A la espera de que el María de la Esperanza arribara, Julián llevó a cabo los trámites necesarios para obtener la licencia correspondiente a fin de poder anclar el barco en el puerto de Bilbao y, de paso, le cambió el nombre. El Echeide volvía a la mar. Aún tardaría varias semanas en llegar, pero entabló conversaciones con Urruti y otros hombres de negocios para hacerse cargo del transporte de sus mercancías, en especial del hierro Vizcaíno y de la lana castellana que conformaban el grueso de las exportaciones del Señorío. Don Felipe lo recibió con reticencias en su despacho de la calle Bidebarrieta; lamentaba, le dijo, que no hubiera confiado en él y en su familia y que no los hubiera informado de que estaba casado. También había llegado a sus oídos la intolerable actuación del señor González, que lo había indispuesto con el juez del Señorío, pues había sido él mismo quien los había presentado, pero por si acaso no le preguntó si era cierto que había raptado a su nieta. De todos modos, era un hombre práctico y pasó rápidamente al tema que le interesaba. Los negocios no iban bien; los principales navieros y comerciantes de la villa copaban los mejores mercados y, según las noticias, Europa estaba a punto de explotar. No solo llegaban rumores de guerra, también se hablaba de que Napoleón Bonaparte tenía intención de conquistar Europa entera, aunque a él lo que más le preocupaba era que, al parecer, el francés tenía intención de bloquear y arruinar el comercio inglés.
—Hay hombres para quienes nada es suficiente —exclamó disgustado—. Todos mis contactos son con Inglaterra. Si lo que se dice es cierto y ese republicano traidor arruina a los ingleses, ya puedo ir despidiéndome de mis negocios. Habrá que buscar otros mercados, pero ¿dónde?
—Armas —respondió Julián súbitamente inspirado—. Donde hay guerra hacen falta armas, y provisiones.
—¿Armas?
—¿Por qué no? He tenido tratos con los fabricantes de Soraluze y Eibar, y todo es cuestión de pensarlo con detenimiento.
—No sé… no me gustan las armas. Preferiría comerciar con otro tipo de géneros, bacalao por ejemplo.
—Si no lo hacemos nosotros, otros lo harán.
—Tal vez estéis en lo cierto, pero tengo entendido que la producción de esas fábricas va en gran medida destinada al rey.
—No estaría yo tan seguro. Tras la ocupación y destrucción de Eibar por los franceses hace diez años, la Real Fábrica de Oviedo es la principal suministradora de armas de la Corona.
Quedaron en ver cómo evolucionaba la situación, aunque Urruti insistió en su idea de comerciar con bacalao. En tiempos de zozobra, las rutas marítimas a Terranova eran mucho más seguras que las del Mar del Norte.
Tras una de dichas reuniones, Julián se topó al salir del portal con Juan Francisco González y Fernando Diosdado. No tenía intención de entablar conversación e iba a pasar de largo cuando el primero lo asió por el brazo.
—¿Dónde has escondido a mi nieta? —le preguntó.
Liberó su brazo con un gesto brusco e intentó continuar, pero Diosdado le cerró el camino.
—Mi señor os ha hecho una pregunta.
—Pues dile a tu señor que yo no hablo con asesinos de mujeres y viejos.
—¡Exijo una reparación por este insulto! —exclamó González pálido por la ira.
—¡Cuando quieras, hijo de mala madre! —le respondió él mirándole a los ojos directamente.
—¡Aquí el único hijo de puta eres tú! ¡Bastardo!
—¡Criminal!
Habían alzado la voz y varias personas se habían detenido escandalizadas por un enfrentamiento en plena calle entre dos caballeros, algo inusual en la villa donde las reyertas, cuando las había, tenían lugar en la zona del puerto o en tabernas de mala reputación. Incluso Urruti y sus empleados se habían asomado a las ventanas del despacho al oír las voces.
—Mi hombre irá a tu casa esta misma tarde —dijo González bajando el tono al darse cuenta de la expectación suscitada y continuó su camino seguido por Diosdado, quien hizo un gesto con la mano a modo de pistola dirigido a Julián.
Horas más tarde, Ximeno le abría la puerta sin permitirle la entrada al piso y ambos concertaban el duelo que por fin enfrentaría cara a cara a los dos irreconciliables enemigos. Los duelos estaban prohibidos en el Señorío y la pena era la cárcel o el exilio, además de tener que pagar una cuantiosa multa. En caso de muerte de uno de los contendientes, el otro podría ser ejecutado por asesinato. Era necesario por tanto llevar el asunto con sigilo, y se citaron de allí en dos días en «La Galera», a fin de concertar el lugar y la hora, así como para comprobar las armas a utilizar.
Se encontraron en el monte Artxanda, a algo más de dos leguas del centro de la villa, temprano por la mañana dos domingos después. La espesa niebla de finales del otoño era tan densa que tardaron más de una hora en ascender hasta la arboleda donde habían quedado citados, y una vez en el lugar tuvieron que esperar a que despejara, cada cual dentro de su coche de caballos. Al contrario que en situaciones parecidas, allí solo estaban ellos cuatro; no había padrinos, médico ni cura. El tinerfeño no conocía a nadie en Bilbao y no era cuestión de fiarse de cualquiera que pudiera luego denunciarlo. De hecho, ni siquiera había contratado a un cochero para que guiara la berlina, encargando a Diosdado que se hiciera él con las riendas. El asunto los atañía solo a Zautuola y a él. Había decidido acabar con el bastardo tras la humillación sufrida en aquel maldito valle, la desaparición de los dos primos, que estaba seguro había sido también obra de su enemigo, y la convicción de que este tenía ojos que lo espiaban a todas horas y que haría imposible su secuestro para llevárselo a Tenerife y que allí fuera juzgado y ejecutado. Era un magnífico tirador y ya había matado a otros en duelo, aunque ignoraba si su oponente tendría su misma maestría. Las armas las había elegido él en una armería de la Plaza del Mercado; ambas eran exactamente iguales, dos hermosos ejemplares de cañón largo con llave de pedernal y cajas decoradas con láminas de plata con relieves de flores, que habían recibido el visto bueno de su oponente, si bien no estaba dispuesto a dejar nada al azar.
—Fíjate bien y dime si el otro individuo es el mismo que se llevó a Mati de Santa Úrsula —le ordenó a Aminata, quien permanecía embozada hasta los ojos con una capa oscura dentro de la berlina.
Si así era, tendría que matarlos a los dos, aunque no sin antes saber dónde estaba su nieta. No había hecho aquel largo viaje sólo para meterle a Zautuola una bala en el corazón.
A eso de las nueve de la mañana la niebla despejó un poco, lo suficiente para distinguirse a corta distancia, aunque la villa y las anteiglesias de su entorno continuaban envueltas en la bruma. Ambos salieron de sus coches acompañados por Diosdado y Ximeno respectivamente y se encaminaron al centro de un pequeño claro entre los árboles. No había viento, tampoco se escuchaban trinos de pájaros; el silencio era completo, como si se hallaran en la antesala del mundo de las sombras cantada por los poetas. González volvió a la berlina con la disculpa de dejar en ella el abrigo de piel que llevaba puesto sobre la levita.
—¿Y bien? —preguntó a Arninata.
—Sí, es él, el hombre que se llevó a la niña —respondió la mujer.
El acuerdo había sido una separación de veinticinco pasos y la posibilidad de recargar las armas cuantas veces fuera necesario. El duelo era a muerte y no acabaría hasta que uno de los contrincantes cayera al suelo sin vida. Los dos iban vestidos de negro y ninguno dijo una palabra; se colocaron en posición, esperaron la señal, y dispararon, pero ambos se mantenían en pie tras los fogonazos, y sus hombres corrieron a recargar las pistolas. Antes de que Julián llegara a apuntar, González había disparado de nuevo. Esta vez la bala pasó silbando a la altura de la oreja del vizcaíno; era su turno, y apuntó sin prisa. En el silencio del bosque se oyeron tres tiros casi al mismo tiempo. Uno fue a incrustarse en el tronco de un árbol, a espaldas de Zautuola; otro dio de lleno en la rodilla derecha de González, y el tercero acabó entre los ojos de Fernando Diosdado. El hombre se desplomó sobre la hierba húmeda con una mirada de sorpresa, una pequeña Gribeauval todavía humeante entre los dedos.
—Así pues, no eres capaz de ser noble ni en los lances de honor —dijo Julián acercándose al tinerfeño que se retorcía de dolor en el suelo.
—¡Mátame ya de una vez! —le gritó este.
—No pienso hacerlo, no soy un cobarde, y tú ya estás muerto en vida. Pero, te lo advierto, la próxima vez no seré tan generoso con una rata de cloaca que nunca ha jugado limpio. Vuelve a tu casa y déjanos en paz.
—¡Me robaste a mi hija, y ahora me has robado a mi heredera!
—Tú dejaste morir a la madre de Itahisa y mandaste asesinar a mi buen Taoro; destrozaste la vida de mi mujer y la mía, así que puedes tragarte tus riquezas si quieres, porque jamás permitiré que Mati herede ni un sólo real de un asesino.
Tiró el arma al suelo y se dirigió con Ximeno a su coche de caballos, donde los esperaba Martín Amaro con su pistola todavía en la mano.
—Teníais razón —dijo el hombre al tiempo que guardaba el arma en el cinto—. El hijo de perra había encargado a su caballerete que os disparara.
—No era difícil de adivinar que intentaría matarme por cualquier medio. Gracias amigo por tu buena puntería —bromeó.
—Tuve un buen maestro en Juan Domingo Pascual.
—Yo también, pero me temo que el hijo de perra es mejor tirador; me ha dado a la primera.
Se sujetó las costillas del lado izquierdo y apretó los labios. Sus hombres pudieron ver unos hilillos de sangre que se escurrían entre sus dedos.
—Es preciso que os vea el cirujano cuanto antes —dijo Ximeno alarmado.
Poco después estaban en el hospital de los Santos Juanes. El médico que lo atendió escuchó con gesto escéptico unas peregrinas explicaciones sobre un accidente de caza sobrevenido durante una batida de jabalíes. La vestimenta del paciente así como la de sus acompañantes no eran las apropiadas para la caza, y la bola de plomo extraída tampoco era del tipo de munición utilizada para cazar puercos salvajes. No dijo nada, sin embargo; no era la primera vez que le venía alguien lastimado en un duelo. La bala había roto una costilla aunque, por fortuna, había quedado alojada en el hueso. La extrajo, limpió la herida, hizo una sutura digna de una bordadora y recomendó cambiar el vendaje cada dos días y fricciones con aceite de hipérico. También le recetó una cucharadita de láudano; calmaría el dolor y le permitiría dormir con cierta tranquilidad.
—Nadie debe enterarse de esto —ordenó Julián a Ximeno y a Amaro antes al entrar en su piso—, incluida mi mujer.
No tenía hambre y fue a acostarse un rato, pero no se levantó para la cena y solo pidió agua. Tenía la boca seca y apenas podía mantener los ojos abiertos, aunque tampoco era capaz de conciliar el sueño. Sus hombres tuvieron que obligarlo a tomar el láudano a fin de que descansara y se turnaron para velarlo durante toda la noche. A la mañana siguiente estaba peor; su cuerpo ardía de fiebre y respiraba con dificultad. Asustado, Ximeno acudió al hospital, pero el cirujano que los había atendido la víspera no había llegado y, casualmente, tampoco había ningún otro en ese momento. No quiso preguntar lo que había de hacerse a las monjas que se ocupaban de los enfermos y dijo que volvería más tarde. De vuelta al piso, coincidió en la escalera con Maridominga y la arrastró hasta la habitación de su señor haciendo caso omiso a la orden dada de que nadie supiera lo sucedido. La mujer no preguntó, comprobó que, en efecto, el señor tenía una fiebre muy alta, llenó de agua templada la tina de la hermosa sala de baño y dijo a los hombres que le quitaran la venda y lo metieran dentro mientras ella cambiaba las sábanas empapadas de sudor. Ella misma se encargó de pasarle un paño mojado por la cabeza hasta que el agua se enfrió; lo secó mientras ellos lo sostenían y, cual general de un ejército, dirigió la operación de llevarlo de nuevo a la habitación. A continuación examinó la herida y movió la cabeza de un lado para otro. La sutura no tenía buen aspecto, mostraba un enrojecimiento alrededor y estaba caliente. Corrió a la cocina y volvió al cabo de unos minutos con un recipiente de agua tibia en la que había disuelto sal y zumo de limón, y limpió la zona a conciencia provocando más de un gemido en el herido. Luego volvió a salir corriendo y regresó con un tarro con miel que extendió generosamente sobre la cicatriz antes de enfajarlo con la venda que Ximeno había ido a toda prisa a comprar en la botica. Después le metió un diente de ajo en la boca y le obligó a masticarlo.
—Y ahora a esperar —dijo; echó a los dos hombres de la habitación y se sentó en una silla al lado de la cama.
Antes de marcharse a su casa, Maridominga repitió toda la maniobra, le dio a cucharadas un caldo de gallina al que había añadido dos cabezas de ajos y dejó dicho que le dieran ese mismo caldo si pedía bebida o comida.
—¡Aviadas estaríamos las mujeres si no supiéramos de estas cosas! —exclamó cuando Ximeno le preguntó cómo era así que sabía de curas y remedios.
A la mañana siguiente la fiebre había remitido aunque no del todo, y Julián se sentía agotado, como si hubiera recibido una paliza descomunal.
—A Olabe decidle que he ido a… a Francia, o donde se os ocurra —les dijo a sus hombres—, pero pasad luego por el despacho a ver si hay noticias del María de la Esperanza, y acordaos que ahora su nombre es Echeide.
Se quedó dormido tras tener que soportar una vez más la cura de la sirvienta y beber un tazón entero de caldo.
Según supieron días más tarde por el celador de la casa del paseo del Arenal, los dueños de un caserío de Artxanda, cercano a la arboleda donde había tenido lugar el duelo, habían sido alertados por los gritos de la mujer que vivía con don Juan Francisco González y se habían encontrado con un espectáculo que los llenó de horror. En un principio creyeron que ella era la muerte en persona o un espíritu errante, pues amas habían visto a una persona negra que además iba cubierta con una capa también de color negro de los pies a la cabeza. Decidieron volverse y encerrarse a cal y canto en su casa, pero al verla llorar desconsoladamente ante el cuerpo de un hombre ensangrentado pensaron que se trataba de una extranjera de algún país remoto y se aproximaron, no sin recelos. Su espanto fue mayor al descubrir a otro hombre tumbado boca arriba con los ojos abiertos y un agujero entre ceja y ceja. No sabiendo conducir la berlina tirada por dos caballos, el hijo de la familia corrió en busca de los guardas forales que patrullaban por los alrededores a la búsqueda de cazadores furtivos. Estos no tuvieron ninguna duda de que había tenido lugar un duelo. Allí estaban las pruebas: ambos contendientes, uno herido y otro muerto, y dos pistolas en el suelo. No supieron explicarse la presencia de la extraña mujer, pero metieron a los tres en la berlina, llevaron a los hombres al hospital y a ella al Calabozo municipal hasta que se aclararan los hechos. Para su mala fortuna, el juez encargado del caso resultó ser el mismo que los había acompañado al valle. En cuanto el herido fue operado de la rodilla, lo obligó a pagar las costas del asunto anterior más la operación, los gastos ocasionados y el entierro de Diosdado en una fosa común. Después le ordenó abandonar de inmediato el Señorío en compañía de la mujer bajo amenaza de juzgarlo por asesinato, cosa que González hizo tras contratar a dos cocheros en la caballeriza municipal.