l correo del conde de Leicester cruzó a caballo el puente del Severn y entró en la ciudad de Shrewsbury poco después del mediodía de un día de principios de noviembre, llevando en su alforja una noticia de tres meses de antigüedad.
Buena parte de ella ya sería conocida, por lo menos en términos generales, pero el correo de Roberto Beaumont desde Londres era mucho más eficiente que cualquier servicio que hubiera podido organizar el gobernador de aquel condado y, en un solo encuentro con el joven oficial, el conde había tenido ocasión de comprobar que era uno de los pocos hombres relativamente cuerdos que quedaban en aquel enloquecido mundo de guerras civiles que tan graves quebrantos venía causando a Inglaterra desde hacía tantos años, y tanto había agotado a los bandos enfrentados del rey y de la emperatriz sin que, por desgracia, ninguno de ellos hubiera podido comprender la realidad de la situación. Los jóvenes tan capacitados como Hugo Berengario, pensaba el conde, bien merecían ser informados mientras no llegara el día en que la razón se abriera finalmente camino y pusiera fin a una dolorosa guerra, tan inútil como ruinosa. Y en aquel año del Señor de 1145 que ahora estaba tocando a su fin, los caóticos acontecimientos habían permitido abrigar la esperanza, todavía muy frágil, de que incluso aquellos dos primos que tan fieramente estaban batallando por el trono, acabarían por reconocer que ya no podían confiar en el uso de la fuerza y deberían buscar otro medio de resolver las disputas.
El joven que portaba los mensajes del conde ya había efectuado aquel viaje en otra ocasión y conocía el camino del puente y la curva del Wyle que, rodeando la Cruz Alta, llegaba hasta las puertas del castillo. La divisa del conde le había abierto el camino sin ningún impedimento. Con el cabello alborotado por el viento que penetraba por la arcada, Hugo salió de la armería del baluarte interior sacudiéndose el polvo de las manos e invitó al mensajero a entrar para recibir las nuevas.
—Se ha levantado una pequeña brisa que ha obligado a mi señor a ventear el aire —dijo el muchacho, depositando el contenido de su bolsa en la mesa de la antesala de la garita de vigilancia—. Aunque con cierta cautela, pues es la primera vez que percibe tales movimientos y estos fácilmente podrían extinguirse por sí solos. Todo guarda relación con lo que está sucediendo en Oriente y con la cesión de los castillos del valle del Támesis. Desde que Edesa cayó en poder de los paganos de Mosul en la pasada Natividad, toda la cristiandad teme por la suerte del reino de Jerusalén. Ya se empieza a hablar de una nueva cruzada y, aquí en nuestro país, hay señores de ambos bandos que no están demasiado conformes con lo que se ha hecho hasta ahora y gustosamente acogerían la cruz como santuario de sus almas. Os traigo sus misivas oficiales —añadió, depositando los documentos en la mano de Hugo—, pero, antes de irme, os comunicaré la esencia de lo que contienen y después vos podréis estudiarlas con calma, pues todavía no se ha fijado una fecha. Tengo que regresar hoy mismo, pues debo cumplir un encargo en Coventry a la vuelta.
—En tal caso, será mejor que toméis ahora mismo un refrigerio mientras hablamos —dijo Hugo, ordenando a uno de sus hombres que dispusiera todo lo necesario. Después analizó confidencialmente con el joven los enredados asuntos de Inglaterra que en los meses estivales habían tomado unos sesgos desconcertantes y que, teniendo a la vuelta de la esquina la estación invernal en la que no sería posible emprender ulteriores acciones, quizá se pudieran desenredar, abriendo por lo menos el camino a una cierta esperanza de solución—. No me iréis a decir que Roberto Beaumont está pensando en tomar la Cruz, ¿verdad? Me dicen que salen de Claraval unos encendidos sermones a los cuales va a ser muy difícil resistir.
—No —contestó el joven, esbozando una leve sonrisa—, mi señor está preocupado por los acontecimientos del país. Pero esta misma inquietud por la cristiandad está induciendo a los obispos a pensar en la necesidad de que se restablezca el orden aquí antes de su partida para resolver los asuntos de Ultramar. Quieren que se concierte un encuentro entre el rey y la emperatriz para que ambos puedan llegar a un acuerdo y encontrar el medio de salir del estancamiento en que nos encontramos. Supongo que ya os habréis enterado de que el conde de Chester consiguió ser recibido por el rey a quien juró lealtad. El día ya estaba muy avanzado y el encuentro no tenía muchas probabilidades de celebrarse, pero el rey accedió de mil amores a recibirle. Nosotros ya lo sabíamos antes de que ambos se reunieran en Stamford hace aproximadamente una semana, pues el conde Ranulfo, en un intento de comprar su entrada en el redil, ya llevaba algún tiempo preparando cuidadosamente el terreno con algunos barones de Esteban que le guardaban rencor por antiguos entuertos. Mi señor llevaba varios años disputándole la propiedad de unas tierras cerca de su castillo de Mountsorrel. Ahora el de Chester ya ha hecho algunas concesiones, pues, a menudo, el hombre que quiere cambiar de bando no solo tiene que ganarse el favor del rey sino también el de todos aquéllos que rodean al rey. Por consiguiente, lo de Stamford no fue ninguna sorpresa y el de Chester ya ha sido aceptado. Y seguramente ya estaréis al corriente de todo ese embrollo de Faringdon y Cricklade y de cómo Felipe FitzRobert se presentó ante Esteban, en contra de la voluntad de su padre y de la emperatriz, con un castillo en cada mano.
—Eso es algo que jamás podré entender —dijo categóricamente Hugo—. ¡Nada menos que él! El propio hijo de Gloucester, que ha sido desde el principio el principal valedor de la causa de la emperatriz. ¡Y ahora su hijo se revuelve contra él y se pasa al bando del rey! Y lo ha hecho sin medias tintas. Parece ser que está luchando por Esteban con el mismo denuedo con que luchaba por Matilde.
—Y no olvidéis que una de las hermanas de Felipe está casada con Ranulfo de Chester —señaló el joven escudero del conde— y que esos dos cambios tienen que estar necesariamente relacionados. Solo Dios sabe, no yo, cuál de los dos hermanos arrastró al otro y qué otra cosa hay detrás de todo eso. Pero una cosa es cierta. El rey cuenta con otros dos nuevos aliados y con un muy respetable puñado de castillos.
—Y yo creo que no está muy dispuesto a hacer ningún tipo de concesión, ni siquiera a los obispos —observó sagazmente Hugo—. Lo más probable es que ahora vuelva a estar convencido de que podrá alzarse con las victorias. Dudo que consigan sentarle a la mesa de las negociaciones.
—No subestiméis jamás a Rogelio de Clinton —dijo el mensajero del conde de Leicester con una sonrisa en los labios—. Ha ofrecido Coventry como sede del encuentro y se puede decir que Esteban ya ha accedido prácticamente asistir. Ambos bandos han empezado a repartir salvoconductos. Coventry es un lugar muy apropiado para todos: el de Chester podrá ofrecer hospitalidad en Mountsorrel y ganarse la amistad de sus huéspedes, y en el priorato hay sitio suficiente para todos. ¡Tened por seguro que el encuentro se va a celebrar! Lo que salga de él ya es otra cosa. No será fácil complacer a todo el mundo y habrá muchos que harán todo lo posible para que fracase la reunión. Uno de ellos será Felipe FitzRobert, el cual estará presente, aunque solo sea para enfrentarse con su padre y dejar bien claro que no se arrepiente de nada, pero estará presente para destruir, no para aplacar. Bien, pues, mi señor desea que vuestra voz se deje oír allí en representación de vuestro condado. ¿Podrá contar con ella? Conoce vuestra posición —dijo el joven— o cree conocerla. Vos figuráis en la lista de sus esperanzas. ¿Qué decís?
—Que me haga saber el día —contestó afablemente Hugo— y allí estaré.
—Muy bien, así se lo diré. En cuanto al resto, seguramente ya sabréis que solo un puñado de capitanes, con Brien de Soulis al frente, fue el que vendió Faringdon al rey e hizo prisioneros a todos los caballeros de la guarnición que se negaron a cambiar de bando. El rey, a su vez, los repartió como recompensa entre algunos de sus seguidores para que éstos cobraran el rescate. Mi señor ha conseguido hacerse con una lista de los que han sido repartidos, los que han sido ofrecidos para el rescate y aquéllos cuya libertad ya se ha comprado. Aquí os envía una copia por si os interesan los nombres de algunos de los captores o de los prisioneros. Si algo saliera del encuentro de Coventry, la cuestión de los prisioneros sería objeto de consideración y no se sabe muy bien quién se quedaría con el último de ellos.
—Dudo que conozca a alguien de allí —dijo Hugo, tomando el rollo sellado con aire pensativo—. Aquellas guarniciones del Támesis es como si estuvieran a trescientas leguas de aquí. Cuando caen o cambian de bando, nos enteramos al cabo de un mes. Pero agradecedle al conde Roberto su gentileza y decidle que espero verle en el priorato de Coventry cuando llegue el día.
Hugo no rompió el sello de la misiva de Roberto de Beaumont hasta que el correo hubo reanudado su viaje hacia Coventry, donde sería recibido por el obispo Rogelio de Clinton antes de regresar a Leicester. En los últimos años, el obispo había convertido Coventry en la sede principal de su diócesis, a pesar de que Lichfield conservaba el rango de sede catedralicia y la diócesis era indistintamente conocida por ambos nombres. El obispo era también el abad titular del monasterio benedictino de la ciudad, y el hombre que estaba al frente del convento de monjes ostentaba el título de prior, aunque mitrado como un abad. Apenas dos años atrás, la paz del priorato se había visto gravemente alterada y los monjes habían tenido que abandonar provisionalmente su convento, pero se habían vuelto a instalar en él antes de que terminara el año y no era probable que los volvieran a expulsar de allí. «No subestiméis jamás a Rogelio de Clinton», había dicho el escudero de Roberto Beaumont, repitiendo sin duda como un eco las palabras de su poderoso señor. Hugo ya sentía un gran respeto por su obispo y, si un prelado de tal categoría, pensando en el peligro que corría la cristiandad, era capaz de atraer a un personaje de la talla del conde de Leicester y a otros de similar importancia y significado pertenecientes a cualquiera de los dos bandos o tal vez a ambos, algo bueno tendría que salir de todo aquello. Hugo desenrolló los pergaminos del conde embargado por una tímida esperanza y empezó a leer el breve resumen y la impresionante lista de nombres.
La súbita y violenta ruptura entre el conde Roberto de Gloucester, el hermanastro y leal paladín de la emperatriz Matilde, y su hijo menor Felipe en pleno estío, había sacudido los cimientos de toda Inglaterra y todavía no había sido debidamente explicada y comprendida. En el ocasional, pero peligroso y explosivo campo de batalla del valle del Támesis, Felipe, castellano de la emperatriz en Cricklade, había sido víctima de varias incursiones por parte de los hombres del rey procedentes de las guarniciones de Oxford y Malmesbury y, para librarse en parte del peso de aquella carga, le había pedido a su padre que acudiera en su ayuda y eligiera un lugar donde construir otro castillo para intentar romper con él las comunicaciones entre las dos plazas fuertes reales, obligándolas a ponerse a la defensiva. El conde Roberto había elegido inmediatamente el emplazamiento de Faringdon, donde había construido un castillo y lo había dotado de una guarnición. Pero, en cuanto el rey se enteró, se presentó al frente de un poderoso ejército y puso sitio al castillo. Desde Cricklade, Felipe le pidió repetidamente a su padre que le enviara refuerzos para no perder aquella fortaleza, de la que apenas había tenido ocasión de disfrutar y que tan valiosa podía ser para su hostigada guarnición. Pero Gloucester no le hizo caso y no le envió la ayuda requerida. De pronto empezaron a circular rumores por el sur en el sentido de que Brien de Soulis, el castellano de Faringdon, había cerrado un pacto secreto con los sitiadores a espaldas del resto de la guarnición, había permitido la entrada de unos hombres del rey en el castillo durante la noche y les había entregado Faringdon con todos sus combatientes. Casi todos los hombres aceptaron el mandato y se unieron a las fuerzas de Esteban al ver que sus comandantes los habían entregado; los que se mantuvieron leales a la emperatriz fueron desarmados, hechos prisioneros y repartidos entre los seguidores del rey para que éstos cobraran su rescate. Nada más enterarse de lo ocurrido, Felipe FitzRobert, el hijo del gran conde, entregó también Cricklade al rey, a pesar de su lealtad y de sus lazos de sangre, junto con todas las armas y los hombres. Muchos dijeron que fue su voluntad más que su mano la que entregó las llaves de Faringdon, pues Brien de Soulis y él eran casi hermanos y siempre actuaban de consuno. A partir de aquel momento, Felipe luchó tan ferozmente contra su padre como antes lo hiciera en su favor.
Sin embargo, la razón no era fácil de entender. Felipe quería mucho a su hermana, casada con el conde Ranulfo de Chester, y Ranulfo estaba deseando volver a servir al rey y se hubiera alegrado de que le acompañara en el empeño un poderoso pariente que pudiera asegurarle el éxito de la empresa. Pero ¿hubiera sido suficiente? Por su parte, Felipe había pedido que se erigiera Faringdon en apoyo de sus fuerzas y poco después lo había abandonado a su suerte a pesar de sus repetidas peticiones de ayuda. Pero ¿hubiera sido éste un motivo suficiente? Hace falta mucha amargura acumulada para que un hombre, después de muchos años de fiel servicio, dé media vuelta y abandone a los de su propia sangre. Pero él lo había hecho. Y ahora Hugo tenía en sus manos la lista de sus primeras víctimas, unos treinta jóvenes de alto valor entre caballeros y escuderos, repartidos entre los seguidores del rey para que pagaran muy cara su libertad, en el mejor de los casos, o se pudrieran en su cautiverio en caso de que hubieran caído en malas manos o hubieran sido suficientemente odiados.
El escribano de Roberto Beaumont había anotado, en los casos en que eran conocidos, el nombre del captor y el del cautivo, señalando los que ya habían sido rescatados por sus parientes.
No era probable que nadie reuniera una suma exorbitante para rescatar a algún joven caballero que aún no hubiera tenido ocasión de probar su valía. Cabía la posibilidad de que algunos jóvenes y ambiciosos partidarios de la emperatriz languidecieran en una oscura mazmorra a no ser que en la proyectada conferencia de Coventry se llegara a un acuerdo razonable que, entre otras cosas, contemplara su liberación.
Al final del rollo de pergamino, después de muchos nombres para él desconocidos, Hugo llegó a uno que sí conocía.
Se sabe que figuraba entre los que fueron vencidos y desarmados, pero se ignora quién lo retiene y dónde. No ha sido ofrecido a cambio de un rescate. Laurence de Angers ha estado buscando infructuosamente su paradero: Oliveros de Bretaña.
Hugo bajó a la ciudad para comunicarle al abad Radulfo la noticia de aquella repentina oportunidad de poner término a ocho años de guerra civil. Solo el tiempo diría si los obispos estarían dispuestos a permitir que la clerecía monástica dejara oír su voz; las relaciones entre ambos brazos de la Iglesia no siempre habían sido cordiales, aunque no cabía la menor duda de que Rogelio de Clinton apreciaba al abad de Shrewsbury. Sin embargo, tanto si lo invitaban a la reunión como si no, Radulfo tendría que estar preparado, cuando llegara el momento, para enfrentarse con el éxito o con el fracaso y a obrar en consecuencia. Además, en la Abadía de San Pedro y San Pablo, había otra persona que tenía todo el derecho a ser informada del contenido de la misiva de Roberto Beaumont.
Fray Cadfael se encontraba en el centro del huerto vallado de hierbas medicinales, contemplando con aire ensimismado el rostro otoñal de su ameno pensil cuyas plantas aparecían ahora enjutas, nervudas y sombrías. Casi todas las hojas habían caído, los oscuros tallos semejantes a unos dedos descarnados se aferraban tenazmente a los últimos restos del verano y todas las fragancias se habían mezclado en un solo aroma de vejez y declive, en el que se percibía el húmedo y descompuesto dulzor de una cosecha ya pasada y una inminente podredumbre. Aún no hacía frío y la leve melancolía de noviembre perduraba todavía en algunos dorados retazos de las hojas muertas y en la oblicua y ambarina luz de la tarde. Todas las manzanas estaban en el henil, el maíz ya se había molido, el heno ya llevaba mucho tiempo hacinado y las ovejas habían sido conducidas a los campos de rastrojos. Un tiempo para hacer una pausa y mirar alrededor para comprobar que nada se hubiera olvidado y ninguna valla hubiera quedado sin reparar contra los rigores del invierno.
Jamás en su vida había sido Cadfael tan agudamente consciente de aquella particular cualidad y función del mes de noviembre, con su madurez y su callada tristeza. El año avanza, no en línea recta a través de las estaciones, sino en un círculo que devuelve al mundo y al hombre a la oscuridad y el misterio en los que ambos nacieron y de los cuales está a punto de brotar una nueva sementera y una nueva generación.
Los viejos, pensó Cadfael, creen en ese nuevo comienzo, pero solo viven el final. A lo mejor, Dios me está recordando que ya me acerco a mi noviembre. Si así fuera, ¿por qué lamentarlo? Noviembre posee una belleza muy especial y la cosecha ya está en los graneros justo al lado de las semillas de la siguiente siembra. No te inquietes por el hecho de que no puedas quedarte a sembrarlas, pues otro se encargará de la tarea. Baja por tanto sin la menor inquietud a la tierra junto con las húmedas, delicadas y esqueléticas hojas de textura tan frágil como la de una tela de araña o las pieles de las personas muy viejas que sufren magulladuras y manchas al mero contacto de la brisa y en las que florecen pardas ronchas de la misma manera que en las hojas florece el oro antiguo de la podredumbre. Los colores del final del otoño son como los del ocaso: la despedida del año y la del día. ¿Y la vida del hombre? Pues si termina entre dorados destellos, no es un mal final.
Al salir de los aposentos del abad, dudando entre la prisa por comunicar lo que sabía y la renuencia a dar a conocer una noticia que no podría por menos que resultar ser inquietante, Hugo encontró a su amigo inmóvil en el centro de su pequeño y amado reino, contemplando su propia mente más que la dispersa vegetación otoñal que lo rodeaba. Cadfael solo regresó al mundo exterior cuando Hugo apoyó una mano en su hombro. Entonces emergió visiblemente y muy poco a poco de algún recóndito escondrijo de lo más hondo de su ser.
—Dios bendiga el trabajo —dijo Hugo, tomándole por ambos brazos—, si es que aquí se ha hecho alguno esta tarde. Pensé que habíais echado raíces.
—Estaba meditando acerca de la naturaleza circular de la vida humana —explicó Cadfael casi en tono de disculpa— y de las estaciones del año y las horas del día. No os he oído acercaros y no esperaba veros hoy.
—Y no me hubierais visto si los espías de Roberto Bossu hubieran estado un poco menos ocupados. Vayamos dentro y os contaré lo que se cuece —dijo Hugo—. Hay un asunto que concierne a todos los buenos clérigos y sobre el cual acabo de informar a Radulfo. Pero hay también una cuestión que os interesa directamente a vos. Y además, también a mí —reconoció el gobernador del condado, lanzando un profundo suspiro mientras abría la puerta de la cabaña de Cadfael.
—¿Habéis tenido noticias de Leicester? —le preguntó Cadfael, mirándole con aire pensativo desde el umbral—. ¿El conde Roberto Bossu sigue estando en contacto con vos? Si mantiene ese camino abierto, quiere decir que os considera uno de sus posibles aliados, Hugo. ¿Qué se lleva entre manos ahora?
—No se trata de él, aunque se meterá de lleno en la empresa, tanto si cree en ella como si no. Algunos obispos han dado el primer paso, pero habrá voces de ambos bandos, entre ellas las de Leicester, que prestarán apoyo a sus esfuerzos.
Hugo se sentó con su amigo bajo los manojos de hierbas medicinales que colgaban de las vigas del techo y se mecían impulsados por la brisa que penetraba a través de la puerta abierta, dejando escapar todos sus deliciosos aromas, y le habló del encuentro que se iba a celebrar en Coventry, de los salvoconductos que ya se estaban entregando en ambos bandos y de las perspectivas de alcanzar por lo menos un éxito parcial.
—Solo Dios sabe si alguno de ellos se dignará mover tan siquiera un pie. Esteban no cabe en sí de gozo por el hecho de haber conseguido atraer al de Chester y, por si fuera poco, al propio hijo de Gloucester, pero Matilde sabe que sus hombres le han asegurado Normandía y eso arrastrará hacia ella a algunos de nuestros barones que tienen tierras no solo aquí sino también allí. Ya estoy viendo que muchos le siguen prestando lealtad de boquilla, pero procuran mantenerse lo más al margen posible de la contienda bélica. Aun así, el intento merece la pena. Rogelio de Clinton puede ser un poderoso persuasor cuando se lo propone, y ahora se lo propone muy en serio, pues su verdadera presa es el Atabeg Zenghi en Mosul, y su objetivo recuperar Edesa. Y Enrique de Winchester seguramente añadirá su peso a la balanza. ¿Quién sabe? Yo consideraba primordial al abad —dijo Hugo poco convencido— pero dudo que si los obispos se unen a la causa, mantengan las riendas en sus propias manos.
—¿Y en que me concierne esto, por muy esperanzador o dudoso que pueda ser? —preguntó Cadfael.
—Esperad, que todavía hay más —contestó Hugo, a punto de comunicar con sumo cuidado una noticia extremadamente delicada—. ¿Recordáis lo que ocurrió en verano en el castillo de Faringdon, recién construido por Roberto de Gloucester, cuando el hijo menor de éste cambió de bando y su castellano entregó la fortaleza al rey?
—Lo recuerdo muy bien —contestó Cadfael—. Los combatientes no tuvieron más remedio que cambiar de bando con él, pues sus capitanes ya habían firmado la rendición. Y, por si fuera poco, Felipe entregó Cricklade con todos sus hombres.
—Pero muchos de los caballeros de Faringdon —dijo Hugo con deliberada lentitud— se negaron a aceptar aquella traición y entonces fueron vencidos y desarmados. Después, Esteban los repartió entre varios de sus aliados, tanto antiguos como recientes, aunque yo sospecho que los más recientes recibieron un trato de favor y consiguieron los mejores trofeos, para ganarse su agradecimiento y consolidar su recién adquirida lealtad. Pues bien, el de Leicester ha utilizado a sus espías en Oxford y Malmesbury para que averiguaran la lista de los prisioneros y descubrieran a quién habían sido entregados. Por algunos ya se había pagado el rescate y por otros se pide un rescate muy elevado, pero hay alguien que también estaba allí, pero no se sabe quién lo tiene y no se le ha vuelto a ver ni se ha sabido nada de él desde la entrega de Faringdon. No creo que ese nombre signifique algo más que los otros para Roberto Bossu, pero para mí, sí, Cadfael. —Ahora Hugo había conseguido ganarse toda la cautelosa atención de su amigo, pues el tono de su voz, aunque cautelosamente moderado, encerraba más una advertencia que una certeza—. Y también para vos.
—No ha sido ofrecido para el pago de un rescate —dijo Cadfael, calculando a su vez las probabilidades con cautelosa moderación— y lo mantienen prisionero en secreto. Lo cual quiere decir que aquí hay algo más que una normal animosidad y que el precio tendrá que ser muy alto. Eso siempre y cuando el que lo tiene en su poder acepte algún precio.
—Y para poder pagar lo que se pueda pedir por él —añadió tristemente Hugo—, los espías de Leicester dicen que Laurence de Angers ha estado preguntando infructuosamente por él en todas partes. El conde conoce su nombre, aunque no los de los jóvenes que lo acompañaban. Lamento tener que comunicaros la noticia de que Oliveros de Bretaña se encontraba en Faringdon. Ahora Oliveros de Bretaña ha sido hecho prisionero y solo Dios sabe dónde está.
Tras una pausa compartida de silencio y reflexión en cuyo transcurso ambos amigos ordenaron sus inquietudes más inmediatas, Cadfael se limitó a decir:
—Es un joven como cualquier otro. Conoce los riesgos y los afronta con los ojos abiertos. ¿Qué hay que alegar en su favor que no se haya alegado en favor de los demás?
—Se trata de un riesgo que él no podía prever, supongo. ¡Que el hijo de Gloucester se revolviera contra su propio padre! Un riesgo que Oliveros era el que menos armas tenía para afrontar, pues apenas sabe nada de la traición. No sé cuánto tiempo llevaba en la guarnición o cuáles eran los sentimientos de los jóvenes caballeros que allí se encontraban. Parece ser que muchos de ellos estaban con Oliveros. El castillo se acababa de construir como quien dice, Felipe lo dotó de una guarnición y quería defenderlo a toda costa, pero, cuando lo sometieron a asedio, Roberto no levantó ni un dedo para salvarlo. Todo eso encierra mucha amargura. Pero Leicester no cejará en su empeño de encontrarlos a todos hasta el último hombre. Y, en caso de que pronto nos tengamos que reunir en Coventry, es posible que, por lo menos, se llegue a un acuerdo sobre el intercambio de prisioneros. Los hombres de buena voluntad de ambos bandos insistiremos muy especialmente en ello.
—Oliveros traza su propio surco y corta su propia mies —dijo Cadfael, mirando hacia el oriente a través de la pared de madera, pero hacia un oriente de sol, arena y sequía, y hacia el centelleante mar de las playas del reino franco de Jerusalén, ahora amenazado y levantado en armas. El legendario mundo de Ultramar que antaño le resultara tan familiar y en el que había crecido Oliveros de Bretaña, abrazando, en su primera juventud, la fe de su ignorado progenitor—. Dudo —añadió Cadfael despacio— que una prisión logre retenerlo mucho tiempo. Me alegro de que me lo hayáis comunicado, Hugo. Si os enteráis de alguna otra noticia, os ruego encarecidamente que me lo hagáis saber.
Pero su voz, pensó Hugo cuando se separó de su amigo, no era la propia de un hombre que confiara plenamente en un venturoso final, y la expresión del rostro no era la de alguien que tuviera una certeza absoluta y estuviera dispuesto a permanecer sentado, dejándolo todo en manos de Oliveros o de Dios.
Cuando Hugo se fue, llevándose consigo sus propias cuitas tras haber cumplido fielmente con su deber de amigo, Cadfael cubrió el fuego del brasero con turba, cerró la cabaña y se encaminó hacia la iglesia. Aún faltaba una hora para vísperas y fray Winfrido todavía estaba cavando metódicamente en un cuadro desbrozado de judías para que las escarchas del inminente invierno desmenuzaran y refinaran la tierra. Un fino velo de amarillentas hojas permanecía adherido a los árboles, y en las puntas de los altos y escuálidos rosales habían brotado unos fríos capullos que jamás llegarían a abrirse.
En la vasta y oscura quietud de la iglesia, Cadfael se acercó al altar de santa Winifreda y le hizo una amistosa inclinación como si saludara a una íntima, pero reverenciada amiga, aunque, por una vez, no se atrevió a encomendar a la santa las angustias de otro hombre al que quizá esta tendría ciertas dificultades en comprender. Cierto que Oliveros era medio galés, pero cabía la posibilidad de que el hecho de que, al mismo tiempo, fuera apasionadamente sirio por su aspecto, su forma de pensar y sus principios le resultara todavía más desconcertante. Por consiguiente, Cadfael solo le dirigió una plegaria sin palabras desde lo más hondo de su corazón, ofreciéndole su afecto en una efusión de ternura que se elevó hacia ella como el humo del incienso. La santa le había perdonado muchas cosas y jamás lo había rechazado. Precisamente aquel año había soportado inundaciones, peligros y disputas y había regresado sana y salva a un merecido descanso. ¿Por qué turbar aquel dulce sosiego con una zozobra que le pertenecía exclusivamente a él?
Se fue por tanto con su desazón al altar mayor, directamente a la fuente de toda fuerza, poder y fidelidad, y, por una vez, no se conformó con arrodillarse sino que se postró en cruz sobre las frías baldosas como un pecador que ofreciera su cuerpo en propiciación al término de una penitencia, aunque el delito en el que estaba pensando todavía no se hubiera cometido y, contando con la gran generosidad y comprensión de su superior, quizá no fuera necesario cometer. Pese a ello, fray Cadfael reconoció con toda sinceridad su propósito, buscando comprensión más que perdón. Con la frente apoyada en la fría piedra, prefirió no exponer su intento con palabras y dejó que sus pensamientos manifestaran una necesidad que él veía con toda claridad, pero no era capaz de expresar oralmente. Tengo que hacerlo tanto si me lo permiten como si me lo prohíben, pues ni lo uno ni lo otro tendrá la menor importancia siempre y cuando yo haga bien lo que debo hacer.
Al término del rezo de vísperas, pidió audiencia al abad Radulfo y éste se la concedió. Ambos se sentaron juntos en la sala privada del abad.
—Padre, creo que Hugo Berengario ya os ha dado a conocer todo lo que el conde de Leicester le comunica en sus misivas. ¿Os ha hablado también del destino de los caballeros de Faringdon que se negaron a abandonar a la emperatriz?
—En efecto —contestó Radulfo—. He visto la lista de nombres y sé lo que se hizo con ellos. Confío en que, en el previsto encuentro de Coventry, se llegue a algún acuerdo acerca de una liberación general de los prisioneros, en caso de que no se pueda conseguir nada mejor.
—Ojalá yo pudiera compartir vuestra confianza, padre, pero me temo que ninguno de los dos tiene la menor intención de ceder. Habréis observado el nombre de Oliveros de Bretaña, el cual no ha sido localizado y del que nada se sabe desde la caída de Faringdon. Su señor está dispuesto a pagar un rescate, pero no se le ha ofrecido la oportunidad de hacerlo. Debo confesaros ciertas cosas acerca de ese joven, pues sé que Hugo no os las habrá dicho.
—Le conozco un poco de la vez que estuvo aquí hace cuatro años coincidiendo con la traslación de santa Winifreda, cuando buscaba a cierto escudero que había desaparecido tras la reunión celebrada en Winchester —le recordó Radulfo con una sonrisa—. No lo he olvidado[1].
—Pero eso que yo digo todavía no lo sabéis, aunque quizá os lo hubiera tenido que decir hace tiempo, cuando él se cruzó por primera vez en mi vida —dijo Cadfael—. Pensé que no habría necesidad de hacerlo, pues no esperaba que mi compromiso con este lugar pudiera cambiar. Y tampoco pensaba volver a verle y tanto menos que él me pudiera necesitar. Pero ahora me parece conveniente daros una explicación. Padre —añadió, mirando sin pestañear al abad—, Oliveros de Bretaña es mi hijo.
Se hizo un profundo silencio cargado de una sorprendente dulzura y serenidad. Los hombres que viven encerrados en un recinto monástico siguen siendo hombres tan vulnerables y falibles como los del exterior. Radulfo, como sabio que era, respetaba en gran manera la perfección, pero no abrigaba demasiadas esperanzas de cruzarse con ella en su camino.
—Cuando llegué a Palestina a los dieciocho años —explicó Cadfael, rememorando el pasado sin amargura—, conocí y amé a una joven viuda en Antioquía. Muchos años después, cuando me hice a la mar en San Simeón para regresar a casa, la volví a encontrar y conviví con ella hasta que el barco estuvo preparado para zarpar. Le dejé un hijo cuya existencia yo ignoraba hasta que él vino en busca de dos niños perdidos tras el saqueo de Worcester. Entonces me alegré y me sentí orgulloso de él y con razón. Durante un breve período de tiempo, cuando vino por segunda vez, vos tuvisteis ocasión de conocerle. Juzgad vos mismo si no era comprensible que yo estuviera orgulloso.
—Era más que comprensible —se apresuró a decir Radulfo—. Cualquiera que fuera la forma en que fue engendrado, el joven hizo honor a su ascendencia. Dios me libre de haceros ningún reproche. No habíais hecho los votos, erais joven y estabais lejos de casa, y la humanidad es muy frágil. No me cabe duda de que ya os debisteis de confesar y arrepentir hace mucho tiempo.
—Me confesé, en efecto —dijo Cadfael sin el menor pudor—, cuando supe que la había dejado preñada y desamparada, pero de eso no hace mucho tiempo. Sin embargo, dudo que alguna vez me haya arrepentido de haberla amado, pues ella bien se merecía el amor de un hombre. Y tened en cuenta, padre, que yo soy galés y en Gales no hay más bastardos que los padres que reniegan de su paternidad. Juzgad ahora si yo sería capaz de negar mi derecho a esa inteligente y valerosa criatura. Lo mejor que he hecho en mi vida es ser el causante de su venida a este mundo, donde muy pocos se le pueden comparar.
—Por muy admirable que sea el fruto —dijo severamente el abad—, eso no justifica que uno se enorgullezca de un pecado ni que llame un pecado por cualquier otro nombre. Pero de nada sirve tampoco juzgar un pecado cometido unos treinta años atrás. Desde que hicisteis los votos, raras veces he tenido motivos para reprenderos, dejando aparte las pequeñas faltas cotidianas de paciencia y diligencia, a las cuales todos somos propensos. Vamos a tratar por tanto del asunto que ahora se nos plantea, pues creo que tenéis algo que pedirme o que plantearme a propósito de Oliveros de Bretaña.
—Padre —dijo Cadfael, eligiendo con sumo cuidado sus palabras—, si cometo pecado de presunción al pensar que la paternidad me impone determinados deberes dondequiera que un hijo mío pueda tener dificultades o haber sufrido una desgracia, os ruego que me reprendáis. Pero yo creo en semejante deber y no me lo puedo quitar de la cabeza. Tengo que ir en busca de mi hijo y liberarlo cuando lo encuentre. Y os pido humildemente vuestra aprobación y vuestra venia.
—Y yo —dijo Radulfo, frunciendo el ceño más en gesto de profunda concentración que de absoluto desagrado— os voy a exponer, en respuesta a vuestro argumento, la que ahora es vuestra obligación. Vuestros votos os atan aquí. Por vuestra libre voluntad optasteis por abandonar el mundo y todos los lazos que os unían a él. De eso no os podéis desprender como de una capa.
—Hice mis votos de buena fe y con toda sinceridad —replicó Cadfael—, ignorando en aquel momento que había en el mundo un ser de cuya existencia yo era responsable. Mis votos me libraron de todas mis restantes ataduras y cortaron todas mis relaciones personales. ¡Pero no ésta! Si yo hubiera abandonado el mundo de haber sabido que éste contenía mi semilla viviente es una pregunta a la cual yo no puedo responder y a la que vos tampoco podéis dar una respuesta. Pero él vive y fui yo quien lo engendró. Y él ahora sufre cautiverio y yo estoy libre, puede que él esté en peligro y yo estoy a salvo. Padre, ¿puede el creador abandonar a la menor de sus criaturas? ¿Puede un hombre volver la espalda a alguien de su propia sangre cuando este corre peligro? ¿Acaso la procreación no es la obra de un sagrado e inviolable compromiso? Tanto si lo sabía como si no, antes de ser monje yo fui padre.
Esta vez el silencio fue frío y distante y duró más tiempo. Después el abad dijo sin la menor inflexión en la voz:
—Pedid lo que habéis venido a pedir y decidlo con toda claridad.
—Pido vuestra venia y vuestra bendición para acompañar a Hugo Berengario y asistir a la reunión de Coventry donde pienso preguntar en presencia del rey y de la emperatriz dónde está retenido mi hijo y, con la ayuda de Dios y la suya, conseguir su liberación.
—¿Y después? —preguntó Radulfo—. ¿Y si allí no os prestan ninguna ayuda?
—Por el medio que sea, yo proseguiría la búsqueda hasta que lo encontrara y pudiera liberarlo.
El abad miró fijamente a Cadfael, identificando en su voz el lejano eco de un acerado tono suavizado y reprimido a lo largo de todo el tiempo que él le conocía. El curtido y bronceado rostro profundamente arrugado por el desgaste de sesenta y cinco años le miró con sus oscuros ojos castaños, permitiéndole ver con toda claridad lo que albergaba su mente. Tras muchos años de voluntaria sumisión a las exigencias de la comunidad, Cadfael se levantaba súbitamente y pretendía separarse. Radulfo intuyó su firme decisión.
—Y, si yo os lo prohíbo —dijo el abad con total certidumbre—, vos iréis de todos modos.
—Bajo la mirada de Dios y con toda reverencia hacia vuestra persona, sí, padre.
—Pues entonces no os lo prohíbo —dijo Radulfo—. Mi deber es mantener unido el rebaño. Cuando una oveja se extravía, las noventa y nueve que quedan también se resienten de la pérdida. Os doy mi venia para que acompañéis a Hugo y asistáis a la reunión y rezo para que de ella pueda surgir algún bien. Pero, en cuanto termine la reunión, tanto si vos habéis averiguado lo que necesitáis saber como si no, terminará vuestro permiso y tendréis que regresar con Hugo tal como os fuisteis con él. Si os vais a otro lugar y demoráis vuestro regreso, iréis por vuestra cuenta y riesgo y no por los míos, y no podréis contar ni con mi venia ni con mi bendición.
—¿Tampoco con vuestras plegarias?
—¿Acaso he dicho yo tal cosa?
—Padre —dijo Cadfael—, está escrito en la Regla que el hermano que, por una decisión equivocada, abandona el monasterio, puede ser recibido de nuevo en él hasta tres veces a cambio de un castigo. La penitencia terminará cuando vos digáis: «¡Ya es suficiente!».