La vida había vuelto a su actividad normal en la casa Zautuola con el añadido de que ahora el matrimonio Ernani y Angelita aparecían por ella de vez en cuando, e Inexa y los niños iban al caserío los domingos por la tarde. Mientras ella se sentaba con su hijo bajo la gran higuera, orgullo de sus padres, u ocupaba su antiguo lugar junto a la chimenea, Mati investigaba por su cuenta. La niña disfrutaba con todo, con los conejos, dando de comer al cerdo, viendo ordeñar a la vaca, subiéndose a los montones de heno y acompañando a Antonio allá donde este fuera. Daba gusto verla parlotear medio en vasco medio en castellano y el hombre la quería como si en verdad fuera su nieta, tan es así que había incluso tenido una agarrada con uno de sus vecinos que se había atrevido a llamar bastarda a la niña.
—Es mi nieta —le advirtió—, y que no se te vuelva a ocurrir decir algo parecido nunca más o tendrás que vértelas conmigo.
Ernani era un hombre respetado en el valle, y si él estaba dispuesto a aceptar ala hija de su yerno, los demás no tenían por qué no hacerlo. Poco a poco la gente se acostumbró a verla y cesaron las hablillas, aunque, en un pacto no concertado, todos estaban atentos y controlaban a cualquier extraño que apareciera por el valle. Sus asuntos eran únicamente de ellos, y nadie de afuera tenía derecho a inmiscuirse. Inexa ya no se ocultaba, paseaba por los barrios en compañía de Felisa, visitaba a las recién paridas como era costumbre, también acudía a la vela de los difuntos y asistía a misa, aunque quería otro hijo. Juan Miguel crecía sano, lo cual era una bendición pues pocas mujeres había que no hubieran perdido uno o más por culpa de las calenturas o la varicela, su madre, por ejemplo, que había visto morir a tres varones siendo niños. Desde pequeña había sentido que el desapego del padre se debía a que, de alguna manera, le reprochaba que ella estuviera viva en lugar de alguno de sus hermanos. Nadie sabía lo que el futuro depararía, pero más valía prevenir, y las prisas de su marido por tener un hijo durante los primeros meses de su matrimonio habían dado paso a unos encuentros esporádicos que dependían de su humor. Hizo memoria. Solamente habían yacido tres veces en el último año, desde que dejó de amamantar. Julián se había ido a Bilbao tras el asunto aquel del juez del Señorío, aunque esta vez no lo había hecho para huir de ella sino para acabar con la amenaza que se cernía sobre la niña. Eso había dicho, y ella lo había creído, aunque el abogado le había informado de que su marido estaba de viaje en Francia e ignoraba la fecha de su regreso, y ya iba para más de un mes sin que hubiera vuelto a dar señales de vida. Su comportamiento seguía siendo impredecible, si bien se mostraba más sosegado y en sus dos últimos encuentros había demostrado que también podía ser un hombre afectuoso. No podía evitar, sin embargo, sentir una punzada cada vez que pensaba que no era a ella a quien hacía el amor, sino a la otra. Quería sentirse amada por sí misma, no a través del recuerdo de una mujer que ya no estaba.
Desde que habían retomado las sesiones de lectura, Bartolomé de Olabe acudía a la casa Zautuola los martes y jueves de cada semana después de las seis de la tarde, y ella se dio cuenta de que esperaba su visita si no con ansiedad, sí con cierto nerviosismo. Esos días se ponía uno de los trajes del armario, el más sencillo, uno con la falda a listas azules de dos tonos y la parte superior de un tono más oscuro a modo de corpiño. Se peinaba un moño flojo y se perfumaba con el agua de limón, albahaca y menta que continuaba elaborando y guardaba en un frasco de vidrio. Josefa y Evelina andaban atareadas con los niños y la una o la otra únicamente aparecían por la sala para servirles una taza de café o chocolate con un pedazo de bizcocho, así que estaban solos durante la hora que dedicaban a leer libros, de poesía en su mayoría.
Le encantaba escuchar el sonido grave de su voz declamando las palabras de amor escritas por los poetas, algunas en especial como las de un italiano llamado Dante, varias de cuyas rimas se había aprendido de memoria.
—Amor brilla en los ojos de mi amada,
y se torna gentil cuando ella mira:
donde pasa, todo hombre a verla gira
y a quien ve tiembla el alma enamorada.
Quería creer que era cierto, que el amor era una realidad por mucho que tanto su madre como el ama de llaves afirmaran que no dejaba de ser un calentón que se curaba con la edad. Lo importante era llevarse bien con la pareja que te había tocado, decían, que la vida iba para largo y más valía que hubiera paz en casa. Había reído con ganas al escuchar a su madre y a un par de vecinas contar lo mucho que a don Aureliano le interesaba saber durante la confesión las veces que sus feligresas se acostaban con sus maridos y los detalles de cómo lo hacían. Las tres aseguraban, no sin guasa, que hacía de eso tanto tiempo que ya se les había olvidado, y para bien. Quizás tuvieran algo de razón, pero ella era aún joven y no se resignaba a compartir su vida con alguien a quien veía de tanto en cuanto y que, después de más de cuatro años de matrimonio, solo la había hecho vibrar en dos ocasiones. Ella quería más, necesitaba más, y estaba descubriendo que podía compartir unos momentos de sosiego con un hombre sensible cuyo carácter apacible la hacía sentirse a gusto. Bartolomé siempre era el mismo, nada lo perturbaba en apariencia, no tenía cambios de humor, y hablaban además de leer. También tenía palabras amables para todos, incluidos los sirvientes; jugaba con Mati, le hacía carantoñas a Juan Miguel, y ellos se dirigían a él como a un miembro más de su pequeña familia. A veces imaginaba que era el marido que hubiera deseado tener y se sorprendía preguntándose a qué sabrían sus besos, aunque de inmediato rechazaba tal posibilidad. Nada en su comportamiento dejaba entrever que tuviera otras intenciones que las de compartir con ella aquellos momentos de lectura y atender en nombre de Julián a sus necesidades y a las de los niños. Ella era una mujer casada y, por ende, honesta y se avergonzaba de que dicho pensamiento se le pasara siquiera por la cabeza.
Un día en que el viento arreciaba y el frío se metía hasta el tuétano, quiso enseñarle la vaca que Paulino había comprado por indicación suya en el mercado de Miraballes y a la que tenían cobijada en un rincón del pequeño establo donde Julián dejaba el caballo. Tenía intención de mandar construir uno más grande y comprar más vacas. Las gallinas producían una buena cantidad de huevos que vendían en los mercados de los alrededores y quería hacer lo mismo con la leche. Ya estaba en tratos con un ganadero de Arratia, le dijo, y estaba pensando en contratar a un par de mozos para que ayudaran a Paulino y a su hijo. También había pensado en elaborar mantequilla, mermeladas y dulce de membrillo para vender aunque, rio, Josefa le había advertido que no contara con ella, que bastante trabajo le daban la casa y los críos. Evelina, sin embargo, estaba dispuesta a ayudarla en su proyecto. Los ojos le brillaban de entusiasmo, tenía las mejillas enrojecidas por el frío, el moño medio deshecho, y Bartolomé la contemplaba arrobado mientras escuchaba sus explicaciones. Iban a salir del establo cuando tropezó con la horquilla para recoger la paja y hubiera caído al suelo si él no llega a sujetarla. Un instante después se hallaba en sus brazos y le devolvía el beso largamente deseado que, por fin, se convertía en realidad.
Aquella tarde no hubo sesión de lectura. Olabe no entró de nuevo en la casona y partió sin despedirse de nadie.
—Tenía algo urgente que hacer —le dijo Inexa a Mati cuando la niña preguntó por él.
Subió a su habitación y se encerró presa de un súbito sofoco. Se contempló en el espejo intentando descubrir alguna prueba de lo que acababa de ocurrir, esperando que apareciera en su rostro la señal del pecado, pero la imagen que le devolvía el espejo era la de siempre, aunque ruborizada y despeinada, muy similar al aspecto que tenía después de ayudar a Josefa a hacer el pan o correr por el prado. No tardó en recuperar la calma, a fin de cuentas no había pasado nada de lo que pudiera lamentarse, solo había sido un beso; un beso tierno, casi de amigos, nada que ver con los de Julián, que parecían querer arrancarle el alma.
El abogado a su vez se había marchado de la casa Zautuola con un sentimiento encontrado de placer y turbación a partes iguales. Se había comportado de manera inadecuada con la esposa de su cliente; había tenido un momento de debilidad y dejado traslucir sus sentimientos, y se sentía mal. También había traicionado al hombre que lo había contratado e incluso llegó a pensar en despedirse en cuanto este regresara de su viaje a Francia. A la mañana siguiente se fue a Bilbao con el firme propósito de no volver por el valle en una larga temporada, ni siquiera a su propia casa, pero el paso de los días calmó su preocupación. Además, había trabajo por hacer. Ximeno y Amaro se habían presentado en el despacho justo en el momento en que él recibía un aviso de la autoridad portuaria comunicándole la llegada del María de la Esperanza, ahora Echeide. Los tres acudieron inmediatamente al puerto y subieron a bordo tras presentar la licencia; tenían que comprobar que todo estaba en orden antes de que él firmara los correspondientes documentos a fin de obtener el permiso de desembarque de las mercancías y de la tripulación. El viejo bergantín era sin duda un barco que por su tamaño llamaba la atención en la estrechura de la Ría y atrajo la curiosidad de las gentes; venía cargado de pipas de viñuelo, malvasía y aguardiente de parra procedentes del archipiélago, además de tejidos de algodón de Manila que Anselmo había adquirido en las Indias y escamoteado a la aduana canaria. Al ser Vizcaya una de las provincias exentas, no le atañía el edicto real que prohibía la importación de algodón extranjero y gravaba con un cinco por ciento el procedente de las Filipinas.
El encuentro de ambos cuñados abrazándose y lanzando exclamaciones de alegría delante de todo el mundo dejó muy sorprendidos a Olabe y Ximeno, que, como buenos vascos, eran poco dados a exteriorizar sus sentimientos en público. Tras los trámites de rigor, este último y el canario fueron a informar a su jefe, quien les dijo pidieran al abogado que fuera a verlo a su casa. Un par de horas más tarde, Maridominga le abría la puerta y lo conducía al dormitorio de su señor. El hombre disimuló su impresión al ver a su cliente encamado, pálido y más delgado, pero no preguntó nada aparte de si los asuntos que lo habían llevado al país vecino habían sido de su gusto.
—Bien, pero no tanto como habría deseado —respondió él con una sonrisa no exenta de ironía—. Os he llamado porque deseo pediros que preparéis los documentos necesarios para reconocer a Mati como hija mía, y de mi mujer si ella quiere.
Se quedó desconcertado; pensaba que lo había llamado para hablar de la arribada del barco, y no supo qué decir. Zautuola no se percató de su zozobra, o no quiso percatarse, y lo instó a hacer lo necesario y a hablar con Inexa cuanto antes.
—Deberíais ser vos quien hablara con ella —dijo recuperando la voz.
—No. Mejor lo dejo en vuestras manos. Todavía no me he recuperado de la calentura y el médico me ha prohibido moverme. Hablaré con ella más adelante.
No le quedó otro remedio que volver al valle aquella misma tarde. No sabía cómo empezar; resultaba complicado explicarle a una mujer que su marido quería legitimar a una hija que no era de ella. Tampoco se atrevía a mirarle a los ojos temiendo ponerse nervioso. Extrajo un documento de la carpeta que llevaba y, siempre sin mirarle, se decidió a informarle de que el señor de Zautuola deseaba legalizar la situación de la pequeña Mati como hija suya y le preguntaba si ella estaba dispuesta a firmar la solicitud de legitimación de la niña, como madre de la misma. Inexa no respondió y cuando por fin él levantó la vista hacia ella la encontró mirándole fijamente.
—Sí —respondió—, traed aquí ese papel.
Firmó el documento con mano segura y se lo devolvió.
—Quisiera haceros una pregunta. ¿Por qué no ha venido Julián en persona a preguntármelo?
—Está enfermo.
—¿Cómo que está enfermo? ¿Qué tiene?
La alarma que vio reflejada en sus ojos le dolió más que cualquier reproche.
—Tuvo una calentura durante su viaje a Francia y el médico le ha ordenado que mantenga reposo.
—¿Es grave?
—Parece que ya está mejor, sólo que ha perdido unas libras de peso y…
No pudo acabar la frase. La vio levantarse llamando a Evelina y desaparecer por la puerta de la sala. Al rato estaba de vuelta, vestida para salir y con una bolsa de viaje en la mano.
—¿Nos vamos? —la oyó preguntar.
—¿Adónde?
—¿Adónde va a ser? A Bilbao.
Apenas hablaron durante el trayecto. Solo en una ocasión intentó él justificar su comportamiento, decirle que lamentaba no haber actuado como un caballero, pero ella no lo dejó proseguir. No había pasado nada entre ellos, le dijo, una equivocación sin importancia debida quizás a la soledad que ambos sentían y que no volvería a repetirse. Y de nuevo Olabe sintió un dolor profundo, no porque esperara que su afecto fuera correspondido, sino porque estaba claro que ella amaba a aquel hombre a quien él respetaba pero que no se la merecía. Al llegar a la villa, la acompañó hasta el portal de la calle San Miguel, pero no subió con ella; le recordó dónde podría encontrarlo en caso de que lo necesitara, besó su mano y esperó a verla desaparecer por la escalera antes de darse media vuelta.