1804

La primera intención de Julián fue dejar a la niña a cargo de su mujer y de los sirvientes y volver a la villa, pero los días pasaban y él retrasaba la salida. Se escudaba en que debía esperar a que el cuñado de Amaro regresara de Cuba y se vendieran los productos obtenidos por el canje de esclavos a fin de empezar a hacer planes para encargar un nuevo barco en los astilleros de Olabeaga. Por otra parte, se decía, convenía dejar pasar algún tiempo tras lo de El Falcón. El capellán y los marinos secuestrados habrían denunciado el robo de la fragata, si es que habían logrado llegar a las costas de Marruecos. No tenía, por tanto, ninguna duda en cuanto a que su enemigo ya habría puesto en marcha sus influencias y habría pagado a espías a fin de dar con él y vengarse. Esta cuestión no le preocupaba; Ximeno también tenía sus confidentes en Bilbao y sabría si llegaba alguien interesándose por su patrón. Le preocupaba más el otro asunto, el de Mati. El robo del barco había sido un ajuste de cuentas por la pérdida del Echeide, y tanto él como el hijo de perra lo sabían, pero la pequeña era otra historia. Ella era la única nieta de González, y también su única heredera, y no se detendría hasta averiguar dónde se encontraba. Estaba convencido de que incluso mataría para recuperarla. Era por tanto necesario que se ignorara su paradero. Por dicha razón la había llevado al valle; nadie la buscaría allí.

También había otro motivo para permanecer en la casona, aunque se negara a admitirlo. Por primera vez en su vida tenía su propia familia, y le gustaba. Mientras Bartolomé de Olabe se ocupaba de sus finanzas, iba a Bilbao con órdenes para los empleados del despacho y volvía con documentos e informaciones, él llevaba la vida de un hacendado acomodado cuyo único quehacer era pasear por su propiedad, discutir con los dueños de las ferrerías sobre la cantidad y precio de la materia prima en vistas al negocio propuesto por el abogado, y subir a las cumbres que rodeaban el valle y a otras más lejanas. No se cansaba de contemplar el paisaje siempre igual y siempre distinto que se divisaba desde el Mandoia o el Garaigorta, cuando no se acercaba hasta el macizo de Itxina, su lugar favorito. Allá, solo, empapado por la lluvia o el rostro azotado por el viento, se sentía libre. Durante un tiempo su mente descansaba, no pensaba; bajaba renovado y, al llegar, encontraba un hogar cálido, un hijo que ya lo reconocía y una niña que le hacía sonreír con su palabrería infantil, muy diferente a la criatura callada y atemorizada que lo había acompañado desde la isla dorada en la que su madre le había dado la vida.

En el poco tiempo que llevaba en la casona, Mati parecía otra, se había transformado en una niña risueña. Corría descalza por la hierba, jugaba con Evelina, ayudaba a Fermín a recoger los huevos del gallinero, se empeñaba en cepillar a los caballos, los tirabuzones eran ahora dos trenzas y vestía como cualquier otra del valle; era feliz. Y a él se le rompía el alma cada vez que le miraba. Una tarde, a la vuelta de uno de sus paseos, tuvo el deseo de perderse una vez más en la mirada azul de su amada Itahisa, pero no vio a la pequeña en el prado, ni tampoco estaba en la cocina.

—Está en su dormitorio —le informó Josefa—, aprendiendo letras.

No entendió las palabras de la mujer y subió a la austera habitación ocupada por el abogado la noche del nacimiento de Juan Miguel. Hacía meses que no entraba allí, y su asombro fue grande. Donde antes únicamente había una cama con una colcha de color blanco, un arcón para la ropa y una sencilla jofaina para el aseo, ahora podía verse una sobrecama con flores bordadas, cojines de colores, lazos atados en las cuatro esquinas del lecho y un jarrón encima del arcón, repleto de flores anaranjadas, amarillas y lilas, que mucho más tarde supo eran zinnias que Inexa cultivaba en la parte trasera de la casa. Aún fue mayor su asombro al descubrir a esta y a Mati sentadas a una mesa, llena de libros, hojas de papel y lápices, colocada junto a la ventana.

—¿Qué estáis haciendo?

No pretendía asustarlas, pero no había amabilidad en su voz y ambas se pusieron en pie un tanto cohibidas.

—Ama Inexa me está enseñando a dibujar —respondió Mati levantando el mentón.

Cogió uno de los folios y se lo mostró orgullosa. Los trazos infantiles dejaban ver a una mujer con un niño en brazos y una niña agarrada a su falda. Algo más pequeños aparecían otras dos mujeres, un hombre y un joven, claramente los servidores.

—¿Y yo? ¿No estoy? —preguntó.

Mati se puso colorada y salió corriendo de la habitación.

—Habrá que buscarle una institutriz que le enseñe a leer y escribir, para que…

Iba a decir para que no fuera una aldeana analfabeta, pero se contuvo.

—Yo misma puedo hacerlo.

—¿Sabes leer? ¿Desde cuándo?

—Desde la última vez que estuvisteis aquí.

—¿Y con quién has aprendido, si puede saberse? ¿Con el cura? —preguntó con un deje irónico.

—Con el hijo seminarista de los vecinos, y con el señor de Olabe —respondió ella sin mirarle mientras ordenaba los libros y papeles.

—¿También a escribir?

—También.

Estuvo a punto de pedirle que le hiciera una demostración, pero había tal seguridad en su voz que no dudó en que era cierto lo que aseguraba. Después de todo, no estaba mal, nada mal, que la esposa de Zautuola supiera leer y escribir, aunque se preguntó por qué razón su abogado no le había dicho nada al respecto. La luz del otoño penetraba por la ventana e iluminaba el perfil de la joven inclinada sobre la mesa. Observó sus manos nerviosas que ordenaban lo ya ordenado, la boca entreabierta como necesitada de aire, los pechos que se intuían bajo la sencilla blusa de algodón, y el talle aprisionado por la cinturilla de la falda. Llevaba meses sin acostarse con ella; de hecho, después de su intento fallido días atrás, había decidido que no volvería a hacerlo, al menos hasta que sintiera la necesidad de tener otro hijo. Pero, a fin de cuentas, ella era suya, su mujer, y él era un hombre. Sin una palabra, la asió por una mano y la llevó a su habitación haciendo caso omiso de su amago de resistencia. No se abalanzó sobre ella como acostumbraba; la besó en los labios, en el pecho, en el cabello, al tiempo que sus manos acariciaban su cuerpo y le desabrochaban la blusa, le quitaban la falda y las prendas más íntimas. La depositó con delicadeza sobre la cama y contempló su cuerpo desnudo mientras se desvestía. Después, se perdió dentro de ella, deseoso de gozar de un momento de placer sin que, por una vez, lo atormentaran los fantasmas del pasado.

El amago de resistencia de Inexa, su intención de limitarse a aceptar la obligación conyugal y nada más, se evaporó en el instante en que él la besó y acarició como nunca antes lo había hecho, despertando en ella sensaciones desconocidas que la desconcertaron. Perdió la vergüenza al verse desnuda y examinada a plena luz del día, le devolvió los besos y las caricias, y se abrió a él como una planta sedienta, dejándose llevar por la dicha de saberse al fin deseada. Olvidó las humillaciones, la violencia de las otras ocasiones, su decisión de no ceder jamás; perdió la noción del tiempo y anheló que aquel instante se eternizara. Su sonrisa se desvaneció cuando él se levantó de la cama, recogió las ropas del suelo y desapareció por la puerta de su dormitorio sin decir una palabra.

Volvieron a verse un par de horas más tarde. Olabe se había presentado con unos documentos que precisaban la firma de su cliente, y este lo invitó a cenar. Los dos hombres hablaban de negocios mientras, al otro extremo de la mesa, Inexa se preguntaba si lo ocurrido había sido tan solo un sueño. Julián no parecía percatarse de su presencia; ni siquiera una mirada, una sonrisa. Volvía a ser la esposa invisible del dueño de la casa Zautuola.

—Me ha dicho mi mujer que le habéis enseñado a leer y a escribir.

Las palabras de su marido la sacaron de la abstracción en la que se hallaba sumida.

—No es del todo cierto —escuchó responder al abogado—. La señora había aprendido bastante con otro maestro, un vecino creo. Yo solo me he limitado a pulir dicha enseñanza.

—¿Y qué lee? ¿Libros de leyes?

—No. Poesía, relatos, novelas…

—¿Novelas?

Le oyó reírse, decir algo sobre la estupidez de quienes perdían el tiempo leyendo historias inventadas que no servían para nada, y, a continuación, hablar sobre los perjuicios de la literatura en personas poco hábiles para el aprendizaje, las mujeres por ejemplo, que se dejaban embaucar por ideas románticas que solo existían en la imaginación de los autores.

Fue la gota que colmó el vaso.

—Entonces, según vos, las mujeres somos estúpidas, ¿no es así?

Ambos se la quedaron mirando sorprendidos, como si de repente se hubieran dado cuenta de que ella estaba escuchándoles.

—No creo que el señor de Zautuola quisiera… —comenzó a decir Olabe.

—No, no pienso que seáis estúpidas —lo interrumpió Julián clavando una mirada airada en ella—. No todas al menos. Algunas son lo suficientemente inteligentes para permanecer calladas cuando los hombres hablan.

—Pero hasta las tontas sirven para traer hijos al mundo, ¿no es así? Y para ser utilizadas cuando le viene en gana al señor y luego…

—¡Ya basta!

Se había levantado de la silla y había tirado con furia la servilleta encima de la mesa sin quitarle los ojos de encima. Inexa se levantó a su vez, hizo un gesto de cabeza dirigido al abogado y salió del comedor pausadamente, aunque echó a correr escaleras arriba en cuanto estuvo fuera de su vista. Evelina había abierto la cama y la esperaba para ayudarla a desvestirse. Intentó mantenerse serena y le rogó que la dejara sola, pero cerró la puerta del pasillo con llave en cuanto la sirvienta hubo salido y empujó el mueble tocador contra la puerta que separaba su dormitorio y el de su marido. Después, se echó a llorar. Nada había cambiado; lo ocurrido por la tarde había sido únicamente un espejismo. Lamentaba haber descuidado sus defensas y creído que podrían llegar a ser una pareja como tantas otras, algo que ahora sabía era imposible. Él no la amaba, nunca la amaría, y ella no permitiría que volviera a herirla.

Olabe permaneció en la casa durante un rato y luego se despidió de su anfitrión con la disculpa de que debía partir temprano hacia Bilbao a la mañana siguiente. Estaba disgustado por la escena que acababa de presenciar y no entendía la razón de tanta crispación entre su cliente y su esposa. Julián lo dejó ir; tampoco él tenía ganas de conversación y fue a sentarse frente a la chimenea con la consabida copa en la mano que nunca acababa de beber. ¿Por qué había reaccionado de aquella manera? Él era un hombre por lo general frío a quien muy pocas cosas sacaban de quicio. Se dijo que la actitud de Inexa ante su invitado había sido descortés, pero tuvo que reconocer que se habría molestado igualmente si el abogado no hubiera estado presente. No estaba enojado con ella, lo estaba consigo mismo, y conocía bien el motivo.

Transcurrieron cuatro largos años antes de que pudiera ver de nuevo a Itahisa. Gracias a una prima lejana de Juan Domingo Pascual, monja dominica que acababa de ser trasladada al convento de Nuestra Señora de las Nieves, supo que ella seguía encerrada en él. Según la religiosa, María Candelaria no tenía intención alguna de hacer los votos, y su padre no había ido ni una sola vez a verla en todo aquel tiempo. Solo recibía las visitas de la señora viuda de Iriarte, que acudía al convento todos los domingos después de misa. Doña Bárbara era una generosa benefactora y como favor especial, se le permitía la entrada más allá del locutorio. En cuanto al estado de ánimo de la joven, el confesor de las religiosas hablaba con ella todos los días intentando que entrara en razón y que obedeciera a su progenitor; como era la obligación de una hija decente, y, de paso, convencerla para que se arrepintiera por las relaciones pecaminosas que había mantenido con un hombre que no era de su clase.

—Pero mucho me temo que esa pobre criatura vaya directa al infierno. Se pasa las jornadas en lo alto de la torre, mirando por la celosía, y no habla con nadie, excepto con la señora viuda de Iriarte. Así que muda no es —había concluido la monja.

A partir de entonces, intentó por todos los medios ponerse en contacto con ella. Incluso convenció a Pascual para que visitara a su prima con mayor asiduidad a fin de sonsacarle más información e intentar pasarle un billete dirigido a Itahisa, lo cual resultó completamente imposible porque la religiosa nunca estaba sola al otro lado de la reja del locutorio. Siempre que podía, bajaba al puerto, se situaba delante del edificio con la vana esperanza de que ella lo viera desde el torreón, miraba hacia la celosía y agitaba los brazos ante el asombro de los viandantes que pasaban a su lado. Finalmente, tomó una decisión que podía costarle cara, pero le daba igual; si no podía tenerla, tampoco le importaba lo que pudiera ocurrirle a él. Un anochecer; después de asegurarse de que ningún hombre de González rondaba por los alrededores, se presentó en la casa Iriarte y solicitó hablar con doña Bárbara. Antes se había bañado y había pedido a Aminata que le arreglara el cabello y lo afeitara, dejando que las patillas llegaran a la mandíbula inferior. Vestido a la moda, con levita abotonada y sombrero de copa, la criada que le abrió la puerta creyó que se trataba de uno de los ricos comerciantes ingleses de la plaza y lo hizo pasar a una salita de espera. La señora se hallaba jugando al revesino en compañía de otras damas pero, visto que perdía la mano, decidió que aquel era un buen momento para abandonar la partida y fue a reunirse con él.

Nunca entendió por qué la buena mujer no llamó a sus criados para que lo echaran de allí en cuanto supo quién era y tampoco por qué aceptó prestarle ayuda. Quizás por el gran cariño que sentía hacia su pupila, quien a buen seguro le había hablado del amor que ambos se profesaban, o tal vez porque añoraba al padre de sus dieciocho hijos y la de ellos le resultaba una historia conmovedora, el caso es que, aquella noche, ambos confabularon como expertos conspiradores para sacar a Itahisa de su encierro. Y lo lograron. Doña Bárbara solicitó su tutela a través de su hijo Bernardo, oficial de la Secretaría de Estado y cercano al propio rey Carlos III. Envió una larga carta en la que explicaba la situación de María Candelaria González y Santa María, sin obviar las razones que habían llevado a su padre natural a encerrarla en el convento de las dominicas en contra de su voluntad. Adujo la relación materno-filial mantenida con ella desde su infancia para presentar dicha solicitud y el deseo de tenerla a su lado, ahora que la edad empezaba a hacer mella en ella y que sus hijos e hijas tenían ya vidas propias. También escribió una carta al Provincial de la Orden de los Predicadores en la que, con mucha cortesía, le recriminaba que se obligara a su protegida a permanecer en el convento cuando no tenía intención alguna de profesar. Mientras esperaban respuesta, llevó sus mensajes a Itahisa puntualmente todos los domingos, y él, siempre que podía, bajaba al puerto y miraba hacia el torreón a sabiendas de que ella lo estaría viendo a través de la celosía. Tres meses más tarde llegó una disposición de la Secretaría de Estado por la que se concedía a doña Bárbara la tutela de Itahisa. Casi al mismo tiempo el provincial de los dominicos ordenaba que fuera entregada a la viuda de Iriarte, quien, sin más tardar, acudió al convento a recogerla y después envió un mensajero a «La Pinada».

No fue el encuentro que él esperaba. Le ardía el cuerpo pese a que el Echeide estaba cubierto de blanco y el viento llevaba el frío de sus nieves basta la costa. Su primer impulso fue estrecharla entre sus brazos y besar sus labios basta perder el aliento, asirla por el talle y marcharse de allí con ella en aquel instante, pero doña Bárbara no lo permitió. Las cosas debían hacerse como era debido. Ella era ahora la tutora de Itahisa y, por lo tanto, la responsable de su conducta ante Dios, la Ley y la sociedad, aseguró.

—Deberéis cortejarla antes de pedir su mano y demostrar que la amáis —le había dicho—. Si actuáis con prudencia, se olvidará el escándalo y la gente estará preparada para recibiros como marido y mujer.

Su tono era amable, como siempre, pero también firme. Fue a responder que ya eran marido y mujer; que lo habían sido desde el primer momento en que se conocieron, que ninguna ley podía negar la certeza de su unión, pero no lo hizo. Itahisa no decía nada; permanecía ausente, como distraída, indiferente. Y fue quizás aquella ausencia de calor en su mirada lo que enfrió su ánimo y su cuerpo, como si de pronto lo envolviera la niebla que se formaba alrededor de la montaña sagrada.

—Ten paciencia —le dijo Pascual cuando volvió a «La Pinada»—. Dale tiempo para que se recupere. Me consta que las religiosas la han tratado bien, pero…

—Pero ¿qué?

—Nada, nada…

—Ibais a decir algo, decidlo —había insistido él.

—No se puede enjaular a un pájaro que vuela en libertad; se amustia, se le caen las plumas y muere porque no quiere vivir. Hay personas que se evaden de la realidad y viven en otro mundo, aunque ella se recuperará, estoy seguro.

—¿Me estáis diciendo que se ha vuelto loca?

Recordaba la conversación mantenida con su mentor palabra por palabra. Y también que, a continuación, fue en busca de Aminata y descargó en ella la furia que sentía. ¡El viejo sí que se había vuelto loco! ¿Cómo se le ocurría siquiera pensar que Itahisa había perdido la cabeza?

La copa de coñac seguía medio llena y las llamas de las velas flotaban en la cera fundida cuando decidió ir a acostarse. Se durmió dolido por haber traicionado a la única mujer que amaba. Por primera vez desde su separación había yacido con otra sin pensar en ella, y había disfrutado como no lo había hecho en mucho tiempo. No quería olvidarla y sentía que empezaba a hacerlo por culpa de aquella insignificante muchacha campesina que se había cruzado en su camino. Esa y no otra era la razón de su enfado.

Paulino lo despertó a primera hora de la mañana, cuando la casa aún estaba en silencio; Ximeno lo esperaba. Lo ayudó a vestirse y ambos bajaron a la cocina, donde Josefa había ya calentado la leche en un pucherillo y estaba tostando unas rebanadas de pan del día anterior para acompañar a los huevos fritos y las lonchas de jamón que acababa de freír.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó en cuanto el matrimonio se hubo retirado.

—Ya está aquí.

—¿Quién? ¿El esbirro del hijo de perra?

—No, el hijo de perra en persona; llegó ayer por tierra a Bilbao. Uno de los mozos de las caballerías municipales, quien también es mi confidente, me informó de que había llegado en una berlina acompañado por otros dos hombres y una mujer. Lo supo porque el tipo dio su nombre y firmó en el registro. He pensado que deberíais saberlo cuanto antes.

—Has hecho bien.

Paulino y Fermín habían ensillado el caballo en previsión de la posible salida precipitada del señor de Zautuola, y lo esperaban delante de la casa.

—Nadie, ¿me oís bien? Ningún hombre debe cruzar la verja excepto el señor Olabe. Si algún desconocido intenta pasar, le avisáis y si no obedece, disparáis. ¿Entendido?

Ambos asintieron con un gesto de cabeza, vieron a los dos hombres perderse en la bruma por el camino a la villa y fueron después a por sus escopetas de caza.