El primer lunes de junio de aquel año, el Echeide zarpó hacia Virginia con sus bodegas repletas de hierro y lana y con Anselmo Martiánez, el cuñado de Amaro, al mando. Julián no podía ver desde tierra el mascarón, pero se lo imaginó abriendo las aguas a medida que el barco avanzaba hacia poniente, acariciado por el viento y los rayos del sol, los azules ojos de Itahisa contemplando de nuevo el ocaso, y sonrió.

Pocas horas antes Aminata se había presentado en el muelle de embarque con un pequeño atadijo en la mano.

—Así pues has decidido regresar a tu país —le dijo Julián.

Ella asintió con la cabeza.

—Mati también lo es —dijo—. Cuidadla bien.

—Que es ¿qué?

—Una hija de Yaay.

Le besó la mano y corrió a subirse en la chalana que la llevaría al bergantín y luego a la tierra donde había sido robada de niña y a la cual regresaba vapuleada por la vida, pero libre al fin. La vio ascender por la escala del barco con la agilidad de una mozuela, y asintió pensativo. Era de ley que la liberara; nadie tenía derecho a ser dueño de otras personas como si fueran objetos o animales. Además le estaba agradecido, aunque no se lo hubiera dicho, por haber permanecido al lado de Itahisa hasta el final y haber cuidado de su hija. Ella era su última esclava puesto que volvería a traficar con seres humanos, y dicho pensamiento le hizo sentirse a gusto consigo mismo.

Celebró la partida en compañía de Ximeno, Amaro y Manuel Teodoro Aguerregoicoa. Este personaje había entrado en su vida de la manera más inesperada. Lo había abordado en Bilbao antes de zarpar y le había pedido con mucha educación que lo llevara a Virginia por la cara, sin pagar el pasaje. Le chocó el desparpajo del joven, que, a todas luces, no tenía aspecto de haber trabajado en su vida y que, por su delgada constitución, tampoco iba a ser de mucha ayuda durante la travesía. Pero también le hizo gracia, y lo invitó a una copa a fin de que le explicara por qué motivos quería partir a la aventura con lo puesto; en cierta manera le recordaba a sí mismo, aunque a su edad él ya tenía callos en las manos. Según le explicó, se había educado en el Real Seminario de Nobles de Bergara, de ahí su preparación y educadas maneras, pero siendo el décimo hijo de sus padres, estos habían decidido que hiciera carrera dentro de la Iglesia a modo de diezmo, pensando que tal vez llegara a obispo, a cardenal o, por qué no, a papa. No tenía intención de hacerse cura; le gustaban demasiado las mujeres y así se lo dijo. Su familia lo había entonces amenazado con echarlo de casa y cortarle la asignación.

—Teniendo en cuenta que mis hermanos mayores se apropiarán de la herencia de nuestros padres y que la única solución que me queda es encontrar un puesto de maestro de letras, he pensado que sería interesante ver mundo antes de hacerme viejo.

Le resultó un tipo curioso y le permitió subir al barco; tal vez podría serle de alguna utilidad, como así fue. Captó con celeridad el asunto cuando le pusieron al corriente de lo que tramaban, prestándose a jugar el papel que le adjudicaron pese al peligro que corría si llegaba a ser descubierto. Él mismo redactó la carta con una cuidada caligrafía que todos admiraron y se dejó vestir a la moda, sombrero de copa incluido. También hizo muestra de su gran talante teatral, capaz de convencer al desconfiado tinerfeño acerca de la veracidad de sus palabras. Lo esperó en la posada y comprobó que la arqueta que dos hombres depositaron sobre la mesa contenía ochocientos escudos de oro de a ocho. En realidad no los contó; se limitó con gesto displicente a remover las monedas con la punta del bastón, según le habían contado los dos marinos que había enviado para protegerlo y que observaron la escena escondidos tras unas barricas de vino. Después hizo un amago de reverencia e indicó el camino a tomar; los encargados de la arqueta habían permanecido en la posada y los marinos de Amaro se habían escabullido por una puerta trasera. Las últimas luces del día apenas iluminaban la estrecha vía que llevaba a unos barracones situados detrás de los almacenes, por lo que los seis hombres de González los seguían en fila india. Al llegar al más extremo, Aguerregoicoa se había detenido y le había echado a su acompañante una mano por encima del hombro, mientras que con la otra le pinchaba en el estómago con la punta de un cuchillo.

—Ordenad a vuestros hombres que esperen afuera —le había dicho en un susurro de voz.

Hizo lo que le decía, y ambos entraron en el barracón. Él los esperaba en medio del local, observó a su presa sin animosidad, como si le importara un comino, y ordenó a Ximeno, y a Amaro que lo ataran.

—¡A mí mis hombres! —había entonces gritado González empujando a su captor y dándole un bastonazo en plena cabeza.

En un instante el recinto se había convertido en un pequeño campo de batalla en el que los contendientes utilizaban puños y armas de hoja corta para agredirse. Duró unos minutos, hasta que más de treinta hombres de Amaro, incluido su cuñado, irrumpieron en el barracón y acabaron con los seis. Su patrón había aprovechado el barullo para escapar de la encerrona y corría por el callejón tan rápido como le permitía su cojera pidiendo auxilio a gritos. Acabó cayendo con un cuchillo lanzado por Ximeno que se había percatado de su huida y había salido tras él.

—No era mi intención matarlo —le dijo al verlo tirado en el suelo.

—No está muerto. Sólo está un poco más cojo que antes —rio su hombre señalando el cuchillo clavado en la pierna mala del hombre.

Tiraron los cuerpos de los muertos al mar y llevaron a González al Echeide.

—Lo sueltas en cuanto lleguéis a Virginia —le había indicado a Anselmo y luego había añadió con humor—: Esto de mandar gente indeseable a otros países se está convirtiendo en una costumbre.

Todavía quedaban los dos encargados de vigilar la arqueta del dinero, pero ninguno opuso resistencia cuando entraron en la posada, sobre todo porque Ximeno y Amaro los apuntaban con sus pistolas, dispuestos a dispararles a nada que intentaran defenderse; salieron corriendo y los dejaron irse. Los escudos de oro habían sido repartidos entre todos los participantes en el asunto, si bien algunos habían recibido más, Manuel Teodoro entre otros.

—Esto te permitirá proseguir en condiciones tu viaje por el mundo —le había dicho él con sorna.

—Martín me ha ofrecido trabajo, y yo he aceptado —había respondido el joven.

Miró a Amaro y ambos sonrieron. No sabía exactamente los años que tenía, pero lo había conocido ya mayor, así que andaría en torno a los sesenta, una edad en la que ya iba siendo hora de disfrutar de una vida sin sobresaltos. Le vendría bien la ayuda de aquel txoriburu, cabeza de chorlito, como decían en la tierra de ambos. Días más tarde se despedían conscientes de que quizás no volverían a verse, pero satisfechos de haberse conocido.

Antes de partir, Julián acudió al Jardín de Aclimatación y sobornó a uno de los jardineros con una buena cantidad de monedas para conseguir una de aquellas flores de pájaro que iban irremediablemente unidas al recuerdo de Itahisa. Quizás porque el jardinero lo reconoció y temió que sus hombres aparecieran en cualquier momento, o porque nadie le hacía peros al dinero contante y sonante, logró que le vendiera una que apenas despuntaba, pero que el jardinero juró sería tan hermosa como sus hermanas, aunque tendrían que transcurrir al menos tres o cuatro años antes de que floreciera, luego se pasó un buen rato explicándole cómo debía cuidarla.

Llegaron a Bilbao a finales de junio, pero solo se detuvieron en la villa el tiempo necesario para recoger sus caballos en la caballeriza municipal.

—¿Y tú qué piensas hacer, ahora que dispones de una pequeña fortuna? —le preguntó a Ximeno.

—Lo mismo que llevo haciendo desde que entré a vuestro servicio —respondió este—, aunque tal vez me compre un caserío en el valle y busque mujer. Aquella, la amiga de vuestra esposa, Felisa creo recordar que se llama, ¿creéis que estaría dispuesta a aceptarme como marido? Todavía estoy de buen ver…

Rieron con ganas la ocurrencia y salieron al galope.

Su llegada fue recibida con tanta sorpresa como alegría. Todo continuaba igual, como si hubieran transcurrido dos días en lugar de siete meses, si bien los niños habían cambiando mucho durante su ausencia. Juan Miguel tenía ya casi tres años y no paraba de gritar y correr de un lado para otro perseguido por Evelina, y Mati acababa de cumplir los ocho. Le regaló la maceta, le dijo que era una planta mágica, que sus hermosas flores eran como pájaros a punto de emprender el vuelo, pero que debería tener un poco de paciencia porque tardarían en crecer, y la niña se la llevó al pequeño jardín pegado a la casa que Inexa cultivaba. Ella también había cambiado. No dejaba de mirarle mientras escuchaba la charlatanería de los niños, respondía a las preguntas de Paulino y Fermín e intentaba consolar a una Josefa emocionada hasta las lágrimas. No acababa de discernir qué era lo que encontraba diferente en ella, pero no era la misma. La encontró vestida con una sencilla falda y un corpiño, el cabello recogido. Estaba guapa. La joven plana se había convertido en una mujer cuyas redondeadas formas adivinaba bajo las ropas, pero era sobre todo su rostro lo que lo atraía; su mirada decía lo que su boca callaba, que había dejado de ser la esposa resignada a aceptar sus cambios de humor. Los escuchó a él y a Ximeno narrar las peripecias del viaje, sobre el cual, naturalmente, inventaron mucho y omitieron mucho más, pero no hizo ninguna pregunta; sólo sonreía, como si no le interesara lo que ellos decían, lo que él decía. Llegada la noche entró en su habitación y se la encontró completamente vestida, sentada a su mesa tocador y cepillándose el pelo. No se giró hacia él, continuó cepillándose con la vista puesta en el espejo. Estaba cansado, más bien agotado, y regresó a su cuarto, quedándose rápidamente dormido. Le explicaría el asunto de González al día siguiente, le diría que ya no tenían que preocuparse por la seguridad de Mati, que había pensado en ella… Sin embargo, a medida que transcurrían los días, no encontraba el momento idóneo para hablar con ella. Inexa lo esquivaba, aducía estar muy ocupada con las gallinas y las cuatro vacas que ahora tenían, con la casa, con los niños, con las visitas a sus padres y a la tía Angelita, que estaba perdiendo la cabeza y a la que habían encontrado hacía poco en camisa de dormir cantando de noche en pleno campo. Asimismo, rechazaba cualquier acercamiento por su parte, cualquier caricia, cualquier insinuación y, al contrario de lo ocurrido en sus primeros tiempos de matrimonio, se sentía impotente para obligarla. No quería meterse en su cama como un ladrón ni forzarla; quería que fuera a él por propia voluntad, pero ella parecía ignorar sus deseos. Bartolomé de Olabe continuaba con sus clases de lectura, y él los escuchaba leer y hablar con una familiaridad que empezaba a resultarle incómoda. ¿Por qué hablaba con el abogado e ignoraba a su marido? Se dio cuenta de que sentía celos de aquella amistad que le robaba su atención; volvía a notar el frío de las sábanas al acostarse y ni los largos paseos ni las conversaciones con su amigo Andrés lograban apartarla de su mente. Una tarde no soportó más la tensión y, al igual que había hecho en incontables ocasiones cuando lo único que ansiaba era tener un hijo, la asió por una mano y la llevó a la habitación.

—Tenemos que hablar —le dijo colocándose junto a la ventana para verla mejor.

—Vos diréis ——respondió ella sin bajar la vista.

—Eres mi mujer.

—Lo sé.

—Y tengo mis derechos.

—Yo también tengo los míos. Os marchasteis con idea de no volver; nos dejasteis aquí a mis hijos y a mí sin preocuparos si necesitábamos un padre y un marido. Queríais un heredero y ya lo tenéis. He cumplido con mi obligación y no tengo nada más que decir.

—Podría forzarte, lo sabes.

—Hacedlo.

Estuvo a punto de hacerlo, de arrastrarla al lecho, adentrarse en ella, decirle lo mucho que la necesitaba, que la amaba aunque hubiera tardado tiempo en darse cuenta, pero no lo hizo. Había perdido la oportunidad de que ella lo correspondiera, si es que alguna vez la había tenido; apretó los puños y la dejó sola.

Inexa no se movió de la ventana; contempló el valle envuelto en las luces del atardecer y se mordió los labios para no llorar. Estaba tan convencida de que él no volvería que tuvo que hacer un esfuerzo a fin de que no se notara el temblor que sacudió su cuerpo al verlo de nuevo. No olvidaba que él la había abandonado, y dicho pensamiento no dejó de atormentarla durante su ausencia. Se decía que así estaba mejor, que no merecía la pena sufrir por alguien incapaz de amarla, que tal vez con el tiempo olvidaría o que algún día le llegaría la noticia de que él había muerto en aquella tierra lejana adonde había ido a reunirse con la otra, la mujer del dibujo. Se los imaginaba paseando por las playas que él le había descrito, yaciendo sobre la arena dorada a orillas del mar, y decidía olvidarlo. Pero la cabeza era una cosa y el corazón otra, y ella no era dueña de sus sentimientos aunque intentara controlarlos. A lo largo de aquellos meses no había dejado de pensar en él, lo odiaba y amaba a partes iguales, añoraba sus besos, sus abrazos, aspirar su olor a tabaco y a madera, sentirse una con él. Luego recordaba su propia promesa de negarle su amor y se encerraba en una coraza, como había hecho desde su llegada. No estaba dispuesta a sufrir otra vez su abandono, no quería volver a padecer una espera sin fin.

A partir de entonces Julián no intentó acercarse a ella en su papel de marido y dueño, pero a veces encontraba encima de su cama un ramito de lilas, una piedra en forma de pisapapeles pulida y barnizada, una pluma de ave afilada para la escritura. En una ocasión encontró un retrato de los dos niños dibujado a carboncillo y se le humedecieron los ojos. Eran pequeños detalles, nada que ver con las joyas que guardaba en una caja y que nunca se ponía. También se sentaba a su lado, frente a la chimenea, y leía en voz alta. Incluso le rogaba que leyera para él. Acudía a su despacho de Bilbao, pero siempre regresaba en el mismo día y le pedía que lo acompañara en sus largos paseos. Juntos contemplaban el bello paisaje que se divisaba desde lo alto del Mandoia, o se llegaban hasta Itxina para desde allí contemplar la masa rocosa del Gorbeia. Poco a poco olvidó su resquemor, olvidó a la mujer de los ojos claros cuyo retrato había desaparecido de la pared del dormitorio de su marido en Bilbao. Él la cortejaba como un enamorado a su primera novia, y ella acabó por admitirlo en su lecho y supo que ya nada debía temer cuando en pleno arrebato lo escuchó decir un nombre: Inexa.