1803

La razón que llevó a Zautuola a dejar el valle de forma precipitada no fue otra que la noticia de que el Echeide se había hundido en plena tormenta a poca distancia de la isla de Lanzarote. El anuncio le llegó a través de Olabe, quien, a su vez, lo supo por boca del capitán de uno de los barcos de los Gardoqui, recién llegado al puerto de Bilbao. Sin embargo, según el piloto de otro mercante que arribó a continuación, la goleta, orgullo de su propietario, no se había hundido; había ardido en el propio Puerto de La Orotava, donde se había detenido de camino a Virginia con una importante mercancía de armas y hierro. Hundido o quemado, era una desgracia. Sin contar los muertos, si es que los había habido, las pérdidas resultaban difíciles de calibrar. No solo se perdían las ganancias de la venta y los beneficios del tornaviaje, sino también la fortuna desembolsada para la adquisición de la mercancía, víveres, armamento y salarios, además del enorme coste de licencias, permisos, impuestos y sobornos. Y todo ello abonado con su propio dinero, puesto que no había querido contratar un préstamo a riesgo, utilizado incluso por los armadores más ricos. Un proceder absurdo, en opinión de su abogado, y por ende sumamente arriesgado, como en efecto había resultado. Su orgullo, el deseo de demostrar a sus arrogantes colegas que él podía triunfar solo y con sus propios medios, su rechazo natural a cualquier tipo de deuda, le habían jugado una mala pasada de la que tardaría en resarcirse.

No se trataba únicamente de una cuestión de dinero; el barco era el sueño de Julián, el único de los dos que de verdad era suyo. El otro, el María de la Esperanza, era la herencia de su protector, y continuaba trajinando con contrabando y con esclavos, bajo la supervisión de Martín Amaro, el hombre de Pascual y ahora suyo. De alguna manera, el Echeide representaba una nueva vida, lejos del mercado negro y del tráfico de seres humanos, que siempre había considerado indignos, si bien ambos estaban en la base de la riqueza que le había permitido encargar la nueva nave en el astillero de Olabeaga. Con ella, esperaba iniciar su propia andadura comercial y, de paso, dejar atrás la anterior con todo lo que representaba.

Pese a su intención de no volver a embarcar, puesto que el viaje de vuelta había resultado igual de penoso que el de la ida, no se lo pensó y, acompañado de Ximeno, subió en el primer mercante que zarpó hacia Cádiz para, allí, coger otro en dirección a las Islas Canarias. Tenía que comprobar con sus propios ojos lo ocurrido, cerciorarse de la desaparición o de la destrucción de su goleta. Por suerte para él, la mar estaba en calma y no se mareó, aunque permaneció la mayor parte de la travesía en uno de los camarotes de la oficialidad por cuyo pasaje desembolsó la enorme suma de dos mil reales, cifra que dobló en Cádiz al subir a una fragata que se dirigía a las Indias y que se detendría en el puerto de Santa Cruz. Su hombre hubo de conformarse con compartir una hamaca colgada en la cubierta, junto a las piezas de artillería previstas para casos de ataque. Las pocas veces que Julián salía a tomar el aire, se asía con las dos manos a la baranda y contemplaba el horizonte, como había hecho la primera vez, solo que, en esta ocasión, sus pensamientos no estaban puestos en el futuro, sino en el pasado. Volvía al lugar del que había escapado, al igual que había escapado del valle quince años atrás, aunque sabía que el motivo del viaje no solamente era la preocupación por su goleta y la mercancía, sino algo más.

Al llegar desde Santa Cruz al Puerto de La Orotava, él y Ximeno se instalaron en la posada de Candela. La mujer los recibió con grandes aspavientos y abrazos, seguidos de una llorera emocionada. Julián la encontró envejecida pese a que únicamente habían transcurrido cuatro años desde su último encuentro, o es que, quizá, ya estaba ajada entonces, y él no se había percatado de ello. Cargada de hombros y el cabello casi blanco parecía una anciana, aunque enseguida comprobó que no había perdido el ánimo. Ella se ocupó de mandar aviso a Martín Amaro, quien se presentó a primera hora de la mañana del siguiente día para informar a su efe de lo ocurrido. En efecto, el Echeide no se había hundido; había ardido sin que nadie pudiera hacer nada para apagar el incendio.

—La costa sufrió un súbito vendaval de lluvias y viento como pocas veces he visto —le explicó el hombre—. La mar rugía de tal forma que incluso se oía el estruendo tierra adentro. La goleta se hallaba anclada, pero los hombres bajaron en cuanto las olas comenzaron a romper con fuerza y se resguardaron en las barracas de la parte alta del puerto, ¡y en buena hora! Porque el oleaje arrasó todo, almacenes e incluso casas.

—¿Y el incendio? —interrogó Julián impaciente.

—Comenzó durante la tormenta, una vez que los hombres abandonaron el barco; se inició en el pañol de pólvora y se propagó a gran velocidad debido al viento.

—¿Y cómo crees tú que empezó?

—No sé… tal vez una lámpara que se descolgó y rodó durante la tormenta…

—¿Una lámpara en el pañol de pólvora? ¿Quedaba todavía alguna lámpara encendida a bordo para que pudiera prenderse el fuego? ¿En pleno oleaje?

Amaro le miró perplejo. Era tal su disgusto al haber visto arder el barco de su patrón sin poder hacer nada para evitarlo que su único consuelo era saber a todos los hombres a salvo. Y también la carga de hierro, que habían podido recuperar de entre los restos calcinados, aunque se habían perdido casi todas las armas.

—¿Creéis acaso…?

—Yo no creo nada —fue la tajante respuesta que recibió.

Poco después, los dos hombres, seguidos por Ximeno, contemplaban lo que quedaba de la hermosa goleta y que había sido arrastrado hasta la playa, apenas una parte del casco, la base del palo de mesana como un muñón adherido a una parte de la cubierta, y ni rastro del velamen. Sorprendentemente, el mascarón de proa había resistido al fuego. La figura policromada de mujer, el cabello al viento, y los pechos asomando por el escote de su vestido de rayas, tallada en madera de roble vizcaíno, presentaba un aspecto cuanto menos desolador, la pintura resquebrajada y totalmente oscurecida por el humo, pero estaba entera.

—Encarga que desmonten el mascarón y lo lleven al almacén de la villa —indicó Julián a Amaro.

—Solo será bueno para hacer leña…

El marino calló al observar la mirada adusta que le dirigió su patrón y se apresuró a cumplir el encargo. Julián hizo entonces un gesto, y su hombre se adentró en los restos del Echeide mientras él volvía a la posada y pedía un caballo.

Sintió que se aceleraban los latidos de su corazón al aproximarse a «La Pinada» y saltó de la montura en cuanto alcanzó la terraza, antaño repleta de macetas floridas ahora secas. Cerró la casa cuando decidió volver al valle, pero no la vendió porque no deseaba desprenderse de ella, puesto que, al hacerlo, también se desprendería de una parte de sí mismo. Sí vendió el pinar y compensó con generosidad a las dos mujeres que habían servido a Pascual durante años. Ambas prometieron acercarse de vez en cuando por allí para comprobar que todo estaba en orden y, al parecer, habían cumplido su promesa. El interior estaba limpio de polvo y todo igual a como él lo había dejado, los muebles de rica factura, los libros, incluso la cachimba apoyada en un cenicero de plata como esperando a su dueño. Sonrió rememorando sus largas conversaciones junto a la lumbre cuando la tierra se helaba, aunque también sintió una gran melancolía al recordar a su protector sentado en su sillón favorito, con la pipa apagada en la mano y sin apenas fuerzas para moverse.

—He vivido mucho, y he vivido bien —le había dicho poco antes de que su voz se apagara—. Pero, quizás, debería haber sido mejor hombre. A fin de cuentas, ya ves, ¿para qué tanta riqueza si no puedo llevármela allá adonde quiera que voy? Escúchame, hijo, no vendas tu alma por oro, no merece la pena; el dinero solo es dinero, y el final llega antes de lo que quisiéramos. No he tenido tiempo para amar, pero, al menos, ha sido una suerte tenerte a mi lado en mis últimos años, pero ¿y tú? ¿A quién tendrás cuando te toque el turno? Olvida a la nieta de Taoro de una vez y rehaz tu vida.

No siguió su consejo. El dinero, o mejor dicho, el trabajo para conseguirlo, mantenía su mente ocupada entonces, y ahora.

Decidió subir a la cabaña, deseaba ver de nuevo el monte sagrado. Se había jurado no regresar jamás a aquel lugar, pero, a medida que ascendía por la ladera, recuperó aromas y sonidos; escuchó la voz de Itahisa llamándolo desde la cima, y se vio a sí mismo, quince años más joven, cuando todavía tenía ilusiones. Corrió el último tramo, como entonces hacía, extendiendo los brazos para acoger a su amada, rodearla y besar sus labios hasta perder el aliento para, luego, llevarla a la cabaña y yacer con ella mientras la montaña enrojecida desaparecía en la noche. No había vuelto a subir a la loma en mucho tiempo y se sintió desconcertado al no ver por ninguna parte la chabola con su tejado de palma. Una mirada más atenta le descubrió las cuatro piedras que aún quedaban en pie. El abandono, el viento, la utilización de la piedra de los muros para construir el aprisco que se veía algo más lejos, habían borrado las huellas del hogar de su viejo amigo.

—Nadie nace para vivir eternamente —solía decir Taoro—. Nuestro paso por este mundo es como el guijarro arrastrado por el viento, pero él se queda, y nosotros nos vamos.

Tenía razón, ahora lo sabía, pero entonces era joven; disponía de toda una vida por delante, y ella estaba a su lado.

Bajó al Puerto un mes después de su apresurada despedida. No podía quitársela de la cabeza; se la imaginaba casada con el hombre elegido por González, el hijo de perra, y la ira se apoderaba de él. Entonces, cogía un hacha y golpeaba los troncos hasta el agotamiento, pero, aun así, no lograba conciliar el sueño y apenas comía.

—Ve a por ella —le había dicho Pascual, harto de verlo nervioso—. Luego, ya veremos.

No se hizo repetir la orden, cogió un caballo y galopó hasta el Puerto de La Orotava. Su primera intención fue acudir directamente a la casa Iriarte; sin embargo, tuvo tiempo de meditarlo durante el trayecto. Si González era tan poderoso como su mentor aseguraba, cuantas menos pistas, mejor. Era preciso ser cautos, y se dirigió a la posada de Candela, a quien pidió avisara a Itahisa de que la estaba esperando. La mujer se presentó en la casona con unos rosquetes fritos bañados en almíbar para doña Bárbara, algo que hacía con cierta asiduidad. La señora sentía debilidad por dichos dulces que le recordaban a su difunto marido, quien acostumbraba a llevarle una bandeja de vez en cuando. Encontró el momento de susurrarle a la joven que él la esperaba en su local y, después, se entretuvo largo rato con la anciana, deseosa de conocer los chascarrillos del lugar. Mientras, Itahisa salía por una puerta trasera y corría a echarse en sus brazos. Las semanas que siguieron fueron las más felices de su vida, las únicas en realidad. Se unieron ante Taoro, Pascual y las dos sirvientas de este último; se dieron palabra de matrimonio y se amaron en aquella cabaña de la cual solo quedaban cuatro piedras en pie. Cogió una y la lanzó con rabia contra el aprisco en un vano intento por desterrar los demonios del pasado.

Ximeno le informó de que sus sospechas eran ciertas. El incendio de la goleta no había sido casual; alguien le había prendido fuego. Y para reforzar sus palabras, le mostró un pedazo de mecha, más gruesa y de otro color a las que había en el pañol de pólvora, así como los restos de una caja que tampoco pertenecía al cargamento. El hombre lo sabía bien, puesto que él había sido el responsable de controlar todo, absolutamente todo lo que había entrado en el barco antes de partir de Bilbao: mercancías, víveres, mobiliario, armamento e incluso las ollas y los cuchillos de cocina. La cuestión, por tanto, era averiguar quién y cuándo había provocado el incendio que había destruido el Echeide. Y por qué. Durante los días siguientes, los tres hombres se dedicaron a investigar el asunto; hablaron con los vecinos que vivían cerca del embarcadero y con los oficiales responsables del puerto, e interrogaron uno por uno a los miembros de la tripulación. Habían llegado a la conclusión de que el atentado era obra de alguno de ellos. Nadie había sido visto cerca de la goleta durante la tormenta, y era del todo imposible que alguien hubiera podido subir a bordo para colocar la carga incendiaria. La mecha tenía que haber sido prendida antes de que la tripulación abandonara el barco. Debido a la pérdida del libro de registros durante el incendio, no podían cotejarse los nombres de los ciento veinte hombres, entre marinos y vigilantes armados, contratados estos últimos para repeler un posible ataque en alta mar; pero no hizo falta. El maestre Zaldibar los conocía por sus nombres, e incluso por sus motes, y pudo testificar que todos excepto uno se hallaban presentes en el momento del desembarco. El capitán, el cirujano y él habían sido los últimos en abandonar la goleta y podían dar fe de ello. En cuanto al desaparecido, se trataba de un hombre contratado durante la escala en Cádiz para ocupar el lugar del calafateador, quien había sufrido una súbita fiebre justo antes de zarpar de nuevo. No había tiempo para investigar los antecedentes del nuevo contratado pero la impresión fue buena; el tal José Mateo conocía el oficio, pues, según afirmó, había sido peguero en su lugar de nacimiento.

Mientras Ximeno y Amaro dedicaban sus esfuerzos a averiguar si alguien conocía al tal Mateo, y Zaldibar pateaba antros y tabernas con la esperanza de encontrarlo en alguno de ellos, Zautuola cogió el caballo y se dirigió hacia Santa Úrsula. Se desvió antes de llegar a la pequeña población y ascendió por un camino de tierra hasta una casa, situada sobre la colina y rodeada de plataneras, cuyo cultivo comenzaba a ser muy apreciado, en especial por comerciantes ingleses que pretendían exportar sus frutos a Inglaterra y a otros países europeos. El lugar, abierto al mar, era increíblemente hermoso, y permaneció durante largo rato absorto en su contemplación antes de decidirse a llamar a la puerta. Entró en la casa sin esperar a ser invitado y examinó a la mujer que le había abierto y que, a su vez, le miraba estupefacta.

—¿Y Mati? —preguntó a bocajarro sin tan siquiera saludar.

—En La Corujera, con la familia de Herminia.

—Bien. ¿Qué sabes del incendio de mi goleta?

La mujer no logró disimular su sobresalto al escuchar la pregunta.

—No… yo… no… —tartamudeó.

Llevaban años sin verse, pero Aminata apenas había cambiado. Era difícil calcular su edad, aunque debía de andar por los treinta puesto que no tendría más de veinte cuando la compró en la isla de los esclavos. Y seguía siendo una belleza, eso estaba claro.

—Además de Martín, eres la única persona que sabía que mi barco atracaría en el puerto —afirmó clavando en ella una mirada dura.

—Yo no sabía nada. Lo juro por la Santísima Madre de…

—No jures —la interrumpió—, puesto que de nada te va a servir. Sé que Amaro te informó acerca de la llegada del Echeide a Tenerife. ¿A quién se lo contaste?

—A nadie.

—Escúchame bien, Aminata. Sigo siendo tu dueño, así que o me dices a quién se lo contaste o te envío en el primer cargamento de negros que salga para Cuba.

La amenaza surtió el efecto deseado. La mujer se echó a llorar y confesó entre hipidos que era cierto que Amaro le había informado de la llegada del barco. Creyó que él vendría también y se lo dijo a su amante a fin de que no apareciera por la casa durante el tiempo que el barco estuviera fondeado en la rada.

—No quería que pensaseis mal de mí, señor… —añadió, asiéndose a su brazo.

—¿Quién es ese hombre?

La mujer le miró atemorizada; abrió la boca y la cerró de nuevo, incapaz de decir una palabra.

—¿Quién es ese hombre? —repitió la pregunta.

—Don Juan…

—Don Juan, ¿qué?

—Don Juan Francisco González.

Julián no dijo nada. Durante un breve instante su mente se quedó en blanco; después, agarró la mano que seguía aferrada a su brazo y, con un brusco ademán, lanzó a Aminata al suelo y salió de la casa.