El frío parecía más intenso debido al viento, y el gris del cielo anunciaba lluvia, pero Julián no lo notaba. Abrigado con una casaca de cuero, chupa del mismo material, pantalones de pana y un sombrero de fieltro calado hasta las cejas, cabalgó hasta las campas del Gorbeia, dejó al caballo pastando y ascendió hasta la cima hundiendo sus botas en la nieve embarrada de las veredas. Casi dos horas después contemplaba desde lo alto la tierra de sus antepasados. Había nevado copiosamente y, hasta donde su vista alcanzaba, todo aparecía limpio, de un blanco uniforme. Le vino a la memoria la imagen de Itahisa la última vez que la vio, su hermoso cabello cobrizo enmarcando el pálido rostro de la muerte, y de su garganta escapó un grito que fue respondido por los aullidos de los lobos que poblaban el macizo, aunque en sus oídos sonaran a su propio lamento mil veces repetido. El Pago de Higa… ¿cómo podía ser posible? ¿De dónde había sacado Aminata la idea de que ella se encontraba en aquella aldea habitada por los descendientes de los antiguos dueños de la isla? Taoro lo había llevado en una ocasión porque, según le dijo, era allí donde había nacido y donde aún vivían algunos de sus parientes, un lugar en el hermoso valle al que su amigo siempre se refería como de la Araotaba, así lo habían denominado sus ancestros. También le enseñó una extraña y enorme planta leñosa con aspecto de árbol de tronco retorcido y ramas en copa.
—Los llaman dragos —había dicho— porque su savia es roja como la sangre de los dragones. Las mujeres la utilizan para curar heridas y mordeduras de insectos. Antes los ancianos se sentaban a su alrededor para dictar las leyes en nombre de Achamán, el poderoso, pero eso fue hace mucho tiempo.
Un motivo más de coincidencia. En tiempos pasados, también en la tierra de los vascos se reunían los ancianos en torno a un árbol, un roble por lo general, para tomar decisiones y hacer cumplir las leyes. Eso era al menos lo que le había oído decir a su padre, aunque tal vez había sido práctica habitual de todos los pueblos antiguos, fueran los que fuesen. No volvió por allí, y, de hecho, se había olvidado incluso de su existencia hasta aquella misma mañana. Una idea rondaba su cabeza desde que la niña había mencionado el nombre de la aldea, pero no quería aceptarla. Era imposible que Itahisa estuviera allí; él mismo la había visto agonizando y las viejas del asilo le habían asegurado que se la habían llevado a morir al convento. Pero ¿y si la magia de la esclava o de cualquier otra hechicera la hubiera resucitado? ¿O la de ella misma? De todos modos, él no había visto su cadáver. Taoro le había dicho en una ocasión que su madre y ella se parecían como dos gotas de agua, que ambas tenían un don o algo parecido. ¿Y por qué razón González había acusado de brujería a la madre de su hija? Podría haberla abandonado sin más, o incluso asesinado para quitársela de encima. Empezó a caminar de un lado para otro a fin de no quedarse helado y también para ahuyentar unos pensamientos que detestaba. Las brujas no existían, eran creencias arraigadas en las mentes simples de gentes que no sabían explicarse fenómenos tan naturales como la niebla o el silbido del viento entre las ramas de los árboles; la enfermedad o el infortunio, que siempre achacaban a algún tipo de maleficio. Los seres humanos eran incapaces de comprender la fragilidad de la propia existencia y buscaban esclarecimientos, soluciones milagrosas o fantásticas, respuestas a su limitada comprensión. Su madre creía en las brujas, y también en lo que ella llamaba «el señor de la noche», un ser que entraba en los hogares amparado en las sombras nocturnas y se llevaba el alma de los durmientes. Inexa le había dicho que todo lo que tenía nombre existía, que ella y otras personas en el valle, hombres y mujeres, estaban convencidas de que era cierto puesto que de lo contrario no lo tendría. Era un razonamiento a todas luces disparatado porque la imaginación no conocía límites. Había leído un libro de la biblioteca de Pascual en el que hombres, dioses y animales fantásticos se enfrentaban en batallas sin fin; en el que aparecían inexistentes seres alados, monstruos, caballos de fuego, gigantes y mujeres medio humanas medio peces. Y todos ellos tenían nombres. Itahisa, por su parte, estaba convencida de que podía hablar con los muertos, y no era la única, ya que Aminata, una mujer de otra raza, de otras tierras, también lo creía. Y Taoro, su añorado Taoro, hablaba de un demonio encerrado en una montaña. Quizás la fe en lo que fuera ayudaba a soportar con resignación los males de la vida. Incluso él, un incrédulo convencido, estaba dispuesto a creer que ella seguía viva.
Casi había anochecido cuando finalmente bajó a las campas en busca de su caballo. Los lobos no habían cesado de aullar y el animal estaba inquieto, pero no había huido, y él tampoco lo haría.
El Echeide estaba listo para zarpar a mediados de primavera. Finalmente, y a la espera de la evolución de los acontecimientos en los países europeos, Urruti y sus socios habían convencido a Zautuola de la conveniencia de limitarse al comercio tradicional, enviar hierro y lana a las Américas y hacer el tornaviaje con bacalao de Terranova. Después, ya se vería. Durante aquellos meses el barco había sufrido una profunda transformación. Carpinteros de ribera, calafateadores, fabricantes de velas, barnizadores, doradores, limpiadores y demás se habían entregado a fondo a fin de renovarlo de arriba abajo. El dueño deseaba borrar todo rastro de la mercancía humana que durante años había llenado las bodegas, y su bolsillo. Mandó también restaurar el mascarón de proa y estuvo presente en el momento en que fue colocado en su sitio. Sintió una mezcla de orgullo y aprensión cuando los artesanos retiraron el andamiaje, y pudo contemplar la belleza de la potente imagen diseñada por él mismo y cuya mirada fija en la embocadura del puerto parecía decirle que estaba dispuesta a emprender de nuevo el viaje y que, esta vez, sería el definitivo.
No dijo nada a Inexa hasta una semana antes de partir, pero intuía que ella sospechaba algo ya que le resultaba difícil disimular la excitación que se había apoderado de él y que era incapaz de disimular. Había apoyado su empeño de construir un establo más grande para las vacas, si bien pensaba que era absurdo que la esposa de un hombre rico tuviera la intención de dedicarse a la venta de leche, al igual que le parecía el asunto de los huevos. Por otra parte, era algo que ella deseaba hacer, y dicha actividad la mantendría ocupada mientras él estuviera fuera. Porque no sabía si regresaría. Lo había decidido allí arriba, en la cima del Gorbeia, mientras contemplaba el paisaje nevado y escuchaba el aullido de los lobos. No podría encontrar la paz si no volvía a la isla averiguaba lo que su mente rechazaba, pero su corazón anhelaba.
—¿Así que otra vez te vas? —le había preguntado su mujer.
—Sólo por algún tiempo.
—¿Estás seguro?
Era incapaz de mentir, nunca lo había hecho, y no respondió. Leyó un reproche en sus ojos, pero permaneció callado. No podía decirle que había llegado a quererla a su modo, que encontraba en su compañía la serenidad que tanto necesitaba, que era la única persona capaz de aliviar su tormento, pero que su cariño hacia ella nada tenía que ver con la pasión que no podía ni quería controlar, como tampoco podía controlarse el mar que lo distanciaba de la mujer que desde hacía veinte años, viva o muerta, se había adueñado de todo su ser.
El viaje no se le hizo tan largo quizás porque la mar estaba en calma y los vientos les eran favorables, porque sus hombres se encargaron de entretenerlo durante las largas horas de travesía, o porque esta vez tenía una meta que no había tenido en los otros. Al llegar al Puerto de la Orotava, Amaro desapareció nada más poner los pies en tierra; estaba ansioso por ver a su familia después de su larga ausencia, pero prometió reunirse con ellos al día siguiente sin falta, si bien antes averiguaría si existía alguna orden de arresto por el asunto de El Falcón. Él y Ximeno se hospedaron en la posada de Candela, aunque ella ya no estaba; había muerto pocos meses después que Pascual y el local lo regentaba ahora uno de sus sobrinos. Era noche cerrada y poco lo que podía hacerse, así que se retiraron a descansar, aunque Julián habría querido salir inmediatamente hacia Pago de Higa. Su sirviente y amigo hubo de recordarle que no era aconsejable andar por los caminos a aquellas horas y que tampoco encontrarían caballos por la misma razón. No pudo conciliar bien el sueño debido al cansancio pero, sobre todo, a que no dejaba de pensar que tal vez ella estaba a tan solo unas millas de distancia. Se adormecía soñando con su encuentro, en el momento en que él la abrazaría y besaría sus labios. Juntos recuperarían los años perdidos, las ausencias; volverían a caminar cogidos de la mano, perdiéndose en sus miradas y eternizando sus momentos de amor, pero se despertaba sobresaltado al darse cuenta de que no era ella, sino un espectro de cuencas vacías lo que tenía entre los brazos. Se levantó empapado en sudor con las primeras luces y se lavó el cuerpo con el agua fría de una jarra que había en la habitación. Después se vistió una camisa y unos pantalones limpios, cepilló la casaca y el sombrero de copa y se anudó al cuello un pañuelo blanco de seda. Quería tener un aspecto similar al que ella había visto cuando bajó al Puerto a buscarla la primera vez, aunque en esta ocasión también llevaba un puñal al cinto; mataría a cualquiera que intentara volver a separarlos. A media mañana, Ximeno, Amaro y él partieron hacia la aldea. No había noticia de denuncia alguna por parte de Juan Francisco González y nadie parecía interesado en interrogarlos acerca del robo del barco. Se ocuparían más tarde de averiguar algo más sobre el hijo de perra, quien pronto sabría de su presencia en la isla e intentaría sacarse la espina que, de seguro, tenía todavía clavada tras su viaje a Bilbao. Antes de salir hacia la aldea, pasaron por el jardín de Aclimatación. Los jardineros que se ocupaban de las exóticas plantas entregaron a Julián una de las flores de pájaro, la más hermosa; sus dos hombres los apuntaban con sendas pistolas y no era cuestión de hacerse los héroes.
Pago de Higa continuaba igual a como él la recordaba; sus habitantes no debían estar acostumbrados a ver por allí a personas con su aspecto y los miraban con curiosidad.
—¿Conoces a una mujer de nombre Itahisa? —preguntó a un campesino que fumaba sentado a la puerta de una cabaña con techo de paja.
El hombre negó con la cabeza. Preguntó a un par de mujeres y a unos niños, pero todos respondieron de la misma manera, cabeceando y sin soltar una palabra. Finalmente decidió apearse del caballo y volvió a dirigirse al primer hombre.
—¿Estás seguro de que no conoces a Itahisa, hija de Dasil y nieta de Tinguaro Taoro?
Entendió que el campesino conocía uno o los tres nombres mencionados por el reflejo sorprendido que observó en sus ojos durante un brevísimo instante, pero de nuevo negó con un gesto de cabeza y miró para otro lado. No había llegado hasta allí para encontrarse con la cerrazón de unos campesinos que desconfiaban de los extraños y sacó el puñal que llevaba al cinto.
—¿Conoces a Itahisa, hija de Dasil y nieta de Tinguaro Taoro? No volveré a preguntártelo —le dijo acercando la hoja a su garganta.
—Pregunta a Teguaco —respondió el hombre sin inmutarse.
—¿Quién es Teguaco?
—Soy yo —oyó decir.
Se giró. Unos cuantos hombres, mujeres y niños habían hecho corro a su alrededor mientras Ximeno y Amaro continuaban encima de las monturas, dispuestos a abalanzarse sobre ellos en caso de peligro. No había animosidad en sus miradas, tampoco miedo, y guardó el puñal. Uno de ellos, un anciano casi tan alto como el cuya cara le resultó familiar, le hizo una seña para que lo siguiera; el corro se deshizo de inmediato, y cada cual volvió a sus ocupaciones. El hombre lo llevó a su cabaña y le ofreció asiento; su mujer, tan vieja como él, llenó dos cubiletes con aguardiente de parra y los dejó solos.
—Tú eres el joven que mi hermano trajo a la aldea hace ya mucho, ¿no es así? —le preguntó.
Julián lo examinó con atención y trató de hacer memoria. Taoro le había presentado a sus parientes, pero habían permanecido poco tiempo en Pago de Higa y él era mal fisonomista. Todos ellos probablemente acudieron también a despedir a su amigo, incluido aquel hermano a quien cuanto más miraba más parecido encontraba, aunque no prestó atención a nadie mientras enterraban el saxo en la cueva. El dolor que sentía por su pérdida y por la desaparición de Itahisa era demasiado grande como para fijarse en la gente.
—Él te quería —prosiguió el anciano—, y lamentaba vuestro infortunio, el tuyo y el de su nieta. Siempre supo que no podríais ser felices, y su corazón sufría por vosotros.
—¿Cómo que supo que no podríamos ser felices? —casi gritó.
—Su hija Dasil…
—Dasil se enamoró del hombre equivocado, un ave carroñera que solo buscaba el placer. Yo amo a Itahisa, y ella me ama a mí.
Se dio cuenta de que estaba hablando en presente, y calló.
—¿Está ella aquí? —preguntó al cabo de unos minutos de silencio.
—Sí, está aquí.
Era la respuesta que ansiaba escuchar, la que llevaba esperando toda una vida, incluso desde antes de conocerla, y las lágrimas corrieron sin freno por sus mejillas presa de la emoción. Volverían a estar juntos; compraría al precio que fuera los restos de la cabaña de Taoro y construiría para ella una casa a cuya puerta se sentarían cada atardecer para contemplar hasta el final de sus vidas la montaña sagrada convertida en roca, en nieve, en fuego. Miró agradecido a Teguaco, pero algo en su actitud lo turbó sobremanera. El hombre esperó a que se calmara y luego le contó que su familia y él habían ido a Garachico en busca de Itahisa en cuanto supieron que ella estaba en el convento de San Diego gracias a uno de los suyos que había llevado dos corderos a las religiosas. En un principio, las monjas y el sacerdote no habían querido entregársela, pero insistieron haciendo valer su condición de parientes y, puesto que no era una de ellas, al final pudieron sacarla de allí y traerla al lugar donde su madre, su abuela y la abuela de su abuela habían nacido. Si tenía que morir debía hacerlo en Igan, el nombre guanche de la aldea, rodeada de los suyos, no de gentes extrañas para quienes ella no era nadie. La velaron día y noche, rezaron a Chaxiraxi a fin de que su espíritu descansara en paz y la enterraron en la tierra de sus antepasados cuando el aliento abandonó su cuerpo.
Julián lo escuchaba anonadado. Sus esperanzas habían quedado truncadas en menos tiempo del que se tardaba en cortar un tronco de árbol no demasiado grueso. Había pasado de la más grande de las emociones a la nada por las palabras del anciano. Se dejó conducir cual pelele en manos de un titiritero hasta el lugar donde enterraban a sus muertos, un paraje vacío desde el cual se divisaba el Echeide, cuya cumbre todavía aparecía cubierta por las nieves, y asintió sin decir nada cuando Teguaco le señaló un túmulo de tierra en medio de otros. Ella estaba allí, y con ella quedaban enterrados sus sueños y esperanzas. Cerró los ojos y la vio correr hacia el monte sagrado, los cabellos al viento, la risa en sus ojos azules, agitando la mano para despedirse de él. La vio reunirse con su madre, con Guacimara, con Ruiman, con Bencomo, y con tantos y tantos hombres y mujeres que habían hecho posible que ellos se hubieran amado. Se sintió en paz por vez primera en mucho, mucho tiempo, y depositó encima de la tumba la flor que se asemejaba a un pájaro a punto de emprender el vuelo.
—Una cosa más —le dijo al hombre antes de iniciar el regreso al Puerto—, ¿por qué razón creía tu hermano que Itahisa y yo nunca podríamos ser felices?
—Porque ella te amaba demasiado.
—Eso no tiene ningún sentido. Yo también la amaba.
—Pero ella estaba dispuesta a morir por ti.
—¿Y por eso me abandonó? —le preguntó con amargura.
—Empezó a morir la primera vez que se entregó a ti; ella lo sabía y mi hermano también.
No escuchó más y espoleó a su caballo con tal furia que el animal se encabritó antes de echar a galopar. De vuelta al Puerto no quiso comer, se tumbó en su cama de la posada y se quedó dormido. Durmió dos días enteros, siempre vigilado por Ximeno, quien entraba en la habitación cada dos por tres para comprobar que no estaba enfermo y decidió dormir en el suelo en lugar de en su propio cuarto a fin de velar su sueño. Cuando despertó tenía hambre y sed; se comió él solo una cazuela grande de cherne acompañado por un escaldón de gofio y se bebió una jarra entera de vino blanco. Y todavía tuvo sitio para un quesillo de buen tamaño que le recordó al flan que Josefa preparaba todos los primeros domingos de mes. Este pensamiento le hizo reflexionar. Ya no tenía nada más que hacer en la isla. Su amada y sus queridos Pascual y Taoro ya no estaban; se habían llevado con ellos su juventud, los mejores años de su vida, parte de él. Nada lo ataba a aquella tierra sino recuerdos que deseaba olvidar, era por tanto tiempo de volver al valle de una vez por todas. Allí tenía dos hijos y una mujer que lo esperaban. Sonrió al recordar a Inexa vestida de aldeana, descalza y el cabello peinado en trenzas; y también de dueña severa, y de señorita de la villa. Confiaba en que pudiera aceptarlo tal como era, incluso a sabiendas de que tal vez podría sentir por ella lo que había sentido por Itahisa, pero deseaba intentarlo. No obstante, todavía quedaba algo por hacer antes de regresar.