Aminata sintió que el terror la invadía al ver a Julián de Zautuola ante ella y descubrir tras él a su hombre, el mismo que ya una vez la había atacado y amordazado y a quien había visto en el campo de duelo. Fue incapaz de abrir la boca cuando el primero entró en la casa y el otro cerró la puerta y se quedó afuera vigilando. Había temido ese momento desde que el señor González y ella se habían vistos obligados a marcharse de Bilbao a toda prisa. Se alegró de dejar atrás aquella población fría cuyas gentes le miraban como a un bicho raro las pocas veces que se había atrevido a salir a la calle, si bien el viaje de vuelta a Tenerife fue un verdadero tormento.

Tuvieron que detenerse en Madrid durante varias semanas debido a la rodilla de don Juan Francisco, que no había sido una simple herida, sino algo peor; el tiro le había roto un hueso y astillado otros. El cirujano al que acudió tuvo que operarlo de nuevo y había quedado cojo a resultas de la operación. Descargó en ella toda la cólera que sentía no sólo por causa de su cojera, sino porque le echaba la culpa de la pérdida de su nieta y heredera. También estaba enfermo de ira porque el hombre que ahora tenía delante había vuelto a vencerlo una vez más, eso decía cuando la emprendía a bastonazos con ella. Hizo una figurita de cera que envolvió con un pañuelo que le robó y le clavó todo un alfiletero, a ver si se moría de una vez, pero no funcionó. Lo había visto hacer a otras esclavas negras, pero estaba claro que ella no tenía el arte necesario para hechizar al diablo que aquel llevaba dentro del cuerpo. No lo había vuelto a ver desde su regreso, lo cual era de por sí una bendición, pero había tenido que ponerse a trabajar en el campo. Martín Amaro ya no le pasaba dinero desde la desaparición de Mati, y había gastado las pocas monedas ahorradas que el abuelo de la niña le entregaba tras satisfacerse con ella. A veces pensaba que su amo volvería y la enviaría a Cuba por haberlo traicionado, pero los meses transcurrían sin noticias, y confiaba en que él la hubiera olvidado. Y ahora estaba ahí mirándole con severidad, y ella estaba segura de que cumpliría su amenaza y la vendería como la esclava que era. Bajó la cabeza y esperó su sentencia.

—Siéntate —oyó que le ordenaba, y obedeció sin entender nada. Los esclavos nunca se sentaban en presencia de los amos.

Julián contempló a la mujer que, de alguna manera, había sido testigo de su tragedia y él también tomó asiento.

—Quiero saberlo todo —le dijo.

No entendía a qué se refería con aquel rotundo «todo», y esperó sus preguntas.

—¿Cómo la encontraste?

—La busqué.

—¿Y por qué no me avisaste, como era tu obligación?

—Porque ella me hizo jurar que no lo haría.

—¿Por qué razón?

—Porque vuestra vida corría peligro.

Escuchó en silencio, sin interrumpirla. La mujer no era habladora, pero parecía ansiosa de confesar lo que sabía. Juan Francisco González se había presentado en Las Cañas con varios hombres la víspera del día en que él llegó con el vestido de novia y el anillo. Estaban solas en la casa porque Vázquez y sus hijos se hallaban en las huertas, y su mujer había bajado a Garachico a comprar pescado. Ella había escuchado desde su cuarto su conversación con Itahisa. El señor le aseguró que su paciencia había llegado al límite y que ordenaría matar a su amante si volvían a verse. En unos días enviaría en su búsqueda. Había decidido casarla, la mujer no recordaba con quién, pero sí que la boda estaba prevista de entonces a una semana. Era una ilusa, había afirmado el hombre, si creía que ambos podían escapar de su vigilancia; nunca podrían. Los encontraría en cualquier lugar que se escondieran, barrancos, montes, bosques, acantilados, e incluso en la Península. De todos modos no había más que hablar. Quería que ella le diera nietos hasta reventar, después podía irse al infierno, a hacerle compañía a su madre.

—¡Recuerda que mataré a ese bastardo si me entero que lo has vuelto a ver! —le había gritado desde el patio antes de marcharse con sus hombres.

Él ya sabía lo que había ocurrido después; la señora había desaparecido esa misma noche. La buscó de día durante meses y de noche se ganó el pan a cambio de su cuerpo en tabernas de mala muerte, hasta que la encontró malviviendo en la casucha de unos pobres aparceros cerca de la ermita de San Roque, en Garachico. Eran muy buena gente, pero no tenían sitio ni comida para una persona más y a la criatura le faltaba una luna para nacer. Acudieron entonces a las claras del convento de San Diego y se acogieron a su asilo. Tras el nacimiento de Mati, ella le pidió que fuera a buscarlo, y eso fue lo que hizo. Solo lamentaba no haber estado a su lado hasta el final.

Julián miraba a Aminata como si nunca antes la hubiera visto, extraña mujer, capaz de prostituirse mientras buscaba a Itahisa, con quien no la unía vínculo alguno, aparte de ser su esclava.

—¿Por qué fuiste en su búsqueda?

La pregunta pareció sorprenderla.

—Porque era mi dueña, vos me habíais regalado a ella, y porque… —calló.

—¿Porque qué?

—Porque también era la hija de la Yaay.

—¿Y eso qué significa?

—La hija de la Madre, todos lo somos, pero ella era especial, lo supe en cuanto la vi, ¿vos no? Sólo una princesa de la Tierra puede mirar a través de otra persona, y ella podía.

No sabía a qué diablos se refería y prefirió cambiar de conversación.

—¿Y cómo supo González de la existencia de Mati?

—Nos vio un día en el Puerto cuando la niña tenía dos años. Bajamos con Herminia y un hijo de ella que tenía un carro; queríamos comprar un poco de tela para hacerle un vestido bonito —se disculpó—. Me preguntó dónde vivíamos y yo no quise responderle, pero el hijo de Herminia le dijo que vivíamos en Santa Úrsula, y al día siguiente se presentó aquí.

No había mucho más que preguntar y Julián permaneció callado mientras la esclava esperaba resignada a que él le anunciara que su próximo destino sería Cuba.

—Voy a vender esta casa y tendrás que abandonarla —dijo al fin.

Sacó un documento de uno de los bolsillos y se lo tendió.

—No sé leer…

Aminata estaba a punto de echarse a llorar. Aquel papel era sin duda su condena.

—No hace falta. Ahí pone que eres libre; de ahora en adelante puedes hacer lo que quieras e ir adonde te plazca en plena libertad. Dentro de un mes, el primer lunes de junio para ser exactos, el Echeide partirá rumbo a América. Si estás en el puerto ese día, el capitán desviará su recorrido y te dejará en algún punto de la costa de Senegal. Si no, tú verás. Esto es para que tengas con que empezar.

Julián le entregó una bolsa de monedas y salió de la casa dejándola con la bolsa en una mano, el papel en la otra, y la boca abierta por el asombro.

Así pues, Itahisa no había huido de él; se marchó de Las Cañas para que González no pudiera hacer efectiva su amenaza y también para no tener que casarse con un desconocido. Las palabras de Teguaco eran ciertas, pero ¿por qué no acudió ella a su familia? ¿Por qué no se escondió en la aldea? ¿Por qué no confió en él? Demasiadas preguntas que nunca tendrían respuesta. Lo que sí estaba claro era que el hijo de perra también era responsable de la muerte de su hija.

—Bien, amigo mío —le dijo a Ximeno al subirse al caballo—. Tenemos un asunto por solucionar con alguien que ambos conocemos de sobra.

Durante los siguientes días, y al igual que habían hecho con motivo de la quema del barco, intentaron averiguar los pasos de González. No resultó sencillo; nadie lo había visto por la villa de La Orotava ni por el Puerto desde hacía tiempo. Gracias a los contactos de Amaro, que llegaban a todos los puntos de la isla, supieron que el hombre no salía de su palacete de La Laguna desde que había vuelto de la Península. Se rumoreaba que estaba enfermo, aunque también se decía que había quedado inválido debido a una caída de caballo, e incluso que había muerto y que, al no tener herederos directos, los sobrinos andaban a la greña para ver quién se quedaba con su fortuna. Un primo de Amaro, que tenía un pequeño comercio de herramientas en los bajos de la casa de enfrente, aseguró a este que González de muerto e inválido nada, que estaba bien vivo y que lo había visto asomarse al balcón en más de una ocasión, aunque sí era cierto que no pisaba la calle ni para ir a misa los domingos. Era preciso, por tanto, tenderle una trampa para obligarlo a salir, pero ¿qué podría ser lo suficientemente goloso para lograr sacarlo de su guarida?

—Yo —respondió Julián a la pregunta del tinerfeño—, yo seré el cebo. Es tal el odio que me profesa, y al que yo correspondo, que no se negará el placer de verme morir o de matarme él mismo si me tiene a su merced atado de pies y manos.

—Eso puede ser peligroso —dijo Ximeno preocupado.

—Depende de cómo lo hagamos —respondió él—, pero comamos antes de hacer planes. ¡Se piensa mejor en torno a una buena mesa!

La posada de la difunta Candela se convirtió aquel día en un nido de conspiradores cuyas deliberaciones, propuestas, discusiones y risas se alargaron hasta muy entrada la noche.

Dos días más tarde, Juan Francisco González recibía una misiva escrita con letra de escribano en la que se le comunicaba que el abajo firmante tenía en su poder a don Julián de Zautuola y que, habiendo llegado a su conocimiento el mucho mal que dicho caballero vizcaíno le había ocasionado y entendiendo que deseara hacer justicia, estaba dispuesto a entregárselo a cambio de cien mil reales a recibir en el momento del canje. La complicada firma que rubricaba la carta no ocultaba el nombre del remitente: Manuel Teodoro de Aguerregoicoa. Para que no quedara duda alguna, debajo de la firma aparecía su profesión, «Bachiller por la Universidad de Oñate». Su primera reacción fue de incredulidad, algún hijo de puta quería gastarle una mala broma, pero, en cuanto supo que el mensajero esperaba una respuesta ordenó a sus sirvientes que lo llevaran a su presencia. No era más que uno de los muchos correos que se dedicaban a recorrer la isla llevando mensajes de un lado para otro y que en absoluto parecía cohibido de encontrarse ante un potentado rodeado de muebles lujosos, cortinones de terciopelo y mullidas alfombras.

—¿Quién te ha dado esta carta? —le preguntó.

—Un hombre.

—¿Qué hombre?

—Uno que bajó de un bergantín en el Puerto de la Orotava.

—¿Nombre de la nave?

Echeide.

Palideció y notó que se le doblaba la pierna lesionada. Sin duda era una trampa del bastardo de Zautuola, en la que, desde luego, no caería.

—¿Te ha dado algún recado para mí?

—Me ha dicho que si queréis hablar con él, os espera mañana al mediodía en la posada «El Guerrero», en el barrio de La Ranilla.

—¿Nada más?

—Nada más.

La actividad fue frenética durante toda la jornada en el palacete de la calle de los Cazadores. González quería asegurarse de que el mensaje no era una treta más de su enemigo y envió a un par de hombres a averiguar si era cierto que el bergantín Echeide había arribado al Puerto de la Orotava, y si un tipo con el nombre del remitente se hallaba alojado en la posada mencionada por el correo. Asimismo ordenó que se dispusiera una partida de seis hombres armados para acompañarlo al día siguiente. Desde luego no estaba dispuesto a pagar la enorme cantidad de dinero que el supuesto bachiller reclamaba a cambio de Zautuola. Pediría verlo antes de nada y, si era cierto que lo tenía en su poder, sus hombres harían el resto; liquidarían al tipejo que se atrevía a hacerle chantaje y llevarían al hijo de puta a la propiedad que poseía en el macizo de Anaga, en el lugar llamado Afur, adonde solo había ido una vez y no había vuelto. Haría que lo despellejaran vivo, y después, él mismo le arrancaría el corazón y se lo daría a comer a los perros. Además volvería a Vizcaya, una vez desaparecido el bastardo, y encontraría a su nieta costase lo que costara. No tenía intención de dejar ni un real a sus sobrinos, y la niña tendría edad suficiente para empezar a parir en cuatro o cinco años.

Sus informadores regresaron para comunicarle que, en efecto, el Echeide estaba anclado en la ensenada del Puerto y que el tal Manuel Teodoro de Aguerregoicoa se hospedaba en la posada de La Ranilla. A la mañana siguiente hizo disponer su carruaje, maldijo por enésima vez la cojera que lo obligaba a andar como un viejo maltrecho y se presentó en el lugar de la cita ordenando a sus hombres vigilar que nadie, absolutamente nadie, saliera o entrara en el local. En previsión de un posible ataque por sorpresa, él entró acompañado de sus dos más leales y fornidos guardaespaldas, que echaron a los tres clientes que se encontraban dentro.

El joven elegante que lo esperaba tranquilamente sentado a una mesa tomándose un té se levantó y tendió una mano que él no estrechó, aunque tampoco mostró contrariedad alguna ante su falta de cortesía y sonrió señalándole un asiento.

—¿Habéis hecho un buen viaje? —le preguntó con una sonrisa.

—¿Dónde tenéis a Zautuola? —preguntó él a su vez.

—A buen recaudo, naturalmente.

—¿Y cómo sé yo que no me engañáis?

—Entre caballeros…

—Dejaos de pamplinas —lo interrumpió—. Estamos aquí para hacer negocios.

—¿Habéis traído el dinero?

—Primero tengo que ver la mercancía.

—¿Y cómo sé yo que no os la llevaréis sin pagar?

—Os doy mi palabra.

El joven se echó a reír.

—Estimado señor González, la palabra cuenta muy poco en ocasiones como esta. Vos no os fiais de mí, y yo no me fío de vos, por lo que tendremos que encontrar el medio de llegar a un acuerdo que a ambos nos satisfaga. Comprenderéis que en esta situación me halle en inferioridad de condiciones, puesto que habéis venido acompañado de una partida de hombres armados y yo únicamente cuento con tres sirvientes que en estos momentos cuidan de que nadie se lleve… la mercancía.

El gallito no era tonto, y González tuvo una curiosidad.

—¿Por qué hacéis esto? —le preguntó.

—Supe lo que os ocurrió en Bilbao y me molesté en averiguar la razón. Ya sabéis: preguntando por aquí y por allá. Trabajo en un despacho de la villa y allí se escuchan muchas conversaciones… Yo también tengo una deuda pendiente con Zautuola.

—¿Y puede saberse cuál?

—Es una larga historia que ahora no viene a cuento. Basta con que sepáis que arruinó y llevó a la tumba a mi padre. Yo me crie con uno de mis tíos, pero no olvidé y ahora tengo la oportunidad de vengarme de él.

—A cambio de cien mil reales.

—Bueno… —rio el joven—. Mi tío me ha dado mucho, pero tiene cuatro hijos y yo no veré un céntimo de la herencia.

—Es demasiado a cambio de un hombre —insistió González.

—Todo en esta vida tiene un precio, solo depende de cuánto estemos dispuestos a pagar por ello.

—Mostrádmelo, aunque sea de lejos, y mañana volveré con el dinero.

—Venid conmigo, pero que vuestros hombres se mantengan a distancia.

Al rato estaban a la puerta de un almacén unto al muelle de descarga y pudo ver a su enemigo tirado en el suelo, el cuerpo rodeado con una soga de dos dedos de ancho y un pañuelo en la boca. Tres hombres lo vigilaban a corta distancia.

Advirtió el odio en la mirada de Zautuola y sonrió satisfecho.

—Mañana aquí al atardecer —le dijo a Aguerregoicoa.

—Mejor en la posada.

—¿Por qué razón?

—Lo llevaremos a otro lugar por si acaso se os ocurre venir a buscarlo antes de tiempo —respondió el joven con una sonrisa.

Definitivamente el tipo no era tonto; él tampoco lo era, y seis hombres podían más que tres. Esperaría un día más.