La llegada de Inexa al piso revolucionó la hasta entonces ordenada vida de sus ocupantes, en primer lugar la de Julián. Era la última persona a quien esperaba y no supo si alegrarse o enfadarse cuando la vio entrar en su habitación con paso decidido. ¿Qué hacía ella allí? ¿No había dado órdenes expresas para que nadie le dijera que estaba herido? ¿No le había dicho que no se le ocurriera volver por Bilbao sin que él lo supiera? ¿Acaso olvidaba que era su mujer y que le debía obediencia? No obstante calló; no tenía fuerzas ni ganas para discutir con ella. Dejó que le tocara la frente, que le quitara el vendaje y examinara la cicatriz, y le escuchó hablar con Maridominga, preguntarle cuál era su cuarto y afirmar que las vendas estaban de más; las heridas cicatrizaban mejor al aire, y añadió que su padre se había roto dos costillas hacía años y se había curado sin necesidad de aprisionar el cuerpo. Luego la vio salir y volver a los pocos minutos vestida con la falda y el corpiño de aldeana que usaba en el valle y que a él tanto lo atraía como lo disgustaba. Ella misma le sirvió la cena en una bandeja y desapareció para atender a Ximeno y a Amaro, que tampoco salían de su asombro.
—He firmado el documento de legitimación de Mati —le informó cuando finalmente volvió a la habitación y se sentó junto a la cama—. Y ahora quiero saber qué ha ocurrido y por qué estás herido.
Le divirtió su tono autoritario de matrona, otra faceta a descubrir en ella, y recordó la fama de mandonas que tenían las mujeres de la tierra, su madre lo era a pesar de su frágil aspecto y de que nunca hablaba en presencia de extraños. Sin embargo, le constaba que había sido ella quien había tomado la decisión de que no se supiera su relación con la pobre Mariana, aunque hubiera sido el padre el que había llevado la voz cantante. Le narró por tanto su enfrentamiento con González y el resultado del mismo. También le contó que el hijo de perra había sido expulsado del Señorío y que no había nada que temer por el momento, si bien nunca se sabía, y esa había sido la razón para pedirle a Olabe que llevara a cabo los trámites de la legitimación de la niña. Su abuelo no podría reclamarla una vez que ellos aparecieran como padres ante la ley.
—Gracias por haber firmado la solicitud —acabó diciendo.
—No lo he hecho por ti, lo he hecho por Mati. Se merece un hogar, y una madre que la cuide, ya que su padre no le demuestra demasiado cariño —añadió ella con dureza.
Permanecieron en silencio, ambos con la mirada fija en el retrato iluminado por la vacilante luz de las velas. Inexa tuvo la impresión de que la mujer del dibujo le sonreía y se arrebujó en la toquilla que se había echado sobre los hombros.
—La pequeña no es mi hija —oyó decir a Julián en un tono dolorido.
—¿No lo es?
—No. Me la entregó su madre al nacer y me pidió que la cuidara.
—¿Ella? —preguntó Inexa señalando al cuadro.
—Sí. Itahisa.
Cerró los ojos y, creyendo que dormía, ella apagó todas las velas excepto la de la palmatoria colocada encima de la mesilla de noche, salió de la habitación y fue a acostarse.
Ya en la cama, meditó acerca de lo que acababa de saber y sonrió. Era un alivio que Mati no fuera hija de él; la quería, pero era consciente de que su presencia siempre le recordaría algo que prefería olvidar. Luego resonó en sus oídos la voz afligida de su marido, como si lamentara no ser el padre de la criatura, y la sonrisa se borró de sus labios.
Julián no dormía; esperó a que ella saliera y volvió a abrir los ojos para fijarlos en el retrato, que ahora apenas se distinguía en la oscuridad del cuarto.
Después de buscarla durante semanas, se convenció de que ella había muerto, de que se había lanzado por el acantilado al igual que su antepasada guanche y que las olas habían arrastrado su cuerpo mar adentro. Agotado por la búsqueda, subió hasta la cueva que cobijaba el saxo de Taoro y gritó su desesperación a la montaña testigo de tantos dramas. ¿Cómo podía haber pensado que él iba a arrebatarle su libertad? Él la amaba con todas sus fuerzas, se lo había dicho una y otra vez, y jamás le pediría algo que ella no quisiera darle. ¿Por qué no había comprendido? ¿Por qué no le había correspondido? Gritó hasta quedarse ronco y durmió sobre la tierra, junto a la cueva, imaginando que el demonio Guayota se burlaba de él por haber siquiera soñado en llevarse a Itahisa lejos de la isla.
—Ella es Achinet —lo oyó decir entre sueños—; es el drago, los vientos alisios, y los pinos; es el mar; las vides, la arena dorada y las rocas; es todos y cada uno de sus valles y sus montañas. Y un extranjero como tu nunca será su dueño.
Regresó a «La Pinada» decidido a vender todo excepto la casa y volver a Vizcaya. Tal vez allí lograra olvidarla. Se deshizo del pinar y demás posesiones heredadas de Juan Domingo Pascual, incluida la casa de Las Cañas, que regaló a los Vázquez. Habló con Martin Amaro y ambos quedaron que, en lo referente al María de la Esperanza, las cosas seguirían como basta entonces; confiaba en él como en el propio Pascual y en ningún momento tuvo dudas sobre su lealtad y honestidad. Le escribiría en cuanto llegara a Bilbao para que supiera cómo ponerse en contacto con él. Había transcurrido un año desde la desaparición de Itahisa y, finalmente, compró un billete para viajar a la Península en un barco holandés cuya partida estaba prevista en una semana. Se encerró en la hacienda y esperó el momento de abandonar para siempre la «isla del infierno» como la denominaban algunos tal vez debido a sus volcanes o a la traducción del nombre de la montaña sagrada, y que en verdad se había convertido en un infierno para él. En ello estaba cuando Aminata reapareció un día en que el calor apretaba con fuerza. Se había olvidado completamente de ella.
—¿Qué quieres? —le había preguntado sin amabilidad alguna y sin dejarla pasar de la puerta.
—Ella me ha pedido que venga a buscaros —respondió la mujer.
—¿Quién?
—La señora Itahisa.
No supo si darle con la puerta en las narices o estrangularla allí mismo. Aquella esclava había trastornado a su amada haciéndola creer que podía hablar con su madre muerta, y ahora venía para engatusarlo también a él.
—Yo no hablo con los muertos —había respondido con rabia.
—La señora no está muerta.
Un mazazo en la cabeza no le habría producido semejante conmoción, se le doblaron las piernas y durante unos instantes creyó que iba a caer al suelo sin sentido.
—¿Qué estás diciendo, bruja? —le había preguntado agarrándola por el cuello.
—La señora Itahisa no está muerta; está en el convento de San Diego, en Garachico.
Le había dado un empujón y había montado en su caballo. Apenas una hora más tarde, obligaba al animal a patear la puerta del convento basta que una religiosa la abrió. Descabalgó y entró sin atender a los gritos de la monja, horrorizada porque un hombre rompiera la clausura. A sus gritos habían acudido otras monjas que se mantenían a distancia, pero que se eclipsaron al aparecer quien él supuso era la priora.
—¿Dónde está? ¿Dónde está mi mujer? —había vociferado.
La religiosa no respondió, pero le hizo una seña para que lo acompañara a la salida, le indicó las casas situadas enfrente y cerró la puerta. Los edificios, además de un molino de agua, disponían de un espacio para acoger a mujeres necesitadas que eran atendidas por las monjas a través de las señoras que acudían a hacer caridad. Había algunas camas y estaba limpio. No le costó descubrirla, blanca como la sabana que la cubría.
—¡Por Dios, Itahisa! —había gritado escandalizando a las damas, a las mujeres acogidas y a un cura que se encontraba en el lugar en ese momento.
Quiso cogerla en brazos y sacarla de allí inmediatamente, pero el sacerdote le rogó que no lo hiciera; apenas le quedaban unas horas de vida, le dijo, y seria inhumano hacerla sufrir. Consiguió calmarse un poco, lo suficiente para pedir que los dejaran solos, y acercó su cara a la de ella.
—¿Por qué me has hecho esto? —le había preguntado sin poder evitar su el resentimiento.
Ella había abierto los ojos, aquellos pedazos de mar que lo volvían loco, y había intentado sonreírle.
—No te enfades conmigo —le había dicho—. Tu amor por mí no tenía futuro, y preferí marcharme antes de que tu vida estuviera en peligro.
—No tenías derecho, no tenías ningún derecho a decidir por mí —le respondió él conteniendo su furia.
—Me falta tiempo y quiero pedirte un favor…
En un susurro sin apenas fuerzas para hablar le rogó que cuidara de Mati, la hija que acababa de traer al mundo y, a su señal, una de las damas de la caridad le puso a la niña en los brazos. Tenía la impresión de estar soñando, de estar padeciendo una horrible pesadilla, con la criatura en brazos y viendo cómo se le escapaba la vida a la única razón de su existencia. El sacerdote lo apartó de su lado, debía dejarla reconciliarse con Dios e irse en paz, y la misma señora que le había entregado a la niña lo cogió por un brazo y lo sacó afuera. Estaba anonadado, perdido; todo aquello era absurdo, no podía estar pasando, tenía que volver a entrar y llevarse a Itahisa de aquel lugar; pero habían cerrado por dentro y no le abrieron por mucho que golpeó en la puerta. Había decidido entonces volver a «La Pinada» dejar a la niña con Aminata o con las sirvientas de Pascual y regresar a por ella. La esclava seguía donde la había dejado, sentada a la puerta de la casa; le entregó a la niña y galopó de nuevo basta el molino de Garachico. Las damas y el clérigo habían desaparecido y allí solo había media docena de mujeres, viejas la mayoría, que le informaron de que se habían llevado a la joven recién parida a morir entre los muros del convento.
Una semana más tarde veía desaparecer la costa de la isla de Tenerife. Había adquirido la pequeña casa de Santa Úrsula y había instalado en ella a la esclava y a la niña. También había contratado los servicios de Herminia y había encargado a Amaro que se ocupara de todas las necesidades que tuvieran y que vigilara de cerca a Aminata. No se fiaba de ella, pero no tenía otra salida. La niña no era suya, de eso estaba seguro; había transcurrido más de un año desde la ultima vez que había yacido con Itahisa. En Garachico averiguó que un miembro de una importante familia había abusado de ella cuando llamó a su puerta pidiendo trabajo. La había tenido en su casa hasta que el embarazo fue demasiado evidente; entonces la había echado a la calle. Fue al puerto, esperó el momento adecuado y le atravesó el corazón con su espadín cuando acudió a su cita creyendo que se trataba de un hombre de negocios de La Laguna deseoso de adquirir unos huertos de su propiedad.
Lo que no acabó de entender fueron las palabras de ella diciéndole que se había marchado para no poner su vida en peligro. Y dicho pensamiento seguía atormentándolo desde entonces.
Julián tuvo una mala noche que achacó a la presencia de Inexa en Bilbao, pero no tuvo tiempo para pensar en ello. Su mujer entró en la habitación, abrió las cortinas, lo ayudó a sentarse, le puso delante una bandeja con un gran tazón de café con leche y unos bollos que Ximeno había comprado en la tahona y, cuando él acabó, volvió a entrar con una jofaina y con sus útiles de afeitar dispuesta a rasurarle la barba, que no se había afeitado desde que había sido herido.
—Yo le afeitaba a mi padre —se limitó a decir al advertir su gesto de desconfianza.
Asimismo, lo obligó a levantarse y a asearse pues, según ella, olía a establo y se le iba a olvidar andar de tanto permanecer tumbado. En realidad podía hacerlo; notaba la tirantez de la cicatriz y, a veces, un pinchazo que lo dejaba paralizado durante unos instantes, pero ninguna de las dos cosas le impedía la movilidad. Llegó a la conclusión de que simplemente no le había apetecido moverse de la cama. Había permitido, por primera vez en treinta y siete años, que otros se ocuparan de él, y le había gustado. Días después salió a la calle llevando a Inexa del brazo, ambos seguidos a poca distancia por Ximeno y Amaro, que no tenían intención alguna de perderlo de vista a pesar de tener la certeza de que Juan Francisco González no suponía ya una amenaza. No sabían si habría dejado a alguien encargado de acabar lo que él había empezado. También acudió al despacho, comprobó los libros de cuentas, las ventas de las mercancías llegadas en el Echeide, habló con Urruti y otros hombres de negocios para concertar la carga y el destino del barco en su siguiente viaje y, finalmente volvió al valle con su mujer. La alegría que observó en los rostros de los dos niños y de los sirvientes al verlo llegar, el olor a madera quemada y a humedad, la paz que se respiraba en el lugar y los potajes y guisos de Josefa, acabaron con su convalecencia y pronto estuvo en condiciones de reanudar sus paseos e incluso de ascender la empinada cuesta que llevaba al caserío de su amigo Andrés y mantener aquellas conversaciones sin apenas palabras que ambos tanto apreciaban.
El día de la Natividad fue diferente al de cualquier otro año. Los señores, los niños, los sirvientes, los padres y la tía de Inexa, Bartolomé de Olabe, Andrés, Ximeno y Martín Amaro acudieron a misa en la parroquia y después se sentaron juntos a la gran mesa del comedor de la casa Zautuola para dar buena cuenta del cabrito que Paulino había asado fuera y de las enormes fuentes de coliflores con ajo y manzanas asadas preparadas por su mujer. Comieron, cantaron, contaron historias picantes y rieron. Julián se sintió como un patriarca de los antiguos rodeado de toda su tribu y aquella noche dejó su habitación a sus dos leales y se acostó en la cama de su mujer. Fue un encuentro deseado por ambos; atrás quedaban los desacuerdos, los malos ratos, los fantasmas del pasado, y se durmieron la una en brazos del otro. Los despertó Mati quien, como una persona mayor, corrió las cortinas y les pasó por la cara unas ramitas de menta hasta conseguir que abrieran los ojos.
—Buenos días, padre, buenas días, madre —los saludó.
La niña no dejaba de llamarlos así en todo momento desde que le habían dicho que ya era oficialmente su hija y preguntaba a todo el mundo una y otra vez si ya sabían que ellos eran ahora sus padres. Lograron que saliera del cuarto para poder vestirse y bajaron a desayunar.
—Ahora mis padres me llevarán a ver a mi otra madre —la oyeron decir al entrar en la cocina.
—Cariño, tu otra madre está en el cielo y es muy feliz al verte tan contenta —le respondió Evelina.
—No, no está en el cielo; está en el Pago de Higa —insistió ella.
—¿Dónde has oído tú ese nombre? —le preguntó Julián súbitamente desosegado.
—Me lo dijo Aminata; me dijo que mi otra madre vivía allí.
La niña salió detrás de Fermín, a quien Josefa había enviado a por leña, e Inexa observó preocupada a su marido; la sombra del recuerdo volvía a reflejarse en su mirada.