1802

Julián partió hacia Bilbao en cuanto supo que, por fin, iba a ser padre. Todas las semanas, Bartolomé de Olabe acudía a la casona y, a continuación, se llegaba hasta la villa para informarle sobre la buena marcha del embarazo de su mujer. El letrado no entendía los motivos por los que su cliente se negaba a volver al valle aduciendo la falta de tiempo. Tenía a su servicio secretarios, contables, intermediarios, suministradores y demás empleados que no necesitaban de su continua presencia para manejar sus asuntos comerciales. Y el valle estaba apenas a una hora de distancia en carruaje, menos aún a caballo. Barruntaba que algo no marchaba como debiera en aquel matrimonio, aunque ignoraba qué. Ninguno de los dos hablaba de ello, y no sería él quien fuera a entrometerse, aunque lamentaba que la pareja viviera separada. Había llegado a pensar que el señor de Zautuola se establecería en la casa familiar, al menos durante el verano, y que, de todos modos, se llevaría a su mujer a Bilbao para dar a luz. Allí había buenos médicos y parteras, e incluso estaba el hospital de los Santos Juanes de Atxuri, cuyo cirujano podría asistirla en caso de que algo no saliera bien, que nunca se sabía. Apreciaba a la pareja; admiraba al campesino que había llegado a ser un caballero culto y muy rico, y también le gustaba la afabilidad de su mujer, su risa y su entusiasmo por las pequeñas cosas, como aquel gallinero que ya producía huevos para vender. Él poseía la experiencia de la madurez, y ella la juventud y la alegría necesarias para compensar la seriedad de su marido, aunque cierto era que cuando ambos estaban juntos la joven se eclipsaba, se cerraba como una margarita en la oscuridad.

A medida que se acercaba la fecha prevista para el parto, Olabe comenzó a sentirse inquieto y, dos o tres veces a la semana, acudía a la casona, después de atender sus asuntos en Bilbao. El verano estaba siendo seco e Inexa y él, acompañados por Felisa, Josefa y Evelina, se sentaban a la puerta y conversaban apaciblemente hasta que el sol se ponía y él regresaba a su casa, en el otro extremo del valle. Disfrutaba de aquellos encuentros durante los cuales las mujeres cosían y él contemplaba ensimismado su habilidad con la aguja. En ocasiones, Paulino y su hijo se reunían con ellos; hablaban del tiempo, de los vecinos, «filosofaban», comían algo de queso y pan, bebían un vaso de vino e, incluso, jugaban una partida de cartas. Y él, que vivía en compañía de una criada vieja en la casa heredada de los padres y que jamás se había planteado la idea de casarse y aceptaba su irremisible futuro de mutilzaharra, solterón, sentía que eran una familia.

Una tarde, no encontró a las mujeres cosiendo como de costumbre y, alertado, entró en la casona. No había nadie en la cocina y corrió escaleras arriba llamando a Josefa, quien salió de la habitación de Inexa. La señora estaba de parto, le informó; después de comer se había sentido indispuesta y habían ido a avisar a la comadrona. Al parecer la criatura no estaba dispuesta a esperar por más tiempo, añadió la mujer con una sonrisa.

—Todo va bien, señor Olabe —le dijo al observar que el hombre se removía inquieto, intentado ver algo a través de la puerta entreabierta—. Agustina es una buena matrona, tiene mucho oficio y ha traído la silla de partos. Esté usted tranquilo, que ella sabe lo que se hace.

—¿Y doña Inexa?

—También está bien. Las contracciones no han hecho sino empezar, y ella todavía no ha roto aguas, lo cual es buena señal.

—¿Qué es buena señal?

—Que todavía no haya roto aguas.

—¿Qué aguas?

—Si rompe aguas antes de las contracciones, la criatura se queda seca y puede ser un problema porque la bolsa que la protege…

No la escuchó, no entendía nada de lo que la mujer le decía y todo aquello de aguas y bolsas le sonaba a algo sumamente peligroso. Bajó corriendo las escaleras y fue en busca de Paulino, que se hallaba segando la hierba.

—¿Montas a caballo? —le preguntó.

—No.

—¿Y Fermín?

—Él sí.

—¡Llámalo!

El mozo estaba limpiando el gallinero y acudió a la llamada de su padre. Olabe le ordenó desenganchar el caballo de su calesa, un ejemplar joven que a veces montaba a silla, y salir a toda velocidad hacia Bilbao, a comunicar a su amo que su hijo estaba a punto de nacer.

—¡Dile que venga inmediatamente! —gritó cuando Fermín acabó de colocar una de las sillas que había en la casona y montó al animal.

Después, subió de nuevo a la habitación de Inexa y preguntó si podía hacerle compañía. Las mujeres le miraron sorprendidas. Los hombres estaban de más durante un alumbramiento; se ponían nerviosos, hacían preguntas tontas, o se quedaban quietos como piedras, pero, ante todo, molestaban. Por otra parte, no era decoroso que entrara en el dormitorio uno que no fuera de la familia. Sin embargo, a petición de Inexa, permitieron que se quedara un rato, hasta que el parto estuviera algo más avanzado. Olabe cogió una silla, se sentó al lado del lecho y asió una de las manos de la parturienta, pero, tal y como las mujeres habían supuesto, no dijo una palabra; parecía una estatua. Lo echaron de la habitación una hora más tarde cuando las contracciones comenzaron a ser más seguidas, y bajó a la cocina, donde se reunió con Paulino, a quien su mujer había encargado calentar agua en una enorme olla colgada de un gancho de hierro encima del fuego.

Las voces, los ruidos en el piso de arriba, los gritos de Inexa, las súbitas apariciones de Evelina en la cocina en busca del agua caliente, acabaron poniendo a Olabe tan nervioso que salió y dedicó un buen rato a descender y ascender a zancadas por el camino de piedra que iba de la casa a la verja. Realizando dicho ejercicio lo encontró Julián, que llegó a galope, seguido a bastante distancia por Fermín.

—¿Qué? —preguntó Zautuola.

—Está naciendo —respondió el abogado.

Instantes más tarde, ambos se encontraban en el salón desde donde escucharon un grito desgarrado, y el llanto de la criatura a continuación. Todavía tuvieron que esperar hasta que las mujeres bajaran, sudorosas, los lienzos sucios en las manos y grandes sonrisas en los rostros.

—¡Enhorabuena, señor! —dijo Josefa—. Sois padre de un precioso niño.

Julián subió a la habitación y contempló orgulloso al pequeño, que dormía con la boca abierta pegado al pezón de su madre. Ya tenía un sucesor a quien legar fortuna y apellido, un nuevo Zautuola que llegaría muy lejos con la ayuda de su padre. Luego miró a Inexa; también dormía, agotada, las mejillas enrojecidas, pequeñas gotas de sudor humedeciendo su frente, el cabello largo esparcido sobre la almohada. Nunca la había visto tan hermosa, o era que quizás nunca la había mirado como a una mujer, solo como a un medio para lograr el ansiado heredero. No la despertó, miró de nuevo al niño y salió de la habitación sin hacer ruido.

No había vuelto al valle en siete meses, desde que ella le informó que esperaba un hijo. ¿Por qué razón? Ni él mismo lo sabía, o sí… No quería que nada malograra la buena gestación de la criatura, deseaba que ella volviera a ser la joven alegre y retadora que había visto aquella mañana extendiendo las sábanas sobre la hierba, cuando ignoraba que él la estaba observando, y no la mujer apagada que encontró a la vuelta de su escapada a Pagomakurre. Y había algo más. Tampoco sabía cuál sería su reacción si de nuevo sentía la imperiosa necesidad de poseerla, de poseer a Itahisa aunque fuera en el cuerpo de otra mujer. La botadura del Echeide, los viajes a Soraluze y Eibar para adquirir mosquetes, escopetas, cuchillos y hierro para llenar la bodega en su primer viaje, el papeleo y la vida social de Bilbao en la que había sido introducido por el señor Urruti y su hija lo habían mantenido ocupado durante aquellos meses. Por otra parte, Olabe se encargaba de informarlo puntualmente todas las semanas acerca de la buena marcha del embarazo de su mujer, y no tenía de qué preocuparse.

—Esta noche dormiréis aquí —ordenó más que dijo a Bartolomé cuando ambos volvieron a reunirse en el salón.

—Puedo volver a mi casa…

—No se hable más. Y gracias por enviar a Fermín a buscarme.

—No todos los días se tiene un hijo —sonrió el abogado.

Permanecieron hasta casi la madrugada ante el fuego, cada uno con una copa en la mano, y hablaron. Sus relaciones databan de varios años atrás, desde que Julián tuvo claro que deseaba regresar a la tierra de sus padres. Escribió una carta al Consulado solicitando informes sobre un letrado que pudiera representarlo, y Olabe fue el elegido de la lista que le enviaron. Lo eligió porque vivía en el valle. Se escribieron durante algún tiempo y, finalmente, se conocieron en persona, pero no habían hablado como lo hicieron la noche en que nació el pequeño. Por primera vez, Julián confió en Bartolomé y le contó parte de lo que había sido su vida en la isla de Tenerife. No se arrepentía de lo hecho, le confesó, aunque tampoco estaba orgulloso de algunas cosas que le habían permitido adquirir su enorme fortuna. Sobre todo, le habló de Juan Domingo Pascual, su mentor, su amigo, su protector.

—No solo comerciaba con la pez —dijo—. No es un mal negocio, pero únicamente da para vivir con holgura, no lo suficiente para enriquecerse, porque está muy controlado por el Cabildo. Y Pascual era rico, muy rico. También se dedicaba al contrabando; enviaba a Virginia aguardiente y vino de Madeira falsificado, hierro y tejidos de seda, y, a cambio, recibía cereales y madera de roble para la fabricación de barriles. Aunque sus mayores ganancias las obtenía vendiendo en Cuba y Venezuela, asimismo de contrabando, las harinas de las colonias inglesas, antes de que estas fueran independientes. La administración, lo sabéis, es un pozo sin fondo de corrupción; solo hace falta sobornar para obtener buenos réditos, y en absoluto me sentí culpable cuando, a su muerte, me hice cargo de los negocios de mi protector. No tenía a nadie, hermanos, hijos o sobrinos, y si los tenía, no me lo dijo. Me nombró su heredero, aunque para entonces hacía años que yo me ocupaba de sus asuntos, de todos…

Julián calló y su mirada se perdió en el fuego encendido por Paulino, quien sabía que a su señor le gustaba que la chimenea se encendiera por las noches, aun en verano. Tanto rato permaneció absorto que Olabe habría pensado que se había quedado dormido si no fuera porque mantenía los ojos abiertos y porque apretaba los labios, como si no quisiera seguir hablando. A punto estaba de dar las buenas noches y levantarse cuando su cliente comenzó a hablar de nuevo.

—Pascual también se dedicaba a la trata de negros, aunque yo me enteré bastante más tarde. Desaparecía durante semanas, decía que iba a Cádiz a arreglar asuntos que tenía en aquella ciudad, pero, en realidad, viajaba a las costas africanas a por esclavos que luego enviaba a Cuba en su barco o en los de otros. Yo heredé el negocio. No me siento orgulloso, pero es como otro cualquiera, si bien no se mercadea con maderas, pieles, licores, plata… sino con seres humanos, hombres, mujeres y niños vendidos por los caciques africanos a los traficantes portugueses. Si ellos no tienen objeción en vender a sus compatriotas, si todos los reyes de los reinos europeos han legislado la trata, ¿por qué iba a tener yo reparos en comprarlos y venderlos a mi vez? En ocasiones, la gente se vuelve inmune al sufrimiento ajeno, y eso fue lo que me ocurrió; me hice inmune, no oía sus llantos, ni veía la desesperación en sus miradas.

—Es terrible —a Olabe se le escapó decir.

—¿Qué? ¿La trata de negros? Puede que tengáis razón, pero el mercado no tiene alma; compra y vende todo lo que puede comprarse y venderse. Los colonos españoles en Indias exigen más y más esclavos para las plantaciones y las minas, cuyos recursos, os recuerdo, benefician a la Corona y, de paso, a sus súbditos.

—Pero no es igual vender, no sé… madera o hierro que seres humanos…

—No, no lo es, aunque puede que los negreros sean, de alguna manera, esclavos de sí mismos, que yo mismo lo sea…

Y de nuevo el silencio, solo roto por el crepitar de la leña en la chimenea. El abogado aguantó durante un rato, pero, finalmente, dio las buenas noches y fue a acostarse. Julián no respondió, ni siquiera lo oyó; su pensamiento estaba muy lejos del confortable y cálido salón de la casa Zautuola.

Pascual se lo había desaconsejado, le había dicho que no fuera a Gorea, a la isla de los esclavos situada frente a las costas de Senegal.

—Te conozco, y no te gustara lo que veas allí —le advirtió—. Hay que tener muchas tripas para permanecer impasible ante tanta miseria humana.

—Entonces, ¿por qué vais vos? —le había preguntado él.

—Me ocupo de elegir las piezas.

—¿Las piezas?

—Sí, así llamamos a los esclavos. Martín Amaro es un buen maestre; él y sus hombres se ocupan de mis intereses, y lo hacen bien, pero los costos en este negocio son muy elevados: licencias, registros, armamento para el barco a fin de defenderlo contra posibles ataques de piratas y corsarios, pero, sobre todo, la compra de los esclavos. Han de ser fuertes y tener buena salud, de otra forma morirán en la travesía y será dinero perdido. Así que yo me encargo de elegir la mercancía para asegurarme que la mayoría de las piezas lleguen a buen puerto. El viaje desde Gorea hasta Cuba puede durar hasta tres meses, dependiendo de la mar y te aseguro que es muy duro. Lo hice una vez, y no he vuelto. No sólo se resiente el cuerpo, también el alma o lo que sea que haya por ahí dentro —había concluido Pascual.

Amanecía y el fuego se había apagado hacía mucho cuando Julián decidió irse a dormir. Echó una ojeada al pasar por delante de la puerta de la habitación de Inexa y vio que Josefa dormitaba sentada en una silla. Le habría gustado volver a ver a su hijo, pero no tenía deseo alguno de hablar con la sirvienta, quien, con toda seguridad, se espabilaría al verlo entrar. Se metió en la cama, desnudo al igual que siempre, y tembló al contacto con las sabanas frías. Aquel era el peor momento del día, el único en el que se sentía verdaderamente solo y luchaba por no recordar. Buscó una imagen que lo ayudara a conciliar el sueño y por primera vez en mucho tiempo no fue el rostro de una mujer guanche, sino el de un niño dormido al pecho de su madre.