoln, o se les adelantó y ya había regresado a su castillo de Mountsorrel, cerca de Leicester, donde estaría haciendo planes con vistas a la reunión. A él no le interesaba tanto alcanzar la paz cuanto buscar una oportunidad de incorporarse al bando que, a su juicio, se alzaría con la victoria total.

Antes de completas, Cadfael salió a la fría penumbra y se encaminó hacia el sur desde el recinto en el que las pulidas superficies de los estanques de la catedral brillaban con serena calma bajo la plomiza luz del anochecer, y el espacio antaño ocupado por la iglesia sajona semejaba todavía una herida abierta de lenta y difícil cicatrización. Rogelio de Clinton, prosiguiendo una tarea iniciada años atrás, había aprobado la elección de una sede más estable e importante que la inicialmente prevista por el primer obispo san Chad. Cadfael dobló la esquina del sagrado recinto en el que había desarrollado su ministerio uno de los más queridos prelados que hubiera tenido aquel lugar y volvió la cabeza para contemplar la impresionante mole de la nueva catedral de piedra recién terminada, si es que alguna vez pudiera terminar efectivamente la tarea de ampliarla y embellecerla. El alargado tejado de la nave y la recia y cuadrada torre central se recortaban con toda claridad contra el pálido cielo. El coro era muy pequeño y terminaba en el ábside. Las altas vidrieras del oeste recibían un poco de oblicua luz a través de unos muros tan gruesos como los de una fortaleza. Invisibles bajo aquellos muros perduraban todavía las huellas de los alojamientos de los canteros, las cicatrices de la piedra y madera almacenada y un montón de sillares del edificio previamente ocupado por los banqueros. Ahora, el hombre que había erigido aquel castillo a mayor gloria de Dios tenía toda la mente puesta en la cristiandad y ya se encontraba en espíritu en Tierra Santa.

En los bordes del estanque brillaban todavía unos débiles destellos de luz cuando Cadfael regresó para asistir al rezo de completas. Al entrar en el recinto, se vio rodeado por distintas figuras en sombras que le dirigieron cortésmente la palabra al pasar por su lado, pero no pudo reconocer ningún rostro en la oscuridad. Canónigos, acólitos, miembros del coro, huéspedes de los aposentos comunes de la hospedería y devotos habitantes de la ciudad que asistían a los últimos oficios del día en su afán de coronar santamente su jornada. Se sintió rodeado por toda una nube de testigos sin que importara demasiado que todas aquellas almas estuvieran centradas en otras inquietudes y no se hubieran percatado para nada de su presencia. Tantas necesidades juntas tenían que sacudir a la fuerza el cielo.

En la espaciosa nave del templo, unas cuantas figuras espectrales se movían en silencio en la oscuridad, preparando los oficios del anochecer. Aún era muy temprano y solo las lámparas perennemente encendidas en los altares brillaban como unos pequeños ojos de color rojo mientras un diácono iba encendiendo las velas del coro y las llamas se iban elevando en medio de la quietud del aire.

Un joven de apariencia inconfundiblemente seglar se encontraba de pie junto a un altar lateral, cuyas velas se acababan de encender. No iba armado, pero el cinto que lucía mostraba unas sujeciones de cuero destinadas a la espada y la daga. Llevaba un sencillo jubón de color oscuro, pero muy bien cortado y de excelente tejido. El fornido y compacto joven permanecía inmóvil, contemplando fijamente el crucifijo con una mirada tan indudablemente suplicante que no cabía la menor duda de que estaba rezando por un asunto muy grave. Se encontraba medio vuelto de espaldas, por lo qué Cadfael no podía verle muy bien la cara a pesar de no recordar haberle visto en ninguna ocasión anterior y, sin embargo, la recia y compacta figura le resultaba curiosamente familiar, lo mismo que la posición de su cabeza levemente levantada e inclinada hacia delante, como si proyectara la mandíbula hacia Dios y discutiera con él como con un igual de quien tuviera derecho a exigir ayuda en una digna causa. Cadfael se desplazó ligeramente para contemplar el inmóvil perfil y, en aquel preciso instante, la llama de una de las velas alcanzó un hilo desprendido del pabilo y se extendió hacia un lado, iluminando repentinamente el rostro del joven. Duró solo un momento, pues el joven levantó una mano y extinguió rápidamente aquel fallo entre el índice y el pulgar, e inmediatamente la llama se redujo y empezó a arder de nuevo con normalidad. Un fuerte perfil de nariz recta y barbilla muy bien dibujada, perteneciente sin duda a un muchacho de noble cuna, muy consciente de su propio valor.

En el momento de encenderse la parte lateral del pabilo de la vela, Cadfael debió de hacer algún leve movimiento en el límite del campo visual del joven, pues éste se volvió de repente y le mostró su juvenil rostro de redondas mejillas y sus ojos castaños de sincera y vulnerable mirada bajo una despejada frente y una espesa mata de cabello castaño.

La sorprendida mirada se apartó rápida y cortésmente de Cadfael. Justo cuando estaba reanudando el silencioso diálogo con su Hacedor, el joven contrajo de repente los músculos y se volvió de nuevo, esta vez para mirar a Cadfael sin el menor rubor y con la inocencia propia de un niño. Abrió la boca para decir algo, esbozó una ansiosa sonrisa, se contuvo momentáneamente a causa de la duda y, al final, decidió lanzarse.

—¿Fray Cadfael? ¿Sois vos?

Cadfael parpadeó sin reconocerle.

—No es posible que me hayáis olvidado —dijo el joven alegremente, como si no concibiera que alguien pudiera hacer tal cosa—. Vos me acompañasteis a Bromfield hace seis años. Oliveros fue a buscarnos a Ermina y a mí. He cambiado mucho, por supuesto, pero vos… ¡No habéis cambiado en absoluto!

A la luz de las velas, los seis años se desvanecieron como la bruma y Cadfael reconoció en el fornido y cuadrado joven al fornido y cuadrado niño que él había visto por vez primera en el bosque entre Stoke y Bromfield en un amargo diciembre, y a quien había acompañado junto con su hermana a la seguridad de Gloucester. Trece años tenía entonces y ahora, a punto de cumplir los diecinueve, el joven se mostraba tan audaz y tan seguro de sí mismo como ya prometía en aquel primer encuentro.

—¿Yves? ¡Yves Hugonin! Ah, sí, ahora te reconozco… no has cambiado demasiado. Pero ¿qué estás haciendo aquí? Yo te creía en algún lugar del oeste, en Gloucester o Bristol.

—He viajado a Norfolk para visitar al conde por encargo de la emperatriz. Ahora él ya estará en camino hacia Coventry. La emperatriz quiere tener a su alrededor a todos sus aliados y Hugo Bigod ejerce más influencia que nadie sobre los barones.

—¿Y tú te reunirás con ellos allí? —preguntó Cadfael, lanzando un suspiro de complacencia—. Podemos viajar juntos. ¿Has venido solo? En tal caso, ya no lo estás, pues me alegra mucho volver a verte en tan excelente estado. Estoy aquí con Hugo y él se alegrará de verte tanto como yo.

—Pero ¿cómo es posible que estéis aquí? —preguntó Yves rebosante de contento, tomando las manos de Cadfael para estrechárselas con entusiasmo—. Sé que aquella vez obtuvisteis permiso para abandonar el monasterio y salvar a un hombre que había sufrido un daño, pero ¿qué pretexto habéis utilizado ahora para que os dejaran asistir a una conferencia de Estado como ésta? Aunque bien es verdad que, si hubiera más hombres como vos —añadió tristemente el joven—, probablemente habría más esperanzas de llegar a un acuerdo de paz. Dios sabe lo mucho que me alegro de veros, pero ¿cómo lo habéis conseguido?

—Tengo permiso hasta que termine la conferencia —contestó Cadfael.

—¿Por qué razón? Los abades no suelen dejarse convencer fácilmente.

—El mío —dijo Cadfael— me concede un tiempo limitado, pero ha fijado un período que no debo sobrepasar. He sido autorizado a asistir a la conferencia de Coventry para averiguar el paradero de uno de los prisioneros de Faringdon. En el lugar donde los príncipes se reúnan, puede que consiga alguna noticia.

A pesar de que Cadfael no había pronunciado ningún nombre, el muchacho contrajo los músculos con tal intensidad que en su terso y juvenil rostro se dibujaron unas arrugas más propias de la madurez. Aún no había culminado su desarrollo, pero dentro ya tenía a un hombre que se encendía como un fuego atizado cuando alguna pasión partidista hurgaba en lo más hondo de su corazón.

—Creo que ambos buscamos lo mismo —dijo—. Si estáis buscando a Oliveros de Bretaña, yo también. Sé que estaba en Faringdon, y me consta, como a cualquier persona que le conozca, que él jamás hubiera cambiado de lealtad y sé que lo tienen muy bien escondido en algún lugar secreto. Fue mi defensor y salvador una vez, ahora es mi hermano, y mi hermana lleva un hijo suyo en sus entrañas. Me es más cercano que mis propios parientes y le quiero tanto como si fuera de mi misma sangre. No podré descansar hasta que sepa lo que han hecho con él y consiga liberarle de su cautiverio.

—Yo estuve con él —explicó Yves— hasta que enviaron una guarnición a Faringdon. He estado con él desde que llevo armas y jamás me hubiera separado voluntariamente de su lado, y él, por su parte, tuvo a bien conservarme consigo. Padre y madre ha sido para mí desde que se casó con mi hermana. Ahora Ermina espera un hijo y se ha quedado sola en Gloucester.

Los tres, Hugo, Cadfael y el chico, estaban sentados en un banco bajo una de las antorchas de la sala de la hospedería en el último silencio de la noche después de completas, mientras los recuerdos parecían agolparse a su alrededor en la oscuridad que reinaba más allá del círculo de luz de la antorcha. Yves llevaba buscando en solitario a Oliveros desde que la caída de Faringdon lo arrojara a un limbo que solo Dios conocía y desde el que no se había pedido ningún rescate por él. Ahora era un alivio poder desahogarse y comentar todo lo que sabía o adivinaba con aquellas dos personas que apreciaban a Oliveros de Bretaña tanto como él. Los tres juntos podrían hacer sin duda mucho más.

—Cuando terminó la construcción de Faringdon, Roberto de Gloucester se llevó sus propias fuerzas y lo dejó todo en manos de su hijo, y entonces Felipe nombró castellano de Faringdon a Brien de Soulis y le envió una fuerte guarnición integrada por hombres procedentes de distintas fortalezas. Oliveros era uno de ellos. Yo entonces estaba en Gloucester, de lo contrario le hubiera acompañado, pero tenía que cumplir una misión en nombre de la emperatriz y ella me obligó a permanecer a su lado. Casi todos los miembros de su corte estaban todavía en Devizes y muy pocos de los nuestros se encontraban con ella. De pronto, nos enteramos de que el rey Esteban había reunido un gran ejército para someter a asedio el nuevo castillo y aliviar la presión que este ejercía sobre Oxford y Malmesbury. De la noche a la mañana nos llegan noticias de que Felipe le enviaba repetidos correos a su padre, rogándole que acudiera con refuerzos para salvar Faringdon. Pero su padre jamás lo hizo. ¿Por qué? —preguntó en tono de impotencia Yves—. ¿Por qué no lo hizo? ¡Solo Dios lo sabe! ¿Acaso estaba enfermo? ¿Lo está todavía? Comprendo que esté muy cansado, ¡pero eso de permanecer cruzado de brazos cuando más lo necesitaban es algo inconcebible!

—Por lo que yo he podido saber —dijo Hugo—, Faringdon estaba muy bien protegido. Recién armado y con abundancia de víveres. Creo que hubiera podido resistir incluso sin la ayuda de Roberto. Mi rey, a pesar de lo mucho que yo lo aprecio, no es famoso por su constancia en los asedios. Se hubiera cansado y se hubiera ido a otro sitio. Hace falta mucho tiempo para matar de hambre una fortaleza recién abastecida.

—Hubiera podido resistir —repitió Yves con un hilillo de voz—. No era necesario rendirse, todo se hizo deliberadamente y con malicia. Nadie más que el propio Felipe sabe si él estaba de acuerdo al principio o no. Él no estaba presente cuando ocurrió, pero no se sabe si la rendición tuvo lugar con su consentimiento. De Soulis es muy amigo suyo. Sea como fuere, lo que sí es cierto es que hubo una cierta connivencia entre los capitanes que mandaban las fuerzas del interior y los sitiadores del exterior y que, de pronto, toda la guarnición fue llamada a ser testigo del acuerdo a que habían llegado sus seis capitanes para entregar el castillo y que a los hombres se les mostró el documento firmado por los seis y ellos no tuvieron más remedio que aceptar lo acordado por sus señores. Con lo cual los caballeros y escuderos se quedaron sin seguidores a la espera de ser desarmados y hechos prisioneros a no ser que también aceptaran la decisión. Las fuerzas del rey ya estaban delante de las puertas del castillo. Treinta jóvenes fueron distribuidos entre los aliados de Esteban para recompensar sus servicios e inmediatamente desaparecieron. Desde luego, algunos de ellos recuperaron enseguida la libertad gracias al rescate que pagaron sus parientes y amigos. Pero no así Oliveros.

—Eso ya lo sabemos —dijo Hugo—. El conde de Leicester tiene la lista completa. Nadie ha ofrecido un rescate por Oliveros. Nadie ha dicho quién lo retiene, a pesar de que algunos deben de saberlo.

—Mi tío Laurence ha estado haciendo indagaciones por todas partes, pero no ha podido averiguar nada —dijo Yves—. Y ya se está haciendo mayor y su presencia es necesaria en Devizes, donde suele estar la corte de la emperatriz. Pero yo tengo intención de plantear abiertamente el asunto en Coventry y obtener una respuesta. No me la pueden negar.

Cadfael, escuchando en silencio, sacudió ligeramente la cabeza casi con afecto al ver la ingenua confianza del joven. No era probable que el rey y la emperatriz, con una absoluta, aunque imaginaria, victoria prácticamente al alcance de sus manos, dieran prioridad a una cuestión de simple justicia individual tal como parecía suponer el muchacho. Aquel ingenuo joven de noble cuna era serenamente consciente de su derecho a recibir un trato justo y una cortés atención. Tendría que sufrir unos cuantos reveses antes de aprender a protegerse contra las asechanzas del mundo y el demonio.

—Y después —añadió Yves con amargura—, Felipe entregó Cricklade al rey Esteban junto con la guarnición, las armas y las corazas. No comprendo por qué razón lo hizo. Me he estado devanando los sesos en un intento de comprenderlo. ¿Fue por simple cálculo al darse cuenta de que estaban dedicando todos sus esfuerzos al bando perdedor y de que el cambio le ayudaría a mejorar su fortuna? ¿A sangre fría? ¿O bien con la sangre encendida de rabia contra su padre por el hecho de haber abandonado Faringdon a su suerte? ¿O acaso fue él quien traicionó Faringdon al principio?

¿Se entregó el castillo por orden suya? No puedo adivinar sus pensamientos.

—Pero tú por lo menos le has visto —dijo Hugo— y has servido con él. Aunque no puedas explicarte lo que ha hecho, no hay que olvidar que has trabajado a su lado en la misma alianza y que necesariamente tienes que conocer su forma de actuar. ¿Qué edad debe de tener? No más de diez años que tú.

Yves se libró con un gesto de impaciencia de su desconcierto y reflexionó un instante.

—Unos treinta años. Guillermo, el heredero de Roberto, debe de tener unos cuantos más. Felipe es un hombre muy callado… tiene un temperamento un poco melancólico, pero es un buen oficial. Hubiera contestado que me gustaba si alguien me lo hubiera preguntado. Jamás hubiera podido creer que fuera capaz de cambiar de chaqueta… y tanto menos en su propio provecho o por temor…

—Dejémoslo estar —dijo Cadfael en tono tranquilizador, viendo los inútiles esfuerzos del muchacho por explicarse algo que no podía comprender—. Ninguno de nosotros tres está dispuesto a permitir que Oliveros languidezca en algún lugar sin que nadie lo rescate. Vamos a ver qué ocurre en Coventry y qué podemos averiguar allí.

Llegaron a Coventry a media tarde del día siguiente, un hermoso y vigorizante día en el que habían brillado a ratos los rayos de un gélido sol. El placer del camino había apartado momentáneamente a Yves de su obsesión, iluminando sus ojos y arrebolando sus mejillas. Entrando en la ciudad por el norte, vieron que las antiguas y sólidas defensas de madera del conde Leofrico todavía se mantenían en pie, y que el laberinto de sus calles estaba muy bien pavimentado y conservado, pues los obispos habían convertido la ciudad en la base principal de su sede. Rogelio de Clinton había proseguido aquella costumbre, a pesar de que Lichfield le era mucho más querida, pues en los turbulentos tiempos que corrían, en Coventry se registraban más disensiones y la ciudad estaba más expuesta a ser objeto de las esporádicas incursiones de los ejércitos rivales, y él no era un hombre capaz de apartarse de los peligros mientras su rebaño los soportaba.

No cabía duda de que su temible presencia había otorgado a la ciudad una cierta protección, aunque en sus calles se podían ver cicatrices y destrozos y huecos de casas derruidas y todavía no sustituidas. En un país que durante tantos años se habían disputado con las armas dos primos muy poco dignos de tal nombre, no era de extrañar que los enemigos particulares y los vecinos no menos voraces que ellos participaran por su cuenta en los saqueos. Hasta el pequeño castillo de madera que el conde de Chester tenía en la ciudad mostraba las cicatrices de la contienda, por lo que difícilmente el conde lo podría ocupar con las clases de séquito que pensaba llevar a la mesa de las negociaciones, y tanto menos utilizar para agasajar a su recién apaciguado rey. Seguramente preferiría proseguir sus cautelosos cortejos en la discreta distancia de Mountsorrel.

La ciudad estaba dividida entre dos señoríos, la mitad de ella pertenecía al prior y la otra mitad al conde, lo cual daba lugar de vez en cuando a algunos murmullos de descontento a propósito de los distintos privilegios que otorgaban ambas partes, aunque todos compartían y reconocían unas mismas normas ciudadanas y, en general, se trataban unos a otros con razonable amistad. Era una de las ciudades más prósperas de Inglaterra y la más alerta y dispuesta a aprovechar las oportunidades. Los mercaderes y comerciantes ya estaban ocupados preparando sus mercancías para atraer las miradas de los nobles congregados. Cabía dudar de que esperaran algún resultado de aquel encuentro, pero el negocio era el negocio y allí donde hubiera condes y barones se podrían obtener ganancias.

En las fachadas de muchas casas colgaban ilustres pendones, mientras que numerosos servidores vestidos con lujosas libreas se dirigían a caballo hacia las puertas del priorato y de las casas de descanso para los peregrinos. Coventry guardaba las reliquias de san Osburgo, un brazo de san Agustín y muchas reliquias menores, por cuyo motivo vivía de los peregrinos desde su fundación más de cien años atrás. Aquella nueva remesa de acaudalados y poderosos personajes, pensó Cadfael, contemplando por todas partes las pruebas de su presencia, difícilmente se iría, aunque solo fuera para dejar en buen lugar su reputación, sin ofrecer una generosa recompensa a cambio de los agasajos recibidos y de la hospitalidad de la Iglesia.

Se abrieron camino sin prisas entre el ajetreo y el bullicio de las calles y, ya mucho antes de llegar a la puerta del priorato de Santa María, Yves se llenó de emoción y entusiasmo y pensó que la ciudad era muy acogedora y que la posibilidad de un acuerdo estaba cada vez más cerca. Identificó las divisas y gallardetes que encontraron por el camino y se intercambió saludos con algunos jóvenes de su bando que formaban parte del leal séquito de seguidores que acompañaba a la emperatriz.

—Hugo Bigod se ha apresurado a regresar desde Norfolk e incluso se nos ha adelantado… aquéllos son algunos de sus hombres. ¿Y veis aquel hombre montado en aquel caballo negro un poco más allá? Es Reginaldo FitzRoy, el más joven de los hermanastros de la emperatriz, el que Felipe hizo prisionero hace apenas un mes y el rey mandó poner en libertad. No sé cómo se atrevió Felipe a tocarle —dijo Yves—, sabiendo que Roberto lo protegía y que ambos se quieren fraternalmente. Sin embargo, hay que reconocer que Esteban juega muy limpio. Concedió salvoconductos y los respetó.

Habían llegado a la inmensa puerta del recinto del priorato y acababan de entrar en un espacioso patio rebosante de color y movimiento. Los pocos monjes benedictinos que trataban de cumplir con su deber y seguir el horario del día estaban totalmente perdidos entre la marea de altos personajes y criados, algunos de ellos recién llegados y otros saliendo a caballo para ver la ciudad o visitar a las amistades, entre los mozos que entraban y salían conduciendo por la brida a unos nerviosos caballos y los escuderos que estaban desensillando las monturas y descargando el equipaje de sus señores. En el momento de entrar, Hugo se apartó a un lado para ceder el paso a un alto jinete espléndidamente ataviado que, rodeado por una nube de servidores, se disponía a montar para salir.

—Es Rogelio de Hereford —dijo Yves, sonriendo—, el nuevo conde. Su padre murió en un desgraciado accidente de caza hace un par de años. Y el hombre que se ha vuelto a mirar hacia aquí desde aquellos peldaños es Humphrey de Bohun, el senescal de la emperatriz. Eso quiere decir que ella ya ha llegado…

De pronto, el joven se apartó bruscamente de ellos, contrajo los músculos y abrió la boca sin terminar la frase mientras se dibujaba en sus ojos una extraña expresión de incredulidad. Siguiendo la dirección de su mirada, Cadfael vio a un hombre bajando por los peldaños de piedra de la hospedería del otro lado, los cuales, por una vez, solo estaban ocupados por su persona, claramente visible por encima de la multitud del patio. El hombre era extremadamente apuesto y gallardo, se movía con displicente arrogancia, llevaba la rubia cabeza descubierta y lucía una corta capa colgada de un hombro. Debía de tener unos treinta y cinco años y parecía muy pagado de sí mismo. Pisó los adoquines del patio y la gente le abrió camino como si diera por buena la valoración que él mismo se atribuía.

Sin embargo, nada de todo aquello hubiera podido inducir a Yves a quedárselo mirando con el ceño fruncido y el rostro torcido en una mueca de animosidad.

—¿Él aquí? —dijo Yves entre dientes—. Pero ¿cómo se atreve?

De pronto, su hielo se transformó en fuego y, desmontando de un salto, corrió hacia el desconocido, blandiendo la espada desenvainada mientras mozos y caballos se apartaban a su paso. Inmediatamente se oyó su recia y sonora voz.

—¡Tú, De Soulis, traidor a tu causa y a tus compañeros! ¿Cómo te atreves a mezclarte con los hombres honrados?

Por un estremecedor instante, todas las demás voces del patio se sumieron en un desconcertado silencio; después, se oyó un clamor de alarma, protesta e indignación. De la misma manera que el primer enfrentamiento había inducido a los presentes a apartarse de aquel torbellino, una reacción inmediata los indujo a adelantarse para impedir el inminente conflicto. Pero De Soulis ya había desenvainado la espada para enfrentarse con su desafiador, al tiempo que describía un círculo para disponer de espacio en el que defenderse. Acto seguido, ambos jóvenes se enzarzaron en un serio combate, acero chirriando contra acero.